Es pedregoso, curvado
y, muy cuesta arriba, el camino que han de seguir los justos para ser justos
con los justos. Un camino en el que lo primero en lo que se ha de pensar es en
el respeto, el afecto, la memoria,... Tal vez, quién sabe, ese camino ha de tomarlo
uno desde el mismo suelo de partida. Sí, quizá, desde la tierra propia, desde
ese pedazo inerte de asfaltos y farolas que le vio nacer y que al tiempo es el
mismo de la gente que alberga todos sus afectos y admiraciones.
Reconozco en mi pasado
más reciente una reconciliación maravillosa con todas y cada una de las piedras
que conforman esta tierra mía. Quiero pensar que he iniciado el camino de los
justos. Uno es feliz cuando aprende, pocas cosas pueden ser tan gozosas en el
plazo largo de la vida. Y así es como considero que he ganado en esta extraña
reconciliación. He aprendido que mi tierra es tan increíble como la tierra de
aquellos otros de más allá; que las fiestas de mi tierra son tan alegres como
pueden serlo en cualquier otra tierra; y he aprendido que en mi tierra abundan
tanto los justos como los necios y que, así mismo, es como ocurre en otras
tierras que no son la mía. He aprendido a querer a mi tierra por la vía
dolorosa del alejamiento y de la soledad.
Pero no puede ser el
amor a la tierra propia como el amor injusto de la madre al hijo. Ha de amarse
a la tierra pretendiendo el bien de la misma sobre el resto de las cosas. Sobre
la tradición incluso. Porque el futuro es algo que comienza de forma tan
inmediata, hacer una revisión, una crítica desde el más profundo cariño, no ha
de suponer, a la tierra misma, un foco de reproches hacia quien sólo pretende
-equivocado o no- hacer de la tierra, digna de un sano orgullo de sus
habitantes.
La ciudad de Cádiz así
como las ciudades vecinas no son un carnaval. El carnaval es parte importante;
más que eso, mucho más que eso. A cualquiera que se le hablase de Cádiz, de
forma automática, sale raudo al paso de una exhibición de conocimiento con el
tópico del chirigotero como paradigma exacto del gaditano medio. Y es por esto que digo que
la ciudad de Cádiz y vecinas no son un carnaval pese a ser el carnaval una
fiesta importante y divertida y peculiar.
Por este tipo de
críticas uno puede recibir -y de hecho ha recibido- el más ridículo de los
linchamientos por parte de la gente que aprecia, que admira, que ama como se
ama a aquellas cosas que forman parte de la vida de uno y que por ello son
merecedoras de amor. De repente, en la red social común, uno se expone a que
todas esas iras reprimidas por todas las íntimas miserias le hagan sentir un
gaditano de mala calidad, un melón que salió amargo. Y bueno, yo no me
considero tan amargo. Quizá sí un poco melón, pero no precisamente amargo. Y
aunque uno quisiera obviar todas estas historias de relativa importancia,
también piensa que el camino de los justos tiene un inicio y que quisiera tal
vez emprender la marcha y que ésta tiene su origen en la tierra propia. ¿Cómo
arrancar pues si ya uno es considerado -o se siente considerado- un melón del
huerto que ha salido amargo?
Pocos son conscientes
de que mi amor por mi tierra, mi amor por Cádiz, pasa de largo el sentimiento
común generalizado, llegando a un nivel muy cercano al espiritual. Pocos son
conscientes de lo que significa para mí regresar a estos suelos después de
mucho tiempo viviendo de lo que le queda de la nostalgia por la tierra que lo
vio partir.
Gaditano de mala calidad. Gaditano de mala calidad. En fin.
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