lunes, 3 de marzo de 2014

Creencias II


Existe un lado misterioso y espiritual en el acto de creación artística. Podría compararse a aquello de lo que hablábamos del Espíritu en el caso de los evangelistas. Sin embargo este lado del que ahora trato, el aspecto más desconcertante de la creatividad, es menos escandaloso y a su vez, más espectacular y más duradera su consecuencia. Años ha un amigo escritor, uno formidable, un tipo brillante y un perro rabioso este tipo, me dijo que sentía dictado cuanto escribía. Recuerdo que cuando me dijo aquello lo miré no sin cierto escepticismo y con un exceso de ironía. Yo no podía entender a qué se estaba refiriendo, ignoraba si realmente me estaba hablando en serio o simplemente se dejaba llevar por su lado más esotérico en un excéntrico alarde de espiritualidad. Ha pasado el tiempo, y en esta búsqueda mía, siempre improductiva búsqueda por dar alimento al anhelo espiritual, he vuelto a recordar aquellas conversaciones, vencida ya la compleja barrera del escepticismo y con la química de la ilusión inflando mis arterias. Y ahora ya puedo decir que le doy la razón a este amigo mío, a este tipo sorprendente que había tratado de abrirme los ojos ante una nueva creencia a la que no había concedido el más mínimo espacio en mi búsqueda dolorosa. Miguel Delibes, otro gran amigo y maestro, me hablaba también de un fenómeno que no era más que lo mismo de lo que me había hablado aquel otro amigo. Delibes sin embargo lo describía en términos de temperatura. Lo hacía mundano en sus palabras el fenómeno, ese estado febril, de total abstracción en el que el artista es empujado, poseído en cierta forma, por una inercia inevitable, un poder que no se puede reconocer como propio -¿o tal vez sí?- y que tiene una duración determinada cada vez. La observación del fenómeno me ha llevado a diversas conclusiones. Desde luego, la primera de ellas, es que dicho fenómeno sí alimenta mi espíritu, es alimento espiritual, calma ligeramente la sed insaciable y genera paz, ahí es nada. Todas las conclusiones me llevan a una sola y me hacen viajar de pronto a algunas palabras atribuidas a Isaac Newton, palabras que llevo siempre en mi equipaje humano desde hace ya un tiempito. Las grandes obras de arte, las que son grandes de verdad, todas ellas fueron creadas en ese febril estado que Delibes describía en términos de temperatura. Sí, aquello que desde antiguo algunos llaman inspiración y que según Pablo Picasso, y tantos otros porque la cita es ya lugar común, te ha de sorprender trabajando. No me gusta hablar de inspiración, prefiero el modo de Delibes, porque la inspiración evoca algo pasajero, caduco, que muere tras hacer su aparición y puede haber llevado a la luz una genialidad o no. De lo que yo hablo es algo eterno. El valor de las grandes obras es imperecedero, no son afectadas por las modas, las corrientes de estilo y demás; la obra grande, trascendental, es impregnada por la esencia que se manifiesta en esos momentos de magnífica posesión, se transmite del autor a la obra y su impregnación es imborrable. Vuelvo al padre de la física y a aquellas palabras que dejé en el aire. Como respuesta a las cuestiones malintencionadas de cierto enemigo llevado por la envidia, enemigo éste, obsérvese el detalle, de corta estatura; como respuesta decía, el bueno de sir Isaac dijo que si había llegado a construir su gran obra había sido porque él "iba a hombros de gigantes". No quiero insultar al lector explicando al detalle el hecho ni su significado. Lo que mi persona, lo que la parte creativa de mi persona, en la creación literaria concretamente, observa de las palabras de Newton es su conocimiento profundo de la esencia que unos llaman inspiración, Delibes temperatura y aquel amigo mío atribuía a personalidades etéreas con la capacidad de la comunicación extraterrena con más o menos seriedad. Y va más allá. No sólo el autor poseído por la fuerza desconocida es capaz de ser medio para la plasmación de la esencia que hace grande la obra, sino que además, la obra, no sólo en contenido sino también en forma, es capaz de impregnar su esencia a quien estuviere dispuesto a recibir. Así que, la medida en la que un autor es capaz de ser medio transmisor físico, llamémosle poseído en un señaladísimo entrecomillado, viene determinado por cuanto ha viajado a hombros de gigante.

Alimenta mi anhelo esta creencia. Siento su poder arrebatador fortalecido por milenios de humanidad, un poder originado en las mismas entrañas del universo, y establece un equilibrio en la lucha que, en mi interior, mantienen el peso insoportable de la razón y mi humana necesidad de trascendencia, no menos dolorosa. Hablaba en la anterior entrega al respecto de estos mismos asuntos de la obra de Steinbeck "A un dios desconocido". Y sin embargo ahora también estoy hablando de lo mismo, establezco una relación directa con el tema principal de la novela del norteamericano, objeto por cierto cargado de esencia, con esta creencia mía en un espíritu creador, dador de vida, extensión de la naturaleza, impregnación de la magnífica obra universal. Nada me exige creer para ver y sin embargo no puedo ver, pese a manifestarse el fenómeno digamos mágico. Nada obliga al sacrificio de nada, uno puede creer o no creer, y si se cree uno es libre verdaderamente de dar la parte de su vida que considere a esta creencia. El eterno debate entre el bien y el mal se da en este asunto como única cosa, a mi juicio, la mejor forma para comprender, otorgando a la razón la parte que le corresponde. Algo por cierto común en las ancestrales religiones orientales y en algunos animismos africanos.


Y sin embargo se mueve, dijo Galileo. Y tanto que es así. La búsqueda se mantiene, tal vez en el mismo nivel en el que la inicié. La necesidad espiritual es dolorosa, no en el estado de desesperación que Unamuno atribuía a los mayores pensadores de la historia, como un ansia de inmortalidad, subido a la prepotencia del tono de su obra.

domingo, 2 de marzo de 2014

Montaña de cenizas


No es difícil cometer el error
de pensar que el mundo
hace de acordeón cuando la prisa
y el negro abrazo de la soledad nos somete.
Buscar caminos es el objetivo de todo laberinto
 y en ello, la vida, se va, se nos va,
sorteando obstáculos de rostros dañinos,
tomando el consuelo de los amores
que de forma extraña se mimetizan
escurridizos en nuestras manos.

Al final la meta no es nada más
que encontrar utópicas felicidades.
Pero cuesta tanto saber
diferenciar unas sendas de otras.
Ni siquiera la experiencia o el instinto
socorren la voluntad de vivir de pleno
los días que, como estelas en la mar,
sólo podremos guardar en el recuerdo
una vez el reloj se cobre lo suyo.

Una vez descubierto que los amores mejores
acaban en  palabras que se ahogan en una lágrima,
el sueño, la intención y las ganas se consumen
dejando en lugar del beso una montaña de cenizas.
Al final parece que todos acabamos por asumir
una alegre impostura ante los días de lluvia.

Mientras tanto el monstruo de la duda nos asesina
tomando en cada caso su forma más oportuna.
Pero ¿Quién acepta una derrota sin mostrar si quiera los dientes?
¿Quién puede soportar que la nada y el todo nos destruya
sin la más mínima compasión? El todo y la nada me cuentan

que son malos tiempos para los que aman sin condiciones. 

Creencias




Es curioso cómo este gradual alejamiento de la religión me ha ido acercando, de un modo en ocasiones terrorífico, al lado de lo espiritual. En los momentos más inestables trato de convencerme de que es un asunto común a la especie. Imagino que la razón mayor para el surgimiento de estos anhelos que me vienen desde hace ya algún tiempo tienen mucho que ver con una maduración de la conciencia. No obstante, me parece curioso y sorprendente, igual que si fuera un niño, curioso y sorprendente; y me lo parece aún más ser consciente de ello y serlo de un ensanchamiento de la propia conciencia. Y así están las cosas a día de hoy: una insaciable hambre espiritual me taladra desde lo más profundo de mi estrecha y joven humanidad. Miguel de Unamuno me diría: Ahí estás, joven, y ahí está, ante ti y dentro de ti, el más grande de todos los misterios: el sentimiento trágico de la vida. Quizá, le contesto. Y son estas contemplaciones nocturnas, en las que la bóveda inabarcable de negrura y de luz me hace sentir tan minúsculo, las que desde hace tiempo obligan a mi pensamiento y a mi corazón; primero a una necesidad, y luego, a su cubierta. Ahora que ya puedo reconocer la necesidad, más que nunca la sintiera, el lamentable estado en el que me encuentro no sé si es ocasionado por la necesidad en sí o por la certeza de que dicha necesidad jamás será saciada. Y aunque desde hace ya algún tiempo la idea del camino me alienta y me socorre en las horas más oscuras, en este aspecto de mi ridícula humanidad, no doy hecho. Creada la necesidad el todo y la nada la misma cosa son. He tratado hacer algún poema basado en esa idea. Pero me he sentido torpe y excesivo, un poco Proust, perifrásicamente pedante y sobrealargado. La verdad es que últimamente apenas puedo escribir un sólo verso que no merezca el abrazo del fuego purificador. Pero ya digo, que me enredo, la necesidad ahí está, ya ha sido creada, y la búsqueda de alimento no está siendo nada sencilla.

