De pronto me sentí solo
en mitad de la calle y el levante más que golpear parecía fluir por las calles
que desembocaban en la avenida. Ya la intención del paseo era una promesa
cuando miré al norte y a lo lejos las Puertas de Tierra se perfilaron bajo un cielo
cargado de partículas violentadas por el aire. Mi paso desacelerado se
transformó en un pensamiento. Todo lo miraba y todo lo veía. Y me di cuenta
entonces que mis ojos ya no eran mis ojos y que eran los ojos de un niño que
descubrían una ciudad nueva donde antes no había más que calles, coches y
desconocidos vidandantes. Pero sólo el batir continuo del viento sobre la piel
de mis brazos era verdad, y así era como iba descubriendo que la bendita tierra
que pisaba se iba creando ante mis pies a medida que avanzaba. Era eterna la
avenida y la sentí despoblada bajo los arcos en el paseo y puse rumbo al Campo
del Sur y pasé por la cárcel vieja y miré al fondo y a la izquierda y el mar
verdemoco del Ulises se encrespaba. Coches que se apiñaban ante la desazón roja
de los conductores. Caminaba y sonreía a partes iguales porque iba descubriendo
como nuevos los adoquines tendidos a mi izquierda. Me interné en el Pópulo, y
allí el viento jugó al gato y al ratón con mis mejillas y mi frente. Cambié de
opinión justo antes de llegar a la catedral y me dirigí a San Juan de Dios, y
allí estaba de nuevo, agitado y llamando a sus criaturas, el mar. Tenía un destino
y tiempo sobrado para alcanzarlo. Miré las terrazas y sentí la tentación de
hacer un alto para beber un buen vaso de vino malo con limón. Pero las aventuras
más insignificantes tampoco admiten el descanso del héroe. Había que caminar. Y
caminé y me perdí por calles que conocía y que no podía nombrar. Hice un
intento por hacer un recuento de los pares de hermosas y desnudas piernas
femeninas que se cruzaban conmigo, pero mi gesto se empeñó en sonreír a sus
propietarias sin más intención que la de dar las gracias. Una calle San
Francisco inundada de viento y de gestos malhumorados me llevaron a la plaza
del mismo nombre. Una vez más las sillas metálicas de las terrazas pedían calor,
y las ignoré, y transité el callejón del Tinte y en la plaza de Mina me senté.
Crucé las piernas y no miré nada, y volví a verlo todo y me supe feliz de estar
en casa. Las calles por las que había pasado me habían reconocido como nunca
antes lo hicieron. Puedo ver Cádiz como un extranjero, me dije, y puedo admirar
Cádiz desde las entrañas, sin artificios, sin más medio que mis propios
sentidos. Emprendí la marcha y callejeé sin más ayuda que la brújula de una
mosca. Me perdí en cuatro calles por las que alguna vez había pasado. La gente
circulaba inmersa en su rutina. No hay nada nuevo para ellos hoy, pensé, hago
el camino del privilegio. En algún punto quise dar marcha atrás para caminar
más trecho de la calle Ancha, y lo hice y mi paso desacelerado descargaba las
tensiones acumuladas en mis piernas. Un balón llegó raso a mis pies en San
Antonio y sin pararlo lo golpeé inyectando cómodo el empeine de mi pie derecho
por debajo. El balón trazó una elegante parábola y al otro lado un niño con la
camiseta del Real Madrid lo detuvo con destreza y cuando esto pasó, yo ya
seguía caminando y mirando y viendo cuanto había que verse allí y que no era
poco. Recordé aquellos viejos partidos en la calle de mi niñez, a los amigos con
los que solía jugar entonces. Saludé a Wellington con un disimulado gesto
militar cuando volví a intuir el mar. Mi destino estaba próximo, el tiempo se
había detenido en la avenida, y fue entonces cuando supe que ya debía detenerme
en una terraza, y no pensar más.
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