miércoles, 20 de julio de 2016

Soltar amarras.


Etimológicamente el término ingenuo viene a ser "nacido libre".

No me convence, lo modificaría.

La ingenuidad es más un anhelo, el de creer haber nacido con la capacidad de materializar... ¿qué cosas? Demasiado... No. Tal vez ilusiones, tal vez una vida. Me sigue pareciendo ridículo. No quedan papeles que representar en esta absurda tragicomedia; o en algo que se le parece. Pero libertad, ¿qué es la libertad? La vida ya ni siquiera es sueño. Es difícil saber si realmente el ingenuo tiene la culpa de su propia ingenuidad.

¿Qué fue antes, el río o el puente?

Un río nunca es el río. Y el puente, el puente es la utopía. Utopía es un término rancio. El puente, el puente puede que sea sólo una vereda entre salinas o una improbabilidad matemática, una singularidad, eso mismo; me encanta cuando lo dicen (escriben) los físicos: singularidad.

Es justo valorar los daños al instante de depurar responsabilidades. Podría decir que el mundo, este mundo, lo expulsa a uno. Pero tampoco es cierto. Es una fuga. Porque entre el dolor y la nada él eligió la nada. Una nada desde la que observar, que no esperar, que no desear; una nada desde la que su ingenuidad, el anhelo del ingenuo, se refleje en el espejismo, en la línea de sombra, ese espacio mínimo donde se unen cielo y mar; y que es una promesa que nunca se cumple.

Por creer en cosas que no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió, por creer, simplemente, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos dispuestos a enfrentarnos al ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes de cruzar el puente.

Luego están los daños. Irreversibles. Irremediables. Los daños. Y también está el olvido, peleando con la memoria, aquello de lo que pudo haber sido; está lo imposible; están los molinos, duros e inquebrantables; los altos edificios delimitando una avenida de un lugar en el que la lluvia nunca cae, liberadora, real, más que lluvia, mucho más que lluvia, mojando algo más que los tobillos, lluvia de agua que sólo existe para aquellos que creen en cosas que no existen.

Cuando descubres que la felicidad de los otros es mentira te estás mirando en un espejo. Todo nuestro mundo está hecho de espejos. Y buscas a quien reprochar, a quien pedir consuelo; una mano, un beso de tornillo; otro espejo roto; buscas a ese alguien que te diga sí, con esa misma fragilidad que es la fragilidad común, la que descubres al pensarte, caminando sobre la grava que ocupa el solar de una villa en los confines del universo conocido, más allá del océano Atlántico, donde, empujado por los alisios, planea la última página del último libro de poemas que nadie jamás escribió y que probablemente no exista porque el origen de su sentido no es otra cosa que la estupidez, la humana y pertinaz estupidez. Y buscas, lo buscas, ingenuamente buscando, sin hallar más que la mirada de un enemigo que se baja de un autobús antes de tiempo por creer que la elegancia y el decoro y lo civilizado tienen que ver con la cobardía y con la vergüenza y con la incapacidad de descubrir en los ojos del otro una intención, el instinto, la pureza de la más justificada violencia. Y miras a tu alrededor, en ese mismo autobús, donde antes quizá se coloreaba la ilusión de tu propia ingenuidad, y te encuentras con el hormigón del cinismo, con la devastación tras los bombardeos, la mentira, siempre la mentira, con el llanto infantil, con lo que pudo haber sido, con los cumpleaños que no vivirás, el espacio que nunca ocupaste, el asombro tras caer por fin el telón y mirar atrás y recontar la historia que nunca hubieras creído vivir. Te encuentras, definitivamente, lo haces, encontrarte, y desarmado, y sin nada que decir y sin un bálsamo que aplicar a la grieta abierta en la carne. Te encuentras. Que es lo peor que le puede ocurrir a cualquier ser humano.

Cuando crees en cosas que no existen la derrota es más una querencia que una posibilidad. Esa estúpida sensación. Abrazas la derrota antes de acercarte, antes de saber de qué color lleva pintados los labios, a qué sabe la pulpa de su fruto. Tiene también la derrota, en su centro mismo, el alivio del moribundo cuyas terminaciones nerviosas han acabado, agotadas, por claudicar. Luego está lo que es imposible conocer; lo irreconocible, por la edad, por las limitaciones emocionales, por valores que quién coño puede saber por y para qué una vez entendió que debían regir una existencia.

Está el mar. Eso sí es una realidad. Y es un sueño. Y puente, hacia ninguna parte, pero puente. Y es la mar la muerte, porque lo es, la mar es la muerte, pero muerte dulce, a base de tanta agua salada.

El mar afecta al ser humano de un modo incomprensible. Todo viaje ha de hacerse siempre por mar. Aunque sea el mismo viaje hacia la derrota. Los días de mar te aguijonean profundamente, te enloquecen, te maravillan; al ingenuo el mar lo alimenta con el yodo de la humedad en el aire, con la plenitud, con la voluptuosa naturaleza rodeándolo todo y señalando con un dedo invisible la insignificancia de tu esencia en un cosmos en el que las reglas son básicas, sencillas, casi insoportables. Llega después uno a un puerto cualquiera, no importa el nombre que reciba el lugar, un lugar que nunca vas a conocer, porque es imposible que nadie conozca un lugar cuando apenas va a tener ocasión de dar más de un centenar de pasos, un lugar cualquiera, y siempre es otro mundo, con sus casinos, sus bares para gente de mar y sus putas para gente de mar, con licores para gente de mar, con fantasías para gente de mar; la sensación de tránsito; la melancolía del último día; la partida, de nuevo la partida, soltar amarras, la distancia, cada vez mayor, cada vez mayor el balanceo, el aire, cada vez mayor, las aves perdidas entre dos mundos, despidiéndose, esas aves que siempre se están despidiendo; de nuevo a la mar.

Pero seguimos aquí, debatiendo entre si se pueden encender velas en vasos pegados en el techo, tratando de saber si otro mundo es posible; a pesar de todo. Y no, así no se encienden las velas, lo dicen en alguno de los mandamientos que no quise leer. 

Lo sabes tú, quien quieras o creas que seas.

El ingenuo piensa, por ejemplo, que no todo vale en el amor y en la guerra. En la guerra, la guerra que no provoca el soldado, que no provoca el individuo, ni hombre ni mujer, en la guerra, uno mata porque lo han colocado en las justas coordenadas en las que ha de matar para que no lo maten. Así que mata. Lo hace desesperadamente. Mata, joder, porque se aferra a la esperanza de un día que será mañana, otro día en el que volverá a repetir la historia del matar para no ser muerto, y así, hasta llegar el día, de forma sorpresiva, inesperada, ese día, que será mañana, por fin sea el mañana en que no deba responder a la necesidad de convertirse en asesino para no ser víctima. El mañana, tal vez, quién sabe, en el que podrá amar. No todo vale en la guerra. Tampoco en el amor. En el amor uno ama por y para sentirse amado y lo hace justamente porque las circunstancias lo han colocado en las coordenadas precisas en las que ha de amar por y para ser amado. Así que ama. Lo hace desesperadamente. Ama, joder, aferrándose a la esperanza de que cada nuevo día, amar, sea por y para ser amado, esperando quizá, quién sabe, llegar al mañana en el que al final sea la mañana de morir, morir cogido de una mano, morir ante los ojos que lo miraron largamente y a través del tiempo, desde el deseo primigenio hasta el cerrar de ojos pasando por ese periodo en el que lo importante son unas primeras sonrisas, primeros pasos, preguntas primeras y largos paseos titubeantes. Qué ingenuidad.

El ingenuo piensa que no todo vale en el amor y en la guerra. Las reglas de enfrentamiento son las mismas. Son más humanos dos soldados que se disparan que los dos transeúntes que se cruzan, uno con un periódico bajo el brazo, el otro paseando a un pequinés, dos transeúntes que se cruzan, sin mirarse siquiera un segundo a los ojos. Son más humanos dos amantes desnudos en la cama que quienes temen que desnudarse juntos y tumbarse en una cama les pueda costar tener que amarse y que ese amor comprometa al juego en el que amarse sea compartir más que la vida y el espíritu. Son las cosas en la que creen los ingenuos, cosas que no existen.

Por creer en cosas que no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió; por creer, y nada más que creer, velas que se encienden en vasos pegados bocabajo en el techo, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos dispuestos a regatear con el ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes de cruzar el puente. Otros morimos o matamos. Y ante lo segundo, lo primero.

Supongo que ando buscando una conclusión, reforzar un argumento que ya de entrada es una ficticia manera de comprender. Huir. Escapar. Fugarse. Verbos inexactos. Salir, es más sencillo. Ir de adentro hacia afuera. Salir a la mar. Para bien o para mal. No.

Digo, sí.

Digo: lejos.

Grito: ¡soltar amarras!

Y digo: adiós.

Supongo que ando buscando otra cosa.

Cuando la encuentre probablemente será demasiado tarde; cuando la descubra tal vez me sorprenda que también es una mentira.



domingo, 3 de julio de 2016

Mañana de domingo. Sexta entrada de un diario contra lo íntimo.


Mañana de domingo.

No le veo la gracia.

Dirán que todo esto es muy negativo.

Leo en Público.es la indignación del humorista/periodista Juan Carlos Ortega por la -una vez más- polémica portada de El Jueves en la que se puede leer un directo "Gilipollas" destinado sobre todo a aquellos que en fechas recientes hicieron uso de su voto en favor del Partido Popular. Argumenta su indignación de forma elegante, demuestra su inteligencia. Y aunque no se nos hace difícil intuir que su pensamiento ideológico dista mucho del ideario del partido de derechas español, su forma de entender el respeto y la educación sin perjuicio de ese sentido del humor tan particular y brillante, me ha hecho reflexionar. A día de hoy, España, es un país que tiende a lo conservador. En mi caso, lo único reprochable, es ese miedo que se me antoja atávico. Aún así, puedo entenderlo. Albergamos terrores viejos; viejos, pero terrores.

Mañana de domingo. La encrucijada. Fuera luce el verano con toda su carga de reconciliación, con lo apetitoso de una orilla asediada por olas purificadoras.

Ayer estaba borracho y después lo estuve más. Tomaba mi enésima copa de Jack Daniel´s en una terraza. Esta vez en compañía. Sentí la necesidad. Vestía pantalón vaquero negro y camisa morada de fino algodón; zapatos de piel de ante, una superficie sutil, la de estos zapatos. Hablábamos, de casi todo; girábamos en torno a un abismo. Pero sentí la necesidad y amenacé con hacerlo hasta que la sola idea de reprimirme se me hizo insoportable. Así que me levanté y la miré, determinado, ni me despedí ni anuncié la intención. La playa estaba llena de sombrillas y toallas y gente que probablemente en ese momento era feliz. Me levanté y abandoné la terraza y crucé la estrecha carretera del paseo marítimo y salté con agilidad el muro hasta flexionar las rodillas y caer de pie sobre la arena. Caminaba desabotonando mi camisa. No miraba a los playeros a mi alrededor, ni las sombrillas, ni las toallas. La arena se humedecía y yo ya me deshacía del pantalón, los calcetines (rojos) y los zapatos. Me quedé en calzoncillos (negros) y amontoné la ropa. Reía a la vez que avanzaba y no miraba atrás. Para qué mirar atrás. No sentí fría el agua al contacto con mis pies, mis tobillos, mis rodillas; si salté ante la siempre ola traicionera que busca el ombligo. Finalmente me lancé al océano cercano y buceé unos metros hasta que mis pulmones reclamaron aire; el aire que precisamente yo creía que me sobraba.

No soy ningún intelectual. Asistí al reclamo de José Manuel Benítez Ariza e hice lo que creí oportuno, entregarle lo que soy. José Manuel es un buen hombre, se merece la fuerza para seguir haciendo lo que hace desde muchísimo tiempo.

No soy ningún intelectual y no encuentro mi sitio. A la contra del título de un libro que considero muy bueno de Pablo Gutiérrez, todo, absolutamente todo, es crucial.

Se me amontonan las tareas domésticas. Me siento incapaz de enfrentarlas. Me llama el teclado y no sé para qué. Mi futuro literario (¿?), sea lo que sea, está ahora en juego. Quiero decir. Este momento en el que están ocurriendo cosas (editorialmente)... he decidido que sea un momento determinante. Es irresistible la tentación del fracaso.  Porque no soy un intelectual. Mi forma de entenderlo todo pertenece a otro mundo en el que las causas y sus efectos nada tienen que ver con estas calles y sus adoquines y sus avenidas de hirviente asfalto.

Las amistades, mis muy pocos buenos amigos, o están lejos, o tan jodidos como yo; lo que no es consuelo.

