domingo, 18 de mayo de 2014

Enfermedad mental social no diagnosticada



Pareciera que no somos conscientes de lo que realmente significa la palabra asesinato. Tras el crimen de León, la muerte por arma de fuego de la política Isabel Carrasco, todos nos hemos permitido un segundo de nuestro pensamiento para el aplauso y para un se lo tienen merecido. Y no, esto no puede ser así. Asesinato significa básicamente que un ser humano quita la vida a otro de una forma intencionada, que arrebata su esencia viva de entre los que antes la acompañaban, y eso, hasta cuando se hace al amparo de una más que dudosa legalidad, es la peor de las tragedias.

Pero no han resultado menos trágicas las reacciones y consecuencias que han seguido a la muerte de esta señora que recuerdo, antes estaba viva y ahora muerta. Que nuestro inconsciente colectivo se haya alegrado del hecho que es el asesinato a sangre fría de un político parece propio de una forma de enfermedad mental social no diagnosticada. La reacción de la clase política politizando el hecho es igual de preocupante. Y aunque las razones que motivaron el crimen fueran las luchas intestinas que se producen dentro de los partidos llevadas al extremo, lo que la sociedad ha querido ver es, que como los políticos se están comportando como unos verdaderos hijos de la gran puta, que alguno de ellos acabase con un tiro en la cabeza era la crónica de una muerte anunciada. Así que consecuentemente ha sido aplaudida.

A todo esto sumamos la reacción del poder. Se vigilan las redes sociales en busca de la apología del asesinato, o del aplauso del mismo. Y en consecuencia el vulgo se pronuncia indignado. Después tenemos al individuo. ¿Qué pasa por la cabeza del ciudadano como unidad básica de la sociedad? El individuo sigue tan perdido como antes de que se conociese la noticia del crimen. Nada de lo que dice o hace ha sido profundamente meditado. Se deja llevar por el impulso de una herramienta de lo caduco como si de un circo romano se tratase. El individuo no existe, y menos en estos tiempos en los que las banderas, más que nunca, llaman a sus filas a los pobres diablos perdidos en sus miserias. Como el individuo no existe, existe la masa, y la masa es un bicho, un bicho grande, torpe e ignorante que vive muerto. Un bicho que celebra la muerte en este caso. Y sin embargo ha sido el poder el que con sus tretas y su ambición desmedida han parido a este bicho y lo han mantenido durante milenios. El bicho, la sociedad enferma que aplaude la muerte por asesinato de uno de los suyos, es el resultado de una historia que apenas se revisa para aprender de los errores.

En este contexto, con estas reglas del juego, con lo que está ocurriendo tras el crimen de León, uno no puede hacer más que dar la razón a unos y a otros, a sabiendas que todos están equivocados. La sociedad está muy enferma, y ha sido el poder el que ha liberado el virus; y como la enfermedad de la sociedad amenaza al poder, el poder ha de tomar sus medidas. Y como la sociedad padece de dolores insoportables y busca desesperadamente su curación, no tolera el régimen de cura de un poder igualmente desesperado por el mantenimiento de su supremacía. Ante esto, pues eso, que todos llevan razón, me digo sumido en la más profunda de las tristezas.


No sé a ciencia cierta cuando fuimos conscientes de que éramos criaturas civilizadas, cuando fue que nos empezamos a llamar humanidad. Desconozco por completo cuando se dio ese engaño.

viernes, 16 de mayo de 2014

La botella de Chivas



A Eduardo Formanti.



Cuando el botones llegó ellos inflaron los bolsillos de la camisa con billetes que no reconocían. A ellas no les importaba. Hacían como que ignoraban la irremediable presencia del dinero. Además ellos tenían dólares y a ellos el dinero les daba igual porque ya no recordaban la muerte. El botones sonreía mientras recibía los encargos: la hamburguesa más grande, patatas con kétchup y mostaza; unas chuletillas de cordero... Pero sobretodo lo que ellos querían y que era lo único que faltaba en la habitación, era una brillante e imposible botella de Chivas.

