Sé que cuando Ernest me
habla directamente, así muy serio, con los dedos de su mano derecha buceando
por su barba, lo hace por mi bien. Como no podría ser de otra manera yo desoigo
sus consejos, los comentarios con los que trata de guiarme por los vericuetos
de esto de contar cosas. Él sabe que sólo así puede uno encontrar sus propias
herramientas. No obstante parece resultarle de todo imposible dejarme tranquilo
para repetirme las mismas consignas una y otra vez. No sabría qué hacer si él
no siguiera a mi lado. A veces se me pone algo melancólico y me cuenta cosas
que no están en sus libros y que yo sé que son verdad. Es entonces cuando más
me gusta cabrearlo diciendo que no me creo una mierda de lo que me cuenta. Y se
cabrea, se cabrea tanto que me insulta y me dice que no soy más que otro niñato
que juega con cosas de mayores. Es un viejo con carácter. Cuando le digo que
necesito estar cómodo para escribir me dice que eso no es más que otra
estupidez de las mías. Una excusa más para postergar el trabajo, me dice. Lo
peor es cuando se mete con la dimensión de mis frases. Si por él fuera me
colocaría un punto cada tres o cuatro palabras. Cada vez que sale este tema no
puede remediar soltarme ese rollo suyo de París, de su trabajo como
corresponsal. Si le digo que hoy, por ejemplo, me he levantado sin ganas de
nada, me amenaza con darme un bofetón si no consigo imponerme una disciplina
cercana a la militar, que espabile, que él a mi edad era capaz de no dormir más
que un par de horas al día. Le digo que me aburre, que me deje descansar de
tantas batallitas, que ya tengo las mías propias para aburrirme yo solito.
Ernest se queda pensativo. Me dice que tengo razón y se va para volver al cabo
de un rato. Sé que cuando Ernest me habla directamente, así muy serio, con los
dedos de su mano derecha buceando por su barba, lo hace por mi bien. Y yo me
alegro de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario