lunes, 26 de mayo de 2014

Gritamos mucho




Gritamos mucho. No soy capaz de sacar una clara lectura del resultado de estas últimas elecciones. No soy capaz, no puedo decir, no puedo creer. Y es muy probable que seamos muchos los que hoy sintamos esa incómoda incapacidad. Las malas noticias son muchas después de la visita a las urnas. Las buenas, no las reconozco y es comprensible la desconfianza en los demás. Pero gritamos mucho. Hoy todo ha sido mucho mucho ruido, que cantara Sabina. Facebook es una guerra en estos momentos. Mi corazón es sensible a estos gritos. Imagino las caras que dibujan las bocas que gritan, y yo conozco esas caras, y esas caras me producen pavor. Lo democrático está en el voto. Uno vota, o no lo hace, o vota en blanco, y hace uso de su pequeño trocito de democracia. Pero después sale a gritar, a querer llevar la razón. Cuando esto no es más que la razón de la sinrazón. Las reglas del juego son las mismas de siempre. Y mucho me temo que ya estén escritas a fuego en esta inercia irrefrenable y dolorosa. Pero gritamos, ay, gritamos y gritamos cada vez con más fuerza, y con nuestros gritos no hacemos más que alimentar a la bestia siempre presente de la más triste de las tragedias. Si yo fuera más inteligente y capaz de entender con profundidad, de hacer una lúcida lectura de los resultados electorales, es muy posible que también se me viera gritando en estos momentos. Pero digo ¿por qué gritamos? ¿Ejercemos así nuestra libertad de expresión? ¿Tenemos en realidad opinión? ¿Es tan sabia como para gritarla? El siglo veinte fue anteayer y ya lo hemos olvidado. Eran estos mismos gritos de ahora los de entonces. Estos de ahora son gritos de una guerra que parece que todos anhelan. Todos los pececillos del mar de Facebook muerden con fuerza su anzuelo, se aferran al mástil de su bandera. Ya están todos gritando y listos. Ahora ya cualquier momento podría ser el bueno. Ya es posible el desastre. Mi más sincera enhorabuena, sí, a vosotros, sí, sabéis quienes sois, hijos de la gran puta.

domingo, 25 de mayo de 2014

El Habana Vieja (¿De qué trata la próxima novela de Eduardo Flores?)



El Habana Vieja inicia su travesía con rumbo incierto. Surca las plácidas aguas atlánticas y se aleja del último atraque con un nuevo tripulante abordo. La estela tras de sí es un azul espeso de moléculas de agua contrariadas que se excitan dando forma a una sutil y fugaz vereda para la vista. Una sombra como tinta negra se derrama por el costado de estribor. El sol ascendente tiende desde el otro lado de la ciudad una majestuosa alfombra dorada y brillante. Amanece en la mar al son que marca el balanceo del blanco casco tatuado por una infinidad de pequeñas arterias, que son los sutiles surcos del óxido recurrente. Así navega el Habana Vieja, ya abandonado por las gaviotas, aves marinas esclavas condenadas a la tierra, el castillo reluctante por el sol en la fresca mañana de finales de invierno. Se balancea en la mar como un viejo en la tierra, consciente del deterioro de sus facultades psicomotrices. Fierros diversos sin utilidad ni uso se estremecen sobre la cubierta gris y rociada aún por la húmeda caricia del alba. Tres huecas bodegas se cierran sobre cubierta por pesados portalones mecánicos y es corto el recorrido de la holgura, en el balanceo, de las plumas de las dos grúas en la banda de estribor. Como a la entrada infernal de Dante el navío que se hace a la mar ha de dejar en tierra toda esperanza, para que los hombres de abordo puedan conocer de otros estados del alma, ni peores ni mejores, diferentes. El chapoteo lejano bajo la proa, a la vista en punta de vanguardia el bulbo lacerado, que ahora cabecea suave sobre olas parabólicas, se funde con el continuo rumor del motor que hace girar la hélice, y sobre el Habana Vieja viaja también el oscuro fantasma anclado a la chimenea sobre el castillo. Y todo al final no es más que esto. Y los hombres de abordo, que son hombres de la mar, lo saben, saben que todo al final no es más que esto. Así que cada uno vuelve a lo suyo y sienten el último puerto como algo que quedó en un pasado remoto y sobrenatural, algo que no es la realidad de la vida, que es ésta en la que cada uno tiene su puesto y su oficio para hacer que el viejo casco perviva sobre las aguas y avance con rumbos inciertos que les llevarán o no a otros puertos. Y es que para ellos, todo al final no es más que esto. Y Chilo aún ha de aprenderlo.

jueves, 22 de mayo de 2014

Que no es indignación

A Cristóbal C.C.




Que no es indignación, sino tristeza

de la que nos devora las entrañas

lo que impone la voz de la maleza

corrupta, gobernantes y alimañas.

Que no es indignación por las patrañas

de bocas repintadas de vileza.

Que no es indignación, que son legañas

de llorar sinfuturos con vergüenza.

Que no es… ¡Vientos agitan desventuras

que apuñalan motivos a los sueños,

y vientos que prometen renacer!

¡Derecho a trabajar sin herraduras,

derecho a la vivienda y a ser dueños


con dignidad de nuestro amanecer!

Qué importa

A P.V.



Qué importan ayer o mañana

si nos hemos concedido los silencios:

tu boca callada y pacientes mis oídos,

inmóviles mis labios y tu sonrisa expectante.

Qué importa la vida, qué importa

si no nos conocíamos, si tus ojos

me han hablado de los sueños

y nada más que de los sueños.

Qué importa a mis manos

más que tu distancia, que tus manos

distantes en el tiempo se diluyan.

Pero qué importa ya nada para dos desconocidos

que se lo dan todo con nada y por nada

en la tarde que los vio nacer, vivir y morir.

Cuando el tiempo y el espacio han sido nuestros,

cuando hemos besado la mentira

y la verdad nos ha hecho sonreír,

y cuando nos hemos brindado la palabra

que sólo pronunciaron los párpados,


qué importan ayer o mañana, qué importa.

lunes, 19 de mayo de 2014

Me duchó


A Claudio de la Rubia




Ante la exquisitez hoy descubierta,

incipiente manjar; los humedales

femeninos clamando mis labiales

caricias, al secreto de su puerta

me vi. La habilidad un punto incierta

despejé muslos, quise ver tales

disfrutes al sendero de frutales,

temblores de mujer soñar despierta.

Qué cosa de sabores éste vicio,

aunque más a mujer el beneficio

-no levantes la cabeza- sugirió.

Y entre tanto gemido, en mi oficio

depositados tiempo y suplicio,


con agua de su orgasmo me duchó.

domingo, 18 de mayo de 2014

Enfermedad mental social no diagnosticada



Pareciera que no somos conscientes de lo que realmente significa la palabra asesinato. Tras el crimen de León, la muerte por arma de fuego de la política Isabel Carrasco, todos nos hemos permitido un segundo de nuestro pensamiento para el aplauso y para un se lo tienen merecido. Y no, esto no puede ser así. Asesinato significa básicamente que un ser humano quita la vida a otro de una forma intencionada, que arrebata su esencia viva de entre los que antes la acompañaban, y eso, hasta cuando se hace al amparo de una más que dudosa legalidad, es la peor de las tragedias.

Pero no han resultado menos trágicas las reacciones y consecuencias que han seguido a la muerte de esta señora que recuerdo, antes estaba viva y ahora muerta. Que nuestro inconsciente colectivo se haya alegrado del hecho que es el asesinato a sangre fría de un político parece propio de una forma de enfermedad mental social no diagnosticada. La reacción de la clase política politizando el hecho es igual de preocupante. Y aunque las razones que motivaron el crimen fueran las luchas intestinas que se producen dentro de los partidos llevadas al extremo, lo que la sociedad ha querido ver es, que como los políticos se están comportando como unos verdaderos hijos de la gran puta, que alguno de ellos acabase con un tiro en la cabeza era la crónica de una muerte anunciada. Así que consecuentemente ha sido aplaudida.

A todo esto sumamos la reacción del poder. Se vigilan las redes sociales en busca de la apología del asesinato, o del aplauso del mismo. Y en consecuencia el vulgo se pronuncia indignado. Después tenemos al individuo. ¿Qué pasa por la cabeza del ciudadano como unidad básica de la sociedad? El individuo sigue tan perdido como antes de que se conociese la noticia del crimen. Nada de lo que dice o hace ha sido profundamente meditado. Se deja llevar por el impulso de una herramienta de lo caduco como si de un circo romano se tratase. El individuo no existe, y menos en estos tiempos en los que las banderas, más que nunca, llaman a sus filas a los pobres diablos perdidos en sus miserias. Como el individuo no existe, existe la masa, y la masa es un bicho, un bicho grande, torpe e ignorante que vive muerto. Un bicho que celebra la muerte en este caso. Y sin embargo ha sido el poder el que con sus tretas y su ambición desmedida han parido a este bicho y lo han mantenido durante milenios. El bicho, la sociedad enferma que aplaude la muerte por asesinato de uno de los suyos, es el resultado de una historia que apenas se revisa para aprender de los errores.