Uno de ellos, el que mejor controlaba el inglés y que a esas alturas inventaba más de la mitad de las palabras, pasó el brazo sobre los hombros del apurado botones. Le habló con la lengua dormida y el botones asentía a cada palabra, como si se tratase de un discurso interesante. Con cada negativa sus bolsillos volvían a ser rellenados. No hay Chivas en un país como este, le daba por decir en inglés colonial, a la vez que sus ojos se movían cuando a alguna de ellas le daba por ir de un lado a otro de la habitación, luciendo un cuerpo del paraíso al que un día aspiraba alcanzar. Dos de ellos discutían también desnudos, todos lo estaban, sentados uno frente al otro, en las sillas de mimbre del balcón. Hablaban de la guerra que no habían visto, y también hablaban de la muerte que habían vivido, y ninguno de los dos llevaba la razón. Pero el que hablaba inglés quería Chivas y quería hielo, obstinado, y una de ellas, sabedora de lo imposible de su antojo, le tomó por la cintura, le susurró al oído y le besó en la boca. Y por unos segundos el Chivas ya no era tan importante. Pero ya no se trataba de besar, hacer el amor o beber Chivas. Quería una botella de Chivas porque creía tener el poder de tenerlo todo, la consecuencia de haber visto la muerte. Así que se olvidó del cabello largo y rubio, y se olvidó de la piel transparente de ella, y volvió al botones cuyos ojos hubieran visto todo el universo de una vez.

Desde el cuarto de baño llegaban como olas que baten una ensenada orgásmicos gemidos bien simulados y la voz de un hombre que voceaba como si se encontrase en un rodeo. El que hablaba inglés apeló a la compasión del botones, los bolsillos de la camisa rozando el límite. Y aunque no fue compasión algo hizo entender al botones que si quería salir vivo de aquella habitación más le valía traer la botella de Chivas. Así que aceptó. Todos interrumpieron sus tareas. Ellos tocaban las palmas con un aire flamenco y ellas reían y hablaban en lenguas eslavas que a ellos parecía música celestial.


Cuando el botones salió de la habitación diez veces más rico de lo que lo había sido en su vida, el que hablaba inglés tomó del suelo la botella de cerveza de un litro que había depositado junto a sus pies descalzos. Apuró un trago bien largo y victorioso, giró su cuerpo y a éste se pegó una de ellas, la misma de antes, y lo llevó de la mano a una de las camas, sorteando las abandonadas prendas femeninas que todas juntas valían más que la cuenta corriente de cualquiera de ellos. La discusión se acaloraba en el balcón. Dejaron las sillas de mimbre e iniciaron una pelea a puñetazos que tres de ellas trataron de terminar. Del baño sólo salía el sonido del agua de la ducha al caer. Alguien encendió un cigarro, una de ellas. Fumaba tranquila, sabía que la habitación estaba llena de dólares. Y uno de ellos la miraba fumar desnuda tumbada sobre otra de las camas. Él sí podía recordar la muerte. Así que se sentó junto a ella y la miró y se encendió él también un cigarro. No hablaron porque manejaban idiomas diferentes.

jueves, 15 de mayo de 2014

Si la noche me acompaña



Si la noche me acompaña
y las aceras acomodan mi camino
y si la noche es oscura mis pasos
seguirán irrefrenables seguirán

Si la noche me acompaña
te echaré de menos como siempre
porque nunca has existido y si la noche
se expresa lunar dirá tu nombre

Si la noche me acompaña
y la vida late y falta el aire
los silencios del pasado serán fantasmas
y si la noche me duele me acaricia

Si la noche me acompaña
nada será imprescindible en mis manos
y las estrellas como nombres censurados
sonarán y si la noche me ruge

Si la noche me acompaña
y si la noche es horizonte lleno
y si la noche quimérica me gobierna
marcharé lejos hasta la muerte

Si la noche me acompaña
será la noche compañía de la risa
inquebrantable de la amargura

eterna de todos nuestros corazones

miércoles, 14 de mayo de 2014

Con ojos de niño.



De pronto me sentí solo en mitad de la calle y el levante más que golpear parecía fluir por las calles que desembocaban en la avenida. Ya la intención del paseo era una promesa cuando miré al norte y a lo lejos las Puertas de Tierra se perfilaron bajo un cielo cargado de partículas violentadas por el aire. Mi paso desacelerado se transformó en un pensamiento. Todo lo miraba y todo lo veía. Y me di cuenta entonces que mis ojos ya no eran mis ojos y que eran los ojos de un niño que descubrían una ciudad nueva donde antes no había más que calles, coches y desconocidos vidandantes. Pero sólo el batir continuo del viento sobre la piel de mis brazos era verdad, y así era como iba descubriendo que la bendita tierra que pisaba se iba creando ante mis pies a medida que avanzaba. Era eterna la avenida y la sentí despoblada bajo los arcos en el paseo y puse rumbo al Campo del Sur y pasé por la cárcel vieja y miré al fondo y a la izquierda y el mar verdemoco del Ulises se encrespaba. Coches que se apiñaban ante la desazón roja de los conductores. Caminaba y sonreía a partes iguales porque iba descubriendo como nuevos los adoquines tendidos a mi izquierda. Me interné en el Pópulo, y allí el viento jugó al gato y al ratón con mis mejillas y mi frente. Cambié de opinión justo antes de llegar a la catedral y me dirigí a San Juan de Dios, y allí estaba de nuevo, agitado y llamando a sus criaturas, el mar. Tenía un destino y tiempo sobrado para alcanzarlo. Miré las terrazas y sentí la tentación de hacer un alto para beber un buen vaso de vino malo con limón. Pero las aventuras más insignificantes tampoco admiten el descanso del héroe. Había que caminar. Y caminé y me perdí por calles que conocía y que no podía nombrar. Hice un intento por hacer un recuento de los pares de hermosas y desnudas piernas femeninas que se cruzaban conmigo, pero mi gesto se empeñó en sonreír a sus propietarias sin más intención que la de dar las gracias. Una calle San Francisco inundada de viento y de gestos malhumorados me llevaron a la plaza del mismo nombre. Una vez más las sillas metálicas de las terrazas pedían calor, y las ignoré, y transité el callejón del Tinte y en la plaza de Mina me senté. Crucé las piernas y no miré nada, y volví a verlo todo y me supe feliz de estar en casa. Las calles por las que había pasado me habían reconocido como nunca antes lo hicieron. Puedo ver Cádiz como un extranjero, me dije, y puedo admirar Cádiz desde las entrañas, sin artificios, sin más medio que mis propios sentidos. Emprendí la marcha y callejeé sin más ayuda que la brújula de una mosca. Me perdí en cuatro calles por las que alguna vez había pasado. La gente circulaba inmersa en su rutina. No hay nada nuevo para ellos hoy, pensé, hago el camino del privilegio. En algún punto quise dar marcha atrás para caminar más trecho de la calle Ancha, y lo hice y mi paso desacelerado descargaba las tensiones acumuladas en mis piernas. Un balón llegó raso a mis pies en San Antonio y sin pararlo lo golpeé inyectando cómodo el empeine de mi pie derecho por debajo. El balón trazó una elegante parábola y al otro lado un niño con la camiseta del Real Madrid lo detuvo con destreza y cuando esto pasó, yo ya seguía caminando y mirando y viendo cuanto había que verse allí y que no era poco. Recordé aquellos viejos partidos en la calle de mi niñez, a los amigos con los que solía jugar entonces. Saludé a Wellington con un disimulado gesto militar cuando volví a intuir el mar. Mi destino estaba próximo, el tiempo se había detenido en la avenida, y fue entonces cuando supe que ya debía detenerme en una terraza, y no pensar más.

lunes, 12 de mayo de 2014

A través del cristal y por dentro.



Esta luz mediana. La torpeza del pie quebrado del sol. El paisaje reverdecido de lomas violadas por obscenas torres metálicas de celosía y las lomas tatuadas por culebras de terruño marrón con rodadas. Viajar en tren es viajar sin perder el viejo romanticismo del viaje como idea. Viajar en tren incita a la escritura y a fabular la historia de los desconocidos viajeros que comparten coche. A través de los cristales todo me sorprende porque los trenes aún transitan lugares olvidados. De pronto una algodonosa columna de humo que se erige a media ladera, en mitad de un bosque bajo y lejano, se me antoja una leyenda jamás contada sobre un ritual de primavera que procura que cada hecho corresponda a su tiempo. Hoy, todos y cada uno de los viajeros de este tren, narrarán su propio cuento del viaje sin poder esconder el placentero transcurrir vivido entre extraños.

El campo se muestra en un orden incomprensible para los torpes ojos del ser humano posmoderno extra tecnológico. La gran mayoría de las viejas construcciones rurales a ambos lados de los raíles y el balasto comparten esa armonía natural que nos es tan extraña. Comparo la diversidad de alcornoques y los pinares con las ceibas, acacias, baobabs y caobos que la penúltima mañana contemplaba con admiración, con curiosidad, con esa avidez del que busca desesperadamente el alimento. Son la misma cosa. Acaso estos árboles de ahora parecen seres domesticados. Domesticada me parece también la literatura en estos días. La confusión a la vuelta de la esquina. La literatura en estos días es más que nunca otra víctima del narcisismo posmodernista que nos envenena la sangre. No, no es así en estos alcornoques, orgullosos de su naturaleza, que despueblan la cresta de un cerro según la vista asciende, hasta dejar sin sombra una estación de antenas.