Hablábamos de cómo esto de acudir a las playas con el buen tiempo y desnudarse y sentir esa falsa libertad responde a una necesidad que debemos a nuestros ancestros, aquellas criaturas puras a las que tanto respeto guardo. Repetimos el acto de la purificación con el agua salada, entramos en contacto -descalzos- con la tierra, paseamos la orilla, a un lado la infinitud del océano, del otro nuestro nuevo mundo y esa civilización que hemos creado. De poder elegir me mantendría permanentemente en esa orilla, ver nuestro mundo desde la distancia, aunque no sea mucha, la distancia.

Amar. ¿Por qué hacerlo? Quien averigüe la respuesta habrá encontrado al fin a Dios; que probablemente no existe.

Conservo las servilletas de ayer como conservo cajetillas de tabaco vacías en esta mesa que he decido que sea mi escritorio. He llegado a la conclusión de que siempre escribiré en una cocina. Y también que jamás podré escribir sin fumar. También me he dado cuenta de que es mucho más divertido escribir borracho. Me niego, sin embargo, a que mis palabras sean empujadas por el vapor de un vaso helado de whiskey.

Yo estaba en una de esas discotecas de negros del fin del mundo en el que bailar es un contacto permanente y es prácticamente imposible que le quepa a uno la polla en los pantalones. Se me acercó y ni siquiera recuerdo su nombre, si lo tenía. Fuimos a la barra y ella quería whiskey del caro y yo se lo pedí y también lo pedí para mí. Me sugirió que nos fuéramos a otra parte. Ya saben, a otra parte. Y esa otra parte era la playa, que estaba lejos. Dije sí y le pregunté de qué manera podíamos llegar tan lejos. Mi marido nos lleva. Su marido nos llevaba, me dijo. Era una negra preciosa y de cuerpo duro como el tronco de un Baobab. Bien, tu marido nos lleva, va a ser una experiencia estupenda. El marido pues, conducía, nos llevaba a follar. Pero caí en la cuenta de que no me quedaba una sola rupia en el bolsillo y le dije que buscara un cajero. Lo hizo, y llegamos al cajero, y allí saqué pasta y el imbécil del marido tuvo la genial idea de atracarme. Yo respondí asediando su nariz chata de negro y sus ojos con una buena andanada de puñetazos, lo que le dio a entender que aquello no había sido la mejor de sus ideas. Retomamos el camino hacia la playa en la que su mujer y yo jugaríamos a la tragedia. Abrazaba su cuello con mi brazo desde el asiento de atrás para hacerle ver que aquello iba en serio. Y así lo hice hasta que llegamos a aquella playa que dejó de ser paradisíaca y aquel marido vigilaba.  


No le veo la gracia a esta mañana de domingo. Será tal vez que no la tiene.

sábado, 2 de julio de 2016

La selva. Quinta entrada de un diario contra lo íntimo.


Le he pedido un bolígrafo al camarero y ha flipado. Ha flipado más aún cuando le he pedido un papel para escribir con el bolígrafo que muy amablemente me ha traído. No, papel papel -para qué quiere un papel-, no tenemos, me ha dicho. Da igual, muchas gracias, le he dicho, ya con el bolígrafo en mi poder.

A quién se le ocurre... en fin.

He salido, a beber, nada más.

El Jack Daniel´s me huele a moqueta de casino; me sabe a humo de Chesterfield. Imagino tras de mí las montañas cubiertas de vegetación selváticas, festoneadas de rocas lisas y apetecibles. En esta fantasía el mar es turquesa y su fondo es arenoso. Esto es Cádiz, pero yo estoy en la terraza del Boardwalk, muy lejos de aquí.

El camarero es un señor horrible y con bigote; horrible pero amable. Juego a que es Fiona, esa camarera criolla, fea de solemnidad, con la que una vez acabé enredado en arena fina y blanca de playa y a la que nunca necesité pedir qué debía servirme. Sin embargo esto es Cádiz, la ciudad de las ambulancias, la que asesinó mi niñez.

Ernest ha venido de ninguna parte.

Se ha sentado a mi lado y ha rehusado mi invitación.

-Eres patético -me ha dicho-. Por mucho menos me introduje un cañón en la boca.
El mismo cañón que deshizo a su padre.

Mis hijos, ¿qué estarán haciendo ahora?
Cómo deciros que los siento tanto, que no pude hacer nada.

A falta de papel escribo en servilletas.

Las gotas de sudor del vaso empañan lo escrito. Cambiaré de bar.

La salud me acompaña; yo, que debería estar cien veces muerto.

Tal vez espero a un amigo que no va a aparecer.

Ernest me dice que no es conveniente.

-¡Tú qué coño sabes! -le digo.

-Sé que te has equivocado; al menos tanto como yo.

El camarero me mira mal. Creo que piensa que no tengo dinero para pagar la cuenta. Es un hombre horrible, pero agradable. Siento un odio especial por él. me voy a llevar el bolígrafo. Será mi venganza.

Una vez me echaron de un casino por quedarme dormido en el sofá. El segurata y yo éramos colegas desde hacía tiempo. Su hermano sirvió en Irak con Blackwater. Le jodieron las dos piernas. Yo pienso que con las piernas también perdió la polla. no se pueden perder las piernas sin que te vuelen la polla. Una vez hablamos de ello. Yo le conté otras cosas, le conté cómo una vez nos colaron una granada en el Hummer y ésta no estalló. Fue maravilloso. Pero tuvo que echarme; roncaba descaradamente; era inadmisible.

Manuel jugaba condenadamente bien al Blackjack, jugaba como un condenado demonio; y yo le daba todo mi dinero y él se lo jugaba, el suyo y el mío, y bebíamos gratis y volvíamos con el bolsillo intacto.

(El camarero quiere que me largue)

Con Manuel me hubiera ido felizmente al infierno; sabía que, o salíamos los dos de él o nos pudriríamos allí. Abrazo hoy ambas posibilidades. Años antes había estado a mis órdenes. Ahora volvía a estarlo. Pero ya no era lo mismo. Se jugaba nuestra pasta al Blackjack y bebíamos gratis.
Yo me había encaprichado -él también- de Tina. Una negra que resultó decepcionante por no depilarse las piernas. No se hacen una idea lo que es agarrar los tobillos velludos de una mujer en el acto sexual en mitad de la selva. Dos noches después la cabeza de una amiga de Tina apareció ensartada en una pica en mitad de una extraña rotonda. Son cosas que pasan en algunos lugares de este planeta.

Años después volví a ver a Tina y ya había tenido tres niños más y no resultaba nada apetecible.

Para bien o para mal estoy en Cádiz. Qué felices parecen todos. Los envidio.

Escribo borracho. Cinco Jack Daniel´s en menos de hora y media. Qué felicidad.

Dándolo todo por perdido, la derrota tiene sus momentos dulces. Y recuerdo con nostalgia los efectos del opio. Si tuviesen ocasión de probar el opio no sentirían esta hipócrita compasión o asco por mi persona.

¡Qué cojones saben ustedes de la vida! ¡Acaso creen que están vivos! No tenéis ni puta idea de lo que es la vida. No sabéis lo que es amar. No sabéis lo que es odiar. No sabéis de la voluptuosidad de bucear y observar la infinitud bajo vuestra carne miserable en mitad del océano. De hecho no sabéis lo que significa ver el océano. El horror, el horror. el horror somos tú y yo.

Voy a cambiar de bar. Un tipo escribiendo en servilletas es una amenaza. Soy un IMPRESENTABLE.
Aquí todos beben, como yo; pero nadie escribe en servilletas.

No puedo dejar de pensar en mis hijos; en cómo no he podido ser el padre que ellos merecían.

Lo próximo que beba será café. Quizás así me perdone este camarero. No he comido nada. Ni ganas tengo.


Te amo, seas quien seas; qué más te puedo decir.

Sin título. Cuarta entrada de un diario contra lo íntimo.


El sonido que al descolgar el teléfono
surge desde los orificios
del auricular a la nada: te quiero, te echo de menos.

Es como una flor que nace
sobre el mármol de una sepultura.

viernes, 1 de julio de 2016

Saltar al vacío. Tercera entrada de un diario contra lo íntimo.


¿Qué se le pasó por la cabeza al escritor José Manuel Benítez Ariza para pedirme que presentara hoy su nuevo libro me es todavía un misterio? Siento Gran admiración por José Manuel, aunque él, probablemente, ni se lo imagina. Siempre lo he tenido como uno de los pocos escritores de verdad de esta ciudad en la que son legión los que pretenden estar continuamente bajo la extraña etiqueta de "escritor". Muy en contra de lo que siempre había pensado, que yo no era presentador de libros y autores, acepté su invitación. ¿Por qué? Realmente no lo sé. Hay algo de sentimental en esto. Su libro de aforismos es precisamente lo que esperaba, lucidez y oficio. Y, muy extrañamente, muy insospechadamente -hasta el momento justo de recibir su llamada-, me hizo feliz que quisiera hacerme partícipe de ese rinconcito en su dilatada y trabajada carrera de literato. Cualquier cosa más que pueda decir al respecto tendrá que ir a escucharla a la Fundación Aerolítica de Carlos Edmundo de Ory. En el caso improbable de que el mismo José Manuel leyera esto: gracias, es todo un honor.

Sigo sin enviar mi nueva novela a la editorial que hace al menos un par de días que la espera. Volvamos a preguntar, ¿por qué?

Saltar al vacío. Soy un habitual. Podría decir que siempre me estrellé contra lo malage del asfalto. Cabría también preguntarse las razones. Existe una única respuesta. Y tiene que ver con la vida.

Me levanto y caliento agua y preparo una taza con un sobre de té. Se me ha prohibido el café. Antes nunca bebía menos de cuatro o cinco cafés diarios. Ahora se me prohíbe. Ahora ni siquiera me atrevo. A mis treinta y pocos ya se me prohíbe tomar café, como aquel que preso de una adicción grave para su salud es internado para evitar su reincidencia.

Pero saltar al vacío. Los años de la velocidad y la adrenalina se acabaron de forma traumática. Ahora me conformo con al menos una hora de crossfit diaria. Fumar fumo demasiado, lo que hace de mis sesiones en el box un verdadero infierno. Un infierno que celebro con media vomitona y no pocas taquicardias después.

Acostumbro a adornar estas entradas con la narración de alguna aventura pasada más o menos inaceptable. Ya que esto es un diario contra lo íntimo es justo que ciertos pasajes del pasado perfilen al hombre perdido de hoy. Ocurrió en Djibuti. Djibuti viene a estar en a tomar por culo o en el cuerno de África, según se mire. Es un lugar que no existe o que existe, el Djibuti que yo recuerdo, en un mundo irreal, desgraciado y, me van a perdonar, maravilloso. Aquel día, horas antes de lo que sería el motivo de escribir al respecto, hice subir a los buceadores porque me escamó un numeroso grupo de aletas dorsales que se dirigían al interior del puerto desde el océano. Pero eso ocurrió horas antes, y aquellas aletas, ni de puta coña, tenían nada que ver con simpáticos -en realidad hijos de la grandísima puta si se topan con ellos en alta mar- delfines. El caso es que terminé con mis obligaciones a cosa así de las once de la noche. Así que me vestí y picardeé a quienes no lo necesitaban y nos subimos a un taxi destartalado cuyo chófer era manco y conducía ciego de kat, droga muy popular por aquellas regiones. Tras varias vueltas -es curioso, allí también se llevaban las rotondas, o algo similar- le dije a gritos y en un inglés como de Barbate colocando el puño de mi mano derecha junto a la bola en su mejilla llena de droga: ¡Al hotel Sheraton pero ya! Y allí que fuimos. Verán, se aquellas yo era una especie de skin head con muy mala uva y no poco instinto asesino. Al llegar a la discoteca del hotel nos recibió un negro como un gigantopitecus y una belleza somalí o etíope que nos dejó bien clarito cómo funcionaba aquel mundo sopesando el interior de nuestra cremallera. Luego pedimos champán y se nos sentaron alrededor no menos de media docena de negras hermosísimas de rasgos europeos y más que probablemente con el sida ya devorando sus entrañas. La cosa no pasó de ahí. Pero descubrí que acababa de descubrir al fin el mundo. La historia continúa y probamos aquella droga y mezclamos champán con cerveza y la droga no me hizo efecto. Creo que ya no me apetece seguir contando esta historia.

Podemos dar por descartado el campo.

Digamos que quizá en aquella ocasión, en el momento de subirme al taxi, también saltaba al vacío. Me decía mi hermana ayer, estás acostumbrado.

Salté al vacío, tal vez por última vez. Con el terror instalado en mi pecho y guiñándole un ojo a la caja de Valium.

Ah, no se olviden, esta tarde tienen una cita en Fundación Aerolítica. Más que por lo que pueda decir servidor por los siempre lúcidos aforismos de Benítez Ariza. Tiene algo de esperpento lo de esta tarde, no crean. Jamás he presentado el libro de nadie. Así que por lo que me toca, puede resultar hasta gracioso, lo que es en sí mismo un chiste castizo: Estaba Eduardo Flores presentando un libro y...


jueves, 30 de junio de 2016

Cadáver. Segunda entrada de un diario contra lo íntimo.


Escribir esta segunda entrada del diario contra lo íntimo se me hace más que difícil imposible. Porque uno quisiera escribir sobre lo que no se puede escribir.

El dolor.

Veo a través de estas cristaleras lo siniestro de un cielo ambiguo sobre las marismas. Con conucos apagados, son apenas negras perturbaciones en el aire, recortándose en el cielo; pienso en lo demoledor del impacto y en la fragilidad del individuo.

Nada que ver por supuesto con descubrir a mi hermano Valero Cortadura presentando su primera novela. Sé que ha creado algo grande. También él lo sabía, allí sentado, respaldado por las palabras que antes depositara sobre el vacío de la nada. Aquellas palabras, bueno, no justamente esas, si no las que salían en forma de voz, me reconfortaron. Verán, ayer fue un mal día.

Sobrepasa a cuanto aspira detallar este diario absurdo hacer pública la desdicha.

Antes que esto fuera la victoria de la carne era la muerte del suspiro. Imagino que ahora debería ser otra cosa.

Los coches que circulan por la autovía van todos y a toda prisa hacia una muerte segura. Observo desde la muerte misma, desde los despojos que juntos y alguna vez formaban un hombre. No sé si existe un tango titulado Perder. Eso del tango me trae de la memoria aquella película de Darín, El mismo amor la misma lluvia. No recuerdo si el título es exactamente ese o parecido, la pereza me impide buscar en Google. Pero Perder, qué gran título para un tango. Hay que se saber perder, dicen, y un carajo, digo yo.

Se me ocurre que perder y errar son dos verbos estrechamente relacionados. Los conozco bien.

Volvía en autobús y tarde y en mi regazo reposaba cerrado La escapada de William Faulkner. Lo que dejaba atrás era el universo. Nadie entendió que aquello había sido mi universo. Este autobús hacia ninguna parte llevaba un cadáver hacia la nada que es el lugar que habitan los cadáveres. Presiento que ese autobús me llevará más y más lejos cada vez, hasta no ser ni siquiera cadáver, hasta no tener nombre, hasta no ser recuerdo.

Le he dicho, a alguien: "cariño, cada día me quiero menos y peor. Espero que no te escandalice que te diga que algún día acabaré suicidándome, como Hemingway, pero de una forma más elegante". No me ha tomado en serio, y hace bien. Pero es tan cierto como que hoy soy un cadáver. No sé si Schopenhauer ha tenido que ver algo en esto, o Chateaubriand, o cualquiera que en algún momento me hizo ver aquello de la desaparición voluntaria, en el fondo, una especie de arte.

Que la vida iba en serio... al contrario de Jaime Gil de Biedma lo aprendí demasiado pronto. El dolor con sangre entra.

Hablaba Marina Rosado, sí, creo que era Rosado, y si no da igual, sobre la vergüenza de la mujer de ser mujer, de cómo la sangre periódica era motivo de vergüenza porque era una herida, de que ser mujer era motivo de vergüenza. Me pareció tan terrible como cierto. Yo envidio a la mujer, pese a todo, pese a este lastre mío de la masculinidad y su violencia implícita, lo que me dibuja como un macarra por decir que hay quien se merece que le rompan la cara. Quienes alegan su civismo, quienes se escudan tras él por saberse miserable, merecen que se les rompa la cara y se les diga, con la tranquilidad propia de quien sabe que su civismo no es más que la superficialidad de un corazón impuro y deteriorado por vivir una sociedad de mentiras. De hecho estoy determinado a romperle la cara a alguien en particular en cuanto me lo cruce por mi camino. Y no crean, no será nada grave, no será escandaloso, tendrá consecuencias -esas consecuencias, hoy, siendo un cadáver, las ruinas de un organismo, no me producen la más mínima inquietud-, pero será justo. Entonces sí seré un macarra, entonces sí seré un animal, el mismo animal que ama por instinto y con todas sus fuerzas, el mismo animal que para alimentarse prefiere la carne poco hecha, el animal, en definitiva, que sabe que en el fondo todos somos animales encerrados en jaulas de asfalto, hormigón y lo hipócritamente correcto. La civilización es una distopía creada con muy mal gusto. La civilización oculta el respeto hacia los demás con una serie de códigos malintencionados.

Sigamos con este diario contra lo íntimo cargado de ficciones. Una vez me encerré en una habitación del hotel Ramada de Dubai -habitación que era más grande que mi piso- con un buen amigo y media docena de mujeres -cuyos vestidos y ropa interior no se pagaba ni con todo el dinero en mi cuenta y en la de mi amigo- dispuestas a hacernos felices durante tres días y dos noches. Sé que esto me hará terriblemente impopular y que recibiré el odio de muchas y la envida de otros. Si sirve de algo hoy no lo haría, y si no sirve, me la suda bien por lo bajo. Durante ese tiempo me gasté como unas trescientas mil pesetas y sólo me comí una hamburguesa. Ah, sí, pagué cincuenta mil pesetas en una botella de Chivas que resultó ser una verdadera bendición. Podría alegar una especie de locura transitoria generada quizás por no pocos actos bastante más deleznables y que en cualquier otro contexto serían motivo cuando menos de cárcel. Supongo que cuento todo esto por el dolor.

El dolor, el verdadero dolor, es una muesca imborrable en la espina dorsal. Es permanente. Asocio el dolor a una forma de amar, la mía.

Se me viene a la cabeza Valero y su libro.

Recuerdo leer Cien años de soledad de García Márquez borracho y con una joven rusa masajeándome la espalda. Me enamoré de ella, me olvidé de que era una puta más que probablemente en contra de su voluntad que disimulaba su más que probable amargura brindándome una dedicación aparentemente tan pura que no me quedó otra que creérmelo. Así que me enamoré de ella y lloré cuando después de los efectos del Chivas y de todo lo demás supe que ya no volvería a verla y que su destino estaba condenado. También eso me produce dolor. Parecerá mentira, pero aquella experiencia marcó en mí un antes y un después. A mi colega le ocurrió igual, ella era china. Yo también disfruté de sus cuidados. Pero se dio que yo me enamoré de la rusa y él de la china. Si él lloró nunca lo sabré. Hoy sigo asociando Cien años de soledad y a García Márquez con aquella joven rusa, con la locura de la que yo procedía hasta caer en sus brazos.

