sábado, 25 de mayo de 2013

Ernest y yo II




Ernest se ha sentado a la mesa frente a mí. Ha traído una copa vacía para que se la llene. La deja en la mesa y la acerca a la mía. Cuando ya bebemos, juntos y, tras un rato de desconcertante meditación, con la mirada fija en la pintura en la que mi mujer posa, más que bella, con un elegante vestido de verano sobre un fondo azul sutilmente estrellado, me dice, que aquellas noches, en la shamba a los pies de la Gran Montaña, la enorme luna llena, hacía que las estrellas fuesen casi imperceptibles, como las del cuadro, termina a la vez que señala la pintura.

Le pregunto, ignorando su observación, que qué era lo que estaba haciendo en la shamba.

Perseguíamos elefantes. Un grupo de monstruosos elefantes que había tomado la ruinosa costumbre de atravesar de punta a punta la shamba, destruyendo los humildes cultivos locales y acabando con no pocas cabezas de ganado.

Hoy, eso de perseguir elefantes no está muy bien visto, le hago saber.

Hoy ya no hay elefantes como aquellos, hoy no hay elefantes, responde con vehemencia.

Me encantaría poder ir a Kenia.

Kenia ya no existe. Los matamos a todos, empezando por los masáis y los maus-maus.

Lleno una segunda ronda.

Acabamos pronto con el problema de los elefantes. Lo bueno de los elefantes es la facilidad con que se encuentra su rastro. Si se tiene la infeliz idea de esperarlos en la shamba bien puedes darte por muerto. O peor aún, encontrártelos en plena selva. Lo mejor es que el rastreador te lleve a alguna llanura en la que sepas que los vas a encontrar durante el día. Si identificas rápido al jefe del grupo, al viejo, problema resuelto.

Dices que acabasteis pronto con el problema ¿por qué razón seguiste en la shamba? Pregunto sin disimular un ápice mi interés.

Las mujeres kimba son muy hospitalarias pero sobretodo, muy agradecidas y, una de ellas, se ofreció como pago por mis servicios. Fue difícil convencer a su padre de que yo no esperaba pago alguno sin ofenderle a él y a su tribu.

Oye, Ernest, me encantaría conocer una shamba a los pies de la Gran Montaña, le digo.

Ya no hay shambas, no existen shambas como aquellas, responde, melancólico. También matamos a todos los kimbas.  

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