martes, 30 de diciembre de 2014

Nosotros y el Tiempo.


Nos preguntaremos cómo era, cuando todo acabe.
Habrá muerto antes de que descubramos su origen,
una vez más. Diremos: ¿Que será entonces? Diré:
¿Adónde te has ido y quién soy yo, ahora?
En el mejor de los casos nos miraremos a los ojos
y no nos diremos nada, como dos nuevos desconocidos.
Si pudiéramos hacer algo antes del atropello...
Si todo fuese tan fácil como desnudarse...
Tal vez... Pero nos recordaremos, éramos nosotros,
nos recordaremos como se recuerda a los muertos,
y nos extrañaremos al contacto familiar de nuestra piel.
Es tan desoladoramente inevitable, tan carente
de sentido y doloroso, brutal, como el dolor,
que nos parece sencillo y humano, trágico.
Damos un paso hacia la muerte en cada beso.
Seremos consumidos por la risa final del amor.
Quizás hagamos como si el tiempo nunca
nos hubiese descompuesto. Será tan terrible como fingir,
como acostarnos de nuevo, como ir juntos de compras.
Pero aún es pronto y podemos permitírnoslo.
Aún podemos soñar con que podemos hacerlo.
Ahora que reímos y que nos sabemos, que nos hemos reconocido,
ahora, sí, es ahora que podemos ignorar la destrucción del mañana,
tan apaciblemente, como lo hacen 
los aterrados huérfanos perdidos en el bosque.

lunes, 29 de diciembre de 2014

La pesadilla es la siguiente: dos leones.



La pesadilla es la siguiente. Estoy en un parque zoológico. No sé cómo he llegado. Creo recordar que el parque es una composición de todos los parques en los que he estado alguna vez. Paseo mientras hablo con otras personas que me acompañan, que han venido conmigo. Nos detenemos ante las diferentes paradas en las que se nos invita a contemplar una nueva especie. Después eso no parece ser cierto. Tampoco las personas que caminan a mi lado tienen rostro. El día es soleado, un bonito día para pasear por un zoo cualquiera de una ciudad cualquiera. Eso sí, es por la tarde. La luz mantiene esa inclinación inconfundible. Hay puestos de bocadillos, de refrescos, de helados. En algún momento alguien se queja del precio de las distintas ofertas. Cuando todo esto ocurre en mi cabeza yo ya me siento intranquilo. No es la primera vez que estoy allí. Vuelvo cada cierto tiempo a esa película. Como ya sé lo que va a pasar la angustia me devora el pecho en todo momento. Pero mi yo en el sueño no lo muestra a sus acompañantes. Es quizá parte del mismo juego, es, tal vez, un añadido a la locura transitoria. Entonces la luz del sol ya no se refleja brillante en los objetos. Es la justa luz necesaria para que se pueda ver y las sombras se derraman como cansadas por la tirantez de la gravedad de todo un día de disimulo. Ahora estoy solo. Se escuchan algunos gritos. Los paseantes se reparten por un espacio vacío que ahora es mayor. Los gritos alertan de la fuga de los leones. Sé lo que ocurrirá, así que ya pienso en correr. Sé dónde me voy a ocultar porque ya ha pasado en muchas otras ocasiones. Pero saber es como si una mano enorme apretase con fuerza las vísceras dentro de mi caja torácica. Corro y siento que las dos fieras, los dos liberados machos de león, me buscan. Veo de forma esporádica, en mi huida, a otras personas que se ocultan y que miran con ojos inundados de terror a un lado y a otro. Es como si en el fondo ellos también supieran que no irán a por ellos. Toman sus precauciones y sienten alivio al verme correr lejos de cualquier escondite. Tengo la respiración jadeante y rugiente de los leones inyectada en mis oídos. Al llegar a un claro salpicado de jardines, en los que se alzan aisladas y altas palmeras inmóviles ante la ausencia de viento, puedo ver a uno de ellos correr como en un juego tras dos personas que gritan. No hay intención de alcanzarlos. Me buscan a mí. La primera vez no lo sabía pero ahora sí lo sé. Ellos me están buscando. El parque es cada vez un lugar más solitario y más oscuro. El lugar que busco no aparece por ninguna parte. Me ha visto. Pero no es él. Nos miramos. Va a venir tras de mí pero no es él. Y podría estar tranquilo porque sé cómo va a terminar todo, terminará como lo hace siempre. Pero, ¿y si esta vez es diferente? En esos momentos uno puede pararse a pensar en qué significa todo esto. No tiene la menor importancia. El león me mira, diría que con satisfacción. En realidad pasa más deprisa: lo veo, me mira y corro. El león inicia su trote casi lateral con la cabeza muy erguida. A lo lejos, el otro león, el auténtico león, el terrorífico animal que me busca, galopa. Y si no fuera porque he de correr muy rápido lloraría. Ya no veo lo que ocurre tras de mí porque no miro. Sé que ahora ambos galopan. Descarto subir a alguno de los árboles. Manejo en mi sueño ese conocimiento. Ignoro las piedras que aparecen en mi carrera desesperada sabedor de que no son armas eficaces. El rugir entrecortado de ambas fieras se escucha cada vez más cerca.

Pocas cosas deben ser tan aterradoras como el rugido de un león que va a por ti.

El león es una fiera especialmente diseñada por la naturaleza para la depredación.





Si el simio que somos se encuentra en el claro de un valle y en el claro del valle se encuentra también un león no importa la distancia que los separa. El simio será devorado y no alcanzará la muerte hasta muy avanzado el festín.

Si el simio que somos decide correr contribuirá a que los instintos del león se agudicen y se vuelvan tan incontrolables que harán que el león ya no pueda moverse en ninguna dirección que no sea la más directa y segura hasta alcanzar para dar muerte a su presa.

Así que pocas cosas deben ser tan aterradoras como el rugido de un león que va a por ti; sabes que será el último sonido que se instalará en tu cabeza antes de no ser más que un sanguinolento amasijo de carne triturada que aún respira.


Y el rugir entrecortado de ambas fieras se escucha cada vez más y más cerca y yo busco con desesperación el lugar que sé y que me podrá salvar de ser devorado. Es extraño, ahora que lo pienso. De dar vueltas he llegado al punto de partida. Dos grandes contenedores forman una ele, los dos contenedores son lo extraño. Ya casi me dan alcance cuando llego a los contendores. Sé que subiré a uno de ellos y que el final ya está cerca. No es tan sencillo. Cada vez que este sueño se repite uno de los dos leones, el león, es más grande y es más abultada su espesa melena y son más amarillos sus feroces incisivos. Ya es de noche y la fuga de los dos animales no han impedido que el automatismo de las luces cumpla un día más con la rutina del parque. Subo con mucho esfuerzo al contenedor. Aún tardan unos minutos en llegar los leones. Los espero arrodillado, la respiración muy agitada me llena el pecho hasta el dolor. Cuando llegan el león de mirada satisfecha detiene la carrera y va de un lado a otro en torno a los dos contenedores, le da por rugir de vez en cuando. El otro, el gigantesco león que me busca, frena al saltar contra el contenedor golpeando sus paredes metálicas. Grito de terror y al oírme ruge con fuerza y mi grito parece ridículo y aún ruge más fuerte y me mira. Las garras de sus patas delanteras arañan el suelo en el que se clavan mis rodillas. No quiero mirarlo a los ojos, sé que los suyos apenas parpadean. Sé que tendré que mirarlo a los ojos para que todo acabe. No quiero mirar, no quiero mirar. Ruge y tiemblo. Es una pesadilla. Viene demasiadas veces. No es la única, tampoco es la peor. Sus garras cobran más y más fuerza a medida que dejo pasar el tiempo sin mirar su rostro de león o su rostro de lo que sea porque sé que cuando lo mire no veré el rostro de un león. Sus garras penetran la chapa roja del contenedor y el sonido no es de este mundo. Quiero que todo acabe porque me duele el corazón de puro miedo. Decido levantar la vista y ahora sí que lo veo. Dura un segundo, no hay otra cosa igual, no se puede recrear con palabras una imagen tan diabólica. Mi corazón se detiene. Todo es oscuro. Y despierto, una vez más.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Estampados.





