Gritamos mucho. No soy
capaz de sacar una clara lectura del resultado de estas últimas elecciones. No
soy capaz, no puedo decir, no puedo creer. Y es muy probable que seamos muchos
los que hoy sintamos esa incómoda incapacidad. Las malas noticias son muchas
después de la visita a las urnas. Las buenas, no las reconozco y es
comprensible la desconfianza en los demás. Pero gritamos mucho. Hoy todo ha
sido mucho mucho ruido, que cantara
Sabina. Facebook es una guerra en estos momentos. Mi corazón es sensible a
estos gritos. Imagino las caras que dibujan las bocas que gritan, y yo conozco
esas caras, y esas caras me producen pavor. Lo democrático está en el voto. Uno
vota, o no lo hace, o vota en blanco, y hace uso de su pequeño trocito de
democracia. Pero después sale a gritar, a querer llevar la razón. Cuando esto
no es más que la razón de la sinrazón. Las reglas del juego son las mismas de
siempre. Y mucho me temo que ya estén escritas a fuego en esta inercia
irrefrenable y dolorosa. Pero gritamos, ay, gritamos y gritamos cada vez con
más fuerza, y con nuestros gritos no hacemos más que alimentar a la bestia
siempre presente de la más triste de las tragedias. Si yo fuera más inteligente
y capaz de entender con profundidad, de hacer una lúcida lectura de los
resultados electorales, es muy posible que también se me viera gritando en
estos momentos. Pero digo ¿por qué gritamos? ¿Ejercemos así nuestra libertad de
expresión? ¿Tenemos en realidad opinión? ¿Es tan sabia como para gritarla? El
siglo veinte fue anteayer y ya lo hemos olvidado. Eran estos mismos gritos de
ahora los de entonces. Estos de ahora son gritos de una guerra que parece que
todos anhelan. Todos los pececillos del mar de Facebook muerden con fuerza su
anzuelo, se aferran al mástil de su bandera. Ya están todos gritando y listos.
Ahora ya cualquier momento podría ser el bueno. Ya es posible el desastre. Mi
más sincera enhorabuena, sí, a vosotros, sí, sabéis quienes sois, hijos de la
gran puta.
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