jueves, 23 de mayo de 2013

El traje nuevo del emperador.

 
 
 
 
El cuento "El traje nuevo de el emperador" es bien conocido por todos. Escrito por el danés Hans Christian Andersen en torno a la primera mitad del siglo XIX, trata sobre cierto emperador cuyo celo por el vestuario contrastaba de forma desmedida con la mesura que mostraba ante el resto de aspectos de su gobierno y su persona. Tanto era así que, cuando un par de charlatanes, le convencieron de la compra de un traje cuya tela era incomparable en sutileza y suavidad con el resto de prendas que se comercializaban por aquel entonces, el emperador, no tuvo el más mínimo reparo en encargar para sí semejante vestuario. Pero la calidad de esa tela escondía una cualidad aún más increíble: un traje fabricado con tal material hacía invisible a quien lo vestía.

Resumiendo mucho, e invitando a su vez a todo lector a que se acerce a los cuentos de Andersen, diré que dicho traje por no ser no era ni traje ni era nada más que un burdo engaño que hizo que el emperador pasease con orgullo su cuerpo en la más ridícula desnudez ante sus súbditos. Subrayo: Paseó con orgullo su cuerpo en la más ridícula desnudez.

Y me acuerdo de este cuento mientras le doy una y otra vuelta a esto de Facebook. Porque no me resulta nada difícil pensar que, de una manera o de otra, y en el contexto de nuestro maravilloso siglo XXI, una gran mayoría de los consumidores de internet hemos comprado el traje del emperador. Al igual que en el cuento de Andersen también nosotros paseamos con orgullo nuestra desnudez. Reconozco aquí un serio conflicto interno, al modo en que se comportan las partículas subatómicas, a la hora de establecer mi propio código moral. Supongo que mi opinión sobre facebook se acerca bastante a la que me merece un cuchillo, que lo mismo se puede usar para cortar un estupendo entrecot que para apuñalar el corazón de cualquiera. Pero en el caso del cuchillo el conocimiento que se tiene sobre dicho instrumento roza lo ancestral y, se podría decir, que sus diferentes usos ya cuentan en el inconsciente colectivo con un código que diferencia con claridad las dos caras de su potencialidad.

No es así en Facebook. En Facebook ocurre que las personas visten su propio traje del emperador creyendo que una falsa invisibilidad les protege de su orgulloso paseo verbal. Y es gracioso. Muy gracioso, pienso, como pensaban los súbditos del emperador de Andersen. Gracioso porque uno sabe que el traje del emperador no es más que ese burdo engaño del que hablábamos antes y que, la única protección de que disfruta quien utiliza el traje del emperador que es Facebook, sobretodo cuando se intuye cierta mala intencionailidad, es la compasión que me merecen, como aquella en la que el protagonista de otro cuento pedía perdón a su todopoderoso padre para quienes le estaban haciendo daño.

Pero es Facebook una herramienta social increíble. Un formidable artilugio con el que disfrutar, así como se disfruta de un buen cuchillo, que corta limpiamente en dos un entrecot. Fecebook nos acerca los unos a los otros. Se combate a la soledad y, si cabe, nos ayuda a conocer más profundamente a través de su amplio espectro a las personas que más o menos tienen algún tipo de relación con nosotros. En Facebook el artista puede hacer partícipe a todo el mundo de su arte y el currelas promocionar su negocio de fontanería. Se pueden compartir inquietudes, temas de debate, alegrías y disgustos, con otras personas que, a una incierta distancia, están hechas de los mismos materiales que nosotros mismos.

