miércoles, 20 de julio de 2016

Soltar amarras.


Etimológicamente el término ingenuo viene a ser "nacido libre".

No me convence, lo modificaría.

La ingenuidad es más un anhelo, el de creer haber nacido con la capacidad de materializar... ¿qué cosas? Demasiado... No. Tal vez ilusiones, tal vez una vida. Me sigue pareciendo ridículo. No quedan papeles que representar en esta absurda tragicomedia; o en algo que se le parece. Pero libertad, ¿qué es la libertad? La vida ya ni siquiera es sueño. Es difícil saber si realmente el ingenuo tiene la culpa de su propia ingenuidad.

¿Qué fue antes, el río o el puente?

Un río nunca es el río. Y el puente, el puente es la utopía. Utopía es un término rancio. El puente, el puente puede que sea sólo una vereda entre salinas o una improbabilidad matemática, una singularidad, eso mismo; me encanta cuando lo dicen (escriben) los físicos: singularidad.

Es justo valorar los daños al instante de depurar responsabilidades. Podría decir que el mundo, este mundo, lo expulsa a uno. Pero tampoco es cierto. Es una fuga. Porque entre el dolor y la nada él eligió la nada. Una nada desde la que observar, que no esperar, que no desear; una nada desde la que su ingenuidad, el anhelo del ingenuo, se refleje en el espejismo, en la línea de sombra, ese espacio mínimo donde se unen cielo y mar; y que es una promesa que nunca se cumple.

Por creer en cosas que no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió, por creer, simplemente, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos dispuestos a enfrentarnos al ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes de cruzar el puente.

Luego están los daños. Irreversibles. Irremediables. Los daños. Y también está el olvido, peleando con la memoria, aquello de lo que pudo haber sido; está lo imposible; están los molinos, duros e inquebrantables; los altos edificios delimitando una avenida de un lugar en el que la lluvia nunca cae, liberadora, real, más que lluvia, mucho más que lluvia, mojando algo más que los tobillos, lluvia de agua que sólo existe para aquellos que creen en cosas que no existen.

Cuando descubres que la felicidad de los otros es mentira te estás mirando en un espejo. Todo nuestro mundo está hecho de espejos. Y buscas a quien reprochar, a quien pedir consuelo; una mano, un beso de tornillo; otro espejo roto; buscas a ese alguien que te diga sí, con esa misma fragilidad que es la fragilidad común, la que descubres al pensarte, caminando sobre la grava que ocupa el solar de una villa en los confines del universo conocido, más allá del océano Atlántico, donde, empujado por los alisios, planea la última página del último libro de poemas que nadie jamás escribió y que probablemente no exista porque el origen de su sentido no es otra cosa que la estupidez, la humana y pertinaz estupidez. Y buscas, lo buscas, ingenuamente buscando, sin hallar más que la mirada de un enemigo que se baja de un autobús antes de tiempo por creer que la elegancia y el decoro y lo civilizado tienen que ver con la cobardía y con la vergüenza y con la incapacidad de descubrir en los ojos del otro una intención, el instinto, la pureza de la más justificada violencia. Y miras a tu alrededor, en ese mismo autobús, donde antes quizá se coloreaba la ilusión de tu propia ingenuidad, y te encuentras con el hormigón del cinismo, con la devastación tras los bombardeos, la mentira, siempre la mentira, con el llanto infantil, con lo que pudo haber sido, con los cumpleaños que no vivirás, el espacio que nunca ocupaste, el asombro tras caer por fin el telón y mirar atrás y recontar la historia que nunca hubieras creído vivir. Te encuentras, definitivamente, lo haces, encontrarte, y desarmado, y sin nada que decir y sin un bálsamo que aplicar a la grieta abierta en la carne. Te encuentras. Que es lo peor que le puede ocurrir a cualquier ser humano.

Cuando crees en cosas que no existen la derrota es más una querencia que una posibilidad. Esa estúpida sensación. Abrazas la derrota antes de acercarte, antes de saber de qué color lleva pintados los labios, a qué sabe la pulpa de su fruto. Tiene también la derrota, en su centro mismo, el alivio del moribundo cuyas terminaciones nerviosas han acabado, agotadas, por claudicar. Luego está lo que es imposible conocer; lo irreconocible, por la edad, por las limitaciones emocionales, por valores que quién coño puede saber por y para qué una vez entendió que debían regir una existencia.

