lunes, 28 de marzo de 2016

La procesión de la muerte.


Pasión, muerte y resurrección de Cristo. Es difícil evitar ese segundo en el que se pasea y se descubre, como salida de la nada, la procesión con su banda y su penitencia y el paso y la imagen poderosísima de vuestro señor de todos o de su madre bajo palio y meciéndose solemne por las calles estrechas del siglo XXI; evitar la turbación. Cuando eso ocurre y es, la imagen, la de ese Cristo, su presencia dolorosa, me pregunto ¿Quién eres? ¿Por qué eres? Y procuro marcharme, para no ver todo lo demás.

La procesión de la muerte. José Gutiérrez Solana. 1930. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Y todo lo demás es quizá el Gólgota en Idomeni. Es un nombre nuevo para mí. Me gusta su sonido. Sin embargo nada dice la sonoridad del nombre del mal que se encierra entre alambradas y sobre el lodo, del hambre y del frío y del desamparo. Idomeni ha de significar algo así como sería mejor que se murieran, no vaya a ser que con ellos espere, paciente, la bestia. Todo lo demás es, tal vez, Bruselas; el eco del estallido, la quemazón como rastro de la onda expansiva, los miles de clavos y tornillos y restos de fierros lacerantes de la metralla; ay, Dios, y la sangre, que no sale ni con jugo de margaritas ni con el tungsteno del núcleo de un cinco cincuenta y seis, la sangre que riega desde el inicio los campos de esta Europa y que pensamos tierra de todos y libre y valiosa y lo que es más importante, justa, sobre todas las cosas, así que la sangre, que perdura, para vergüenza de los hombres, el fin de todas las guerras. Pongamos que todo lo demás es la necesidad y la tristeza de quienes no verán el final de la crisis y lo saben, en los barrios más humildes de la ciudad. Todo lo demás que no sea el rostro de ese Cristo que veo pasar tan fugaz como un neutrino, incomprensible en todo su ser; la paradoja de adorar dioses e hijos de dioses en el siglo más descreído y estúpidamente racional e ignorantemente ateo.

En Idomeni sólo se dan la pasión y la muerte; la resurrección es imposible, en esta vida. Uno ha de esperar a la otra, allá donde deben de encontrarse los que se inmolan en nombre del Dios verdadero. De aquellas fue un judío torturado y asesinado por miedo. No debió de entenderlo del todo, y probablemente, al llegar a donde quiera que llegase, al cielo quizá, antes de sentarse a su derecha, preguntó al Padre ¿por qué? Y el Padre no dijo nada, nunca lo hizo. Debe de ser algo parecido a lo que responden muchos padres en Idomeni si la desesperanza aún no les arrebató la voz o el valor para mirar a los ojos de los hijos, lo que decimos o lo que balbuceamos muchos padres al ver la mirada interrogante de nuestros hijos tras la barbarie televisada de un atentado. Ellos dicen Yihad, hijo, y nosotros les decimos, a ellos, a los del chaleco de la muerte y el kalashnikov, que sí, que Yihad, y así firmamos el contrato del miedo que legitima su causa y que nos victimiza y nos expide la licencia, ya saben, Stairway to heaven.

Y el miedo despierta el odio. Lo hacemos tan rápido que espanta. Apagaremos el fuego con fuego, lo intentaremos al menos. Apelaremos a la valentía, al heroísmo, a nuestro bien sobre el mal de ellos, y entonces respiraremos más tranquilos, creyendo que ya todo acabó como creímos otras veces; y le daremos gracias a Dios, que nos ha rescatado una vez más de las garras de Dios, y cuando lo veamos, majestuosamente -tristemente- clavado en su cruz por las calles estrechas del siglo XXI suspiraremos por su sufrimiento, rodeados de semejantes que tal vez lloran por el sacrificado tallado en nobles maderas, obviando, ignorando, que la talla lleva la barbilla clavada en el pecho por la sangría y la fatiga. Pero será nuestro miedo y la firma del contrato -el mismo miedo y contrato que clavaron al hombre en la cruz-, que olvidaremos el nombre de Idomeni y las almas encarnadas en su vientre putrefacto y hasta que la sangre fue derramada en Bruselas e incluso la resurrección en un posible más allá, lo olvidaremos todo, como olvidamos el sentido último de la fe, los pasos de quien caminó sobre las aguas.


Me dijo -la tele apagada, el corazón pequeño pero incansable latiendo en la cuna; leíamos, cada uno lo suyo, y era avanzada la noche-: tengo la sensación de que algo horrible va a ocurrir. Y ahora sé que no importa ni mucho ni poco lo que pude decir yo, lo que creía y de lo que un rato después ya no estaba tan seguro. No lo pensé en ese momento y lo averiguo ahora, tan gris como la última pompa de humo del vapor que Lord Jim abandonaba con la misma vergüenza y la misma culpa que ahora me visten; y sin embargo, la miré, en silencio -nos llegaba como lo hacía desde el primer día ese latido incansable del pequeño corazón sobre la cuna-, apenas unos segundos, contemplando la belleza de su expresión de ojos asustados, la boca entreabierta por la inercia de la voz en la última palabra puesta en la misma punta de sus labios, y decía que la miraba, y el eco de sus palabras permanecían en el salón con su carga de gravedad; no hablamos más y acordamos que sí, que por supuesto ocurriría algo horrible, siempre es así; ya no se puede esperar otra cosa que pasión y muerte, la resurrección sólo está reservada para unos pocos.