Y vuelvo a caer. Hay quien prefiere hacer de Facebook un arma con el que apuñalar corazones. Vuelve a aparecer el emperador con su flamante y falso traje nuevo para decir las cosas que jamás diría a la cara de nadie. O para defender posturas y opiniones claramente belicosas. Para apuñalar corazones, en definitiva. El emperador, es una pena, tan comedido como se muestra en su ámbito natural, se coloca su traje nuevo y pasea su soberbia. Sus incapacidades y sus frustraciones, realmente. Su preciosa ignorancia. No sabe que el traje no le hace invisible.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Ernest y yo I




Sé que cuando Ernest me habla directamente, así muy serio, con los dedos de su mano derecha buceando por su barba, lo hace por mi bien. Como no podría ser de otra manera yo desoigo sus consejos, los comentarios con los que trata de guiarme por los vericuetos de esto de contar cosas. Él sabe que sólo así puede uno encontrar sus propias herramientas. No obstante parece resultarle de todo imposible dejarme tranquilo para repetirme las mismas consignas una y otra vez. No sabría qué hacer si él no siguiera a mi lado. A veces se me pone algo melancólico y me cuenta cosas que no están en sus libros y que yo sé que son verdad. Es entonces cuando más me gusta cabrearlo diciendo que no me creo una mierda de lo que me cuenta. Y se cabrea, se cabrea tanto que me insulta y me dice que no soy más que otro niñato que juega con cosas de mayores. Es un viejo con carácter. Cuando le digo que necesito estar cómodo para escribir me dice que eso no es más que otra estupidez de las mías. Una excusa más para postergar el trabajo, me dice. Lo peor es cuando se mete con la dimensión de mis frases. Si por él fuera me colocaría un punto cada tres o cuatro palabras. Cada vez que sale este tema no puede remediar soltarme ese rollo suyo de París, de su trabajo como corresponsal. Si le digo que hoy, por ejemplo, me he levantado sin ganas de nada, me amenaza con darme un bofetón si no consigo imponerme una disciplina cercana a la militar, que espabile, que él a mi edad era capaz de no dormir más que un par de horas al día. Le digo que me aburre, que me deje descansar de tantas batallitas, que ya tengo las mías propias para aburrirme yo solito. Ernest se queda pensativo. Me dice que tengo razón y se va para volver al cabo de un rato. Sé que cuando Ernest me habla directamente, así muy serio, con los dedos de su mano derecha buceando por su barba, lo hace por mi bien. Y yo me alegro de ello.

martes, 21 de mayo de 2013

Soy electricista.


"Soy electricista. Aunque no desagradecería unas monedas, lo que realmente necesito es un trabajo para poder colaborar en mi casa, donde todos están sin trabajo".

Probablemente no pase de los veinticinco años. Gafas. Algunos granos en la cara. Viste un gastado pantalón vaquero y, sobre una camiseta de mercadillo, una sudadera a rayas horizontales azul marino y gris. Se podría decir que es cualquiera. Cualquiera entre tantos de los que uno se cruza por la calle, cualquiera como tú o como yo, quiero decir. Podría uno ir paseando por ahí, verlo sentado en alguna cafetería tomando café con unos amigos y pasaría tan desapercibido como pasamos todos ante la mirada de los demás. Pero no es de esa guisa como me lo encuentro. Está sentado, apoyado en una pared cercana al cristal del escaparate de una tienda de ropa. Frente a él o, mejor dicho, entre él y el resto, a modo de simbólico burladero que no se sabe a quién pudiera estar protegiendo, un cartón de unos setenta centímetros doblado por la mitad, muestra a quien no tema leerlo, el mensaje que tiene para dar al mundo y que no es otro que el que encabeza esta entrada.

A veces me siento tan estúpido. A veces, tan incapaz de entender, de abarcar en mi pensamiento la locura que envuelve a las cosas que están pasando. Y digo locura, quizá, por mi propia y estúpida incomprensión de los días que vivimos.

Me hubiera gustado haberme sentado, allí en el suelo, haciendo compañía a ese joven electricista y haberle ofrecido un pitillo. Tratar al menos de aliviar unos minutos de desesperación con una charla imprevista. Supongo que pensé que era una estupidez. 

Ahora no lo veo así.

