Sentir el terror a lo
inasible, a lo absurdo. Eso es lo que he podido experimentar en los últimos
tres días. Pese a que uno se considera una persona racional -más si cabe en los
últimos tiempos- los extravagantes sucesos de las últimas tres mañanas me han
hecho experimentar el más genuino de los miedos, al mismo nivel quizá, de aquel
sobresalto lejano al despertar de una leve duermevela por el sonido
inconfundible y aterrador hasta el extremo, como un recuerdo ancestral, del
aullido de un lobo mientras trataba de dormir al raso en la noche de un valle
libanés cercano a la frontera israelí. Claro está que en aquella ocasión el
sujeto del miedo era identificable, al menos pasados unos segundos. En esta
ocasión, al mismo nivel quizá, pero con matices diferenciadores, el origen de
lo terrorífico fue del todo incomprensible. Durante tres días seguidos, una
voz. Una voz transmitida con serenidad me ha despertado pronunciando de forma
nítida mi propio nombre. EDUARDO. Así sin más.
La primera vez que esto
ocurrió, que desperté por una voz que me llamaba por mi propio nombre, me cogió
desprevenido. Tras unos instantes de aturdimiento creo que llegué a tener claro
de que el hecho en sí había ocurrido. La puerta del camarote se encontraba
cerrada. Oscuridad total ya que hemos de mantener las ventanas selladas. Nada
parecía indicar que alguien pudiese haber entrado. Dado que si en un lugar en
el que no hay nadie una voz te llama sólo se puede considerar una sola
hipótesis lógica. Una alucinación auditiva. No fue hasta pasadas una horas en
que recordé aquel extraño libro de Aldous Huxley, Las puertas de la percepción, que había leído hace ya algún tiempo.
Pero ocurre que ya ha llovido mucho desde que no consumo ningún tipo de droga
al margen del tabaco, el café y el alcohol ocasional; y bueno, en esos momentos
sólo me había ocurrido una vez, por lo que me tranquilizaba poder descartar de
momento algún tipo de enfermedad mental. Como tras el susto -pánico irracional-
primigenio, mi raciocinio me empujaba en busca de una explicación, dejé de
tener miedo. Pensé en estar más atento. Verán, soy una persona armada -uno se
gana la vida lo mejor que puede o le dejan- y la posibilidad de padecer una
enfermedad mental con alucinaciones auditivas puede resultar un asunto
complicado.
Y ocurrió de nuevo. Una
segunda vez. Serena y sin prisas, aquella voz, volvió a perturbar el éter
-conste que el éter no existe más o menos desde que Albert Einstein inició su
coqueteo con los fotones- repercutiendo en mi oído interno un nombre una vez
más, el mío. Como ya dije que estaría
preparado, más receptivo para tratar de sacar conclusiones del fenómeno, en
cuanto ocurrió de nuevo logré percibir a la perfección los detalles de esa voz.
Lo que saqué de ello no me pareció nada tranquilizador, más bien lo contrario.
Resulta que la voz era bien parecida a la mía. No recuerdo si era el mismo
Huxley o Carl Gustav Jung o si era otro quien definía el mayor horror como
verse uno mismo en otra persona que se cruza en el camino, esto es, cruzarse
con su propia persona. Según Goethe él mismo tuvo esa traumática experiencia.
Por suerte no es mi caso. Yo me escuchaba a mí mismo, escuchaba mi voz que me
llamaba, sosegada, firme, pronunciando con nitidez mi nombre completo: EDUARDO.
Volvió a ocurrir al día
siguiente por última vez. Y en esta ocasión respondí a la llamada. Pero sólo
recibí, como en las veces anteriores, un pulcro silencio apenas manchado con el
susurro del aire acondicionado. He de volver a Einstein para plantear cierto
argumento a todo esto. Hablé algo más arriba acerca de la desaparición del éter
o de su probable inexistencia. Einstein llegó a la conclusión de que la luz no
sólo se comportaba como una onda que navegaba por el éter sino que además, la
luz, estaba formada por partículas, cuestión esta que imposibilitaba el éter
mismo. Einstein se convirtió así en uno de los precursores de la mecánica
cuántica sin querer ya que nunca creyó en ella alegando la ya famosa frase de
"Dios no juega a los dados" ante las extrañas leyes que parecían
cumplir las partículas subatómicas. Heisenberg, introductor del Principio de
Incertidumbre y colega de Einstein, defensor de la mecánica cuántica, respondió
ante la afirmación de Einstein -si no me equivoco, hablo de memoria- no con
menos ingenio, que dejase de decirle a Dios lo que tenía que hacer. Todo esto
-que puede llevar al lector a preguntarse si esto sigue siendo un blog con
intenciones literarias, no sin razón- puede tener relación con el hecho de que
durante tres días seguidos, al despertar, haya escuchado mi propia voz
pronunciando mi nombre. Y es que el comportamiento del electrón de un átomo
cualquiera, lejos del modelo de sistema planetario de Niels Bohr, responde a
las leyes cuánticas del mismo modo que el fotón, siendo partícula y/u onda según
lo percibimos.
Ya sé, ya sé, todo esto
parece complicarse por momentos -tampoco para mí es fácil- así que hagamos un
trato. No me iré más por las ramas cuánticas con detalles siempre y cuando
ustedes crean lo que les digo hasta poder recurrir a fuentes más fiables. Propongo
por ejemplo cualquiera de los libros de Paul Davies, en los que, al leerlos,
uno siente la cercanía del siempre aparentemente impenetrable mundo de la
física.
Resumamos pues diciendo
que las cosas pequeñas -muy pequeñas- tienen una serie de leyes propias que
nada tienen que ver con aquellas que formulase el gran Isaac Newton en su día y
por las cuales, se rigen las cosas algo más grandes, que no las grandes
grandes, a nivel cósmico. Aparece pues la hipótesis del multiverso, casi nada.
Me gustaría creer que
esa voz que era la mía propia tuviera que ver con una especie de cruce entre
dos universos bien distintos. Aunque también es verdad que la idea de que mi
propio cerebro produjese el fenómeno me resulta interesante.
Pasa algo muy parecido
con la literatura. Y también me resulta increíble.
La teoría de las
supercuerdas nos abre la mente proponiéndonos un universo de once dimensiones.
Tres dimensiones expandidas, una temporal y siete dimensiones enrolladas. Yo
sumaría una más, la dimensión literaria, tan importante y tan real como las
demás. Ernest supo como nadie jugar con el curioso fenómeno de cruzar estas
dimensiones, de utilizar la dimensión literaria cruzándola con las tres dimensiones
expandidas y la dimensión temporal.
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