Gritamos mucho. No soy
capaz de sacar una clara lectura del resultado de estas últimas elecciones. No
soy capaz, no puedo decir, no puedo creer. Y es muy probable que seamos muchos
los que hoy sintamos esa incómoda incapacidad. Las malas noticias son muchas
después de la visita a las urnas. Las buenas, no las reconozco y es
comprensible la desconfianza en los demás. Pero gritamos mucho. Hoy todo ha
sido mucho mucho ruido, que cantara
Sabina. Facebook es una guerra en estos momentos. Mi corazón es sensible a
estos gritos. Imagino las caras que dibujan las bocas que gritan, y yo conozco
esas caras, y esas caras me producen pavor. Lo democrático está en el voto. Uno
vota, o no lo hace, o vota en blanco, y hace uso de su pequeño trocito de
democracia. Pero después sale a gritar, a querer llevar la razón. Cuando esto
no es más que la razón de la sinrazón. Las reglas del juego son las mismas de
siempre. Y mucho me temo que ya estén escritas a fuego en esta inercia
irrefrenable y dolorosa. Pero gritamos, ay, gritamos y gritamos cada vez con
más fuerza, y con nuestros gritos no hacemos más que alimentar a la bestia
siempre presente de la más triste de las tragedias. Si yo fuera más inteligente
y capaz de entender con profundidad, de hacer una lúcida lectura de los
resultados electorales, es muy posible que también se me viera gritando en
estos momentos. Pero digo ¿por qué gritamos? ¿Ejercemos así nuestra libertad de
expresión? ¿Tenemos en realidad opinión? ¿Es tan sabia como para gritarla? El
siglo veinte fue anteayer y ya lo hemos olvidado. Eran estos mismos gritos de
ahora los de entonces. Estos de ahora son gritos de una guerra que parece que
todos anhelan. Todos los pececillos del mar de Facebook muerden con fuerza su
anzuelo, se aferran al mástil de su bandera. Ya están todos gritando y listos.
Ahora ya cualquier momento podría ser el bueno. Ya es posible el desastre. Mi
más sincera enhorabuena, sí, a vosotros, sí, sabéis quienes sois, hijos de la
gran puta.
lunes, 26 de mayo de 2014
domingo, 25 de mayo de 2014
El Habana Vieja (¿De qué trata la próxima novela de Eduardo Flores?)
El
Habana Vieja inicia su travesía con rumbo incierto. Surca las plácidas aguas
atlánticas y se aleja del último atraque con un nuevo tripulante abordo. La
estela tras de sí es un azul espeso de moléculas de agua contrariadas que se
excitan dando forma a una sutil y fugaz vereda para la vista. Una sombra como
tinta negra se derrama por el costado de estribor. El sol ascendente tiende
desde el otro lado de la ciudad una majestuosa alfombra dorada y brillante.
Amanece en la mar al son que marca el balanceo del blanco casco tatuado por una
infinidad de pequeñas arterias, que son los sutiles surcos del óxido
recurrente. Así navega el Habana Vieja, ya abandonado por las gaviotas, aves
marinas esclavas condenadas a la tierra, el castillo reluctante por el sol en
la fresca mañana de finales de invierno. Se balancea en la mar como un viejo en
la tierra, consciente del deterioro de sus facultades psicomotrices. Fierros
diversos sin utilidad ni uso se estremecen sobre la cubierta gris y rociada aún
por la húmeda caricia del alba. Tres huecas bodegas se cierran sobre cubierta
por pesados portalones mecánicos y es corto el recorrido de la holgura, en el
balanceo, de las plumas de las dos grúas en la banda de estribor. Como a la
entrada infernal de Dante el navío que se hace a la mar ha de dejar en tierra
toda esperanza, para que los hombres de abordo puedan conocer de otros estados
del alma, ni peores ni mejores, diferentes. El chapoteo lejano bajo la proa, a
la vista en punta de vanguardia el bulbo lacerado, que ahora cabecea suave
sobre olas parabólicas, se funde con el continuo rumor del motor que hace girar
la hélice, y sobre el Habana Vieja viaja también el oscuro fantasma anclado a
la chimenea sobre el castillo. Y todo al final no es más que esto. Y los
hombres de abordo, que son hombres de la mar, lo saben, saben que todo al final
no es más que esto. Así que cada uno vuelve a lo suyo y sienten el último
puerto como algo que quedó en un pasado remoto y sobrenatural, algo que no es
la realidad de la vida, que es ésta en la que cada uno tiene su puesto y su
oficio para hacer que el viejo casco perviva sobre las aguas y avance con
rumbos inciertos que les llevarán o no a otros puertos. Y es que para ellos,
todo al final no es más que esto. Y Chilo aún ha de aprenderlo.
jueves, 22 de mayo de 2014
Que no es indignación
A Cristóbal C.C.