Está el mar. Eso sí es una realidad. Y es un sueño. Y puente, hacia ninguna parte, pero puente. Y es la mar la muerte, porque lo es, la mar es la muerte, pero muerte dulce, a base de tanta agua salada.

El mar afecta al ser humano de un modo incomprensible. Todo viaje ha de hacerse siempre por mar. Aunque sea el mismo viaje hacia la derrota. Los días de mar te aguijonean profundamente, te enloquecen, te maravillan; al ingenuo el mar lo alimenta con el yodo de la humedad en el aire, con la plenitud, con la voluptuosa naturaleza rodeándolo todo y señalando con un dedo invisible la insignificancia de tu esencia en un cosmos en el que las reglas son básicas, sencillas, casi insoportables. Llega después uno a un puerto cualquiera, no importa el nombre que reciba el lugar, un lugar que nunca vas a conocer, porque es imposible que nadie conozca un lugar cuando apenas va a tener ocasión de dar más de un centenar de pasos, un lugar cualquiera, y siempre es otro mundo, con sus casinos, sus bares para gente de mar y sus putas para gente de mar, con licores para gente de mar, con fantasías para gente de mar; la sensación de tránsito; la melancolía del último día; la partida, de nuevo la partida, soltar amarras, la distancia, cada vez mayor, cada vez mayor el balanceo, el aire, cada vez mayor, las aves perdidas entre dos mundos, despidiéndose, esas aves que siempre se están despidiendo; de nuevo a la mar.

Pero seguimos aquí, debatiendo entre si se pueden encender velas en vasos pegados en el techo, tratando de saber si otro mundo es posible; a pesar de todo. Y no, así no se encienden las velas, lo dicen en alguno de los mandamientos que no quise leer. 

Lo sabes tú, quien quieras o creas que seas.

El ingenuo piensa, por ejemplo, que no todo vale en el amor y en la guerra. En la guerra, la guerra que no provoca el soldado, que no provoca el individuo, ni hombre ni mujer, en la guerra, uno mata porque lo han colocado en las justas coordenadas en las que ha de matar para que no lo maten. Así que mata. Lo hace desesperadamente. Mata, joder, porque se aferra a la esperanza de un día que será mañana, otro día en el que volverá a repetir la historia del matar para no ser muerto, y así, hasta llegar el día, de forma sorpresiva, inesperada, ese día, que será mañana, por fin sea el mañana en que no deba responder a la necesidad de convertirse en asesino para no ser víctima. El mañana, tal vez, quién sabe, en el que podrá amar. No todo vale en la guerra. Tampoco en el amor. En el amor uno ama por y para sentirse amado y lo hace justamente porque las circunstancias lo han colocado en las coordenadas precisas en las que ha de amar por y para ser amado. Así que ama. Lo hace desesperadamente. Ama, joder, aferrándose a la esperanza de que cada nuevo día, amar, sea por y para ser amado, esperando quizá, quién sabe, llegar al mañana en el que al final sea la mañana de morir, morir cogido de una mano, morir ante los ojos que lo miraron largamente y a través del tiempo, desde el deseo primigenio hasta el cerrar de ojos pasando por ese periodo en el que lo importante son unas primeras sonrisas, primeros pasos, preguntas primeras y largos paseos titubeantes. Qué ingenuidad.

El ingenuo piensa que no todo vale en el amor y en la guerra. Las reglas de enfrentamiento son las mismas. Son más humanos dos soldados que se disparan que los dos transeúntes que se cruzan, uno con un periódico bajo el brazo, el otro paseando a un pequinés, dos transeúntes que se cruzan, sin mirarse siquiera un segundo a los ojos. Son más humanos dos amantes desnudos en la cama que quienes temen que desnudarse juntos y tumbarse en una cama les pueda costar tener que amarse y que ese amor comprometa al juego en el que amarse sea compartir más que la vida y el espíritu. Son las cosas en la que creen los ingenuos, cosas que no existen.

Por creer en cosas que no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió; por creer, y nada más que creer, velas que se encienden en vasos pegados bocabajo en el techo, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos dispuestos a regatear con el ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes de cruzar el puente. Otros morimos o matamos. Y ante lo segundo, lo primero.

Supongo que ando buscando una conclusión, reforzar un argumento que ya de entrada es una ficticia manera de comprender. Huir. Escapar. Fugarse. Verbos inexactos. Salir, es más sencillo. Ir de adentro hacia afuera. Salir a la mar. Para bien o para mal. No.

Digo, sí.

Digo: lejos.

Grito: ¡soltar amarras!

Y digo: adiós.

Supongo que ando buscando otra cosa.

Cuando la encuentre probablemente será demasiado tarde; cuando la descubra tal vez me sorprenda que también es una mentira.



domingo, 3 de julio de 2016

Mañana de domingo. Sexta entrada de un diario contra lo íntimo.


Mañana de domingo.

No le veo la gracia.

Dirán que todo esto es muy negativo.

Leo en Público.es la indignación del humorista/periodista Juan Carlos Ortega por la -una vez más- polémica portada de El Jueves en la que se puede leer un directo "Gilipollas" destinado sobre todo a aquellos que en fechas recientes hicieron uso de su voto en favor del Partido Popular. Argumenta su indignación de forma elegante, demuestra su inteligencia. Y aunque no se nos hace difícil intuir que su pensamiento ideológico dista mucho del ideario del partido de derechas español, su forma de entender el respeto y la educación sin perjuicio de ese sentido del humor tan particular y brillante, me ha hecho reflexionar. A día de hoy, España, es un país que tiende a lo conservador. En mi caso, lo único reprochable, es ese miedo que se me antoja atávico. Aún así, puedo entenderlo. Albergamos terrores viejos; viejos, pero terrores.

Mañana de domingo. La encrucijada. Fuera luce el verano con toda su carga de reconciliación, con lo apetitoso de una orilla asediada por olas purificadoras.

Ayer estaba borracho y después lo estuve más. Tomaba mi enésima copa de Jack Daniel´s en una terraza. Esta vez en compañía. Sentí la necesidad. Vestía pantalón vaquero negro y camisa morada de fino algodón; zapatos de piel de ante, una superficie sutil, la de estos zapatos. Hablábamos, de casi todo; girábamos en torno a un abismo. Pero sentí la necesidad y amenacé con hacerlo hasta que la sola idea de reprimirme se me hizo insoportable. Así que me levanté y la miré, determinado, ni me despedí ni anuncié la intención. La playa estaba llena de sombrillas y toallas y gente que probablemente en ese momento era feliz. Me levanté y abandoné la terraza y crucé la estrecha carretera del paseo marítimo y salté con agilidad el muro hasta flexionar las rodillas y caer de pie sobre la arena. Caminaba desabotonando mi camisa. No miraba a los playeros a mi alrededor, ni las sombrillas, ni las toallas. La arena se humedecía y yo ya me deshacía del pantalón, los calcetines (rojos) y los zapatos. Me quedé en calzoncillos (negros) y amontoné la ropa. Reía a la vez que avanzaba y no miraba atrás. Para qué mirar atrás. No sentí fría el agua al contacto con mis pies, mis tobillos, mis rodillas; si salté ante la siempre ola traicionera que busca el ombligo. Finalmente me lancé al océano cercano y buceé unos metros hasta que mis pulmones reclamaron aire; el aire que precisamente yo creía que me sobraba.

No soy ningún intelectual. Asistí al reclamo de José Manuel Benítez Ariza e hice lo que creí oportuno, entregarle lo que soy. José Manuel es un buen hombre, se merece la fuerza para seguir haciendo lo que hace desde muchísimo tiempo.

No soy ningún intelectual y no encuentro mi sitio. A la contra del título de un libro que considero muy bueno de Pablo Gutiérrez, todo, absolutamente todo, es crucial.

Se me amontonan las tareas domésticas. Me siento incapaz de enfrentarlas. Me llama el teclado y no sé para qué. Mi futuro literario (¿?), sea lo que sea, está ahora en juego. Quiero decir. Este momento en el que están ocurriendo cosas (editorialmente)... he decidido que sea un momento determinante. Es irresistible la tentación del fracaso.  Porque no soy un intelectual. Mi forma de entenderlo todo pertenece a otro mundo en el que las causas y sus efectos nada tienen que ver con estas calles y sus adoquines y sus avenidas de hirviente asfalto.

Las amistades, mis muy pocos buenos amigos, o están lejos, o tan jodidos como yo; lo que no es consuelo.

Hablábamos de cómo esto de acudir a las playas con el buen tiempo y desnudarse y sentir esa falsa libertad responde a una necesidad que debemos a nuestros ancestros, aquellas criaturas puras a las que tanto respeto guardo. Repetimos el acto de la purificación con el agua salada, entramos en contacto -descalzos- con la tierra, paseamos la orilla, a un lado la infinitud del océano, del otro nuestro nuevo mundo y esa civilización que hemos creado. De poder elegir me mantendría permanentemente en esa orilla, ver nuestro mundo desde la distancia, aunque no sea mucha, la distancia.

Amar. ¿Por qué hacerlo? Quien averigüe la respuesta habrá encontrado al fin a Dios; que probablemente no existe.

Conservo las servilletas de ayer como conservo cajetillas de tabaco vacías en esta mesa que he decido que sea mi escritorio. He llegado a la conclusión de que siempre escribiré en una cocina. Y también que jamás podré escribir sin fumar. También me he dado cuenta de que es mucho más divertido escribir borracho. Me niego, sin embargo, a que mis palabras sean empujadas por el vapor de un vaso helado de whiskey.

Yo estaba en una de esas discotecas de negros del fin del mundo en el que bailar es un contacto permanente y es prácticamente imposible que le quepa a uno la polla en los pantalones. Se me acercó y ni siquiera recuerdo su nombre, si lo tenía. Fuimos a la barra y ella quería whiskey del caro y yo se lo pedí y también lo pedí para mí. Me sugirió que nos fuéramos a otra parte. Ya saben, a otra parte. Y esa otra parte era la playa, que estaba lejos. Dije sí y le pregunté de qué manera podíamos llegar tan lejos. Mi marido nos lleva. Su marido nos llevaba, me dijo. Era una negra preciosa y de cuerpo duro como el tronco de un Baobab. Bien, tu marido nos lleva, va a ser una experiencia estupenda. El marido pues, conducía, nos llevaba a follar. Pero caí en la cuenta de que no me quedaba una sola rupia en el bolsillo y le dije que buscara un cajero. Lo hizo, y llegamos al cajero, y allí saqué pasta y el imbécil del marido tuvo la genial idea de atracarme. Yo respondí asediando su nariz chata de negro y sus ojos con una buena andanada de puñetazos, lo que le dio a entender que aquello no había sido la mejor de sus ideas. Retomamos el camino hacia la playa en la que su mujer y yo jugaríamos a la tragedia. Abrazaba su cuello con mi brazo desde el asiento de atrás para hacerle ver que aquello iba en serio. Y así lo hice hasta que llegamos a aquella playa que dejó de ser paradisíaca y aquel marido vigilaba.  


No le veo la gracia a esta mañana de domingo. Será tal vez que no la tiene.

sábado, 2 de julio de 2016

La selva. Quinta entrada de un diario contra lo íntimo.


Le he pedido un bolígrafo al camarero y ha flipado. Ha flipado más aún cuando le he pedido un papel para escribir con el bolígrafo que muy amablemente me ha traído. No, papel papel -para qué quiere un papel-, no tenemos, me ha dicho. Da igual, muchas gracias, le he dicho, ya con el bolígrafo en mi poder.

A quién se le ocurre... en fin.

He salido, a beber, nada más.

El Jack Daniel´s me huele a moqueta de casino; me sabe a humo de Chesterfield. Imagino tras de mí las montañas cubiertas de vegetación selváticas, festoneadas de rocas lisas y apetecibles. En esta fantasía el mar es turquesa y su fondo es arenoso. Esto es Cádiz, pero yo estoy en la terraza del Boardwalk, muy lejos de aquí.

El camarero es un señor horrible y con bigote; horrible pero amable. Juego a que es Fiona, esa camarera criolla, fea de solemnidad, con la que una vez acabé enredado en arena fina y blanca de playa y a la que nunca necesité pedir qué debía servirme. Sin embargo esto es Cádiz, la ciudad de las ambulancias, la que asesinó mi niñez.

Ernest ha venido de ninguna parte.

Se ha sentado a mi lado y ha rehusado mi invitación.

-Eres patético -me ha dicho-. Por mucho menos me introduje un cañón en la boca.
El mismo cañón que deshizo a su padre.

Mis hijos, ¿qué estarán haciendo ahora?
Cómo deciros que los siento tanto, que no pude hacer nada.

A falta de papel escribo en servilletas.

Las gotas de sudor del vaso empañan lo escrito. Cambiaré de bar.

La salud me acompaña; yo, que debería estar cien veces muerto.

Tal vez espero a un amigo que no va a aparecer.

Ernest me dice que no es conveniente.

-¡Tú qué coño sabes! -le digo.

-Sé que te has equivocado; al menos tanto como yo.

El camarero me mira mal. Creo que piensa que no tengo dinero para pagar la cuenta. Es un hombre horrible, pero agradable. Siento un odio especial por él. me voy a llevar el bolígrafo. Será mi venganza.

Una vez me echaron de un casino por quedarme dormido en el sofá. El segurata y yo éramos colegas desde hacía tiempo. Su hermano sirvió en Irak con Blackwater. Le jodieron las dos piernas. Yo pienso que con las piernas también perdió la polla. no se pueden perder las piernas sin que te vuelen la polla. Una vez hablamos de ello. Yo le conté otras cosas, le conté cómo una vez nos colaron una granada en el Hummer y ésta no estalló. Fue maravilloso. Pero tuvo que echarme; roncaba descaradamente; era inadmisible.

Manuel jugaba condenadamente bien al Blackjack, jugaba como un condenado demonio; y yo le daba todo mi dinero y él se lo jugaba, el suyo y el mío, y bebíamos gratis y volvíamos con el bolsillo intacto.

(El camarero quiere que me largue)

Con Manuel me hubiera ido felizmente al infierno; sabía que, o salíamos los dos de él o nos pudriríamos allí. Abrazo hoy ambas posibilidades. Años antes había estado a mis órdenes. Ahora volvía a estarlo. Pero ya no era lo mismo. Se jugaba nuestra pasta al Blackjack y bebíamos gratis.
Yo me había encaprichado -él también- de Tina. Una negra que resultó decepcionante por no depilarse las piernas. No se hacen una idea lo que es agarrar los tobillos velludos de una mujer en el acto sexual en mitad de la selva. Dos noches después la cabeza de una amiga de Tina apareció ensartada en una pica en mitad de una extraña rotonda. Son cosas que pasan en algunos lugares de este planeta.

Años después volví a ver a Tina y ya había tenido tres niños más y no resultaba nada apetecible.

Para bien o para mal estoy en Cádiz. Qué felices parecen todos. Los envidio.

Escribo borracho. Cinco Jack Daniel´s en menos de hora y media. Qué felicidad.

Dándolo todo por perdido, la derrota tiene sus momentos dulces. Y recuerdo con nostalgia los efectos del opio. Si tuviesen ocasión de probar el opio no sentirían esta hipócrita compasión o asco por mi persona.

¡Qué cojones saben ustedes de la vida! ¡Acaso creen que están vivos! No tenéis ni puta idea de lo que es la vida. No sabéis lo que es amar. No sabéis lo que es odiar. No sabéis de la voluptuosidad de bucear y observar la infinitud bajo vuestra carne miserable en mitad del océano. De hecho no sabéis lo que significa ver el océano. El horror, el horror. el horror somos tú y yo.

Voy a cambiar de bar. Un tipo escribiendo en servilletas es una amenaza. Soy un IMPRESENTABLE.
Aquí todos beben, como yo; pero nadie escribe en servilletas.

No puedo dejar de pensar en mis hijos; en cómo no he podido ser el padre que ellos merecían.

Lo próximo que beba será café. Quizás así me perdone este camarero. No he comido nada. Ni ganas tengo.


Te amo, seas quien seas; qué más te puedo decir.

Sin título. Cuarta entrada de un diario contra lo íntimo.


El sonido que al descolgar el teléfono
surge desde los orificios
del auricular a la nada: te quiero, te echo de menos.

Es como una flor que nace
sobre el mármol de una sepultura.

viernes, 1 de julio de 2016

Saltar al vacío. Tercera entrada de un diario contra lo íntimo.


¿Qué se le pasó por la cabeza al escritor José Manuel Benítez Ariza para pedirme que presentara hoy su nuevo libro me es todavía un misterio? Siento Gran admiración por José Manuel, aunque él, probablemente, ni se lo imagina. Siempre lo he tenido como uno de los pocos escritores de verdad de esta ciudad en la que son legión los que pretenden estar continuamente bajo la extraña etiqueta de "escritor". Muy en contra de lo que siempre había pensado, que yo no era presentador de libros y autores, acepté su invitación. ¿Por qué? Realmente no lo sé. Hay algo de sentimental en esto. Su libro de aforismos es precisamente lo que esperaba, lucidez y oficio. Y, muy extrañamente, muy insospechadamente -hasta el momento justo de recibir su llamada-, me hizo feliz que quisiera hacerme partícipe de ese rinconcito en su dilatada y trabajada carrera de literato. Cualquier cosa más que pueda decir al respecto tendrá que ir a escucharla a la Fundación Aerolítica de Carlos Edmundo de Ory. En el caso improbable de que el mismo José Manuel leyera esto: gracias, es todo un honor.

Sigo sin enviar mi nueva novela a la editorial que hace al menos un par de días que la espera. Volvamos a preguntar, ¿por qué?

Saltar al vacío. Soy un habitual. Podría decir que siempre me estrellé contra lo malage del asfalto. Cabría también preguntarse las razones. Existe una única respuesta. Y tiene que ver con la vida.

Me levanto y caliento agua y preparo una taza con un sobre de té. Se me ha prohibido el café. Antes nunca bebía menos de cuatro o cinco cafés diarios. Ahora se me prohíbe. Ahora ni siquiera me atrevo. A mis treinta y pocos ya se me prohíbe tomar café, como aquel que preso de una adicción grave para su salud es internado para evitar su reincidencia.

Pero saltar al vacío. Los años de la velocidad y la adrenalina se acabaron de forma traumática. Ahora me conformo con al menos una hora de crossfit diaria. Fumar fumo demasiado, lo que hace de mis sesiones en el box un verdadero infierno. Un infierno que celebro con media vomitona y no pocas taquicardias después.

Acostumbro a adornar estas entradas con la narración de alguna aventura pasada más o menos inaceptable. Ya que esto es un diario contra lo íntimo es justo que ciertos pasajes del pasado perfilen al hombre perdido de hoy. Ocurrió en Djibuti. Djibuti viene a estar en a tomar por culo o en el cuerno de África, según se mire. Es un lugar que no existe o que existe, el Djibuti que yo recuerdo, en un mundo irreal, desgraciado y, me van a perdonar, maravilloso. Aquel día, horas antes de lo que sería el motivo de escribir al respecto, hice subir a los buceadores porque me escamó un numeroso grupo de aletas dorsales que se dirigían al interior del puerto desde el océano. Pero eso ocurrió horas antes, y aquellas aletas, ni de puta coña, tenían nada que ver con simpáticos -en realidad hijos de la grandísima puta si se topan con ellos en alta mar- delfines. El caso es que terminé con mis obligaciones a cosa así de las once de la noche. Así que me vestí y picardeé a quienes no lo necesitaban y nos subimos a un taxi destartalado cuyo chófer era manco y conducía ciego de kat, droga muy popular por aquellas regiones. Tras varias vueltas -es curioso, allí también se llevaban las rotondas, o algo similar- le dije a gritos y en un inglés como de Barbate colocando el puño de mi mano derecha junto a la bola en su mejilla llena de droga: ¡Al hotel Sheraton pero ya! Y allí que fuimos. Verán, se aquellas yo era una especie de skin head con muy mala uva y no poco instinto asesino. Al llegar a la discoteca del hotel nos recibió un negro como un gigantopitecus y una belleza somalí o etíope que nos dejó bien clarito cómo funcionaba aquel mundo sopesando el interior de nuestra cremallera. Luego pedimos champán y se nos sentaron alrededor no menos de media docena de negras hermosísimas de rasgos europeos y más que probablemente con el sida ya devorando sus entrañas. La cosa no pasó de ahí. Pero descubrí que acababa de descubrir al fin el mundo. La historia continúa y probamos aquella droga y mezclamos champán con cerveza y la droga no me hizo efecto. Creo que ya no me apetece seguir contando esta historia.

Podemos dar por descartado el campo.

Digamos que quizá en aquella ocasión, en el momento de subirme al taxi, también saltaba al vacío. Me decía mi hermana ayer, estás acostumbrado.

Salté al vacío, tal vez por última vez. Con el terror instalado en mi pecho y guiñándole un ojo a la caja de Valium.

Ah, no se olviden, esta tarde tienen una cita en Fundación Aerolítica. Más que por lo que pueda decir servidor por los siempre lúcidos aforismos de Benítez Ariza. Tiene algo de esperpento lo de esta tarde, no crean. Jamás he presentado el libro de nadie. Así que por lo que me toca, puede resultar hasta gracioso, lo que es en sí mismo un chiste castizo: Estaba Eduardo Flores presentando un libro y...