Llevo todo el día recordando esa mirada suya, la pesadumbre imposible de disimular tras las gafas y la vergüenza de quién, teniendo oficio y ganas, no tiene más remedio que pedir una limosna a una sociedad dominada por el miedo y que no mira por miedo y cuyo miedo, por desgracia, está más que justificado.

domingo, 19 de mayo de 2013

Física-Literaria.


Sentir el terror a lo inasible, a lo absurdo. Eso es lo que he podido experimentar en los últimos tres días. Pese a que uno se considera una persona racional -más si cabe en los últimos tiempos- los extravagantes sucesos de las últimas tres mañanas me han hecho experimentar el más genuino de los miedos, al mismo nivel quizá, de aquel sobresalto lejano al despertar de una leve duermevela por el sonido inconfundible y aterrador hasta el extremo, como un recuerdo ancestral, del aullido de un lobo mientras trataba de dormir al raso en la noche de un valle libanés cercano a la frontera israelí. Claro está que en aquella ocasión el sujeto del miedo era identificable, al menos pasados unos segundos. En esta ocasión, al mismo nivel quizá, pero con matices diferenciadores, el origen de lo terrorífico fue del todo incomprensible. Durante tres días seguidos, una voz. Una voz transmitida con serenidad me ha despertado pronunciando de forma nítida mi propio nombre. EDUARDO. Así sin más.

La primera vez que esto ocurrió, que desperté por una voz que me llamaba por mi propio nombre, me cogió desprevenido. Tras unos instantes de aturdimiento creo que llegué a tener claro de que el hecho en sí había ocurrido. La puerta del camarote se encontraba cerrada. Oscuridad total ya que hemos de mantener las ventanas selladas. Nada parecía indicar que alguien pudiese haber entrado. Dado que si en un lugar en el que no hay nadie una voz te llama sólo se puede considerar una sola hipótesis lógica. Una alucinación auditiva. No fue hasta pasadas una horas en que recordé aquel extraño libro de Aldous Huxley, Las puertas de la percepción, que había leído hace ya algún tiempo. Pero ocurre que ya ha llovido mucho desde que no consumo ningún tipo de droga al margen del tabaco, el café y el alcohol ocasional; y bueno, en esos momentos sólo me había ocurrido una vez, por lo que me tranquilizaba poder descartar de momento algún tipo de enfermedad mental. Como tras el susto -pánico irracional- primigenio, mi raciocinio me empujaba en busca de una explicación, dejé de tener miedo. Pensé en estar más atento. Verán, soy una persona armada -uno se gana la vida lo mejor que puede o le dejan- y la posibilidad de padecer una enfermedad mental con alucinaciones auditivas puede resultar un asunto complicado.

Y ocurrió de nuevo. Una segunda vez. Serena y sin prisas, aquella voz, volvió a perturbar el éter -conste que el éter no existe más o menos desde que Albert Einstein inició su coqueteo con los fotones- repercutiendo en mi oído interno un nombre una vez más, el mío.  Como ya dije que estaría preparado, más receptivo para tratar de sacar conclusiones del fenómeno, en cuanto ocurrió de nuevo logré percibir a la perfección los detalles de esa voz. Lo que saqué de ello no me pareció nada tranquilizador, más bien lo contrario. Resulta que la voz era bien parecida a la mía. No recuerdo si era el mismo Huxley o Carl Gustav Jung o si era otro quien definía el mayor horror como verse uno mismo en otra persona que se cruza en el camino, esto es, cruzarse con su propia persona. Según Goethe él mismo tuvo esa traumática experiencia. Por suerte no es mi caso. Yo me escuchaba a mí mismo, escuchaba mi voz que me llamaba, sosegada, firme, pronunciando con nitidez mi nombre completo: EDUARDO.