En este contexto, con estas reglas del juego, con lo que está ocurriendo tras el crimen de León, uno no puede hacer más que dar la razón a unos y a otros, a sabiendas que todos están equivocados. La sociedad está muy enferma, y ha sido el poder el que ha liberado el virus; y como la enfermedad de la sociedad amenaza al poder, el poder ha de tomar sus medidas. Y como la sociedad padece de dolores insoportables y busca desesperadamente su curación, no tolera el régimen de cura de un poder igualmente desesperado por el mantenimiento de su supremacía. Ante esto, pues eso, que todos llevan razón, me digo sumido en la más profunda de las tristezas.


No sé a ciencia cierta cuando fuimos conscientes de que éramos criaturas civilizadas, cuando fue que nos empezamos a llamar humanidad. Desconozco por completo cuando se dio ese engaño.

viernes, 16 de mayo de 2014

La botella de Chivas



A Eduardo Formanti.



Cuando el botones llegó ellos inflaron los bolsillos de la camisa con billetes que no reconocían. A ellas no les importaba. Hacían como que ignoraban la irremediable presencia del dinero. Además ellos tenían dólares y a ellos el dinero les daba igual porque ya no recordaban la muerte. El botones sonreía mientras recibía los encargos: la hamburguesa más grande, patatas con kétchup y mostaza; unas chuletillas de cordero... Pero sobretodo lo que ellos querían y que era lo único que faltaba en la habitación, era una brillante e imposible botella de Chivas.

Uno de ellos, el que mejor controlaba el inglés y que a esas alturas inventaba más de la mitad de las palabras, pasó el brazo sobre los hombros del apurado botones. Le habló con la lengua dormida y el botones asentía a cada palabra, como si se tratase de un discurso interesante. Con cada negativa sus bolsillos volvían a ser rellenados. No hay Chivas en un país como este, le daba por decir en inglés colonial, a la vez que sus ojos se movían cuando a alguna de ellas le daba por ir de un lado a otro de la habitación, luciendo un cuerpo del paraíso al que un día aspiraba alcanzar. Dos de ellos discutían también desnudos, todos lo estaban, sentados uno frente al otro, en las sillas de mimbre del balcón. Hablaban de la guerra que no habían visto, y también hablaban de la muerte que habían vivido, y ninguno de los dos llevaba la razón. Pero el que hablaba inglés quería Chivas y quería hielo, obstinado, y una de ellas, sabedora de lo imposible de su antojo, le tomó por la cintura, le susurró al oído y le besó en la boca. Y por unos segundos el Chivas ya no era tan importante. Pero ya no se trataba de besar, hacer el amor o beber Chivas. Quería una botella de Chivas porque creía tener el poder de tenerlo todo, la consecuencia de haber visto la muerte. Así que se olvidó del cabello largo y rubio, y se olvidó de la piel transparente de ella, y volvió al botones cuyos ojos hubieran visto todo el universo de una vez.

Desde el cuarto de baño llegaban como olas que baten una ensenada orgásmicos gemidos bien simulados y la voz de un hombre que voceaba como si se encontrase en un rodeo. El que hablaba inglés apeló a la compasión del botones, los bolsillos de la camisa rozando el límite. Y aunque no fue compasión algo hizo entender al botones que si quería salir vivo de aquella habitación más le valía traer la botella de Chivas. Así que aceptó. Todos interrumpieron sus tareas. Ellos tocaban las palmas con un aire flamenco y ellas reían y hablaban en lenguas eslavas que a ellos parecía música celestial.


Cuando el botones salió de la habitación diez veces más rico de lo que lo había sido en su vida, el que hablaba inglés tomó del suelo la botella de cerveza de un litro que había depositado junto a sus pies descalzos. Apuró un trago bien largo y victorioso, giró su cuerpo y a éste se pegó una de ellas, la misma de antes, y lo llevó de la mano a una de las camas, sorteando las abandonadas prendas femeninas que todas juntas valían más que la cuenta corriente de cualquiera de ellos. La discusión se acaloraba en el balcón. Dejaron las sillas de mimbre e iniciaron una pelea a puñetazos que tres de ellas trataron de terminar. Del baño sólo salía el sonido del agua de la ducha al caer. Alguien encendió un cigarro, una de ellas. Fumaba tranquila, sabía que la habitación estaba llena de dólares. Y uno de ellos la miraba fumar desnuda tumbada sobre otra de las camas. Él sí podía recordar la muerte. Así que se sentó junto a ella y la miró y se encendió él también un cigarro. No hablaron porque manejaban idiomas diferentes.