De un modo inconsciente empecé por los textos que la tradición de la tierra impone. No recuerdo ahora de dónde me viene aquello de que los europeos sólo podemos sentir el cristianismo como religión. Podremos abrazar el budismo o el hinduismo con cierto interés intelectual, mas no sentirlo. Así que a hacer un repaso sobre mi cristianismo me dispuse. Recuerdo que con dieciséis años más o menos, quizá algo menos, me hice hermano de una cofradía que sacaba en la Semana Santa algecireña a "La Borriquita" y a "La Virgen de las Alegrías". Fueron un par de años o tres en los que me paseé por aquellas calles con el olor del incienso y el sabor del anís en los labios bajo el paso de la Virgen. Había una calle, de hecho la hay todavía, la calle de Montereros, una tortura adoquinada de diabólica pendiente. Recuerdo que durante esa parte de la carrera del paso, bajo éste, junto a mí, algunos de los hombres se descalzaban, para hacer mayor su sufrimiento, y había otros que, sin un motivo que me pareciese lógico o razonable, lloraban desconsolados y en los altos se me abrazaban. Me sentía reconfortado en esos abrazos y la emoción, pese a sumirme en un extraño estado de ebriedad, jamás provocó en mí lágrima alguna. ¿Por qué lloraban? Pienso ahora. ¿Por qué lloraban? Me pregunto ¿Lo sabían ellos? ¿Acaso les hacía llorar el sentimiento trágico de la vida o era simplemente por el dolor que el palo sobre sus nucas desolladas producía? El asunto es que al final, como yo nunca lloré, debí darme cuenta de que aquello no me llenaba, no me lo creía. Y así es más o menos como me sentí en un tiempo más reciente cuando tras un abandono total de toda creencia me sumergí en los textos sagrados del cristianismo. Sería torpe e injusto por mi parte hacerme eco aquí de mis impresiones, que serían escuetas y, por lo tanto, muy incompletas. Lo que sí puedo decir es que no encontré demasiadas verdades, concepto éste, el de verdad, que reconozco complejo y tal vez inexacto. Me quedo con la figura de Jesús, que no con el Cristo, con su mensaje, o mejor dicho, con buena parte de su mensaje, y corto en el mismo momento en que la historia me dice que ha de morir de una forma horrible por el bien de la humanidad. Parte ésta en la que se sustenta la creación que Pablo de Tarso llevó a cabo y que llega hasta nuestros días en extrema agonía tras una historia abominable. Porque la realidad es esa, de Jesús, lo único que la Iglesia ha querido conservar sobre todas las cosas es su crucifixión y las consecuencias de ésta, la muerte y su resurrección, esto último como el verdadero banderín de enganche para una humanidad marcada desde el nacimiento con el signo inevitable de la muerte.

Ralentizo mi escrito en el cristianismo, ya digo, por aquello que es la religión única que en teoría puedo ser capaz de sentir. También me he acercado a las demás grandes religiones monoteístas. He leído los Suras del Corán y he vuelto a repasar algunos textos del Antiguo Testamento tras las pistas del pueblo judío, asunto éste que me sirve para hilar de nuevo con el cristianismo. Desde luego ambos textos, Nuevo y Antiguo Testamento, no hablan en ningún momento de la misma entidad divina. Sólo la deidad del Nuevo Testamento es la misma del texto judío en cuanto deja morir a su hijo por el bien de la humanidad. El dios de los judíos no sólo es cruel, sino que es vengativo, celoso y cualquier otra cosa menos el padre de un pueblo elegido. Nada en absoluto de estas religiones me impulsan a creer en un dios único cuidador de sus hijos, creador de todo cuanto hay en el universo, omnipotente y justo, sabio y verdadero. Dios éste que por dogma desplaza a la mujer a un plano inferior, por poner un ejemplo. De hecho hoy, en pleno siglo XXI sigue desplazándola. Permítaseme la blasfemia: no me cabe la menor duda de que, conociendo como creo que ya conozco al Jesús de los evangelios, el hijo del dios de los cristianos debió probar las virtudes de la carne femenina, como buen mesías que era, y que nada de lo que vino después al respecto de la mujer en el mundo cristiano tuvo que ver con su palabra y sus hechos. Un dios que, por poner otro ejemplo, exige, como una especie de tributo, que un recién nacido pague con el bautizo el pecado que sus padres cometieron en el feliz acto de amarse. No me convencen estos dioses. ¿Y estos dioses o este Dios o Alá, son o es, quienes se suponen que han de saciar un espíritu anhelante de un más allá, de una trascendencia; son quienes han de aliviar el hambre que al ser humano invade cuando es testigo de una armónica naturaleza más grande y más verdad que cualquier otra? Al ser humano en el que han de debatir Descartes y Krishna desde luego que no. Y ése y no otro es el ser humano del siglo XXI, uno que tras siglos de oscuridad, renacimientos e ilustraciones, se encuentra ahora inmerso en una nueva era en la que la tecnología alcanza una progresión inimaginable y que las teorías de la mecánica cuántica desestabilizan los mismos fundamentos de la filosofía universal.

Toda vez que la necesidad fue creada fue creado el sufrimiento y la angustia.

Habrá quien pueda decir que no siente el mismo anhelo espiritual de un servidor, que para ello tienen la Fe. No saben cuánto me alegro por ellos. Y lo digo sin segundas, sinceramente, me alegro por ellos, yo no puedo. La Fe o se tiene o no se tiene, y yo no la tengo. No sé si alguna vez la tuve o si la perdí, el caso es que a día de hoy no la tengo.

La Fe o el Espíritu.

Me viene a la cabeza una obra enorme de un autor también gigantesco donde los haya, mi muy querido y admirado John Steinbeck. En "Las uvas de la ira" Steinbeck describe algo que debió ser muy común en las comunidades evangélicas rurales de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos. Hablaba Steinbeck del Espíritu y de cómo éste se apoderaba de algunos feligreses provocando en ellos fenómenos inexplicables similares a los que Regan, la niña poseída por el demonio de la conocida novela de William Peter Blatty, "El exorcista". Las referencias a hechos similares me las he ido encontrando en numerosas obras de la literatura y el cine. Fenómenos que, ligados a la iglesia evangélica, también se repiten en la actualidad en Sudamérica. Sé que son fenómenos reales y sé que las personas afectadas por el Espíritu son capaces de entrar en trances que les hace poner los ojos en blanco y esputar auténtica espuma blanca como si de un epiléptico se tratase. Y ello ocurre porque de súbito son poseídos por el Espíritu. Del mismo modo la Fe hace que millares de personas vean bailar el sol o se produzcan curaciones milagrosas. Estos fenómenos ocurren realmente, sé que ocurren, están documentados y avalados por personalidades libres de toda sospecha, fenómenos en cuyo fondo quizá se aloje algún tipo de explicación fisiológica, física o química, pero que, sin duda alguna, son activados por el resorte de la Fe o el resorte del Espíritu. Lo que quiero decir es que me alegro sinceramente por aquellos que tienen Fe o son capaces de ser poseídos por el Espíritu. Pero yo no tengo Fe ni el Espíritu se me revela de ninguna de las maneras. Yo lo que tengo es un auténtico anhelo de espiritualidad, un hambre de trascendencia, y yo, como criatura del XXI que soy, no puedo conformarme con los dioses tenebrosos y bélicos que han manejado a la humanidad desde tiempos remotos.

La antropología nos habla de una diosa en origen. El culto a la diosa madre, el culto a la dadora de vida extendida a una diosa creadora de cosa viva, una diosa ligada a lo que mana de la tierra. Aquellos seres humanos primitivos que por primera vez se establecían en sociedad padecían terrores que para nosotros serían hoy totalmente incomprensibles en una irreflexiva revisión. Así que adoraban a la diosa madre y en un grado tecnológico y social limitado por su juventud, la amaban y la respetaban, sin temor, la respetaban. La religión o la necesidad inherente a la especie humana fue evolucionando y al fin, la diosa madre, no sólo fue olvidada sino que, su mayor virtud, o mejor dicho, la esencia que se desarrolla hasta llegar a ser su mayor virtud, la de traer la vida de donde antes no la había, queda eliminada y penada. Y sin embargo creo yo más en la diosa madre, yo que he visto a la mujer traer de sus entrañas la vida de ojos abiertos, creo más en la diosa de los hombres primitivos que apenas hacían ya sociedad. Creo que en ella porque su fin humano, lo que su aportación hace a la especie, es la representación misma del origen de todo. La diosa madre es más verdad que cualquier dios rencoroso y jamás pidió pago alguno por dar vida a la vida desde la nada.

