Las últimas lecturas
han provocado que a duras penas pueda defenderme de un pesimismo profundo que
se bate como lo hacen las realidades inevitables.
Leo bajo la luz
anaranjada anclada al mamparo sobre mi cama. Y luego pienso y reflexiono sin
más claridad que la que me brinda la noche marina y desnuda. Tengo guardadas en
mi disco duro un par de entradas para este blog en un continuum de las anteriores, en esa patética búsqueda de lo
trascendente que se me escabulle y que siempre parece ir un paso por delante.
Dichas entradas parecieron no entenderse y he decidido asumir mi
responsabilidad. Pero no es por eso por lo que no colgaré las dos entradas
guardadas en mi disco duro. El motivo es esencialmente moral. Ningún lector
desprevenido merece que un perturbado ponga a sus ojos lecturas horripilantes
que especulan con un futuro previsible -lamentablemente- y el momento espiritual
que lo está generando. Ahora no es ese futuro y escribir de forma perturbada y
directa en un blog no es el medio para armarse y fortalecerse en el presente.
No cuando suenan tambores de guerra más allá y no cuando los cambios
irreversibles a peor ya se están asumiendo. Lo peor de esas lecturas, aquello que
las torna en el acto de leer en realidades inevitables, es que no lo pretenden,
sino que manan un aire de objetividad y una sabiduría que te hacen temblar.
Vuelvo a estar rodeado
de personajes que no existen y con los que sueño y me hablan. Vienen de un
mundo en el que a veces entro y me quedo porque todo es una puerta y las
fronteras no existen. Cuando hablo con estos personajes sé que no son reales y
que dicen cosas que quiero oír la mayoría de las veces. Pero ocurre que no
siempre es así, y que las historias que me cuentan no son las historias que me
gustaría que me contasen, asuntos de los que no quiero tratar porque me hieren
y me vinculan al mundo al que pertenecen, y entonces sí son reales estos
personajes, tanto como lo puedo ser yo a uno y otro lado de la frontera.
Después me doy cuenta que lo que me cuentan y no me gusta escuchar es lo que luego
escribo, y leo lo escrito y después ya sólo quiero volver a dormir para oponer
una réplica que sé que no servirá de mucho. Me hacen sentirme feliz estos
personajes que me hablan cuando sueño, me hacen compañía, me dan la vida que en
ocasiones no puedo sentir. Y es por ello, por esa deuda que contraigo, por lo
que he de escribir las historias que preferiría que no me contasen. Me dan las
gracias, desde el otro lado.
¿Por qué leo y releo a
Hemingway? Porque está ahí.
Recuerdo perfectamente
cuándo y dónde leí Cien años de soledad.
Nunca he vuelto a leerla entera. En ocasiones, cuando vivía en mí la obsesión
de querer escribir como Gabriel García Márquez, abría el libro por algún punto
al azar y leía una o dos páginas y después cerraba los ojos para que aquello
que había leído, la manera en que había sido escrito, se me agarrase con fuerza
a donde quiera que se agarren esas cosas. Nunca dio resultado y ahora ya sé que
jamás escribiré como García Márquez escribió
Cien años de soledad. Ahora probablemente el coronel ya tiene -más que nunca-
quien le escriba. Supe de su fallecimiento en la mar, y recuerdo que la mar
entonces estaba en calma. Me hubiera gustado poder haberle dado las gracias a
Gabriel García Márquez por Cien años de
soledad. Me gustaría que ahora mismo le llegase mi más profundo
agradecimiento.
Tanto significó para mí
aquella obra que en su honor, por un paralelismo imaginario que yo creía muy
real y que aún creo, quise iniciar un proyecto que llevaba por nombre Exiliados de Macondo. Era una fase de
estupidez torrencial en mi vida y leía mucho más que vivía. Casualidad o no
era, como en cierta medida ahora lo es, un tiempo en el que reinaba el
pesimismo. Un pesimismo que iba de adentro hacia afuera, y no como ahora, de
fuera hacia el interior habitado. Y Exiliados
de Macondo era un proyecto precioso que nada tenía que ver con aquel
pesimismo y más aún, significaba una lucha contra el pesimismo. Pronto me di
cuenta del error, que Exiliados de
Macondo fuera precioso se había convertido en su mayor inconveniente.
Me gustaría decirle a
un amigo que es un tío grande y que su trabajo, pese a lo ya recorrido, no ha
hecho más que empezar, que es como se han de ganar las batallas. Y me gustaría
decirle que tomase estas palabras y que las meditase profundamente y que deje
de luchar contra los tiempos, contra las fuerzas insuperables. A este amigo al
que me gustaría llegar estas palabras podrían no significar nada. Pero me
empeño y le digo, que mi confianza y mi admiración reclaman de su persona y su
oficio que mantenga a flote su firmeza, su inmedible sensibilidad y una vocación
que no se paga con laureles y mucho menos con dinero. A este amigo que es un
maestro y cuya herida es grande y comparto le tiendo desde aquí una mano lejana
y le digo que la palabra escrita, la suya en particular, es un acto premiado
por un don, uno que él maneja con eficacia, sobre todo cuando no es para
defenderse.
Empezaré mi viaje
cuando salga esta noche a cenar y me emborrache y me vaya a la cama y mañana
por la mañana vuelva a la mar. En un par de días llegaré a un paraje recóndito
al que todos llamamos Diego Suárez y que se llama Antsiranana. Allí pasaré una
noche en la que también me emborracharé para que el viaje no se detenga y ya no
dormiré más que en el avión rumbo a Tana que en los mapas aparece como
Antananarivo. Una tarde de hotel en la que hará frío y en la que será imposible
bañarse en la piscina hasta cenar, tomar las maletas y un avión hasta París y
otro avión hasta Madrid y luego el tren. Cuando baje de ese tren habré acabado
mi viaje. Así que empezaré otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario