viernes, 31 de mayo de 2013

Fernando Lobo y José Simonet.

 
Escribo estas líneas con el corazón a medio camino entre la alegría y el enfado. Las dedico a un par de amigos y es, precisamente este hecho, el que hace que estas palabras tengan que ver con la alegría, que sean mis amigos.

Uno de estos dos amigos es el cantautor, poeta y artista, en el amplio sentido del término, Fernando Lobo. Fernando es más Lobo que Fernando, quiero decir, que como el animal, despierta cada mañana con todos sus sentidos orientados a que su forma de vida y su visión del mundo, sobrevivan a una jornada más en una escena que más bien parece ir a la contra de todo lo hermoso que mi amigo trata de defender. Pero es un lobo incansable este Fernando mío. Su forma de presentar batalla no es otra que hacer valer su talento y su seria capacidad de trabajo, que no es otro que proponer sueños, favorecer la sonrisa y pellizcar aletargadas rebeldías. Se podría decir que las cosas le van bien. O al menos, que sus proyectos e ilusiones llegan casi siempre a buenos puertos. Un nuevo disco en la proa, la satisfacción por el recorrido de una novela, los poemas de su vida en un precioso libro acompañando a un buen puñado de gente,... Sí, Fernando, como el animal de su apellido, no deja de alimentar sus inquietudes y alertas.

Pero ocurre que el bosque está lleno de peligros. Amenazas que hasta al más fiero de los habitantes del bosque pueden hacer perder su enérgico deambular. Puede ocurrir que una desafortunada ramita le haga caer y tocerse una pata. Fernando vive un tiempo en que estas ramitas están por todos lados y, aunque es ágil, y, aunque es consciente de cuanto le rodea, yo temo, con enfado, que también Fernando vea como una de sus patas sea quebrada por las dificultades y las sombras que pretenden acabar con su habitat. Como ya le ocurrió al lobo. Que nunca dejemos de escuchar el canto del Lobo en Cádiz.

Pero decía que eran dos los amigos con lo que compartí ayer una maravillosa mañana de café, tostadas y cerveza. José Simonet es un músico excepcional y un poeta entregado a la causa de hacer ver que la poesía sigue siendo ese maravilloso lugar frontera. Simonet suda por los cuatro costados fuerza y talento. Es difícil no notarlo cuando se le tiene cerca. Lo tienes al lado, te habla, lo observas y te dices: este tío tiene algo muy valioso, un no sé qué que transmite y que no es común, algo maravilloso, algo que te hace feliz cuando descubres que existe.

Pero también ocurre con Simonet que camina los senderos de un bosque lleno de incómodas ramitas. No puede trabajar en la música a la que tanto esfuerzo ha dedicado. José, no escribe, no puede, no le dejan. Ni siquiera le es posible estar en su casa. A Simonet, que es poesía y que reivindica su querencia por ser poeta en su tierra, se le negó la posibilidad de seguir en la brecha. Pero se le negó aquí, se la negó esa tierra que tan dentro lleva. Y no se la negó Yale, ni otras universidades estadounidenses y del Canadá. Por fortuna para mí ayer pude disfrutar de José Simonet en su habitat natural. Pero llegará el mes de julio y este poeta nuestro deberá volver al exilio emocional en el que se ve obligado a vivir, porque no supieron ver aquello de lo que yo disfruté en una mañana gaditana.

La ciudad de Cádiz debería ser más inteligente. Debería entender que es puerto de mar y que los bosques con ramitas le quedan lejos. No es el puerto de mar de Cádiz, la ciudad de la alegría y del arte cotidiano, un bosque con ramitas para el artista de arte facilón y mal gusto, para los circos insustanciales, para los trepas que viven del arte de no hacer más que tocar palmas a los artistas de arte facilón y mal gusto. Dejemos quizá, que sea bosque cuidado en el que no sea tan difícil ver que tenemos nuestro Lobo y que Simonet pasea, absorto quizá, entre los árboles, contando endecasílabos.

martes, 28 de mayo de 2013

En el camino.



Partimos rumbo norte, no sin antes hacer una pirula en la peatonal calle Real para dar la vuelta, bajando la calle San Agustín y atravesando el popular barrio de La Ardila. En San Agustín, la terraza del freidor-churrería, luciría más si entre algunas de las mesas reposara su aburrimiento un cactus y pasease por entre las patas de las sillas algún que otro escorpión. Una caja con caballas "frescas, recién cogidas en la bahía" y otra con boquerones, parecen el calzado de un joven, camisa abierta a cuadros blancos y azules, que vende el género junto a un viejo de bigote blanco amarillento, rodeado por un corro de decepcionados con la vida. Naranjos de amargas naranjas; coches aparcados en batería a la derecha, y a la izquierda, como se ha podido.

Atacamos la autovía que inicia el viaje a nuestro destino, a unos 100 kilómetros, metro arriba, kilómetro abajo. Dejamos atrás la pasarela de la estación de ese monumento local que es el Bahía Sur, con el eje longitudinal del viejo Renault Clío paralelo al del Parque del Oeste o del Colesterol. Polígono industrial de Fadricas. Más allá, el viejo arsenal. Y aún más allá, una incomparable panorámica de la bahía flanqueada por el lucido saliente de la ciudad de Cádiz al noroeste y el lastimero esqueleto de los astilleros y el muelle de La cabezuela por el este.

A la altura de Chiclana de la Frontera nos desviamos para tomar la carretera convencional que nos permite vislumbrar, pasado el cementerio mancomunado, sobre una meseta irregular e idónea para una remota defensa, la blancura de la atalaya que fue el pueblo de Medina Sidonia. Lomas de baja cota visten de verde, arbustos y sendas, pequeñas grutas conejeras, de verde, a un lado y a otro de la incómoda serpiente que es la carretera.

Medina desciende al norte y se abandona a sí mismo como pueblo. El precio que se ha de pagar contra el olvido. Hacia el sur, en un llano, incontables balas de paja en forma de enormes cilindros, se ordenan sobre el resto amarillo que espera el fuego. Uno no entiende de dónde vienen los grupos de eucaliptos o el porqué de la formación militar de pinos que dejamos, en guardia, mientras divisamos los monstruosos molinos de viento que nos anuncian nuestra llegada a una segunda autovía que apenas nos hará sentir la conocida Ruta del Toro.

No se admiten bicicletas, viandantes, carros tirados por animales, vehículos agrícolas,... Se nos admite a nosotros, que salimos más favorecidos en los retratos que hacen los radares. Al sur, mostrando lo que queda de tiempos mejores, los sólidos muros de lo que alguna vez pudo haber sido algún tipo de fortificación sobre una cresta topográfica de mediana elevación. Bajo ésta, plácidos ignorantes, los sementales agradecen, celebran la primavera y dan buena cuenta de la frescura de sus pastos.
La autovía apenas baja y apenas sube. Curvea a lo sumo y atraviesa bajos collados que a veces están cubiertos de bóvedas artificiales. Nada tiene que ver el conocido anuncio de Osborne con los animales que acabamos de dejar atrás.

Alcalá de los Gazules apenas se deja ver a nuestra izquierda. Aquí la Sierra de Cádiz ya se hace notar y la diversidad de tipos de alcornoques es dueña de los bosques despejados que ascienden, respetando en lo que me parece un misterio, algunos claros que a veces visten de color violeta. Descienden también, los alcornoques, hasta tocar algún embalse, como el formado por el río Rocinejo a nuestra derecha. Viejos abrevaderos junto al río Alberite y al sur, laderas escarpadas manchan de gris el color predominante de la estación.

Camino de servicio, nos dice una señal. Y más adelante, con un orgullo que se me antoja patético "Red de Carreteras de Andalucía".

Otro embalse, a la derecha, más siniestro, ahoga los resignados esqueletos de lo que alguna vez fueron robustos alcornoques a los que la naturaleza decidió sacrificar. Ahora sí que ascendemos. La calzada de la autovía da a luz un nuevo carril para los pesados camiones de contenedores que se dirigen, casi con toda seguridad, al puerto de Algeciras, y que apartan su lentitud para que el viejo Renault Clío pueda atacar con resuello, el sofocante repecho y pueda atravesar con alegría, uno de los tantos puertos atunelados. No puedo dejar de pensar en lo agotadores que resultan estos campos de alargadas pendientes para quien se dispone a caminarlos.

Se extiende Charco Redondo, a derecha e izquierda, con sus orillas pobladas de eucaliptos y rurales construcciones moriscas, justo antes de otro repecho que, una vez traspasado, deja a las claras que uno ha entrado en plena sierra, con cotas de piedra sombreradas por algunas nubes de un blanco ovino.
Olla de ahojiz, y el paisaje se transforma de nuevo. Ya se intuye la soledad del peñón de Gibraltar, que se muestra descoronado, lo que nos dice que el tiempo es de poniente y que, en Algeciras, tendremos calor seco.

Torres como reposo al tendido eléctrico lucen nidos de cigüeñas. Los Barrios se asienta al este, humo de chimeneas bordean la costa este de la bella y sucia bahía de Algeciras.

Dejamos por la retaguardia polígonos industriales, naves de venta de coches, el hotel Alborán,.. Entramos en Algeciras. Nos saludan los serios bloques del barrio de San José Artesano y seguimos la autovía que circunvala la siempre floreciente ciudad y que, abraza con sutileza, el recinto para la feria y la plaza de toros. Salimos hacia la avenida Virgen de la Palma, que descendemos, frente a Los Sauces.

La antigua Nacional 340 es la columna que vertebra el centro de la población. La tomamos y cuando ya empieza a ser conocida como "El Secano", bajamos, a la derecha, por la Fuentenueva, calle en la que un escalofrío, síntoma nostálgico, también anuncia que es el final del trayecto. Aparcamos. Y dejamos dormitar al viejo Renault Clío, que por hoy, ha sido nuestro Rocinante.


domingo, 26 de mayo de 2013

Micro: Erótica.


Desde el vano de la puerta, Erótica es la mujer: la caricia humedecida que involucra al acto inexorable de rendición ante una melodía de piel y hueso. Desde el vano de la puerta la habitación no existe; ella levita como diosa sobre un lecho de fuegos paradisíacos. Se siente observada: se agita lenta, suave y trágica. Su amante, furtivo y desconocido, la mira: la desea. Un leve gesto, como su alma leve, inmersa en lo etéreo de la pasión, acerca a su amante, presa también de la ingravidez y la narcosis de unas telas opiáceas.

sábado, 25 de mayo de 2013

Ernest y yo II




Ernest se ha sentado a la mesa frente a mí. Ha traído una copa vacía para que se la llene. La deja en la mesa y la acerca a la mía. Cuando ya bebemos, juntos y, tras un rato de desconcertante meditación, con la mirada fija en la pintura en la que mi mujer posa, más que bella, con un elegante vestido de verano sobre un fondo azul sutilmente estrellado, me dice, que aquellas noches, en la shamba a los pies de la Gran Montaña, la enorme luna llena, hacía que las estrellas fuesen casi imperceptibles, como las del cuadro, termina a la vez que señala la pintura.

Le pregunto, ignorando su observación, que qué era lo que estaba haciendo en la shamba.

Perseguíamos elefantes. Un grupo de monstruosos elefantes que había tomado la ruinosa costumbre de atravesar de punta a punta la shamba, destruyendo los humildes cultivos locales y acabando con no pocas cabezas de ganado.

Hoy, eso de perseguir elefantes no está muy bien visto, le hago saber.

Hoy ya no hay elefantes como aquellos, hoy no hay elefantes, responde con vehemencia.

Me encantaría poder ir a Kenia.

Kenia ya no existe. Los matamos a todos, empezando por los masáis y los maus-maus.

Lleno una segunda ronda.

Acabamos pronto con el problema de los elefantes. Lo bueno de los elefantes es la facilidad con que se encuentra su rastro. Si se tiene la infeliz idea de esperarlos en la shamba bien puedes darte por muerto. O peor aún, encontrártelos en plena selva. Lo mejor es que el rastreador te lleve a alguna llanura en la que sepas que los vas a encontrar durante el día. Si identificas rápido al jefe del grupo, al viejo, problema resuelto.

Dices que acabasteis pronto con el problema ¿por qué razón seguiste en la shamba? Pregunto sin disimular un ápice mi interés.

Las mujeres kimba son muy hospitalarias pero sobretodo, muy agradecidas y, una de ellas, se ofreció como pago por mis servicios. Fue difícil convencer a su padre de que yo no esperaba pago alguno sin ofenderle a él y a su tribu.

Oye, Ernest, me encantaría conocer una shamba a los pies de la Gran Montaña, le digo.

Ya no hay shambas, no existen shambas como aquellas, responde, melancólico. También matamos a todos los kimbas.  

viernes, 24 de mayo de 2013

Gatsby aprueba por los pelos.



 The Great Gatsby, la nueva versión que Baz Luhrmann nos ha traído a la gran pantalla basándose en la historia que crease Francis Scott Fitzgerald, no es, ni mucho menos, una adaptación de la novela de uno de los escritores a los que Gertrude Stein incluyó, con más o menos acierto, en la que bautizó como generación perdida y que Ernest Hemingway popularizó.


Podría decirse, en cualquier caso, que más bien se trata de un remake a lo Luhrman, de la película que dirigiese Jack Clayton en 1.974, con Francis Ford Coppola como guionista y un brillante Robert Redford como Jay Gatsby en el papel protagonista. Un remake en el que el argumento pierde gran parte de la esencia de la novela de Fitzgerald, en virtud de la visión estética de un director al que se le agradece la intencionalidad y los efectos especiales. Así como Tim Burton es a la oscuridad, se podría decir que es Luhrmann al color y a la luz. Bien es cierto que uno siente desde el principio estar visionando más una película de animación que la adaptación de un clásico literario y que, bueno, tal vez pueda resultar difícil asumirlo. Yo animo sin embargo a que el espectador se pruebe las gafas que Luhrmann ofrece, en ésta, así como en el resto de sus películas. La cuestión es: ¿Resiste el argumento la espectacular imposición del director? Me temo que la respuesta es negativa.