Volvió a ocurrir al día siguiente por última vez. Y en esta ocasión respondí a la llamada. Pero sólo recibí, como en las veces anteriores, un pulcro silencio apenas manchado con el susurro del aire acondicionado. He de volver a Einstein para plantear cierto argumento a todo esto. Hablé algo más arriba acerca de la desaparición del éter o de su probable inexistencia. Einstein llegó a la conclusión de que la luz no sólo se comportaba como una onda que navegaba por el éter sino que además, la luz, estaba formada por partículas, cuestión esta que imposibilitaba el éter mismo. Einstein se convirtió así en uno de los precursores de la mecánica cuántica sin querer ya que nunca creyó en ella alegando la ya famosa frase de "Dios no juega a los dados" ante las extrañas leyes que parecían cumplir las partículas subatómicas. Heisenberg, introductor del Principio de Incertidumbre y colega de Einstein, defensor de la mecánica cuántica, respondió ante la afirmación de Einstein -si no me equivoco, hablo de memoria- no con menos ingenio, que dejase de decirle a Dios lo que tenía que hacer. Todo esto -que puede llevar al lector a preguntarse si esto sigue siendo un blog con intenciones literarias, no sin razón- puede tener relación con el hecho de que durante tres días seguidos, al despertar, haya escuchado mi propia voz pronunciando mi nombre. Y es que el comportamiento del electrón de un átomo cualquiera, lejos del modelo de sistema planetario de Niels Bohr, responde a las leyes cuánticas del mismo modo que el fotón, siendo partícula y/u onda según lo percibimos.

Ya sé, ya sé, todo esto parece complicarse por momentos -tampoco para mí es fácil- así que hagamos un trato. No me iré más por las ramas cuánticas con detalles siempre y cuando ustedes crean lo que les digo hasta poder recurrir a fuentes más fiables. Propongo por ejemplo cualquiera de los libros de Paul Davies, en los que, al leerlos, uno siente la cercanía del siempre aparentemente impenetrable mundo de la física.

Resumamos pues diciendo que las cosas pequeñas -muy pequeñas- tienen una serie de leyes propias que nada tienen que ver con aquellas que formulase el gran Isaac Newton en su día y por las cuales, se rigen las cosas algo más grandes, que no las grandes grandes, a nivel cósmico. Aparece pues la hipótesis del multiverso, casi nada.

Me gustaría creer que esa voz que era la mía propia tuviera que ver con una especie de cruce entre dos universos bien distintos. Aunque también es verdad que la idea de que mi propio cerebro produjese el fenómeno me resulta interesante.

Pasa algo muy parecido con la literatura. Y también me resulta increíble.

La teoría de las supercuerdas nos abre la mente proponiéndonos un universo de once dimensiones. Tres dimensiones expandidas, una temporal y siete dimensiones enrolladas. Yo sumaría una más, la dimensión literaria, tan importante y tan real como las demás. Ernest supo como nadie jugar con el curioso fenómeno de cruzar estas dimensiones, de utilizar la dimensión literaria cruzándola con las tres dimensiones expandidas y la dimensión temporal.


El Independiente.


¿Será cierto? ¿Será que existe un medio de comunicación -un periódico, en concreto- que vive y se expande totalmente libre? Cuesta creerlo. Pero lo miro una y otra vez y parece real. No tengo la menor idea de cuándo surgió ni cómo. Sí que puedo imaginar el porqué y, quizá, casi por quiénes, o al menos en parte. Y el fenómeno se ha dado en Cádiz. El Independiente me produce una gran satisfacción y es por ello por lo que le dedico estas torpes palabras en este espacio. Puedo explicar poco porque la realidad es que es algo nuevo para mí. Algo nuevo e inesperado. Se ha de anotar un valiosísimo tanto a esta iniciativa gaditana. Precisamente en estos tiempos. Aquí lo tienen: http://www.indecadiz.com/

miércoles, 15 de mayo de 2013

...preceden, acompañan nuestros pasos.


A los niños que fuimos los mataron
sus padres en su lucha por un sueño.
Ahora renacidos, casi muertos,
preceden, acompañan nuestros pasos.

