Esta luz mediana. La
torpeza del pie quebrado del sol. El paisaje reverdecido de lomas violadas por
obscenas torres metálicas de celosía y las lomas tatuadas por culebras de
terruño marrón con rodadas. Viajar en tren es viajar sin perder el viejo
romanticismo del viaje como idea. Viajar en tren incita a la escritura y a
fabular la historia de los desconocidos viajeros que comparten coche. A través
de los cristales todo me sorprende porque los trenes aún transitan lugares
olvidados. De pronto una algodonosa columna de humo que se erige a media
ladera, en mitad de un bosque bajo y lejano, se me antoja una leyenda jamás
contada sobre un ritual de primavera que procura que cada hecho corresponda a
su tiempo. Hoy, todos y cada uno de los viajeros de este tren, narrarán su
propio cuento del viaje sin poder esconder el placentero transcurrir vivido entre
extraños.
El campo se muestra en
un orden incomprensible para los torpes ojos del ser humano posmoderno extra
tecnológico. La gran mayoría de las viejas construcciones rurales a ambos lados
de los raíles y el balasto comparten esa armonía natural que nos es tan extraña.
Comparo la diversidad de alcornoques y los pinares con las ceibas, acacias,
baobabs y caobos que la penúltima mañana contemplaba con admiración, con
curiosidad, con esa avidez del que busca desesperadamente el alimento. Son la
misma cosa. Acaso estos árboles de ahora parecen seres domesticados.
Domesticada me parece también la literatura en estos días. La confusión a la
vuelta de la esquina. La literatura en estos días es más que nunca otra víctima
del narcisismo posmodernista que nos envenena la sangre. No, no es así en estos
alcornoques, orgullosos de su naturaleza, que despueblan la cresta de un cerro
según la vista asciende, hasta dejar sin sombra una estación de antenas.
No existe el narcisismo
en los lugares en los que se lucha por la supervivencia diaria. Allí la
dignidad es una procesión que se lleva muy adentro. Por las calles no hay
dignidad, lo que los hace a todos muy dignos seres humanos.
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