Si hay algo en la novela original que le reprocho a Fitzgerald es sacrificar la sutileza en la evolución del personaje de Jay Gatsby en pro del tempo que le marca la narración. De dicho sacrificio apenas se ve perjudicada la versión del 74, en parte, y quizá aquí las opiniones puedan ser más variadas entre el público, por la maestría de Redford que, en mi opinión, es un Jay Gatsby muy de la novela de Scott Fitzgerald. Aprovecho para decir que, anterior a la película de Clayton, existe una adaptación de 1.949 de la que poco más puedo decir por no tener oportunidad de haber visto. Quede constancia pues, de ésta y de una versión del año 2.000 estrenada exclusivamente en televisión.





La hipérbole de Luhrman no hace posible camuflar ese pequeño defectillo del autor original de la historia. El Jay Gatsby de Dicaprio no experimenta ningún tipo de evolución gradual: son dos personajes totalmente diferentes y no las dos caras de un mismo personaje al que los acontecimientos afectan de forma profunda. Esto va muy en detrimento de la adaptación y hace que no salga muy bien parada en la comparativa con la versión de 1.974. La película, en cuyo inicio y hasta finalizar la primera mitad del metraje, el despliegue de espectáculo y la voluptuosidad musicalizada a ritmo del rap de Jay-Z, abusa tanto de los efectos que, después, cuando la historia requiere de menos artificio y hace notar su esencia, la tensión entre los personajes en el contexto de un Nueva York convulso, el tiempo se ralentiza, dejando al espectador en ese limbo en el que nos encontramos a veces cuando uno ya no reconoce siquiera la película que ha ido a ver, un claro defecto propiciado por la fidelidad a una estética. Luhrman aprueba en la primera mitad del metraje, cae estrepitosamente en la segunda, que ejecuta con no pocas dificultades por la desmesura inicial.

El Gran Gatsby de Dicaprio. 

Leonardo Dicaprio no ha venido a hacer de Jay Gatsby. Leonardo ha venido a enseñarnos como hace de Robert Redford haciendo de Gatsby y esto, se hace patente desde el primer momento en que el personaje hace su aparición en escena. Surgirán después innumerables momentos en que la interpretación de Dicaprio sea escandalosamente parecida a la de Redford. Así que es muy posible que el actor nos haya privado de lo que podría haber sido un gran trabajo interpretativo vendiéndonos una copia más bien barata, al menos en el caso de que ir al cine no fuera tan caro, de la interpretación del veterano Redford.
El resto de personajes se adecúan bastante y hasta quizá, superen ese trance de tener que adaptar una novela, a destacar, el personaje de Tom Buchanan, que tal vez hubiera merecido algo más de espacio en estas líneas. Todos bien, menos Tobie Mcguire, que en su interpretación de Nick Carraway sigue siendo tan plano y tan desértico como en el resto de las películas en que ha trabajado. Quizá es por eso por lo que le fue tan bien en el traje de Spiderman.

Entre defectos, estéticas y demás, mi valoración general de la cinta es positiva. El hecho de que el director Baz Luhrman trate de mantener su visión cinematográfica "a pesar de", hace que mi escaso criterio cinéfilo le otorgue un aprobado por los pelos. Se podría decir que ha sido una bien intencionada jugada en la que, quizá, le han sobrado demasiados regates y, probablemente, el gol, al que se le ha de sumar o restar el factor suerte. En este caso, no pudo ser. No obstante, aprobado.

jueves, 23 de mayo de 2013

El traje nuevo del emperador.

 
 
 
 
El cuento "El traje nuevo de el emperador" es bien conocido por todos. Escrito por el danés Hans Christian Andersen en torno a la primera mitad del siglo XIX, trata sobre cierto emperador cuyo celo por el vestuario contrastaba de forma desmedida con la mesura que mostraba ante el resto de aspectos de su gobierno y su persona. Tanto era así que, cuando un par de charlatanes, le convencieron de la compra de un traje cuya tela era incomparable en sutileza y suavidad con el resto de prendas que se comercializaban por aquel entonces, el emperador, no tuvo el más mínimo reparo en encargar para sí semejante vestuario. Pero la calidad de esa tela escondía una cualidad aún más increíble: un traje fabricado con tal material hacía invisible a quien lo vestía.

Resumiendo mucho, e invitando a su vez a todo lector a que se acerce a los cuentos de Andersen, diré que dicho traje por no ser no era ni traje ni era nada más que un burdo engaño que hizo que el emperador pasease con orgullo su cuerpo en la más ridícula desnudez ante sus súbditos. Subrayo: Paseó con orgullo su cuerpo en la más ridícula desnudez.

Y me acuerdo de este cuento mientras le doy una y otra vuelta a esto de Facebook. Porque no me resulta nada difícil pensar que, de una manera o de otra, y en el contexto de nuestro maravilloso siglo XXI, una gran mayoría de los consumidores de internet hemos comprado el traje del emperador. Al igual que en el cuento de Andersen también nosotros paseamos con orgullo nuestra desnudez. Reconozco aquí un serio conflicto interno, al modo en que se comportan las partículas subatómicas, a la hora de establecer mi propio código moral. Supongo que mi opinión sobre facebook se acerca bastante a la que me merece un cuchillo, que lo mismo se puede usar para cortar un estupendo entrecot que para apuñalar el corazón de cualquiera. Pero en el caso del cuchillo el conocimiento que se tiene sobre dicho instrumento roza lo ancestral y, se podría decir, que sus diferentes usos ya cuentan en el inconsciente colectivo con un código que diferencia con claridad las dos caras de su potencialidad.

No es así en Facebook. En Facebook ocurre que las personas visten su propio traje del emperador creyendo que una falsa invisibilidad les protege de su orgulloso paseo verbal. Y es gracioso. Muy gracioso, pienso, como pensaban los súbditos del emperador de Andersen. Gracioso porque uno sabe que el traje del emperador no es más que ese burdo engaño del que hablábamos antes y que, la única protección de que disfruta quien utiliza el traje del emperador que es Facebook, sobretodo cuando se intuye cierta mala intencionailidad, es la compasión que me merecen, como aquella en la que el protagonista de otro cuento pedía perdón a su todopoderoso padre para quienes le estaban haciendo daño.

Pero es Facebook una herramienta social increíble. Un formidable artilugio con el que disfrutar, así como se disfruta de un buen cuchillo, que corta limpiamente en dos un entrecot. Fecebook nos acerca los unos a los otros. Se combate a la soledad y, si cabe, nos ayuda a conocer más profundamente a través de su amplio espectro a las personas que más o menos tienen algún tipo de relación con nosotros. En Facebook el artista puede hacer partícipe a todo el mundo de su arte y el currelas promocionar su negocio de fontanería. Se pueden compartir inquietudes, temas de debate, alegrías y disgustos, con otras personas que, a una incierta distancia, están hechas de los mismos materiales que nosotros mismos.

Y vuelvo a caer. Hay quien prefiere hacer de Facebook un arma con el que apuñalar corazones. Vuelve a aparecer el emperador con su flamante y falso traje nuevo para decir las cosas que jamás diría a la cara de nadie. O para defender posturas y opiniones claramente belicosas. Para apuñalar corazones, en definitiva. El emperador, es una pena, tan comedido como se muestra en su ámbito natural, se coloca su traje nuevo y pasea su soberbia. Sus incapacidades y sus frustraciones, realmente. Su preciosa ignorancia. No sabe que el traje no le hace invisible.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Ernest y yo I




Sé que cuando Ernest me habla directamente, así muy serio, con los dedos de su mano derecha buceando por su barba, lo hace por mi bien. Como no podría ser de otra manera yo desoigo sus consejos, los comentarios con los que trata de guiarme por los vericuetos de esto de contar cosas. Él sabe que sólo así puede uno encontrar sus propias herramientas. No obstante parece resultarle de todo imposible dejarme tranquilo para repetirme las mismas consignas una y otra vez. No sabría qué hacer si él no siguiera a mi lado. A veces se me pone algo melancólico y me cuenta cosas que no están en sus libros y que yo sé que son verdad. Es entonces cuando más me gusta cabrearlo diciendo que no me creo una mierda de lo que me cuenta. Y se cabrea, se cabrea tanto que me insulta y me dice que no soy más que otro niñato que juega con cosas de mayores. Es un viejo con carácter. Cuando le digo que necesito estar cómodo para escribir me dice que eso no es más que otra estupidez de las mías. Una excusa más para postergar el trabajo, me dice. Lo peor es cuando se mete con la dimensión de mis frases. Si por él fuera me colocaría un punto cada tres o cuatro palabras. Cada vez que sale este tema no puede remediar soltarme ese rollo suyo de París, de su trabajo como corresponsal. Si le digo que hoy, por ejemplo, me he levantado sin ganas de nada, me amenaza con darme un bofetón si no consigo imponerme una disciplina cercana a la militar, que espabile, que él a mi edad era capaz de no dormir más que un par de horas al día. Le digo que me aburre, que me deje descansar de tantas batallitas, que ya tengo las mías propias para aburrirme yo solito. Ernest se queda pensativo. Me dice que tengo razón y se va para volver al cabo de un rato. Sé que cuando Ernest me habla directamente, así muy serio, con los dedos de su mano derecha buceando por su barba, lo hace por mi bien. Y yo me alegro de ello.

martes, 21 de mayo de 2013

Soy electricista.