Ya no estoy tan seguro de acabar en el campo este fin de semana. De hecho ni siguiera estoy seguro de que exista un fin de semana, de hecho no estoy seguro de saber qué es un fin de semana. Estoy seguro de amar a una mujer más que a nada en este mundo. Estoy seguro de amarla por encima de mí mismo. Estoy seguro de que es la mujer más mujer y más extraordinaria de cuantas he conocido, y para bien o para mal, y sin querer resultar excesivo, he conocido a muchas y amado a muchas. De lo que no puedo estar seguro es en lo del campo. Lo necesito, eso sí. Lo necesito porque recuerdo que hace unos meses me emborraché y fumé opio hasta vomitar allá en una isla perdida del mundo y me desnudé para escalar por unas rocas de origen volcánico que pedían a gritos un acto puro de humanidad. Yo estaba loco entonces, no mucho más que ahora, cargado de Valium 10 mg hasta las orejas. Estaba felizmente loco a partir de lo infeliz que me había producido estar excesivamente cuerdo. No soy un macarra, señor mío. Soy un hombre pleno de humanidad, un hombre bueno me atrevería a decir, un hombre dolorido, traicionado por la vida, un hombre que arrastra con el recuerdo de haber matado porque las circunstancias así lo requerían, un hombre que no se ve, que se esconde tras el hombre que todos creen ver, soy un hombre que sabe del valor de encontrar un tesoro en la jungla, soy, en definitiva, un hombre derrotado cien veces y otras tantas renacido, soy quien ha muerto, otra vez, y soy, esto deberías tenerlo muy en cuenta, a quien debieras temer hoy más que a la muerte.

Y entre que redacto todas estas ficciones -ficciones o no- íntimas postergo la obligación de entregar el original de una novela a una editorial que lo espera. Ya ven. Los muertos no entienden demasiado de prioridades.


Tengan un feliz día. O no, que tampoco me importa demasiado. 

martes, 28 de junio de 2016

Mandarlo todo a tomar por culo (primera entrada de un diario contra lo íntimo).


La intimidad es ese lugar imaginario en el que uno intenta decirse quién es con menos miedo al daño previsible. Mi intimidad es un estado permanente de angustia.

Decidí hacer esto, escribir a modo de diario en el que todo no sería más que ficción, en el mismo momento en que ella me preguntó que qué tiempo hacía y yo miré a través del visillo y le dije, sin mirarla y sin más, panza de burra; luego sí la miré, y estaba preciosa y me estremecí y no entendí nada porque sentía una ausencia total de mitología, de leyenda fundacional; y me sentí perdido. Tal vez me sorprendió la oscuridad exterior, y recordé ese estado permanente de angustia que es mi intimidad. ¿Por qué no romperla en mil pedazos? No vale un carajo la intimidad; como Shakespeare, está sobrevalorada.

Esto tan poco original es un diario que lucha contra lo íntimo. Jamás prometería regularidad. Esto es un diario de lo irreal, fruto más que probablemente de algún tipo de daño en el lugar en el que debieran ordenarse las neuronas.

Proyecto pues mandarlo todo a tomar por culo este fin de semana. No, no es una nota de suicidio (no madre, no hermana, no lo es, al menos no todavía). Es la expresión que mejor se ajustaba al hecho de querer uno dejar la ciudad e irse al campo, el monte, donde, sin duda, y al raso, bajo las ramas de los árboles (sueño con alcornoques), al compás que marcan la luna y el sol y la armonía visual de las nubes viajando empujadas por el viento; a la determinación de no ser nada o ser únicamente definido por su condición de bípedo ligeramente tecnológico ante lo imprevisible de lo natural. No sé si lo llevaré a cabo. Hace demasiado tiempo que se me niega (que me niego) hacer de la mochila a mi espalda mi armario y de la naturaleza mi hogar. Eso quiere decir que en algún momento me desnudaré y pasearé descalzo sobre el follaje o la tierra y me recordaré que así llegué y de tal guisa, un buen día, me marcharé.

Panza de burra le dije. Me preocupan sus preocupaciones y su misterio. Cuando aceptas a una persona, a cualquiera, el demonio se disfraza de todo lo demás. Es la oscuridad exterior. Soy un completo inadaptado. No acepto -o lo hago más mal que bien- a la mayoría de las criaturas que pasean algo más allá de la plaza bajo mi ventana (por esa terrorífica avenida). Son sospechosos de llevar una vida que yo no llevo, que tampoco quiero. Siempre hubo una ventana y una calle y personas que la caminasen. Será tal vez por eso que me escapaba, emocionalmente inestable, herido (cada vez de mayor gravedad, creo, cumplo años). Tal y como entendemos el verbo madurar me parece una aberración. Fue a un conocido que le dije (ayer, en la más inverosímil de las conversaciones) que para cierto equilibrio necesitaba un proyecto de largo recorrido (novela), deporte de cierta intensidad y sexo. Esto último lo dije sin poder evitar una estúpida sonrisilla. ¿Por qué lo dije? No había necesidad. O quizá sí.

Cuando este fin de semana -y si se da el caso de que marcho y me encuentro libre de mí mismo-, respire el aire de la montaña, pensaré en esas tres necesidades y otras. Y en la madurez. En la que me falta y no quiero. En la inestabilidad. Buscaré mi yo primitivo, ese ser que no teme a nada y que desconfía de la noche y sus peligros y sabe cuidarse de ellos. Aquí, entre vosotros, uno no tiene ni puta idea de nada. Es por eso que os meto en historias y os pregunto. Para nada.


Las lecciones del amor siempre conducen al desconocimiento. Se parece demasiado a la religión. Y la fe es un bicho esquivo. Las lecciones del amor llevan a uno a rechazarlo, a negarse a pagar el precio por sentirse enamorado.

lunes, 27 de junio de 2016

Decepción.


Es tal vez la decepción una mezcla de tristeza y rabia. Motor de preguntas imposibles, la decepción nos paraliza como un golpe en la cabeza y desde atrás. Ocurre luego que ya no tiene cura. Habrá quien diga que nos hace más fuertes, o que cercena no pocos flecos de una ingenuidad que hasta entonces no nos molestaba -o no demasiado-, sino que creíamos necesaria. La decepción afecta a las creencias, a lo profundo del ser, cuando son profundas la creencias, cuando uno se sabe ser sobre lo que tiene y se conduce tratando de ser honesto no sólo con uno mismo, también con cuanto le rodea. Tras su llegada, un beso helado como el impacto con un iceberg, la mentira se hace fuerte y lo que uno abrazaba y que llamaba esperanza vuelve al rincón donde se esconden todas esas fantasiosas ideas que acostumbramos a llamar utopías. La decepción es quizá la madre de todas las derrotas, porque no te mata; en el mejor de los casos te deja la piel mate y te permite caminar y la mirada se vuelve un tanto gris y se lanza uno a la calle y los rayos de sol son como insultos y la vida de los demás, que ni siquiera son compañía, se observa y se siente como una amenaza y como una pregunta relacionada con el tiempo y su acabose.

Hay quien combate la decepción con unas gotas de ginebra o de bourbon, otros recurren a la brujería de los ansiolíticos. Otros reniegan de su propia naturaleza, culpable de todos los males padecidos y por sufrir. Habrá también quienes busquen desesperadamente el calor de otras pieles sin brillo en un pacto patético y finalmente dañino. Y es que la decepción conduce inevitablemente a la soledad. No existe sin embargo quien pueda combatirla con eficacia, resulta ridículo lanzar puñetazos a la carcoma decepcionante.

Combatí personalmente los resultados del referéndum en Gran Bretaña con el mismo cinismo que aborrezco en los otros que no son yo: "al fin y al cabo la diferencia había sido tan corta". Cinismo en estado puro. Seguir los acontecimientos era como mirar a través de la lente de un microscopio. Al otro lado y en grande se dibujaba una geometría similar a la del virus del ébola o la de cualquier otro virus cabrón que conduzca a la muerte. Pero no era un virus, somos nosotros. ¿Con qué argamasa construir o proyectar nada? Y hablan en tertulias de economía, de comercio, de plazos, de medidas. ¿Qué solución se busca a lo que no tiene remedio? La mezquindad humana vive en nuestras células, flotando en el citoplasama, junto a la mitocondría, los lisosomas, el aparato de Golgi. Lo que pudo haber sido fue decepción. Profunda, triste y rabiosa decepción.

Las decepciones nos hacen criaturas viles. Es tal el dolor que conllevan, aquello del tigre con la espina clavada entre las almohadillas de la zarpa. A ver quién coño se la quita sin ser despedazado en el intento.

Para una parte considerable de la ciudadanía española los resultados de estas últimas elecciones han sido decepcionantes. Nos hemos levantado de la cama que nos recibió con un mal sueño y amanecemos zombificados. Se leyeron insultos, improperios, se gritaba en el desierto, lloraba uno caracteres en Twitter o Facebook, dije: "al PP sólo le falta follarse a todas y cada una de nuestras madres (por el culo) para empezar a pagar responsabilidades políticas". Para nada. ¿Habrase visto burrada mayor y menos necesaria? Era la decepción y su paso por las arterias empozoñando las cavidades del corazón. Llegaba, la decepción, por saber que se nos puede hacer cualquier cosa, que se nos puede agredir, sin que nadie pague por ello y sin que esos nadie pierdan la posición de privilegio desde la que es fácil y les es necesario, agredir, hacernos cualquier cosa. Contra esto ya no cupo cinismo posible. ¿A quién vamos a culpar? ¿A nosotros mismos? ¿Qué somos nosotros? ¿Acaso tuvimos la más mínima posibilidad de llegar al momento en que aceptar la culpa nos hubiese aliviado?

Son preguntas. Las que nos deja la decepción.

Es también la decepción resultado de la deslealtad, del derrumbe. Decepcionan los gestos y las palabras de un presente olvidadizo en la inmediatez del vagón cuyo interior carece aparentemente de asideros. La decepción ocupa en su estudio un lugar misterioso dentro de las ecuaciones en las que encontramos variables de tiempo y espacio. Y -ya en el vagón y el vagón en movimiento- tal vez te lanzas impulsado por el espejismo hacia el final y cierras los dedos en torno a lo que creíste -el vagón se precipita por el túnel oscuro y sin frenos- una forma de mantenerte en pie durante el viaje el tiempo suficiente (suficiente para qué); hasta que al llegar la ilusión se desvanece, decepcionante, cerrando la mano en una especie de éter, una mano ahora dolorida y asediada por la urticaria de saber lo que nunca se quiso averiguar. Y si verdaderamente es la decepción esa mezcla entre la tristeza y la rabia, tratar de alejar esta última para conservar irremediablemente la primera, al final, resulta mucho más elegante, es infinitamente más elegante, quedarse respirando nada más que la tristeza.


Será que la rabia se acerca demasiado a toda forma de mal. Y la tristeza, bueno, la tristeza apenas provoca daños colaterales, no deja cadáveres por el camino. El cadáver eres tú, y tú te mueves.  

domingo, 12 de junio de 2016

Anoche.


Ya circula por ahí; es expuesta a sus primeras lecturas críticas. Después de tres años no sé qué decirle, hemos pasado lo nuestro. Se lo tienen que decir otros, sin menoscabo del amor que siento por ella y cada una de sus páginas. De vez en cuando vuelvo a soñar con ellos y su mundo, el mundo -que creo desconocido, es el motivo- a través de mis ojos.

Vivir caminando sobre el alambre tiene sus ventajas. La confusión es un estado de permanente interrogación. Y siempre dije que este era un oficio de la duda. También cuando miro los poemas -que no leo, ni siquiera toco-, ahí, encuadernados, lastimados por la vergüenza de quien creyó en su necesidad, siento la obligación de odiar la mano que los compuso por lo incómodo del ejercicio autocompasivo. Fue quizá por ello que decidí esquivarlos.

Los comentarios llegan y lejos de la afectación que esperaba me mantengo fuera de todo. Al margen. Las palabras y voces en el texto me son ajenas. Puedo dar por acabado esto, me digo, ya lo has perdido todo, sentencio, otra vez. Qué más da. Podemos volver a empezar. E punto F, haga de nuevo su apuesta. Hay quien no puede vivir si no es fugándose de los sinsabores de la realidad, de la impureza en nosotros, del asfalto y el hormigón.


Ya dije que cuando José Alberto López te llama has de decir sí, sea por la responsabilidad de asistir a la obligación que impone el arte de quien maneja un verdadero talento, algo que por mucho que insistamos, no, no es abundante. Así que creo oportuno exponer y alardear de amistad artística y virtual: CROMOmagazine 12, GRIS. Acompañando a la fotografía de Aleix Plademunt. Qué decir: gracias, siempre a ti.



Despuntaba el alba, tan lejos.

Bebía, sentado -disfrutando de la penumbra, del plomo en las entrañas-, cuando llegó, un don nadie como cualquiera.

