martes, 24 de julio de 2012

El corazón del agujero.

Alguien apagó la luz de repente.
Cerradas las ventanas, las cortinas
son airadas quimeras silenciosas.
El suelo es la verdad posible, fría
la punta de un colmillo de dragón.
Si al menos una esquina... pero toda
negrura es la distancia, todo olvido
es un páramo yermo sin fronteras.

Minúsculo, un leve resplandor,
tan lejano, florece en las alturas.
Un eco del pasado, quizá fuego,
que limpia la mirada, reproduce
su fulgor en millares luminarias.
Es confuso: se siente compañía.
Aquí la oscuridad como una muerte,
arriba compañía y es confuso.

No basta con tumbarse bocarriba,
extender ambos brazos, dirigir
alzados cada dedo en el rito.
Pasear con los ojos sin embargo
sana del caos y enloquece
de profundas verdades la existencia.
Entender, discernir, conocer,... pobres
se antojan los bolsillos que se llenan.

Allí señalan todos tu morada;
la mirada omnisciente que no mira,
movimiento tal vez; inercia máxima
máximo constructor; inalterable
materia suspendida, espacio, luz;
duda inmisericorde del espíritu.
El final, el origen, la cadencia;
la fuente inagotable de la nada.

Ahora es un susurro que se acerca.
Su mensaje es tan claro: nada dice
de los hilos que mueven lo palpable.
Desde detrás de cada mota, guiño
luminoso, un calor atemporal
se propaga rozando cada cosa.
Más allá de cada luz se esconden otros
mensajeros lejanos inasibles.

Es sencillo, giramos al desorden.
La suicida rutina de romper
los infinitos nexos de la escena
tan minuciosamente recreada.
Como una melodía en que se tuercen
sus notas, libres, próximas al ruido.
Es el rompecabezas más hermoso
jamás imaginado el que agoniza.


Es tiempo de volver a sentir frío.
El suelo es al final quien nos reclama.
Pero la oscuridad ahora lleva
en su negrura gotas de consuelo.
Es menor el olvido y más ventaja.
Un secreto en su altura es victorioso
sobre lo terrorífico del miedo.
Volver, después de todo, es el camino.

viernes, 20 de julio de 2012

La Victoria de la Carne.

Podemos preguntarnos acerca de cada cosa, con el brillo de unos dientes, expuestos al amarillo multiforme de los rayos del sol, sin reconocer siquiera que la madre de todos los misterios, de los más hermosos al menos, empiezan y terminan en la singularidad del simio que respira sueños, a la vez que asesina adrede y con sus manos.

Del total desconocimiento del lugar que ocupa el verbo vivir en los diccionarios, surgen todas aquellas preguntas que nos conducen a la más bella de entre todas las utopías, aquella en que quien camina es un superhumano.

Lo mejor de todo es acercarse a saber que jamás rozaremos en lo más mínimo a existir, con toda la sangre y el poder que ello conlleva.

Vivimos un tiempo maravilloso. Un tiempo en que nuestro peor enemigo se define tan claramente que nos es posible gozarlo con todas nuestras fuerzas. La adversidad pelea a pecho descubierto; luce sin complejos un puñal goteante y magnífico. No existe mejor rival.

Humana, demasiado humana es la guerra; aquella que tuvimos, la que vivimos y las futuras que hoy pergeñamos. ¿Hacia dónde debemos caminar? ¿Cómo sabemos cuando detener nuestros pasos? Nada de esto importa, quiero decir, todo es tan importante.

Combatir es, por ejemplo, aprender a mojar con los labios otros labios o aprender a gritar o a sonreir.

¿Tiene que ver con la victoria escribir estas líneas sentado en este patio rodeado de geranios? No lo sabemos. Quizá nunca lo sepamos y, qué más da, si podemos sentirla cerca. Tanto que es inalcanzable y es, sencillamente, maravilloso que así sea.

Los dioses nos pusieron aquí y ahora. Nos armaron de carne sangrante, de poderosa carne. ¿Por qué no hacer la guerra con ella para morir como se ha de morir, con todos los huesos reventados de vivir? Busquemos pues La Victoria de la Carne.