No existe el narcisismo en los lugares en los que se lucha por la supervivencia diaria. Allí la dignidad es una procesión que se lleva muy adentro. Por las calles no hay dignidad, lo que los hace a todos muy dignos seres humanos.

jueves, 8 de mayo de 2014

Carta abierta a uno mismo



Tratas de escribir ahora todo aquello que no sabes y que sin embargo alberga la esperanza de sacar algo en claro. Te diré algo que sí sabes ahora: nada nunca está claro. Como fue todo es y será y ya te manejas en esos términos de indefinición y absoluta incertidumbre. Siempre en marcha esperando la muerte, que llega cuando llega y como llega, según las cosas se presentan, también en marcha y en tu contra. Y aunque todo apunta a que poco más vas a aprender, te puedes consolar escribiéndote aquí al respecto de esta transición particular -que no es más que parte de una mucho más grande- y puedes decirte pues, que esto que te escribes vale para algo, a ti mismo o a cualquiera que le diese por entrar sin llamar. El relato se mantiene a base de conflictos, la vida es una narración que los sentidos brindan con el beneplácito de los órganos vitales. Un juego en el que no se admite trampa alguna porque los hilos siempre están visibles a tu propia vista, parte importante del narrador. A veces todo se presenta al ritmo de un jugar por jugar que tiene su gracia, otras no dejan sitio para la risa y por lo general suele ser una mezcla orbital cuyo mayor enemigo es el miedo. Has leído mucho sobre el miedo últimamente. No han sido malas lecturas, te han servido, has aprendido un poquito más sobre ello. Cuando piensas en una probable vejez -más te vale dejar el tabaco y alguna que otra cosilla más- se te dibuja la imagen de un viejo que pasea en paz consigo mismo y el resto de los bípedos inplumes que cohabitan el universo conocido. Y como siempre has corrido y siempre te has dado tanta prisa en todo ahora quisieras ser ese viejo, aunque también quieres ser un ahora, con sus golpes y caricias y su marchar lento. Volvamos a la transición. Lo que haces mal no es otra cosa que pensar en lo que haces mal. Hazlo bien, es obvio. Pero piensa que dará igual lo bien o lo mal que lo hagas, los obstáculos seguirán confundiéndote, toparás con malencarados, con la envidia y la traición, con la pérdida, con mujeres que no saben estar en sí y con hombres que no saben dar un abrazo. La transición no es tan importante a estas alturas en la que llevas media vida mudándote sin más equipaje que el que te cabe en el corazón y en un par de maletas. Y sin embargo sigues haciendo lo mismo, encomendándote a la suerte como los toreros y pidiendo que de ser cogido por la punta del asta no sea por lo genitales y a ser posible dejar intacta la femoral. Una última cosa que sabes porque la has aprendido por las malas y ahora eres un fenómeno: las reglas del juego no se cumplen si en él no eres capaz de divertirte. Así que deja de escribirte y marcha de nuevo a ponerte lo guantes, el calzón y las zapatillas, salta al cuadrilátero y que la prensa deportiva diga de ti que bailas como una mariposa y que golpeas como una abeja. Diviértete.


PD: Nada de lo que te has escrito puedes tomártelo en serio. Tiene tantas posibilidades de ser un texto equivocado como de lo contrario. 

sábado, 3 de mayo de 2014

Bajo la luz anaranjada


Las últimas lecturas han provocado que a duras penas pueda defenderme de un pesimismo profundo que se bate como lo hacen las realidades inevitables.

Leo bajo la luz anaranjada anclada al mamparo sobre mi cama. Y luego pienso y reflexiono sin más claridad que la que me brinda la noche marina y desnuda. Tengo guardadas en mi disco duro un par de entradas para este blog en un continuum de las anteriores, en esa patética búsqueda de lo trascendente que se me escabulle y que siempre parece ir un paso por delante. Dichas entradas parecieron no entenderse y he decidido asumir mi responsabilidad. Pero no es por eso por lo que no colgaré las dos entradas guardadas en mi disco duro. El motivo es esencialmente moral. Ningún lector desprevenido merece que un perturbado ponga a sus ojos lecturas horripilantes que especulan con un futuro previsible -lamentablemente- y el momento espiritual que lo está generando. Ahora no es ese futuro y escribir de forma perturbada y directa en un blog no es el medio para armarse y fortalecerse en el presente. No cuando suenan tambores de guerra más allá y no cuando los cambios irreversibles a peor ya se están asumiendo. Lo peor de esas lecturas, aquello que las torna en el acto de leer en realidades inevitables, es que no lo pretenden, sino que manan un aire de objetividad y una sabiduría que te hacen temblar.

