"Soy electricista.
Aunque no desagradecería unas monedas, lo que realmente necesito es un trabajo
para poder colaborar en mi casa, donde todos están sin trabajo".
Probablemente no pase
de los veinticinco años. Gafas. Algunos granos en la cara. Viste un gastado
pantalón vaquero y, sobre una camiseta de mercadillo, una sudadera a rayas
horizontales azul marino y gris. Se podría decir que es cualquiera. Cualquiera
entre tantos de los que uno se cruza por la calle, cualquiera como tú o como
yo, quiero decir. Podría uno ir paseando por ahí, verlo sentado en alguna
cafetería tomando café con unos amigos y pasaría tan desapercibido como pasamos
todos ante la mirada de los demás. Pero no es de esa guisa como me lo
encuentro. Está sentado, apoyado en una pared cercana al cristal del escaparate
de una tienda de ropa. Frente a él o, mejor dicho, entre él y el resto, a modo
de simbólico burladero que no se sabe a quién pudiera estar protegiendo, un
cartón de unos setenta centímetros doblado por la mitad, muestra a quien no
tema leerlo, el mensaje que tiene para dar al mundo y que no es otro que el que
encabeza esta entrada.
A veces me siento tan
estúpido. A veces, tan incapaz de entender, de abarcar en mi pensamiento la
locura que envuelve a las cosas que están pasando. Y digo locura, quizá, por mi
propia y estúpida incomprensión de los días que vivimos.
Me hubiera gustado
haberme sentado, allí en el suelo, haciendo compañía a ese joven electricista y
haberle ofrecido un pitillo. Tratar al menos de aliviar unos minutos de
desesperación con una charla imprevista. Supongo que pensé que era una
estupidez.
Ahora no lo veo así.
Llevo todo el día recordando esa mirada suya, la pesadumbre imposible de disimular tras las gafas y la vergüenza de quién, teniendo oficio y ganas, no tiene más remedio que pedir una limosna a una sociedad dominada por el miedo y que no mira por miedo y cuyo miedo, por desgracia, está más que justificado.
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