sábado, 21 de mayo de 2016

Tiempo detenido


La imagen es la de un muchacho de catorce años que besa a una muchacha y que, de forma sutil, como si no lo hiciera, coloca las manos a ambos extremos de sus caderas mientras ella, con las suyas, atrapa su rostro.

Al vértigo y al silencio primeros se impone la fascinación, luego la admiración, y finalmente, la envidia.

Piensa uno en ese beso como en el mejor de todos los besos. La contención, el tiempo detenido, la ausencia de un mundo contrario al beso. La imagen es un espejo de los años abandonados. La felicidad en ella es toda, allí, concentrada. Cómo no sentir envidia. Y cómo negar la fascinación. Melancolía.

Para ellos, jóvenes amantes, una expresión como tierra quemada es como cualquiera de las sinrazones de la razón que se malvive a partir de cierta edad. Habrá quien diga que no, que la magia... y yo respondería con esta imagen. Quién podría atreverse a negarla. Al fondo se recortan las montañas, tan verdes y puras, con un cielo límpido y puro. Se besan sobre un piso de macadán grafiteado desordenadamente y en negro. No me puedo detener en las palabras. Es el mundo de la imagen. Y la pareja adolescente, la fotografía ligeramente descentrada, ocupa el centro del universo. La naturaleza los contempla, no me cabe la menor duda. Y habrá quien diga de la magia que... resulta que sí. No podemos preguntarles a ellos. Conocer la respuesta, como yo mismo creo conocerla, ahora, en este momento, para quien la conoce porque es un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, para quien se sabe inmerso trágicamente en la mentira y conoce la respuesta a una sencilla pregunta sobre la magia porque la recuerda, la tierra quemada es más herida abierta que cicatriz, más martes que viernes, más Lorazepam que Durex.

El muchacho le saca una cabeza, así que ella ha de alzar la suya para buscar y encontrar sus labios. Es una conmovedora determinación. Observo el gesto y traduzco soy mujer. Pero también veo las manos del muchacho. No quiero mancharte, dañarte, ni siquiera alterar ligeramente tu delicadeza, intervenir en el valor de tu cuerpo entregado y tu esencia pegada a la mía, y traduzco, soy hombre.

A él le cuelga una pequeña mochila de la espalda cuyas asas son cordones de nailon. No le pesa. Todavía la mochila está casi vacía. En ella ya van sinsabores y felicidades. Sería injusto decir que de baja intensidad. Calzan zapatillas de deporte y visten pantalones cortos. Me digo, son para correr. Abriga el torso de la muchacha una sudadera. Él muestra sus brazos musculados y definidos en una camiseta deportiva sin mangas. Dioses, cómo se besan.

Apuesto a que él abandonaría el mundo por ella. Apuesto a que ella, por él, abandonaría el mundo. Es tan pueril, tan ingenuo, tan cursi. El juego es el juego. Lo harían. Y joder, no sería yo quien pusiera la ciencia en contra, quien dijera palabras como artificio o adolescencia o química. Apuesto a que él dice te quiero y a que ella lo dice también. También apuesto a que lo dicen de verdad. Apuesto a que es verdad y a que él abandonaría el mundo por su cuerpo menudo y por su voz de niña mujer y a que ella lo haría por sentir eternamente el cuidado de las grandes manos de él en su cadera.

También deja la imagen un sabor amargo a quien la observa desde la perspectiva lamentablemente privilegiada en la que el mundo no aprueba la magia, en un mundo en el que ni mucho menos el amor con sus cuatro letras es suficiente, ni siquiera necesario. La imagen habla directamente del paso del tiempo y de los anhelos presentes y de las presentes necesidades. Cuando el cinismo de la sociedad en la que nos movemos ahoga, asfixia, vuelve tristes los ojos y apenas dan ganas de afeitarse, ver la imagen de los dos que se besan y aman es una forma más de inmolación. Resulta peor cuando uno tiene la belleza por creencia.

Los veo ahí y me resisto a pensar que el momento no es más que el fruto de una casualidad. El azar, sin otra fuerza que se pueda considerar, los ha puesto ahí, les ha concedido su espacio y su tiempo, en un lugar cualquiera del planeta, de uno más en uno de los muchos sistemas solares de una galaxia entre millones de un universo que sabemos infinito. Me niego a creer que la dicha en el beso, en ese beso y no otro, responde a un sencillo uno más uno que siempre da dos. Más que nada porque sumo y vuelvo a sumar y siempre me da uno. Una extrapolación a lo cósmico asusta como lo hace lo desconocido, lo oscuro. Después ocurrirá que no habrá nada. Es sencillo. E igual de maravilloso, con todo su dolor.

La melancolía debilita los huesos y los miro una y otra vez como se haría con una obra de arte. La tierra quemada es zona volcánica, no deja de humear y amenazar.

Cómo los envidio, a ellos, ahí, tan ajenos a los vapores insalubres, a lo infraestructural, a las unidades de medida, a los relojes; cómo me fascina la naturaleza de los movimientos que no se pueden más que imaginar, del antes y el después, y sobre todo el contacto y su humedad y la piel estremecida y el calor.

Cuando nació tenía los pies grandes y los ojos siempre muy abiertos para atrapar el mundo. Su padre lo miraba sin saber que su carne crecería hasta ser un hombre. Su madre, probablemente, no lo quería saber. Se enfrentaban a la misión imposible de incorporar a la vida un pedacito más de vida.

Miro la imagen asombrado, primero dominado por el vértigo, por el silencio contemplativo, por la fascinación y la envidia y la melancolía después. La muchacha alza la cabeza y acaricia su rostro en el beso. Él, que siempre tenía los ojos tan abiertos, ahora los cierra.

Bien hecho.