Nunca había oído hablar
del león Cecil, nadie en realidad, jamás escuché a nadie preguntar "¿qué
tal sigue el bueno de Cecil?" ni a otro respondiendo "bien, está muy
bien, el bueno de Cecil, no veas cómo se pone el tío de ñúes y facóqueros y antílopes,
allá por las sabanas de Zimbabue". Por otro lado, los leones siempre han
estado en las peores de mis pesadillas. Sí, de vez en cuando sueño con leones (razón
aquí); y es horrible; son hermosos animales, desde luego, pero los prefiero
allí, en su sabana, rugiendo y abúlicos, elegantes y hermosos felinos, o en la
tele, acechantes y letales como son, tal y como aparecen en mi sueños.
Pero no,
no sabía yo que en Zimbabue vivía este enorme felino, el gran Cecil, líder de
su manada, un símbolo para las criaturas bípedas e implumes que lo conocían, icónica
encarnación del mito del viejo rey de la selva africana. El león Cecil murió
tras dos días de inimaginable agonía, el animal huyó malherido de sus
perseguidores tratando de mantener su monárquica dignidad hasta el último
aliento, rugiendo tal vez, de incomprensión -como nos sugería el bueno de Félix
Rodríguez de la Fuente que hacía el lobo con su aullido-, o por no llorar, o
más bien creo yo como una forma de cagarse en los muertos del tipo que
cobardemente y a distancia se la había jugado, como última experiencia vital;
pero rugiendo decía, Cecil el león, al cielo -próxima parada-, a ese espacio
sobre su cabeza que muy de vez en vez le daba en la estación húmeda por mojar
con frescas gota de lluvia su espesa y negra melena, rugiendo hasta que murió.
Así huía Cecil, el león, herido cobardemente a distancia y de muerte, las
heridas producidas por las flechas fabricadas por el hombre y empleadas como
solución a una especie de capricho de difícil defensa y, en este caso, hiriente
para la opinión pública. Claro, estamos más sensibilizados, eso parece, o eso o
que los directores de periódicos saben a la perfección -¡cuánto saben los
directores de periódicos!- que este tipo de noticia entra muy bien a la
sociedad ociosa en el estío. A los dos
días murió, Cecil, el león. Después su perseguidor lo desolló y le cortó la
cabeza o mandó a un negro a que lo hiciera, como es costumbre por la zona, ya
que iría dentro del pack de los cincuenta mil: alojamiento, desayuno, comida y
cena; caza de insigne león y al menos un negro que le corte la cabeza y le
arranque la piel.
¿Cómo fue?: los tipos,
pongamos una partida de unos tres o cuatro, se acercan en todoterreno a las
inmediaciones del Parque Natural de Hwange. Deciden entrar, llevan consigo o
cazan otra presa de tamaño considerable pero de menor valor. Los nativos saben
bien por dónde para el bueno de Cecil. Lo ven, a Cecil, estos energúmenos,
amarran a la trasera del todoterreno el cebo "deja cable, cohone, que
valiente soy un rato, pero el bicho ese lo quiero lejos (imaginen índice y
pulgar en forma de pinza) hasta verlo así de chiquitito", y arrastran el
cebo, despacio según el trotar felino, al ritmo de pío pío leoncito. Gente
valiente, ellos, y león, el bueno de Cecil, león con hambre, la trampa parece
funcionar, los sigue. La partida consigue sacar al animal fuera de los límites
del Parque. Una vez allí, legalmente, gente valiente y furtiva, unos verdaderos
hijos de la gran puta todos ellos en realidad, que todo hay que decirlo, dan
caza al león de nuestras entretelas, con un arco y sus flechas, por supuesto, y
mano al menos un par de buenos fusiles del doce, cartucho en recámara
"vamos a dejarnos de tonterías", con sus respectivas cajas bien
llenas de más munición.
Se dice del cazador,
Walter James Palmer, que es dentista y estadounidense -no español como se rumoreaba,
vete tú a saber por qué, Su Majestad ya no tiene
el coño para farolillos- y que pagó unos cincuenta mil pavos por la historia. Y
es que el dinero no da la felicidad, eso por supuesto, pero tampoco es menos
cierto que unas perras echan el cable para conseguirla. La felicidad de Mr.
Walter pasaba por matar y decapitar y desollar a nuestro ya difunto amigo, el
león Cecil. Sí, cuando unos son felices comiendo helado o pelando gambas o
cascándosela en el baño Mr. Walter es feliz matando leones porque sí con un
arco y un carcaj hasta las trancas de afiladas flechas.
Pero, oh, pobre Mr.
Walter, de pronto aparentemente infeliz, te trincaron, y ahora estás muy
arrepentido y lloras desconsoladamente mientras miras quizá la cabeza disecada
y colgada en tu sala de trofeos, junto a otras cabezas, leopardos y osos
polares, por ejemplo. Oh, pobre Mr. Walker, dentista de profesión, ahora toda
la hipocresía del mundo civilizado vuelca sobre tu fotografía en Facebook y Twitter
ingentes cantidades de rabia contenida. Aquí un amigo, Mr. Walker, no te
preocupes, yo te consuelo: esto mañana ya no es noticia.
Tipos como Walter James
Palmer se encuentran, sus fusiles cargados, ahora mismo, en cualquier otra
parte de ese continente desde antiguo expoliado que es África, descojonándose
de su compañero de afición -esto es, matar por el simple hecho de matar-, por
su torpeza y su posterior y fingido y vergonzante victimismo.
Según el diario El mundo Zimbabue reconoce una población
de un par de miles de leones. De estos dos mil unos setenta son cazados cada año.
No recuerdo haber visto nunca en Mercadona la carne de león, en ese pasillito
más bien fresco que comparten las carnes y los embutidos, que me prefiguro dura
como un leño y algo seca. La cabeza de león así como su piel -y la piel del
leopardo o la pantera- es un trofeo como lo son las manos de gorila, como es un
"potente afrodisiaco" el cuerno de rinoceronte (Sudáfrica, año 2010,
333 rinocerontes; año 2011, 448 rinocerontes; año 2012, 668 rinocerontes; en
adelante, la cifra ya no son fiables, es mucha pasta la que se mueve en Asia),
todas estas, especies gravemente afectadas por la caza en general.
Lo que se
traduce del dato numérico es que setenta viene a ser el número que se declara
en cuanto a lo que a la caza de leones se refiere. No hace falta ser vecino de
Lubimbi, Tande o Hwange -poblaciones cercanas al conjunto de parques y
reservas- para saber cómo funcionan las cosas por allí. Lo que verdaderamente
se traduce del dato estadístico es, que, leones, lo que vienen siendo leones,
así como nuestro amigo Cecil, al que todos deseamos hoy que Dios tenga en Su Gloria
en un súbito y más que probable fugaz sentimiento animalista, han de caer
anualmente a cascoporro, y sí, la muerte de Cecil es realmente una tragedia,
una tragedia extrapolable a muchas otras especies y probablemente mucho mayor
de lo que ahora pensamos y que por supuesto pensamos mientras los medios lo
decidan.
No tardará Nessie en
esconder su cabecita. Tampoco tardarán los Mr. Walter James Palmer en apuntar
con el arco, de hecho está ocurriendo ahora. Y ahora. Y ahora también...
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