Que no es indignación, sino tristeza
de la que nos devora las entrañas
lo que impone la voz de la maleza
corrupta, gobernantes y alimañas.
Que no es indignación por las patrañas
de bocas repintadas de vileza.
Que no es indignación, que son legañas
de llorar sinfuturos con vergüenza.
Que no es… ¡Vientos agitan desventuras
que apuñalan motivos a los sueños,
y vientos que prometen renacer!
¡Derecho a trabajar sin herraduras,
derecho a la vivienda y a ser dueños
con dignidad de nuestro amanecer!
Qué importa
A P.V.
Qué importan ayer o mañana
si nos hemos concedido los silencios:
tu boca callada y pacientes mis oídos,
inmóviles mis labios y tu sonrisa expectante.
Qué importa la vida, qué importa
si no nos conocíamos, si tus ojos
me han hablado de los sueños
y nada más que de los sueños.
Qué importa a mis manos
más que tu distancia, que tus manos
distantes en el tiempo se diluyan.
Pero qué importa ya nada para dos desconocidos
que se lo dan todo con nada y por nada
en la tarde que los vio nacer, vivir y morir.
Cuando el tiempo y el espacio han sido nuestros,
cuando hemos besado la mentira
y la verdad nos ha hecho sonreír,
y cuando nos hemos brindado la palabra
que sólo pronunciaron los párpados,
qué importan ayer o mañana, qué importa.
lunes, 19 de mayo de 2014
Me duchó
A Claudio de la Rubia
Ante la exquisitez hoy descubierta,
incipiente manjar; los humedales
femeninos clamando mis labiales
caricias, al secreto de su puerta
me vi. La habilidad un punto incierta
despejé muslos, quise ver tales
disfrutes al sendero de frutales,
temblores de mujer soñar despierta.
Qué cosa de sabores éste vicio,
aunque más a mujer el beneficio
-no levantes la cabeza- sugirió.
Y entre tanto gemido, en mi oficio
depositados tiempo y suplicio,
con agua de su orgasmo me duchó.
domingo, 18 de mayo de 2014
Enfermedad mental social no diagnosticada
Pareciera que no somos
conscientes de lo que realmente significa la palabra asesinato. Tras el crimen
de León, la muerte por arma de fuego de la política Isabel Carrasco, todos nos
hemos permitido un segundo de nuestro pensamiento para el aplauso y para un se lo tienen merecido. Y no, esto no
puede ser así. Asesinato significa básicamente que un ser humano quita la vida
a otro de una forma intencionada, que arrebata su esencia viva de entre los que
antes la acompañaban, y eso, hasta cuando se hace al amparo de una más que
dudosa legalidad, es la peor de las tragedias.
Pero no han resultado
menos trágicas las reacciones y consecuencias que han seguido a la muerte de
esta señora que recuerdo, antes estaba viva y ahora muerta. Que nuestro
inconsciente colectivo se haya alegrado del hecho que es el asesinato a sangre
fría de un político parece propio de una forma de enfermedad mental social no
diagnosticada. La reacción de la clase política politizando el hecho es igual
de preocupante. Y aunque las razones que motivaron el crimen fueran las luchas
intestinas que se producen dentro de los partidos llevadas al extremo, lo que
la sociedad ha querido ver es, que como los políticos se están comportando como
unos verdaderos hijos de la gran puta, que alguno de ellos acabase con un tiro
en la cabeza era la crónica de una muerte anunciada. Así que consecuentemente
ha sido aplaudida.
A todo esto sumamos la
reacción del poder. Se vigilan las redes sociales en busca de la apología del
asesinato, o del aplauso del mismo. Y en consecuencia el vulgo se pronuncia
indignado. Después tenemos al individuo. ¿Qué pasa por la cabeza del ciudadano
como unidad básica de la sociedad? El individuo sigue tan perdido como antes de
que se conociese la noticia del crimen. Nada de lo que dice o hace ha sido
profundamente meditado. Se deja llevar por el impulso de una herramienta de lo
caduco como si de un circo romano se tratase. El individuo no existe, y menos
en estos tiempos en los que las banderas, más que nunca, llaman a sus filas a
los pobres diablos perdidos en sus miserias. Como el individuo no existe,
existe la masa, y la masa es un bicho, un bicho grande, torpe e ignorante que
vive muerto. Un bicho que celebra la muerte en este caso. Y sin embargo ha sido
el poder el que con sus tretas y su ambición desmedida han parido a este bicho
y lo han mantenido durante milenios. El bicho, la sociedad enferma que aplaude
la muerte por asesinato de uno de los suyos, es el resultado de una historia
que apenas se revisa para aprender de los errores.