"Soy electricista. Aunque no desagradecería unas monedas, lo que realmente necesito es un trabajo para poder colaborar en mi casa, donde todos están sin trabajo".

Probablemente no pase de los veinticinco años. Gafas. Algunos granos en la cara. Viste un gastado pantalón vaquero y, sobre una camiseta de mercadillo, una sudadera a rayas horizontales azul marino y gris. Se podría decir que es cualquiera. Cualquiera entre tantos de los que uno se cruza por la calle, cualquiera como tú o como yo, quiero decir. Podría uno ir paseando por ahí, verlo sentado en alguna cafetería tomando café con unos amigos y pasaría tan desapercibido como pasamos todos ante la mirada de los demás. Pero no es de esa guisa como me lo encuentro. Está sentado, apoyado en una pared cercana al cristal del escaparate de una tienda de ropa. Frente a él o, mejor dicho, entre él y el resto, a modo de simbólico burladero que no se sabe a quién pudiera estar protegiendo, un cartón de unos setenta centímetros doblado por la mitad, muestra a quien no tema leerlo, el mensaje que tiene para dar al mundo y que no es otro que el que encabeza esta entrada.

A veces me siento tan estúpido. A veces, tan incapaz de entender, de abarcar en mi pensamiento la locura que envuelve a las cosas que están pasando. Y digo locura, quizá, por mi propia y estúpida incomprensión de los días que vivimos.

Me hubiera gustado haberme sentado, allí en el suelo, haciendo compañía a ese joven electricista y haberle ofrecido un pitillo. Tratar al menos de aliviar unos minutos de desesperación con una charla imprevista. Supongo que pensé que era una estupidez. 

Ahora no lo veo así.

Llevo todo el día recordando esa mirada suya, la pesadumbre imposible de disimular tras las gafas y la vergüenza de quién, teniendo oficio y ganas, no tiene más remedio que pedir una limosna a una sociedad dominada por el miedo y que no mira por miedo y cuyo miedo, por desgracia, está más que justificado.

domingo, 19 de mayo de 2013

Física-Literaria.


Sentir el terror a lo inasible, a lo absurdo. Eso es lo que he podido experimentar en los últimos tres días. Pese a que uno se considera una persona racional -más si cabe en los últimos tiempos- los extravagantes sucesos de las últimas tres mañanas me han hecho experimentar el más genuino de los miedos, al mismo nivel quizá, de aquel sobresalto lejano al despertar de una leve duermevela por el sonido inconfundible y aterrador hasta el extremo, como un recuerdo ancestral, del aullido de un lobo mientras trataba de dormir al raso en la noche de un valle libanés cercano a la frontera israelí. Claro está que en aquella ocasión el sujeto del miedo era identificable, al menos pasados unos segundos. En esta ocasión, al mismo nivel quizá, pero con matices diferenciadores, el origen de lo terrorífico fue del todo incomprensible. Durante tres días seguidos, una voz. Una voz transmitida con serenidad me ha despertado pronunciando de forma nítida mi propio nombre. EDUARDO. Así sin más.

La primera vez que esto ocurrió, que desperté por una voz que me llamaba por mi propio nombre, me cogió desprevenido. Tras unos instantes de aturdimiento creo que llegué a tener claro de que el hecho en sí había ocurrido. La puerta del camarote se encontraba cerrada. Oscuridad total ya que hemos de mantener las ventanas selladas. Nada parecía indicar que alguien pudiese haber entrado. Dado que si en un lugar en el que no hay nadie una voz te llama sólo se puede considerar una sola hipótesis lógica. Una alucinación auditiva. No fue hasta pasadas una horas en que recordé aquel extraño libro de Aldous Huxley, Las puertas de la percepción, que había leído hace ya algún tiempo. Pero ocurre que ya ha llovido mucho desde que no consumo ningún tipo de droga al margen del tabaco, el café y el alcohol ocasional; y bueno, en esos momentos sólo me había ocurrido una vez, por lo que me tranquilizaba poder descartar de momento algún tipo de enfermedad mental. Como tras el susto -pánico irracional- primigenio, mi raciocinio me empujaba en busca de una explicación, dejé de tener miedo. Pensé en estar más atento. Verán, soy una persona armada -uno se gana la vida lo mejor que puede o le dejan- y la posibilidad de padecer una enfermedad mental con alucinaciones auditivas puede resultar un asunto complicado.

Y ocurrió de nuevo. Una segunda vez. Serena y sin prisas, aquella voz, volvió a perturbar el éter -conste que el éter no existe más o menos desde que Albert Einstein inició su coqueteo con los fotones- repercutiendo en mi oído interno un nombre una vez más, el mío.  Como ya dije que estaría preparado, más receptivo para tratar de sacar conclusiones del fenómeno, en cuanto ocurrió de nuevo logré percibir a la perfección los detalles de esa voz. Lo que saqué de ello no me pareció nada tranquilizador, más bien lo contrario. Resulta que la voz era bien parecida a la mía. No recuerdo si era el mismo Huxley o Carl Gustav Jung o si era otro quien definía el mayor horror como verse uno mismo en otra persona que se cruza en el camino, esto es, cruzarse con su propia persona. Según Goethe él mismo tuvo esa traumática experiencia. Por suerte no es mi caso. Yo me escuchaba a mí mismo, escuchaba mi voz que me llamaba, sosegada, firme, pronunciando con nitidez mi nombre completo: EDUARDO.

Volvió a ocurrir al día siguiente por última vez. Y en esta ocasión respondí a la llamada. Pero sólo recibí, como en las veces anteriores, un pulcro silencio apenas manchado con el susurro del aire acondicionado. He de volver a Einstein para plantear cierto argumento a todo esto. Hablé algo más arriba acerca de la desaparición del éter o de su probable inexistencia. Einstein llegó a la conclusión de que la luz no sólo se comportaba como una onda que navegaba por el éter sino que además, la luz, estaba formada por partículas, cuestión esta que imposibilitaba el éter mismo. Einstein se convirtió así en uno de los precursores de la mecánica cuántica sin querer ya que nunca creyó en ella alegando la ya famosa frase de "Dios no juega a los dados" ante las extrañas leyes que parecían cumplir las partículas subatómicas. Heisenberg, introductor del Principio de Incertidumbre y colega de Einstein, defensor de la mecánica cuántica, respondió ante la afirmación de Einstein -si no me equivoco, hablo de memoria- no con menos ingenio, que dejase de decirle a Dios lo que tenía que hacer. Todo esto -que puede llevar al lector a preguntarse si esto sigue siendo un blog con intenciones literarias, no sin razón- puede tener relación con el hecho de que durante tres días seguidos, al despertar, haya escuchado mi propia voz pronunciando mi nombre. Y es que el comportamiento del electrón de un átomo cualquiera, lejos del modelo de sistema planetario de Niels Bohr, responde a las leyes cuánticas del mismo modo que el fotón, siendo partícula y/u onda según lo percibimos.

Ya sé, ya sé, todo esto parece complicarse por momentos -tampoco para mí es fácil- así que hagamos un trato. No me iré más por las ramas cuánticas con detalles siempre y cuando ustedes crean lo que les digo hasta poder recurrir a fuentes más fiables. Propongo por ejemplo cualquiera de los libros de Paul Davies, en los que, al leerlos, uno siente la cercanía del siempre aparentemente impenetrable mundo de la física.

Resumamos pues diciendo que las cosas pequeñas -muy pequeñas- tienen una serie de leyes propias que nada tienen que ver con aquellas que formulase el gran Isaac Newton en su día y por las cuales, se rigen las cosas algo más grandes, que no las grandes grandes, a nivel cósmico. Aparece pues la hipótesis del multiverso, casi nada.

Me gustaría creer que esa voz que era la mía propia tuviera que ver con una especie de cruce entre dos universos bien distintos. Aunque también es verdad que la idea de que mi propio cerebro produjese el fenómeno me resulta interesante.

Pasa algo muy parecido con la literatura. Y también me resulta increíble.

La teoría de las supercuerdas nos abre la mente proponiéndonos un universo de once dimensiones. Tres dimensiones expandidas, una temporal y siete dimensiones enrolladas. Yo sumaría una más, la dimensión literaria, tan importante y tan real como las demás. Ernest supo como nadie jugar con el curioso fenómeno de cruzar estas dimensiones, de utilizar la dimensión literaria cruzándola con las tres dimensiones expandidas y la dimensión temporal.


El Independiente.