Yo la miraba.

Las aspas del ventilador removiendo humo, el vapor de las copas sobre la música de otro tiempo; la batahola tras la barra clandestina, la borracha y danzarina y exótica Suzanne atenuada en el centro del cosmos.

-Sé de lo que hablas -dijo-; también estuve enamorado.

La mesa baja, cómplices desconocidos, uno frente al otro -yo también...-, y en medio el cenicero que apenas se usaba para erigir una pirámide de ceniza. En la calle y solo aullaba el perro de las noches en los barrios sin luz; de aire desoxigenado por el vómito de las chimeneas de la fábrica.

Si nos despedíamos no era porque fuera hora de cerrar. Amanecía. Ella seguiría allí. Y él ya se alejaba, taciturno.

-Cuánto lo siento -mentí.

Asintió.

sábado, 21 de mayo de 2016

Tiempo detenido


La imagen es la de un muchacho de catorce años que besa a una muchacha y que, de forma sutil, como si no lo hiciera, coloca las manos a ambos extremos de sus caderas mientras ella, con las suyas, atrapa su rostro.

Al vértigo y al silencio primeros se impone la fascinación, luego la admiración, y finalmente, la envidia.

Piensa uno en ese beso como en el mejor de todos los besos. La contención, el tiempo detenido, la ausencia de un mundo contrario al beso. La imagen es un espejo de los años abandonados. La felicidad en ella es toda, allí, concentrada. Cómo no sentir envidia. Y cómo negar la fascinación. Melancolía.

Para ellos, jóvenes amantes, una expresión como tierra quemada es como cualquiera de las sinrazones de la razón que se malvive a partir de cierta edad. Habrá quien diga que no, que la magia... y yo respondería con esta imagen. Quién podría atreverse a negarla. Al fondo se recortan las montañas, tan verdes y puras, con un cielo límpido y puro. Se besan sobre un piso de macadán grafiteado desordenadamente y en negro. No me puedo detener en las palabras. Es el mundo de la imagen. Y la pareja adolescente, la fotografía ligeramente descentrada, ocupa el centro del universo. La naturaleza los contempla, no me cabe la menor duda. Y habrá quien diga de la magia que... resulta que sí. No podemos preguntarles a ellos. Conocer la respuesta, como yo mismo creo conocerla, ahora, en este momento, para quien la conoce porque es un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, para quien se sabe inmerso trágicamente en la mentira y conoce la respuesta a una sencilla pregunta sobre la magia porque la recuerda, la tierra quemada es más herida abierta que cicatriz, más martes que viernes, más Lorazepam que Durex.

El muchacho le saca una cabeza, así que ella ha de alzar la suya para buscar y encontrar sus labios. Es una conmovedora determinación. Observo el gesto y traduzco soy mujer. Pero también veo las manos del muchacho. No quiero mancharte, dañarte, ni siquiera alterar ligeramente tu delicadeza, intervenir en el valor de tu cuerpo entregado y tu esencia pegada a la mía, y traduzco, soy hombre.

A él le cuelga una pequeña mochila de la espalda cuyas asas son cordones de nailon. No le pesa. Todavía la mochila está casi vacía. En ella ya van sinsabores y felicidades. Sería injusto decir que de baja intensidad. Calzan zapatillas de deporte y visten pantalones cortos. Me digo, son para correr. Abriga el torso de la muchacha una sudadera. Él muestra sus brazos musculados y definidos en una camiseta deportiva sin mangas. Dioses, cómo se besan.

Apuesto a que él abandonaría el mundo por ella. Apuesto a que ella, por él, abandonaría el mundo. Es tan pueril, tan ingenuo, tan cursi. El juego es el juego. Lo harían. Y joder, no sería yo quien pusiera la ciencia en contra, quien dijera palabras como artificio o adolescencia o química. Apuesto a que él dice te quiero y a que ella lo dice también. También apuesto a que lo dicen de verdad. Apuesto a que es verdad y a que él abandonaría el mundo por su cuerpo menudo y por su voz de niña mujer y a que ella lo haría por sentir eternamente el cuidado de las grandes manos de él en su cadera.

También deja la imagen un sabor amargo a quien la observa desde la perspectiva lamentablemente privilegiada en la que el mundo no aprueba la magia, en un mundo en el que ni mucho menos el amor con sus cuatro letras es suficiente, ni siquiera necesario. La imagen habla directamente del paso del tiempo y de los anhelos presentes y de las presentes necesidades. Cuando el cinismo de la sociedad en la que nos movemos ahoga, asfixia, vuelve tristes los ojos y apenas dan ganas de afeitarse, ver la imagen de los dos que se besan y aman es una forma más de inmolación. Resulta peor cuando uno tiene la belleza por creencia.

Los veo ahí y me resisto a pensar que el momento no es más que el fruto de una casualidad. El azar, sin otra fuerza que se pueda considerar, los ha puesto ahí, les ha concedido su espacio y su tiempo, en un lugar cualquiera del planeta, de uno más en uno de los muchos sistemas solares de una galaxia entre millones de un universo que sabemos infinito. Me niego a creer que la dicha en el beso, en ese beso y no otro, responde a un sencillo uno más uno que siempre da dos. Más que nada porque sumo y vuelvo a sumar y siempre me da uno. Una extrapolación a lo cósmico asusta como lo hace lo desconocido, lo oscuro. Después ocurrirá que no habrá nada. Es sencillo. E igual de maravilloso, con todo su dolor.

La melancolía debilita los huesos y los miro una y otra vez como se haría con una obra de arte. La tierra quemada es zona volcánica, no deja de humear y amenazar.

Cómo los envidio, a ellos, ahí, tan ajenos a los vapores insalubres, a lo infraestructural, a las unidades de medida, a los relojes; cómo me fascina la naturaleza de los movimientos que no se pueden más que imaginar, del antes y el después, y sobre todo el contacto y su humedad y la piel estremecida y el calor.

Cuando nació tenía los pies grandes y los ojos siempre muy abiertos para atrapar el mundo. Su padre lo miraba sin saber que su carne crecería hasta ser un hombre. Su madre, probablemente, no lo quería saber. Se enfrentaban a la misión imposible de incorporar a la vida un pedacito más de vida.

Miro la imagen asombrado, primero dominado por el vértigo, por el silencio contemplativo, por la fascinación y la envidia y la melancolía después. La muchacha alza la cabeza y acaricia su rostro en el beso. Él, que siempre tenía los ojos tan abiertos, ahora los cierra.

Bien hecho.