En este contexto, con
estas reglas del juego, con lo que está ocurriendo tras el crimen de León, uno
no puede hacer más que dar la razón a unos y a otros, a sabiendas que todos
están equivocados. La sociedad está muy enferma, y ha sido el poder el que ha
liberado el virus; y como la enfermedad de la sociedad amenaza al poder, el
poder ha de tomar sus medidas. Y como la sociedad padece de dolores
insoportables y busca desesperadamente su curación, no tolera el régimen de
cura de un poder igualmente desesperado por el mantenimiento de su supremacía.
Ante esto, pues eso, que todos llevan razón, me digo sumido en la más profunda
de las tristezas.
No sé a ciencia cierta
cuando fuimos conscientes de que éramos criaturas civilizadas, cuando fue que
nos empezamos a llamar humanidad. Desconozco por completo cuando se dio ese
engaño.
viernes, 16 de mayo de 2014
La botella de Chivas
A
Eduardo Formanti.
Cuando el botones llegó
ellos inflaron los bolsillos de la camisa con billetes que no reconocían. A
ellas no les importaba. Hacían como que ignoraban la irremediable presencia del
dinero. Además ellos tenían dólares y a ellos el dinero les daba igual porque
ya no recordaban la muerte. El botones sonreía mientras recibía los encargos:
la hamburguesa más grande, patatas con kétchup y mostaza; unas chuletillas de
cordero... Pero sobretodo lo que ellos querían y que era lo único que faltaba
en la habitación, era una brillante e imposible botella de Chivas.
Uno de ellos, el que
mejor controlaba el inglés y que a esas alturas inventaba más de la mitad de
las palabras, pasó el brazo sobre los hombros del apurado botones. Le habló con
la lengua dormida y el botones asentía a cada palabra, como si se tratase de un
discurso interesante. Con cada negativa sus bolsillos volvían a ser rellenados.
No hay Chivas en un país como este, le daba por decir en inglés colonial, a la
vez que sus ojos se movían cuando a alguna de ellas le daba por ir de un lado a
otro de la habitación, luciendo un cuerpo del paraíso al que un día aspiraba
alcanzar. Dos de ellos discutían también desnudos, todos lo estaban, sentados
uno frente al otro, en las sillas de mimbre del balcón. Hablaban de la guerra
que no habían visto, y también hablaban de la muerte que habían vivido, y
ninguno de los dos llevaba la razón. Pero el que hablaba inglés quería Chivas y
quería hielo, obstinado, y una de ellas, sabedora de lo imposible de su antojo,
le tomó por la cintura, le susurró al oído y le besó en la boca. Y por unos
segundos el Chivas ya no era tan importante. Pero ya no se trataba de besar,
hacer el amor o beber Chivas. Quería una botella de Chivas porque creía tener
el poder de tenerlo todo, la consecuencia de haber visto la muerte. Así que se
olvidó del cabello largo y rubio, y se olvidó de la piel transparente de ella,
y volvió al botones cuyos ojos hubieran visto todo el universo de una vez.
Desde el cuarto de baño
llegaban como olas que baten una ensenada orgásmicos gemidos bien simulados y
la voz de un hombre que voceaba como si se encontrase en un rodeo. El que
hablaba inglés apeló a la compasión del botones, los bolsillos de la camisa
rozando el límite. Y aunque no fue compasión algo hizo entender al botones que
si quería salir vivo de aquella habitación más le valía traer la botella de
Chivas. Así que aceptó. Todos interrumpieron sus tareas. Ellos tocaban las
palmas con un aire flamenco y ellas reían y hablaban en lenguas eslavas que a
ellos parecía música celestial.
Cuando el botones salió
de la habitación diez veces más rico de lo que lo había sido en su vida, el que
hablaba inglés tomó del suelo la botella de cerveza de un litro que había
depositado junto a sus pies descalzos. Apuró un trago bien largo y victorioso,
giró su cuerpo y a éste se pegó una de ellas, la misma de antes, y lo llevó de
la mano a una de las camas, sorteando las abandonadas prendas femeninas que
todas juntas valían más que la cuenta corriente de cualquiera de ellos. La
discusión se acaloraba en el balcón. Dejaron las sillas de mimbre e iniciaron
una pelea a puñetazos que tres de ellas trataron de terminar. Del baño sólo
salía el sonido del agua de la ducha al caer. Alguien encendió un cigarro, una
de ellas. Fumaba tranquila, sabía que la habitación estaba llena de dólares. Y
uno de ellos la miraba fumar desnuda tumbada sobre otra de las camas. Él sí
podía recordar la muerte. Así que se sentó junto a ella y la miró y se encendió
él también un cigarro. No hablaron porque manejaban idiomas diferentes.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)