¿Será cierto? ¿Será que existe un medio de comunicación -un periódico, en concreto- que vive y se expande totalmente libre? Cuesta creerlo. Pero lo miro una y otra vez y parece real. No tengo la menor idea de cuándo surgió ni cómo. Sí que puedo imaginar el porqué y, quizá, casi por quiénes, o al menos en parte. Y el fenómeno se ha dado en Cádiz. El Independiente me produce una gran satisfacción y es por ello por lo que le dedico estas torpes palabras en este espacio. Puedo explicar poco porque la realidad es que es algo nuevo para mí. Algo nuevo e inesperado. Se ha de anotar un valiosísimo tanto a esta iniciativa gaditana. Precisamente en estos tiempos. Aquí lo tienen: http://www.indecadiz.com/

miércoles, 15 de mayo de 2013

...preceden, acompañan nuestros pasos.


A los niños que fuimos los mataron
sus padres en su lucha por un sueño.
Ahora renacidos, casi muertos,
preceden, acompañan nuestros pasos.

Pero acompañan nuestro lamento
de conocer las grietas de un ocaso
en el presente sórdido de cielos
inalcanzables, hartos de estar hartos.

Tan prematuramente bajo escombros,
bajo los fraternales bombardeos,
llorando la placenta y el amor.

Tan sigilosamente al abandono,
a la herida que llega tras un beso,
al viaje sin sentido y al adiós.

martes, 14 de mayo de 2013

Gaditano de mala calidad.


Es pedregoso, curvado y, muy cuesta arriba, el camino que han de seguir los justos para ser justos con los justos. Un camino en el que lo primero en lo que se ha de pensar es en el respeto, el afecto, la memoria,... Tal vez, quién sabe, ese camino ha de tomarlo uno desde el mismo suelo de partida. Sí, quizá, desde la tierra propia, desde ese pedazo inerte de asfaltos y farolas que le vio nacer y que al tiempo es el mismo de la gente que alberga todos sus afectos y admiraciones.

Reconozco en mi pasado más reciente una reconciliación maravillosa con todas y cada una de las piedras que conforman esta tierra mía. Quiero pensar que he iniciado el camino de los justos. Uno es feliz cuando aprende, pocas cosas pueden ser tan gozosas en el plazo largo de la vida. Y así es como considero que he ganado en esta extraña reconciliación. He aprendido que mi tierra es tan increíble como la tierra de aquellos otros de más allá; que las fiestas de mi tierra son tan alegres como pueden serlo en cualquier otra tierra; y he aprendido que en mi tierra abundan tanto los justos como los necios y que, así mismo, es como ocurre en otras tierras que no son la mía. He aprendido a querer a mi tierra por la vía dolorosa del alejamiento y de la soledad.

Pero no puede ser el amor a la tierra propia como el amor injusto de la madre al hijo. Ha de amarse a la tierra pretendiendo el bien de la misma sobre el resto de las cosas. Sobre la tradición incluso. Porque el futuro es algo que comienza de forma tan inmediata, hacer una revisión, una crítica desde el más profundo cariño, no ha de suponer, a la tierra misma, un foco de reproches hacia quien sólo pretende -equivocado o no- hacer de la tierra, digna de un sano orgullo de sus habitantes.

La ciudad de Cádiz así como las ciudades vecinas no son un carnaval. El carnaval es parte importante; más que eso, mucho más que eso. A cualquiera que se le hablase de Cádiz, de forma automática, sale raudo al paso de una exhibición de conocimiento con el tópico del chirigotero como paradigma exacto  del gaditano medio. Y es por esto que digo que la ciudad de Cádiz y vecinas no son un carnaval pese a ser el carnaval una fiesta importante y divertida y peculiar.

Por este tipo de críticas uno puede recibir -y de hecho ha recibido- el más ridículo de los linchamientos por parte de la gente que aprecia, que admira, que ama como se ama a aquellas cosas que forman parte de la vida de uno y que por ello son merecedoras de amor. De repente, en la red social común, uno se expone a que todas esas iras reprimidas por todas las íntimas miserias le hagan sentir un gaditano de mala calidad, un melón que salió amargo. Y bueno, yo no me considero tan amargo. Quizá sí un poco melón, pero no precisamente amargo. Y aunque uno quisiera obviar todas estas historias de relativa importancia, también piensa que el camino de los justos tiene un inicio y que quisiera tal vez emprender la marcha y que ésta tiene su origen en la tierra propia. ¿Cómo arrancar pues si ya uno es considerado -o se siente considerado- un melón del huerto que ha salido amargo?

Pocos son conscientes de que mi amor por mi tierra, mi amor por Cádiz, pasa de largo el sentimiento común generalizado, llegando a un nivel muy cercano al espiritual. Pocos son conscientes de lo que significa para mí regresar a estos suelos después de mucho tiempo viviendo de lo que le queda de la nostalgia por la tierra que lo vio partir. 

Gaditano de mala calidad. Gaditano de mala calidad. En fin.