Esto viene porque también uno, después de no descubrir en los dioses más que un vacío mayor, se acercó a otras creencias, algunas del pasado, otras más recientes, heterodoxas algunas, ligadas a la ciencia otras. He filosofado y discutido de filosofía de forma insolente con los clásicos; me he enfadado con ellos y otras veces, las que más, han sido ellos los que han decidido no seguir hablando conmigo por enojo. Steinbeck tiene otra obra, mi preferida quizá "A un dios desconocido". En esta obra Steinbeck hace un alegato por un renovado panteísmo, de forma maravillosa. Es el dios de Spinoza, perdón, son las creencias de Spinoza y es el panteísmo indígena americano, lo que vienen siendo las creencias de Spinoza llevadas a un pragmatismo salvaje y por ello más auténtico. En "A un dios desconocido" se respira una espiritualidad que alivia y que te hace sonreír, posiblemente lo más cerca de un dios que he estado en una lectura. Los dioses que habitan en tan magnífica novela se pueden sentir, cercanos y tal y como son, fuente de vida en ocasiones, implacables en otras. E implacables no porque sean llevados por una injusta y mentirosa personalización, sino implacables porque la naturaleza lo es, lo es y así lo vemos, observamos su violencia, saboreamos sus regalos y sentimos su amor en una delectación de una manera profunda y sincera. Spinoza había llegado a estas conclusiones a través del pensamiento, quizá por desesperación, como diría Unamuno del "judío portugués". En cualquier caso es que Steinbeck lo novela en hombres de carne y hueso, y lo hace como nadie. Creo yo más en ese panteísmo, que no es más que la misma diosa madre o la pacha mama de los nativos sudamericanos, creo yo más en eso que en los dioses que crucifican a sus hijos. En "Mis creencias" el más grande pensador de todos los tiempos, la mente científica más impresionante de la historia, Albert Einstein, nos dice que su dios, personalizando con el único objeto de hacer más entendible su pensamiento, es el mismo motor primigenio de Spinoza que yo extiendo al panteísmo de "A un dios desconocido" de Steinbeck con algo de osadía y sin embargo, con muy poca vergüenza. Hablamos de un hombre cuya capacidad de abstracción no ha sido igualada a día de hoy, abstracción, que es único medio posible en el que uno puede bucear de verás en la trascendencia. Cuando busco a mis dioses no puedo hacer más que por medio de la abstracción, es por ello por lo que después es imposible traducirlo al limitado medio del lenguaje.

Pero la necesidad creada ya hambre y sed, soledad y sin embargo, sentimiento colectivo hoy en desuso, me devora desde dentro. Son muchas las cuestiones que uno hubiera querido para esta entrada. Las reglas del juego me limitan, como limitan mis pensamientos y sentimientos mis palabras. Pero algo me dice que no he de parar en este empeño de absurdo y necesario diálogo. He de repasar notas ininteligibles escritas febrilmente, o quizás sólo tenga que esperar a que la desesperación me sacuda.


Una última cosa. En medio de una cena, una docena de comensales, un debate más o menos existencial. De pronto ese tío raro del fondo sale enérgico de su silencio y se pone a hablar de filosofía. La sorpresa genera interés, y el raro del fondo se arranca pues hablando de la filosofía "Gitano-Hippie". Es entonces el raro del fondo aún más raro si cabe, y de las cosas de las que habla chocan con su aspecto y la labor que en su vida desempeña. Habla de cómo el nacionalismo, cualquiera que éste sea, no es más que la triste mezcla resultante del miedo y el egoísmo. Dice el tío raro que existe un camino y que el conocimiento por el conocimiento es parte del bien universal, que la cultura en el individuo genera conciencia individual y que ésta lleva a una conciencia colectiva. Y una vez más el camino como alivio y la lucha en forma de desobediencia civil son las armas más preciadas. El tío raro del fondo de la mesa entonces entiende que ha de callar, que ha dado en hueso, que ahora es más raro que antes y que su significación, su marca, es ya imborrable. La filosofía "Gitano-Hippie" provoca la risa en principio. Después ya no hace tanta gracia. El tío raro defendía banderas y ahora los bares de tapas, y sí, esto es muy gracioso, pero es serio, tanto que mejor resulta no tomar en serio una filosofía que, si bien no sirve de alimento espiritual en su gran medida, quizás haría posible un mundo mejor. O al menos, un mundo más agradable, para todos.