lunes, 26 de enero de 2015

La fe: mueve las montañas



Es cierto. No me cuesta excesivo trabajo admitirlo: la fe mueve montañas. Tener fe en algo -incluso cuando el término fe se emplea fuera del contexto puramente religioso- es una expresión contra la que poco pueden hacer los diccionarios. En las jerarquías religiosas existe el empeño de hacernos entender desde hace milenios, como si la religión fuese capaz de tenerlo lo suficientemente claro. Desde luego la fe, como arma con la que luchar contra el sentimiento trágico de la existencia, es una sana actitud. Más que eso. Respirar para el organismo, así es la fe para la mente humana. Se podría decir que la fe lleva una carga importante del elemento optimismo. Me parece bien. Por otro lado, la fe obliga. La fe requiere voluntad y es voluntad, tanto como es optimismo. Sin darnos cuenta hacemos un enorme esfuerzo al decir “tengo fe en esto, tengo fe en lo otro”. En el caso de las religiones son sus propias jerarquías las encargadas de la enseñanza y del mantenimiento de ese esfuerzo. La voluntad, que podríamos decir que es el deseo que motiva un empeño, es la parte de la fe que, en un fin determinado, genera consecuencias. Las consecuencias de los hechos motivados por la fe son siempre relevantes. Es entonces que decimos que la fe mueve montañas. Para bien o para mal.

Vivimos la convulsión de un panorama político en el culmen de una demostración empecinada de su total ineficacia, su invalidez y algo más: su perniciosa injusticia. Ellos, los políticos, los de siempre, pueden decir y prometer lo que quieran. Es realmente sencillo. Poco importan los nombres e ideologías de los partidos, sus nombres propios -el de los políticos-, el modo en que usan las palabras; nada, no importan, todo eso, ahora, son como las etéreas partículas que flotan en el aire sin peso reseñable y que se orientan sumisas e inevitablemente empujadas por el viento que sopla con más fuerza. Decía que todo esto es realmente sencillo (y de pronto recuerdo aquello de que todo cambia para que nada cambie, y chasqueo la lengua y pienso en Grecia, en estas horas de celebración, y en los días por venir de Grecia y, ay España). Todo esto es sencillo, porque a poco que le dé a uno por agitar las neuronas lo suficiente no le va a ser difícil caer en la cuenta de que lo único capaz de solucionar los graves problemas que tenemos para gobernarnos es un cambio en las reglas del juego. El juego, tan trampeado, tan dañino, ahora. Si el experimento un millón de veces realizado, tan de igual forma ejecutado, y con los mismos ingredientes, no funciona, lo lógico, lo racional -que es lo que suele ir bien a estos asuntos-, es hacer otro experimento diferente. Ahora: ¿puede Syriza cambiar las reglas del juego en Grecia abriendo una grieta en la Europa del cetro eterno y la eterna cadena? Lo prometen al menos, ya es algo. Surge la fe -alimentada en los últimos tiempos y aceptada de grado por los muchos que la anhelaban-; por lo pronto su elemento optimista; nos mantenemos -todos quietos y atentos a la voz de “ahora”- a la espera del requerimiento de voluntad, el deseo y su empeño. La voluntad exigirá grandes sacrificios. La voluntad alimentará la fe y ésta recompensará a la voluntad (chasqueo la lengua de nuevo después de un suspiro del teclado, es desconfianza o incredulidad, y me digo: ojalá todo cambie, que esto no siga tal y como está).

Algo así debió pensar alguno -o todos- de esos terroristas que nos rompieron el alma a golpe de gatillo en París. Hicieron la voluntad de su señor: defendieron la memoria del profeta. Tenían fe en Alá, mataron y murieron por él, por su fe. ¿Es cierto esto? ¿Lo es realmente? Nos han dicho que sí, hemos visto que sí, la historia reciente nos muestra que sí, que estas cosas pasan por esa razón. ¿Y por qué algo dentro de mí -profundo, incomprensible- no deja de decirme que no, o que la explicación por la fe me parece superficial cuando no interesada, necesaria incluso? Que ciudadanos franceses -nacidos en Francia- asesinen a otros ciudadanos franceses por motivos que mezclan una caricatura con una religión en particular se me antoja la consecuencia inevitable de un problema profundo -y bien arraigado- social; más que el fin de la parte de voluntad que alberga la fe. Cuando toqué este asunto por primera vez en este blog recuerdo que en el mismo texto se mencionaba al ISIS y a otros ejércitos fanáticos de ideologías similares. Bien es cierto que el ISIS y los asesinos de París comparten religión. Pero la distancia -en todos los sentidos- entre ambos sugiere la coexistencia de dos problemas bien diferenciados, y no dos partes de un mismo problema. Y sin embargo sí fue la fe de estos franceses lo que los llevó a matar. Los llevó a matar, es importante. La fe como un vehículo. Decíamos al principio que la fe es una sana actitud para la mente, cuando no algo indispensable para la cordura o una buena salud psicológica. La fe como un vehículo, como una forma de instrumentalizar seres humanos. La necesidad alimentada por la fe. Pero no es la fe quien va a matar, parece más asesina la necesidad de ella, y esto es algo en lo que no se ha reparado un sólo segundo en todos estos días en los que al pensamiento radical se ha respondido en su justa -e igual de estúpida- proporción. Ahora es un imposible, pero la verdadera respuesta a qué pasó en París murió en el mismo momento en que los asesinos perecieron recibiendo su propia medicina. Los policías que los abatieron -de forma totalmente legal- lo hicieron por una orden, por supuesto, pero también lo hicieron movidos por su fe en un sistema de leyes en particular. Al final de todo aquello no quedó más que muerte sobre muerte.

Alguien me dijo en cierta ocasión -era la primera vez que escuchaba algo así- que las guerras jamás se hacían por cuestión de religiones. Ella era una mujer croata ya mayor que había sido víctima y testigo de la guerra en Bosnia i Herzegovina. Procedía de una familia campesina y trabajaba como intérprete para las fuerzas desplegadas bajo mandato de la OTAN. Había aprendido español viendo telenovelas en su juventud. Desde entonces me interesé por saber si lo que ella me había dicho era verdad. Sus palabras de ser humano tristemente privilegiado me han hecho pensar mucho en todo este tiempo. Las palabras de estos seres humanos, de los muchos que me he ido encontrando emergiendo como fantasmas de distintas tragedias, adquieren para mí un valor especial. La filosofía por la que rijo mis pasos y pensamientos debe mucho a estas personas. Habían superado traumas importantes, nunca dejan de tenerlo presente. La fe en la vida los hace grandes. Y la fe mueve montañas. Lo hace en Grecia como lo hizo en París. La fe mueve montañas. Para bien y para mal.


lunes, 19 de enero de 2015

Meridiano McCarthy



Han pasado ya unos meses desde que escribí el siguiente texto. Hace algún tiempo decidí de una forma totalmente inconsciente recopilar toda la información que sobre el autor Cormac McCarthy se cruzara en mi camino. Me es del todo imposible recordar cuándo, esa decisión, pasó a otro nivel. Del mismo modo que acepté la misión autoimpuesta me dio también por escribir al respecto de lo que me iba encontrando. Leía a McCarthy y subrayaba y tomaba notas. Su escurridiza persona, sus novelas, me habían atrapado en una espiral sin fin. Soy incapaz de abandonar tal forma de presidio. Por el contrario, cada vez la espiral se abre más y más, haciendo el recorrido más largo y profundo. No sé qué ocurrirá con ese buen montón de notas, pensamientos e interpretaciones. En el fondo, me hace feliz este absurdo empeño sin metas. Durante un tiempo sostuve la idea de que algún día pondría orden y lo recogería todo en un libro. Después de sopesar mis limitaciones la idea quedó tal y como estaba, seguiría haciendo exactamente lo mismo, que es nada, según se mire.

Un buen día tropecé con Daniel Fopiani y con la hermosa locura de su revista Relatos sin contrato -que publica con cierta periodicidad junto con un buen puñado de amigos-. No crean, estudié antes el fenómeno. Me pareció una forma sana de literaturizar la vida. Así que le pedí por favor que me dejase participar de alguna manera. Dijo que sí, que le mandase un relato o algo que le pudiera servir, siempre que se ajustase a la extensión. Me constaba en ese momento de que no tenía ningún relato digno de tal iniciativa. Un articulito, sí, le dije, te enviaré un articulito sobre algo en lo que llevo trabajando un buen tiempo. Aceptó, me ajusté a las normas de extensión, y redacté.


Unos cinco meses después, he decidido que también me gustaría tenerlo por aquí:





La generación que Gertrude Stein erró al llamar de "perdida" se incrustó imbatible en las letras que se recogieron después en la tierra de las libertades. Antes que ellos William Faulkner ya experimentaba con las tripas del verbo narrativo. Volvemos al presente, y en el Instituto Santa Fe de California suenan a pesimismo, a verdad, los golpes de tecla, obsoleta Olivetti Lettera 32 de gastado color azul. En una de las cumbres de la ciencia y la tecnología Cormac McCarthy crea hoy, a sus 81 años, literatura inmortal.

Si Dos Passos o Steinbeck -testigos inquietos de uno de esos giros estúpidos por los que le da a la humanidad a cada poco- testificaron por escrito, McCarthy recoge los restos en el presente como heredero; y cuando Albert Erskine, editor ni más ni menos que de Faulkner, de la potentísima y cefalópoda Random House, recibe el manuscrito de El guardián del vergel (1.965), se convierte en el descubridor de una de las plumas más inquietantes del panorama literario yanqui de nuestros días. Cuesta imaginar la relación que ambos, autor -distante y amable, se dice de él- y editor, mantuvieron durante aquellas primeras cinco novelas que bien pudieron ser escritas en Knoxville, Ibiza o Nueva Orleans. Lo que sí sabemos es que de ninguna de ellas se vendieron más de 3.000 ejemplares en tapa dura. La literatura, como ente vivo que es, hace su propia selección natural. 236.000 dólares (beca MacArthur) bastaron para dejar un pasado de sospechoso vagabundeo y que McCarthy pudiera regalarnos Meridiano de sangre (1.985), ahí es nada, buque insignia de los seguidores del autor.

La fortuna se muestra de su lado en el camino. Lector tardío y escritor casi por casualidad -su vida transita el tercio de bajada-, la popularidad viene de la mano de La carretera (2.006; premio Pulitzer de ficción en 2.007) -tras cuestionamiento razonable y cinematográfico de No es país para viejos (2.005) por parte de los hermanos Coen- que bien pronto es adaptada al cine y los miles de ejemplares de sus obras empiezan a venderse como rosquillas. Nada cambia en el viejo McCarthy, sabe que su oficio es escribir.

Se inicia entonces idílico romance con el cine. Productores, directores y actores quedan prendados por su obra feroz. Todos los caballos bellos (1.992), ganadora del National Book Award, primera entrega de la que se dio en llamar la Trilogía de la frontera (En la frontera, 1.994; Ciudades de la llanura, 1.998) es dulcificada -y después merecidamente criticada- en la gran pantalla por Billy Bob Thornton. A destacar el trabajo del joven James Franco en el estudio cinematográfico de la obra de McCarthy, con inminentes novedades tras adaptar Hijo de Dios (1.973).

No sale gratis leer a Cormac McCarthy. En sus historias la violencia y el caos son especias aseguradas. El mensaje: sólo existe una historia, la de la lucha por la vida o la extinción. Si usted prefiere ignorar que su fin no es otro que el de dar de comer a los gusanos, no lea a McCarthy. Siempre tendrá a Proust.


domingo, 18 de enero de 2015

El calabi yau de Nolan: Interstellar.






La vida en la Tierra apenas se sostiene. Llegó lo que tarde o temprano tenía que llegar. El clima es extraño, la sequía es un estado natural, los vientos arrastran inmensas nubes de polvo que ocultan el sol y que se asientan sobre los campos de cultivo como una plaga de langostas, arrancando de ellos la promesa del alimento. Y nada apunta a que las cosas puedan cambian a mejor. Se ha iniciado un proceso de extinción irreversible. Muchos -se intuye- han quedado por el camino. La esposa de Cooper, Matthew McConaughey (Dallas buyers club, 2013; True detective, 2014), ha quedado por el camino. Por eso Cooper ha de cuidar y llevar -vivos, con esperanza y con la capacidad de combatir las adversas condiciones del planeta- a la madurez a sus dos hijos. Juntos tratan de salir adelante en un mundo que se pone a la contra de la supervivencia. Pero practican una lucha eficiente, mientras las cosas no empeoren demasiado.

El hijo de Cooper quiere ser granjero, como su padre. La hija manifiesta una clara atracción por la ciencia, también como su padre. Y es que en el pasado reciente, cuando la vida humana aún se entendía como permanente en el planeta, Cooper ejercía como ingeniero y piloto de pruebas para la NASA. Así que la ciencia importa en la granja de los Cooper. La ciencia es la herramienta indispensable para sobrevivir en un mundo en el quizá se cometieron demasiados errores. Las condiciones que impone un medio ambiente cada vez más enrarecido sólo pueden ser contrarrestadas por el conocimiento de lo natural y las posibles aplicaciones de la tecnología al alcance de la mano. Así combaten los Cooper el desafío diario, motivados por ello persiguen un dron en vuelo -en la que quizá sea la mejor escena de todo el film- atravesando los altos maizales, deseosos de hacer suyas las placas solares que les proporcionaría la energía con la que alimentar su maquinaria agrícola.

Las apocalípticas dificultades afectan en los ámbitos de lo social, pero se nos muestra de una forma anecdótica, huele a relleno y tal vez a oportunidad narrativa mal aprovechada. Lo mismo nos resulta innecesario para una película que se alarga hasta alcanzar un fin del todo anaeróbico. A Cristopher Nolan esta vez le ha cogido el toro, la película no es más que un montaje sin ritmo. Cuando vemos a Cooper retomando su antiguo traje de astronauta es como despertar de pronto en otra sala del cine. Más que un hilo el argumento es igual de fino y suave que una vieja cuerda de pita. A partir de entonces nada del aspecto psicológico de los personajes es creíble. El conflicto familiar -una promesa fallida más en un montaje en el que prima la opinión de la taquilla-, uno de los hilos argumentales de la historia, es una permanente caída, en la que Jessica Chastain (La noche más oscura, 2013) hace lo que puede en la interpretación del personaje adulto de la hija de Cooper.

Y aquí empieza la misión (no la verdadera misión, que es aguantar todo este coñazo de 169 minutos). La misión es -insisto en que no-, ni más ni menos, que encontrar otro planeta habitable. Hasta aquí es justo contar.

Recordamos anteriores cintas del género, Contact (1997), muy especialmente, basada en una novela -su única novela- del científico divulgador Carl Sagan (Cosmos) y que sí fue una buena muestra de cine de ciencia ficción. Se aprecia un fondo de documentación científica, un fondo volcado en el guion con escasa inteligencia cinematográfica, pese a todos los medios empleados. Las referencias a las teorías de la relatividad o a la mecánica cuántica -entendida desde el punto de vista de la teoría de las supercuerdas casi siempre, como si fuera la única-, pasando por lo que Hawking nos ha contado de los agujeros negros y su posible extensión en forma de túneles agusanados, se vuelven tediosas pedanterías -una muy difícil de entender pedagogía a la que se ha de preguntar ¿por qué?- que se suman a los innecesarios elementos que alargan el metraje. Michael Kaine interpreta a un viejo profesor de los tiempos en que Cooper no tenía que preocuparse de alimentar y educar a sus hijos. Michael Kaine viste el mismo traje que usaba cuando era mayordomo de Batman, y su papel de secundario con relevancia no cuela, ni siquiera cuando ejerce de padre de la científica y astronauta Amelia -compañera de Cooper en la singladura espacial-, la cada vez más brillante Anne Hathaway (One Day, 2011; Los Miserables, 2012).

Así van pues nuestros salvadores al espacio, abordo de un guion sin pies ni cabeza, con demasiados conejos extraídos de efectistas chisteras. Es entonces cuando se pretende llegar a lo trascendente, a plantear debates que tratan de dar un matiz bienintencionado a lo que no llega siquiera a ser una mediocre peli de consumo.

La ambición de Cristopher Nolan le ha llevado a firmar un disparate espacial. O mejor dicho, la arrogancia de Nolan le ha llevado al fracaso ineludible por el afán de hacer caja y a la vez querer profundizar en la sima de los grandes interrogantes. Debió quedarse con la idea. Madurar. O al menos no debió engañar a nadie con la mejor película de ciencia ficción de todos los tiempos. Hathaway -ayudado por un Matt Damon lamentablemente olvidado en un lejano planeta- trata de echarle algo más que un cable a McConaughey, pero nada, es imposible, no hay guion para el rescatado. Ni siquiera los impecables efectos especiales -triste que toda poesía visual o no visual proceda de ellos- pueden hacer nada por el largo producto que resta de todo el proyecto. Y la aventura se alarga y se alarga a la vez que la cinta agoniza y agoniza, y Nolan se enreda del mismo modo en que lo hacen las figuras de calabi yau, que es lo que al final nos queda, además de una gran decepción -e ira, en mi caso-. Cerote para los hermanos Nolan, que una vez hicieron de una saga de superhéroes un apasionante relato en tres entregas de cine cuidado y diversión.