Pero acompañan nuestro lamento
de conocer las grietas de un ocaso
en el presente sórdido de cielos
inalcanzables, hartos de estar hartos.

Tan prematuramente bajo escombros,
bajo los fraternales bombardeos,
llorando la placenta y el amor.

Tan sigilosamente al abandono,
a la herida que llega tras un beso,
al viaje sin sentido y al adiós.

martes, 14 de mayo de 2013

Gaditano de mala calidad.


Es pedregoso, curvado y, muy cuesta arriba, el camino que han de seguir los justos para ser justos con los justos. Un camino en el que lo primero en lo que se ha de pensar es en el respeto, el afecto, la memoria,... Tal vez, quién sabe, ese camino ha de tomarlo uno desde el mismo suelo de partida. Sí, quizá, desde la tierra propia, desde ese pedazo inerte de asfaltos y farolas que le vio nacer y que al tiempo es el mismo de la gente que alberga todos sus afectos y admiraciones.

Reconozco en mi pasado más reciente una reconciliación maravillosa con todas y cada una de las piedras que conforman esta tierra mía. Quiero pensar que he iniciado el camino de los justos. Uno es feliz cuando aprende, pocas cosas pueden ser tan gozosas en el plazo largo de la vida. Y así es como considero que he ganado en esta extraña reconciliación. He aprendido que mi tierra es tan increíble como la tierra de aquellos otros de más allá; que las fiestas de mi tierra son tan alegres como pueden serlo en cualquier otra tierra; y he aprendido que en mi tierra abundan tanto los justos como los necios y que, así mismo, es como ocurre en otras tierras que no son la mía. He aprendido a querer a mi tierra por la vía dolorosa del alejamiento y de la soledad.

Pero no puede ser el amor a la tierra propia como el amor injusto de la madre al hijo. Ha de amarse a la tierra pretendiendo el bien de la misma sobre el resto de las cosas. Sobre la tradición incluso. Porque el futuro es algo que comienza de forma tan inmediata, hacer una revisión, una crítica desde el más profundo cariño, no ha de suponer, a la tierra misma, un foco de reproches hacia quien sólo pretende -equivocado o no- hacer de la tierra, digna de un sano orgullo de sus habitantes.

La ciudad de Cádiz así como las ciudades vecinas no son un carnaval. El carnaval es parte importante; más que eso, mucho más que eso. A cualquiera que se le hablase de Cádiz, de forma automática, sale raudo al paso de una exhibición de conocimiento con el tópico del chirigotero como paradigma exacto  del gaditano medio. Y es por esto que digo que la ciudad de Cádiz y vecinas no son un carnaval pese a ser el carnaval una fiesta importante y divertida y peculiar.

Por este tipo de críticas uno puede recibir -y de hecho ha recibido- el más ridículo de los linchamientos por parte de la gente que aprecia, que admira, que ama como se ama a aquellas cosas que forman parte de la vida de uno y que por ello son merecedoras de amor. De repente, en la red social común, uno se expone a que todas esas iras reprimidas por todas las íntimas miserias le hagan sentir un gaditano de mala calidad, un melón que salió amargo. Y bueno, yo no me considero tan amargo. Quizá sí un poco melón, pero no precisamente amargo. Y aunque uno quisiera obviar todas estas historias de relativa importancia, también piensa que el camino de los justos tiene un inicio y que quisiera tal vez emprender la marcha y que ésta tiene su origen en la tierra propia. ¿Cómo arrancar pues si ya uno es considerado -o se siente considerado- un melón del huerto que ha salido amargo?

Pocos son conscientes de que mi amor por mi tierra, mi amor por Cádiz, pasa de largo el sentimiento común generalizado, llegando a un nivel muy cercano al espiritual. Pocos son conscientes de lo que significa para mí regresar a estos suelos después de mucho tiempo viviendo de lo que le queda de la nostalgia por la tierra que lo vio partir. 

Gaditano de mala calidad. Gaditano de mala calidad. En fin.