Cuando se trata de hablar de la narración breve, del relato corto, se puede cometer el error de creer que realmente se conocen los ingredientes que hacen de un cuento una obra brillante. Abundan los talleres de escritura creativa. Es propio de estos talleres que alguien pretenda enseñar a escribir y que para ello se emplee el relato como unidad básica literaria para congraciarse con los resortes del lenguaje narrativo. Bueno, partiendo de la base de que no creo que alguien pueda enseñar a alguien a escribir -por lo que pienso que los talleres de escritura creativa son una completa gilipollez-, el uso del cuento como aula me parece un abuso -cuando no un error absoluto- del pragmatismo. Teorías sobre el buen relato hay tantas y las hay tan diferentes y algunas tan contrapuestas que me hacen pensar que en realidad ninguna es realmente válida. Se vierten no pocos tópicos al hablar del buen relato. La brevedad del género lleva al exceso su producción, le ocurre algo parecido a la poesía. Pero la triste y cruda realidad es que se escriben muy pocos relatos en el que se puedan observar algunos brillos de calidad, tal y como ocurre con la poesía. Resulta peculiarmente placentera la lectura de un buen cuento. Uno termina con la sensación de haber contemplado una elegante ecuación que asentase sobre el papel un proceso físico y natural cuya obviedad le hiciese pasar por desapercibido. Ya ven, no es nada fácil explicar con claridad la satisfacción que produce. Pero, ¿qué hace de un relato que se convierta en una pieza necesaria? Desde luego no voy a ser yo quien responda a algo así. Puedo reconocerlos, o creo poder reconocerlos. Y últimamente he dado con una mina. No están publicados en ningún libro. Llevan la pátina romántica de la publicación periódica. Has de esperar impacientemente una nueva entrega. ¿Con qué nos sorprenderán la próxima vez? La serie Estampados que publica el Diario de Cádiz es posiblemente la mejor colección de relatos que se ha publicado por el Macondo desarrollado de los últimos tiempos. No veo que haya impactado en el público lector como creo que se merece. Se escapa a mi comprensión. Pilar Vera y Pedro Ingelmo, al amparo de las ilustraciones de Miguel Guillén, muestran en cada entrega no sólo el enorme talento de dos redactores del periódico gaditano; además, dan una clase técnica para el aprendiz de escritor de relatos (También, por qué no, un buen hostión a quienes se creen -haciendo de continuo el ridículo- ilustres cultivadores del género). Un dibujo nos inyecta una idea en nuestro inconsciente. Lo observamos sin pretender obtener una respuesta a nada. Es entonces cuando iniciamos la lectura. Verán que las palabras se acercan y se alejan de la imagen construyendo una historia. La carga poética está presente en todo momento. La brevedad -algo que no tiene por qué ser un imprescindible en busca de la calidad- nos dificulta comprender cómo fugaces personajes se nos incrustan de pronto y nos despiertan esa súbita familiaridad. En todos los relatos de la serie publicados hasta ahora se establece un vínculo con el lector por medio de los personajes que, con sorprendente rapidez, se dibujan solos y completos -lo justo y necesario- en la mente del lector. Se intuye el juego en la composición del cuento, se aprecia la intención de los creadores. Un servidor, que también gusta de estos juegos -los juegos de la creación literaria-, se siente asombrado ante el talento; uno que es humano y que es un aprendiz, envidia estas pequeñas grandes creaciones. También me pregunto la razón de la escasa repercusión de las mismas entre los escritores, críticos y editores (a los editores ya se les debería haber encendido la bombillita roja que alerta de la aparición espontánea de lo bueno entre tanta y asfixiante mediocridad) que me son más cercanos -o mejor dicho, con los que mantengo cierta relación en las redes sociales-. La serie Estampados del Diario de Cádiz, no me cabe la menor duda, alberga los mejores relatos que he leído en un buen tiempo. Muy recomendables; desde estas líneas, animo al acercamiento. Verán que no les engaño.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Ocurre en navidad.





Ustedes no lo saben. Es difícil que puedan sentirlo de algún modo, o tal vez sí que lo sienten pero resulta en exceso inefable. Pasa que me han puesto aquí y ahora desde la nada. Y joder, más que sentirlo lo percibo con el sentido de la vista, con el olfato, claramente, algo realmente extraordinario, que se repite con periodicidad anual. Para dar una muestra de lo que hablo me gustaría trasladarme a hace justamente unos cien años, movernos y cambiar nuestro escaparate por otro bien distinto. Me debato entre el me lo creo y el no me lo creo y me cuestiono sobre la estupidez a la que puedo estar siendo arrastrado por mis propias circunstancias. Pero sigo. Hace cien años. Ocurrió muy lejos de aquí, creo que en algún bosque de Bélgica. A un lado los soldados alemanes, al otro los británicos. Ya llevan un tiempito asesinándose unos a otros con el consentimiento de la historia. La guerra ha arrastrado a los manolos y a los pepes de uno y otro país a desear y a pretender la muerte del contrario en una tierra que no es la suya. Es navidad y hace frío, mucho frío. Han pasado algunas horas sin que se produzca ningún disparo. Las piezas de artillería crujen bajo la nieve, los hombres tiritan ensimismados, son incapaces de soltar el fusil aunque no lo usen. Era mil novecientos catorce, el fantasma de la muerte sobrevolaba a baja cota la campiña europea. Se alargaban trincheras como una muestra de la inteligencia humana, después no habría más que echarle la tierra desplazada para que los cadáveres quedasen bien enterrados y a otra cosa. A uno, que lo han puesto aquí y ahora, le llega a las narices el melancólico olor de estas fechas. De verdad creo que nos volvemos mejores en navidad, ya sea por el hecho de expresar la voluntad de reunirnos con otros, casi seres queridos en su mayoría. Y nos volvemos mejores no significa que seamos de súbito buenas personas, es otra cosa. Nos vemos poseídos por la emoción, nos dejamos llevar por ella y joder, realmente deseamos el bien para los demás. Por otro lado están los que viven cómodamente apoltronados en su propia amargura. También para ellos cambia algo en navidad. De igual modo les ocurrió a aquellos soldados de mil novecientos catorce en las trincheras. Es imposible saber realmente lo que pasó y cómo pasó. No me cuesta creer que fue verdad. Lejos de sus familias, lo más alejados que se puede estar de cualquier muestra de cariño, pudo ser que uno de ellos, respondiendo a la locura o al crujir de dientes o váyase usted a saber qué, decidió entonar una oración propia de la fecha o un villancico. Al cabo de un rato, no mucho a lo mejor, otro decidió acompañarlo. Entonces ocurrió que desde la otra trinchera se pudo escuchar otra voz en otra lengua entonando en un ritmo parecido una letra parecida y que expresaba los mismos sentimientos. Digo que horas antes se apuntaban unos a otros y se disparaban unos a otros y celebraban la muerte del caído. Y ahora digo que en uno y otro bando el grupo que canta es más numeroso y que afloran las sonrisas, entre los árboles de troncos robustos taladrados aquí y allá por el impacto de los proyectiles malgastados, sonrisas como tajos a la muerte. Todos cantan y uno de entre todos, poco importa si alemán o británico, hace algo del todo sorprendente. Abandona la trinchera, descresta sobre la línea imposible del talud y se adentra con paso decidido hacia tierra de nadie. No lo sabe, no es capaz de darse cuenta de que no lleva el fusil en sus brazos. Mientras camina no puede dejar de mirar a la trinchera contraria. Tampoco sabe que desde ella nadie encara el fusil. La nieve cae en copos semiestáticos en la nochebuena belga de la Gran Guerra Europea. Escribo estas líneas y vuelvo a oler esa emoción estacional. Deseo con todas mis fuerzas estar contando una historia verdadera. A la vez que el soldado camina hacia lo que en otro momento sería una muerte segura lleva una de sus manos a sacar del bolsillo de la guerrera un puñado de cinco cigarrillos. Ya hay alguien, otro soldado con uniforme diferente y diferente bandera, que ha salido a su encuentro. Llegan al centro mismo donde la muerte antes era dueña y señora del tiempo y del espacio. Se sonríen de forma espontánea. Uno le da al otro el puñado de cinco cigarrillos, el otro le extiende media chocolatina. Feliz navidad dice en alemán el primero, feliz navidad, responde en inglés el segundo. Tal vez se abrazan o no en este momento. En cualquier caso, lo hacen, con los ojos al menos, sin saber el motivo que los lleva a ello. No miran atrás. Pero si lo hicieran verían que otros los imitan, que otros también acuden al encuentro del soldado enemigo, y de qué manera. Era la navidad de mil novecientos catorce y entre trincheras y las botas crujían sobre la blanca nieve que antes era manchada de roja sangre y de negra muerte. Me pregunto si tendrá algo que ver esta historia con eso que percibo en el aire de estas fechas. Fechas en las que la alegría es más intensa y es más profunda la melancolía. Y será que me han puesto aquí y ahora como un vulgar peoncillo de este enorme ajedrez que es la vida que nos ha tocado jugar. Y será que ustedes, la mayoría, no pueden verlo en su totalidad porque la costumbre atenúa los instintos, aunque algo sienten. Pero realmente algo ocurre en navidad. Algo que pasa entre NOSOTROS. Váyase usted a saber qué.

jueves, 25 de diciembre de 2014

El discurso de un rey.