lunes, 12 de enero de 2015

El héroe humano de Eastwood (American Sniper)




Existen tres tipos de personas: las ovejas, los lobos y los perros pastores. Las ovejas son criaturas débiles, siempre vulnerables al ataque de los lobos, que son fieros y actúan con maldad. Equilibran la balanza los perros pastores, lo suficientemente fuertes para protegerse a sí mismos y salvaguardar la paz de las dóciles ovejas. Lo dice un cabeza de familia norteamericano del estado de Texas. Sentados a la mesa escuchan el discurso paterno sus dos hijos, el menor lleva en el rostro las marcas de una pelea reciente, el mayor es Chris Kyle. Ambos niños crecen en el sueño de convertirse en vaqueros y triunfar en los rodeos, el menor siempre a la sombra del mayor. Pero la realidad se impone, y los sueños, bueno, los sueños no suelen tardar en convertirse en anhelos frustrados. La historia nos invita a seguir a Chris Kyle, ahora un fornido Bradley Cooper (El equipo A, 2010; El lado bueno de las cosas, 2012). Ya es un hombre y es un perro pastor, por genética y por convicción. Cuanto tiene que proteger es insuficiente. Ha cambiado sus viejos sueños por otros.

Pero la historia no comienza en Texas. Las calles de cualquier ciudad iraquí son peligrosas ratoneras para los marines que han de patrullarlas. Equipos de tiradores selectos de los Navy SEAL (acrónimo de SEa, Air and Land, una unidad de operaciones especiales de la armada norteamericana) se reparten por las irregulares azoteas protegiendo con sus fusiles de largo alcance a los hombres que se mueven con cautela entre los edificios. Chris ha de tomar una decisión: un niño recibe de manos de su madre una granada para lanzar a las fuerzas invasoras. Lo tiene en su punto de mira, no es un disparo difícil. Cuando se dispone a apretar el disparador la historia da una salto atrás en el tiempo y nos lleva al joven texano atendiendo a las lecciones de su padre mientras apunta a una presa que se mueve a una considerable distancia. El disparo es certero, el niño tiene un don y su padre lo sabe, el don de la precisión en el disparo.

Ya sabemos -aunque no lo podamos explicar- que era una cuestión de tiempo que Chris acabase en las fuerzas armadas del que considera el mejor país del mundo. Lo vemos superar las duras pruebas a que son sometidos los SEAL con la convicción de que algún día será un verdadero perro pastor, algo para lo que lleva preparándose toda la vida. Y surge el amor. Chris se enamora en la barra de un bar, ya es un soldado. Ella es Taya (Sienna Miller, Just like a woman, 2012) y aparenta no querer ni oír hablar de los SEAL o de los militares en general. No tardamos en verlos juntos sin embargo, él es guapo y simpático y tiene algo que lo hace diferente a los demás. Puede ser. También entran en los sueños de Chris Kyle el formar una respetable familia americana. Chris y Taya se casan y el mismo día de la boda Chris recibe la llamada que todo militar espera: será desplegado en Irak.

A partir de aquí retomamos al francotirador Chris Kyle en la azotea con un niño en el punto de mira de su fusil. La introducción ha acabado. Acompañamos al protagonista de una historia real a lo largo de sus misiones en el Irak ocupado y lo acompañamos en cada regreso a casa. Chris y Taya tienen hijos. Ella ha de vivir en soledad y sufrir en soledad las continuas ausencias de su marido, él vive entregado a un ideal que poco a poco va devorando sus entrañas. Alternamos las escenas de acción de Chris entregado al combate con su vida familiar. Ya en tierras lejanas, ya en casa, Chris nunca está. Y Taya lo sabe. Y pasan los años. Y la historia matrimonial de Chris y Taya puede no acabar bien.

A la vez que Chris Kyle se convierte en una leyenda para los suyos, el ángel de la guarda que los protege desde las alturas, la insurgencia iraquí también apuesta por la presencia de un tirador invisible que se mueva por las azoteas como un fantasma felino. Uno y otro tirador se enfrentarán -siempre a distancia- en varias ocasiones. El tirador insurgente de origen sirio crea su propia leyenda al otro lado del muro de los destacamentos norteamericanos. Siembra el terror entre los soldados de a pie. Para Chris es una obsesión, un lobo que viaja con él en cada regreso a casa.

Clint Eastwood nos muestra la post guerra de Irak con una veracidad sin precedentes en la gran pantalla; la historia está reforzada por una completísima documentación, no me cabe la menor duda (detalles como la evolución de la insurgencia iraquí con el paso de los años o la exactitud en los movimientos tácticos de los soldados americanos son buena muestra de ello). Ninguna otra película ha contado este punto negro de nuestra historia reciente con la fidelidad con que lo ha hecho el veterano director de Gran Torino. Para ello ha tomado de nuevo una historia real, la vida de Chris Kyle. Eastwood vuelve a demostrar que maneja como nadie el material sensible de los personajes humanos en las más diversas circunstancias. Sabe que la guerra siempre es un drama, durante años ha estudiado la violencia a través del cine. Pero el drama tiene esa antipática tendencia al exceso. En American Sniper respiramos la agradable contención que nos permite gozar de la emoción continua. Podemos estar de acuerdo o no con lo que ocurrió en Irak, pero nada de eso importa. No se trata de otra bélica americanada, por mucho que el título nos pueda llevar a engaños. El Irak de la ocupación es en todo momento un escenario en el que colocar a un héroe tan humano y tan imperfecto como lo son los héroes reales. No creo que a Bradley Cooper le queden los suficientes años de carrera como para que pueda agradecer del todo la oportunidad de Eastwood y las enseñanzas del maestro, probablemente sea la mejor interpretación de su carrera. Cooper nos muestra a cada momento lo que no se ve a simple vista, la verdadera misión del actor. Las escenas se suceden rítmicas y los personajes principales, Chris y Taya, luchan -siempre al borde de la derrota- su batalla paralela a los combates en las polvorientas calles de Irak. Nos enamoramos de ella y de su agónico sufrimiento y nos compadecemos de él, hijo inevitable de la sociedad que lo vio crecer y que lo hizo tal y como se nos muestra. Chris Kyle es un verdadero creyente, ha ido a luchar por lo que realmente cree que es justo, ejerce de perro pastor y lo hace como nadie, Bradley Cooper nos lo hace creíble. La película es una muestra más de la gran tragedia humana, no es difícil ver en ella mucho del todo a través de la parte. Ya no podemos considerar buenos ni malos a ninguno de los bandos en una guerra. Unos están de un lado y los otros del otro, todos, herramientas -que nunca dejan de ser seres humanos- de algo que está muy por encima y que es casi imposible comprender. Y aunque todo se nos cuenta desde una perspectiva muy concreta Eastwood no se deja llevar por el patriotismo entendido a la americana (por mucho que le pueda pesar a cierto sector de la crítica): la guerra deja heridas imborrables en los hombres, ya sean éstas físicas o psicológicas, y podemos ver estas heridas a lo largo de toda la película -no dudo ni siquiera un poco en la intencionalidad de Eastwood tras ello- poniendo el acento en un final tan trágico como imprevisible. Los personajes están colocados en el contexto y los vemos moverse y hacerlo tal y como pudo ser o fue. No se trata de comprender un conflicto -que quizá no tenga comprensión posible- sino de ahondar en el ser humano actual que se ve en él. Pese a ser la leyenda para los soldados norteamericanos, la fragilidad de Kyle reside en el mismo lugar en el que se encuentran sus habilidades como guerrero, esto es, ni más ni menos, su humanidad.


A mi modesto entender Clint Eastwood sigue sin fallar, una película más. American Sniper es un regalo de principio a fin, un regalo con el añadido de sorpresa. Sin duda, va a ocupar un lugar elevado en su brillante y extensa filmografía.

miércoles, 7 de enero de 2015

Dios en la bocacha de un Kalashnikov





Parece ser que se acabaron las señales de alerta. Hitler ya ha invadido Polonia. Esto es, Estado Islámico se regenera como el rabo de una lagartija; en el norte de África nace y se fortifica -una alimaña rabiosa se alimenta de su propia carroña-, un "Califato" para la recuperación de Al-Ándalus. Repartidos por occidente deambulan portando su mensaje de muerte -que no de espiritualidad- los hijos del único Dios verdadero. Ellos son nosotros, al fin y al cabo. Y se acabaron las señales de alerta. A la guerra contra el terror responde la guerra del terror: una forma de guerra asimétrica cuya mayor cualidad es la aparente inexistencia. ¿Quiénes son estos fantasmas que surgen de pronto, con el selector en la posición de ráfaga y que, tras una breve oración, aprietan el disparador sin apuntar y abriendo el arco de trayectorias con una intención tan criminal? En realidad no lo sabemos. Nuestra peor desventaja es el desconocimiento, nuestro peor error siempre fue el desconocimiento, así como ignorar que algo estaba ocurriendo en algún lugar en algún momento de nuestro pasado reciente. Lo hacíamos cuando los hermanos Musulmanes mataron por primera vez en Egipto, cuando Rusia trataba de exprimir Afganistán, lo hicimos después de la más reciente invasión de Irak. Hoy ya no tenemos tiempo de ignorar porque se asesina en París y se asesina en Londres. Desgraciadamente, no tardaremos en verlo por Al-Ándalus. En nombre de Dios. ¿De verdad es en nombre de Dios? me pregunto con sincera ignorancia. Ya da igual.

Ya da igual.




Se podría definir a Michel Houellebeq como un provocador. Bueno, sus obras provocan, sin más (¿por qué?). Tras cada una de sus obras surge la polémica, defensores y detractores. Acusado de islamófobo -en estos tiempos tan confusos- se pronunció en Las partículas elementales al respecto de nuestro futuro como especie con un claro mensaje transhumanista; abrió a través de la ficción uno de los infinitos caminos especulativos que nos podemos proponer. En Plataforma metió el dedo en el ojo de la hipocresía humana en la cuestión sobre la realidad del turismo sexual en el mundo. Aquí Houellebeq nos despista, nos lleva de la manita por un sendero en el que nada es lo que parece. Hacia el final de la novela por fin vemos cuál es la verdadera tragedia: en qué no nos fijamos cuando depositamos nuestro estúpido concepto de la moralidad en los asuntos que requieren de nuestro estúpido -y superficial, y material- concepto de la moralidad. A partir de aquí la izquierda progre y guay lo señaló de islamófobo. En el momento de su publicación Plataforma nos hablaba de lo que realmente estaba ocurriendo -tiene esa fea costumbre que ya se estila más bien poco en la novela- y nos decía "cuidado, ahora están allí, pero, no tardarán en estar aquí y, cuando lo hagan, ya no habrá vuelta atrás, no habrá tiempo para hacer otra cosa que no sea entregarnos a su mismo caos, nos veremos en la obligación de sacar a nuestro Dios -con lo que ello implica- contra su Alá". Houellebeq lo decía. Recientemente se ha podido seguir por los diferentes medios la polémica que su nueva obra ha suscitado. Poco o nada se sabía pues la obra aún no había hecho su aparición en las librerías. El francés parece recrear en su nueva ficción el ascenso del poder islámico en el gobierno de una Francia futura. La amenaza de la feroz derecha de Le Pen empuja a la izquierda a buscar apoyo en los emergentes partidos de corte teocrático musulmán. Una vez más nos muestra una posible realidad. Una realidad que hace años nos podía parecer remota, una realidad cada vez más factible.





Recuerdo que me asombró la aparición de Estado Islámico. Un día no tenía ni puñetera idea y al otro los Estados Unidos mandaban sus aviones para luchar contra una fuerza que merecía ser contrarrestada de tal manera. Y si bien es cierto que no se matan moscas a cañonazos, lo que pensé en ese momento, tras dibujar una sencilla ecuación, es que Estado Islámico no podía tratarse de un grupo de moscas. Por el contrario, y con el paso de los meses, este nuevo ejército de ideas radicales, ha demostrado que sus dientes son largos, fuertes y afilados. Con ellos están mordiendo al propio occidente, otrora poseedor de la única verdad, y que ahora hace aguas porque probablemente, la muerte de su Dios (último capítulo de la muerte de Dios: el capitalismo brutal que nos absorbe nos ha hecho dudar, por fin lo ha hecho; vemos a los que nos gobiernan como las inútiles marionetas que son y que han sido siempre), los ha debilitado. También puede ser que todo lo dicho en este párrafo no sea más que una de esas mentiras convenientes. Pero la realidad de una religión llevada al extremo está ahí, ante nuestras narices, y no sabemos cómo ha llegado. Insisto en que Houellebeq ya nos contó que estaban pasando cosas mucho más allá del orbe judeocristiano y que nosotros mirábamos hacia otro lado -el escaparate de El Corte Inglés, por ejemplo-.




Tras la anestesia navideña vuelvo a recuperar la sensación de que el mundo se está rompiendo en pedazos. El ciudadano de a pie circula mientras la política da por perdido todo control sobre el poder y los viejos fantasmas reaparecen en un oriente olvidado, en un sur maltratado. Mi inteligencia no me da para comprender la trastienda de este gran mercado de los horrores. Las armas no se trasladan solas. Los ejércitos se crean con dinero y no con dioses. Drones contra moros con RPG en los desiertos, where is God? Vete tú a saber. Hitler ya ha invadido Polonia y tiembla el Arco del Triunfo, Anibal Barca se pasea alrededor de Roma a lomos de un elefante sanguinario ¿ahora qué? ¿con qué respondemos? ¿de verdad hemos llegado a este punto? ¿qué hemos hecho mal, de nuevo? No, Dios no murió, por desgracia. Ni para ellos ni para nosotros. Dios debe ser nuestra peor parte, Dios es el Demonio que somos, porque Dios es el ente furibundo y vengativo del Pentateuco y es la palabra ambigua de las Suras coránicas y es ese señor que mira hacia abajo, su cuerpo desnudo, abierto de brazos y clavado a una cruz de madera por muñecas y tobillos sangrantes. Y lo sacamos, a Dios -sobre todo-, cuando nos da por matar (así es la historia y así se la hemos contado). Ahora sí, ahora son ellos -que también son nosotros- pero antes fuimos nosotros; y antes ellos; pero mucho antes, nosotros; y así, seríamos incapaces de alcanzar un olvidado comienzo de los hechos.




¿Qué va a pasar? Pasará -está pasando- que los ejércitos radicales se nutrirán de las segundas y terceras generaciones de musulmanes nacidos en Al-Ándalus. Pasará -está pasando- que la guerra se libre en cualquier calle de nuestro barrio. Los que manejan el odio en el bando opuesto también tienen sus ejércitos. Todavía se puede considerar políticamente incorrecta toda intervención, pero tiempo al tiempo -y no mucho tiempo-. Una pregunta queda en el aire (sí, una pregunta, mientras lamento las nuevas muertes en París y las muertes anónimas en algún punto -desértico quizá- del mundo), en toda esta historia, ¿quiénes son los malos, quiénes los buenos? (Porque aquí, muy señores míos, matamos todos: unos con Kalashnikov, otros con bombas de racimo). Y tal vez la respuesta no sea otra que: NOSOTROS, y nadie más.


Una última cosa. Lo mejor que se puede hacer en estos casos es tratar de controlar la ira. Cabezas habrá que traten de conducirnos e introducirnos cada vez más en la espiral de muerte (lo están haciendo, lo están haciendo ahora en todos los medios de comunicación). Un paso atrás no es cobardía cuando el valor es dar la muerte sin querer la propia. Que unos y otros no nos lleven. Puede hacerse. Esto no va de religión o de inmigrantes, esto no va de buenos o malos. No sé de qué va, pero tampoco va de la verdad. Esto va, tal vez, de una nueva tragedia mundial. Qué pena.

sábado, 3 de enero de 2015

El bosque.



Lejos de ser el entorno apacible de los cuentos de hadas
el bosque es un espacio lúgubre infestado de ojos que no miran
y de manos que no tocan y de bocas que no besan.
Allí los árboles crecen retorcidos,
sus troncos mantienen una actitud acechante.
Es también el bosque un laberinto de senderos,
la mayoría conducen al absurdo, todos a la muerte.
Voces lastimeras atraviesan la espesura
enramada como lo hacen los rayos del sol.
Los rayos del sol en el bosque son esa luz mínima,
esa propina o un falso y último acto de piedad,
que nos hace creer en algo, esperar algo, correr por algo.
Lejos de ser la paz el bosque es la guerra pura y sin palabras
Decir bosque es como llegar a una pregunta,
como responderla, como querer responderla.
Hay luciérnagas en el bosque que vuelan esquivas
y siempre lejanas; criaturas cuyos cuerpos
apenas están y que se manifiestan de súbito,
como lo hace el deseo, y son el deseo.
Se las ve volar, en el bosque oscuro, su química
reluctancia, en el bosque tenebroso y hostil.
Son en el bosque inasibles y eléctricas
como un sueño, como luciérnagas en un sueño.
Es el bosque un remoto pasado nunca descrito
y una cárcel de vida, como lo es la conciencia.