Vuelvo a estar rodeado de personajes que no existen y con los que sueño y me hablan. Vienen de un mundo en el que a veces entro y me quedo porque todo es una puerta y las fronteras no existen. Cuando hablo con estos personajes sé que no son reales y que dicen cosas que quiero oír la mayoría de las veces. Pero ocurre que no siempre es así, y que las historias que me cuentan no son las historias que me gustaría que me contasen, asuntos de los que no quiero tratar porque me hieren y me vinculan al mundo al que pertenecen, y entonces sí son reales estos personajes, tanto como lo puedo ser yo a uno y otro lado de la frontera. Después me doy cuenta que lo que me cuentan y no me gusta escuchar es lo que luego escribo, y leo lo escrito y después ya sólo quiero volver a dormir para oponer una réplica que sé que no servirá de mucho. Me hacen sentirme feliz estos personajes que me hablan cuando sueño, me hacen compañía, me dan la vida que en ocasiones no puedo sentir. Y es por ello, por esa deuda que contraigo, por lo que he de escribir las historias que preferiría que no me contasen. Me dan las gracias, desde el otro lado.

¿Por qué leo y releo a Hemingway? Porque está ahí.

Recuerdo perfectamente cuándo y dónde leí Cien años de soledad. Nunca he vuelto a leerla entera. En ocasiones, cuando vivía en mí la obsesión de querer escribir como Gabriel García Márquez, abría el libro por algún punto al azar y leía una o dos páginas y después cerraba los ojos para que aquello que había leído, la manera en que había sido escrito, se me agarrase con fuerza a donde quiera que se agarren esas cosas. Nunca dio resultado y ahora ya sé que jamás escribiré como García Márquez escribió Cien años de soledad. Ahora probablemente el coronel ya tiene -más que nunca- quien le escriba. Supe de su fallecimiento en la mar, y recuerdo que la mar entonces estaba en calma. Me hubiera gustado poder haberle dado las gracias a Gabriel García Márquez por Cien años de soledad. Me gustaría que ahora mismo le llegase mi más profundo agradecimiento.

Tanto significó para mí aquella obra que en su honor, por un paralelismo imaginario que yo creía muy real y que aún creo, quise iniciar un proyecto que llevaba por nombre Exiliados de Macondo. Era una fase de estupidez torrencial en mi vida y leía mucho más que vivía. Casualidad o no era, como en cierta medida ahora lo es, un tiempo en el que reinaba el pesimismo. Un pesimismo que iba de adentro hacia afuera, y no como ahora, de fuera hacia el interior habitado. Y Exiliados de Macondo era un proyecto precioso que nada tenía que ver con aquel pesimismo y más aún, significaba una lucha contra el pesimismo. Pronto me di cuenta del error, que Exiliados de Macondo fuera precioso se había convertido en su mayor inconveniente.

Me gustaría decirle a un amigo que es un tío grande y que su trabajo, pese a lo ya recorrido, no ha hecho más que empezar, que es como se han de ganar las batallas. Y me gustaría decirle que tomase estas palabras y que las meditase profundamente y que deje de luchar contra los tiempos, contra las fuerzas insuperables. A este amigo al que me gustaría llegar estas palabras podrían no significar nada. Pero me empeño y le digo, que mi confianza y mi admiración reclaman de su persona y su oficio que mantenga a flote su firmeza, su inmedible sensibilidad y una vocación que no se paga con laureles y mucho menos con dinero. A este amigo que es un maestro y cuya herida es grande y comparto le tiendo desde aquí una mano lejana y le digo que la palabra escrita, la suya en particular, es un acto premiado por un don, uno que él maneja con eficacia, sobre todo cuando no es para defenderse.


Empezaré mi viaje cuando salga esta noche a cenar y me emborrache y me vaya a la cama y mañana por la mañana vuelva a la mar. En un par de días llegaré a un paraje recóndito al que todos llamamos Diego Suárez y que se llama Antsiranana. Allí pasaré una noche en la que también me emborracharé para que el viaje no se detenga y ya no dormiré más que en el avión rumbo a Tana que en los mapas aparece como Antananarivo. Una tarde de hotel en la que hará frío y en la que será imposible bañarse en la piscina hasta cenar, tomar las maletas y un avión hasta París y otro avión hasta Madrid y luego el tren. Cuando baje de ese tren habré acabado mi viaje. Así que empezaré otro.