A
Eduardo Formanti.
Cuando el botones llegó
ellos inflaron los bolsillos de la camisa con billetes que no reconocían. A
ellas no les importaba. Hacían como que ignoraban la irremediable presencia del
dinero. Además ellos tenían dólares y a ellos el dinero les daba igual porque
ya no recordaban la muerte. El botones sonreía mientras recibía los encargos:
la hamburguesa más grande, patatas con kétchup y mostaza; unas chuletillas de
cordero... Pero sobretodo lo que ellos querían y que era lo único que faltaba
en la habitación, era una brillante e imposible botella de Chivas.
Uno de ellos, el que
mejor controlaba el inglés y que a esas alturas inventaba más de la mitad de
las palabras, pasó el brazo sobre los hombros del apurado botones. Le habló con
la lengua dormida y el botones asentía a cada palabra, como si se tratase de un
discurso interesante. Con cada negativa sus bolsillos volvían a ser rellenados.
No hay Chivas en un país como este, le daba por decir en inglés colonial, a la
vez que sus ojos se movían cuando a alguna de ellas le daba por ir de un lado a
otro de la habitación, luciendo un cuerpo del paraíso al que un día aspiraba
alcanzar. Dos de ellos discutían también desnudos, todos lo estaban, sentados
uno frente al otro, en las sillas de mimbre del balcón. Hablaban de la guerra
que no habían visto, y también hablaban de la muerte que habían vivido, y
ninguno de los dos llevaba la razón. Pero el que hablaba inglés quería Chivas y
quería hielo, obstinado, y una de ellas, sabedora de lo imposible de su antojo,
le tomó por la cintura, le susurró al oído y le besó en la boca. Y por unos
segundos el Chivas ya no era tan importante. Pero ya no se trataba de besar,
hacer el amor o beber Chivas. Quería una botella de Chivas porque creía tener
el poder de tenerlo todo, la consecuencia de haber visto la muerte. Así que se
olvidó del cabello largo y rubio, y se olvidó de la piel transparente de ella,
y volvió al botones cuyos ojos hubieran visto todo el universo de una vez.
Desde el cuarto de baño
llegaban como olas que baten una ensenada orgásmicos gemidos bien simulados y
la voz de un hombre que voceaba como si se encontrase en un rodeo. El que
hablaba inglés apeló a la compasión del botones, los bolsillos de la camisa
rozando el límite. Y aunque no fue compasión algo hizo entender al botones que
si quería salir vivo de aquella habitación más le valía traer la botella de
Chivas. Así que aceptó. Todos interrumpieron sus tareas. Ellos tocaban las
palmas con un aire flamenco y ellas reían y hablaban en lenguas eslavas que a
ellos parecía música celestial.
Cuando el botones salió
de la habitación diez veces más rico de lo que lo había sido en su vida, el que
hablaba inglés tomó del suelo la botella de cerveza de un litro que había
depositado junto a sus pies descalzos. Apuró un trago bien largo y victorioso,
giró su cuerpo y a éste se pegó una de ellas, la misma de antes, y lo llevó de
la mano a una de las camas, sorteando las abandonadas prendas femeninas que
todas juntas valían más que la cuenta corriente de cualquiera de ellos. La
discusión se acaloraba en el balcón. Dejaron las sillas de mimbre e iniciaron
una pelea a puñetazos que tres de ellas trataron de terminar. Del baño sólo
salía el sonido del agua de la ducha al caer. Alguien encendió un cigarro, una
de ellas. Fumaba tranquila, sabía que la habitación estaba llena de dólares. Y
uno de ellos la miraba fumar desnuda tumbada sobre otra de las camas. Él sí
podía recordar la muerte. Así que se sentó junto a ella y la miró y se encendió
él también un cigarro. No hablaron porque manejaban idiomas diferentes.
Me encanta. Un saludo.
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