Trataba de encender el  fuego  con muy poco éxito. Los niños iban y venían, ignoraban la voz del monarca. Pedía silencio mientras removía con enojo los troncos, vertía alcohol de noventa y seis grados o colocaba de forma estratégica páginas de periódico viejo en los recovecos de la cadavérica hoguera. Y hablaba el monarca de los españoles. Yo, que aún me pregunto con genuino escepticismo la necesidad de un rey, prestaba atención al discurso; ¿qué podía saber ese señor de los españoles en realidad cuando a los mismos ciudadanos de a pie ya nos cuesta un mundo identificarnos  como colectivo humano? Después no  me resultó complicado averiguar que sus palabras se conducían siguiendo con férreo amarre al rumor que de nosotros se mantiene en el aire al modo de chascarrillo. Creo  que fue cuando trató de algún modo dirigirse a las distintas nacionalidades que se reparten por la piel de toro reivindicando su identidad, tomando como unidad de medida a los catalanes. Estábamos  en el vértigo previo a sentarnos a la mesa para la cena especial de la noche. Según El País el mensaje ya lleva días  grabado; se señala -en un insultante alarde de inteligencia periodística- que se grabó antes de que la hermana del monarca fuese marcada por las  palabras del juez. De modo que, claro, ya resultaba imposible hacer mención alguna al hecho. Pero sí habló de corrupción. Hay quien trata de justificar la corrupción alegando nuestro carácter latino. Otros apenas se pronuncian, como si  se tratase de uno de los distintos componentes que se juntan en lo etéreo del aire para que podamos respirar. También los hay que gritan de indignación poniéndose muy colorados a la vez que acusan según su ideología. Bueno, de corrupción hablaba el monarca, nuestro  rey. El fuego aparecía y desaparecía ante mi impotencia. Me precio de ser un excelente encendedor de fuegos. Pocas cosas me ponen tan cachondo como hacer una barbacoa. Y lo que realmente me excita de ese proceso es el encendido del fuego. Nunca lo hago igual, busco distintos modos, diferentes materiales. Hay en ello un anhelo, se desea el poder de manejar algo tan incontrolable como el fuego a antojo. Pero el fuego jugaba conmigo  y yo, airado, pedía silencio  a mi familia, más concentrada en los preparativos de la cena. La corrupción no es algo nuevo.  Antes la consentíamos sin más, no nos afectaba directamente salvo en contadas y aisladas situaciones. Nos  reíamos de Italia y su Berlusconi. El monarca hablaba de corrupción, de la lucha contra la corrupción, como echando fuera los balones de su momento familiar. La realidad es que poder y corrupción son del todo inseparables. Es trágicamente humano. Y aún no somos lo suficientemente capaces de idear herramientas que imposibiliten la aparición de lo uno cuando se da lo otro. Esto no es cierto. Pero podemos seguir engañándonos, tal y como hace nuestro monarca. Saben, cada vez me siento más alejado de los temas políticos. Tal vez ocurra que los temas políticos me parezcan cada vez menos interesantes, que sean ellos los que se alejan de mí. La superficialidad de la puesta en escena de un hombre entronado me es una imagen -no se puede buscar mucho más que una imagen en el hecho mismo- poco atractiva, nada interesante, innecesaria. El rey hablaba de los españoles y yo me batía con los elementos y ambos errábamos, el uno en un escenario palaciego, el otro en un hogar familiar.  De fondo, como llegado  desde muy lejos, fluye como una mentira, como un rumor inteligente, la inminencia de la tormenta. Creo saber cómo huelen las tormentas, el aire refrigerado que surge de pronto en la calma,  la oscuridad aparentemente detenida en lontananza. Y no, aquí no huele a tormenta. Nos sentamos a cenar poco después del discurso. Desgraciadamente, nada nuevo ha aparecido bajo el sol del día de navidad, el año por venir -no se prometan nada, no se engañen, no se dejen llevar por estos días estratégicos-, seguiremos rumbo a nuestra distopía preferida. Miraba los troncos apagados mientras cenaba, mientras recordaba lo penoso del momento antes vivido, la pérdida de tiempo y el insulto que puede resultar el discurso de un rey.