Los días han pasado.
Atrás quedan los días de pompa, de la falsa gloria que alimenta los corazones
confundidos y atrás quedan, los sinceros abrazos y las cómplices miradas y los
ojos inevitables. Flotamos nuevamente sobre raíles que parecen escupir hacia la
proa su carga. Y por la proa, la incertidumbre. Los destinos insospechados con
sus dudas compañeras. El futuro crujir de dientes que no por conocido causa
menos angustia. No con alegría pero sí con las arterias satisfechas por la
sangre que ha regado cada fibra de mi cuerpo, nos batimos cobardemente en
retirada obligatoria. La soledad de una plutónica noche madrileña; la soledad
en las galerías de los aeropuertos y la mala compañía, al final, de un océano
que nadie sabe si existe para la vida o si existe para la muerte. Pero soledad
queda después de los días que veo ya hundirse entre la espuma de la estela
agonizante. ¡Cuánto hemos disfrutado: reído y llorado! ¡Cuántos días dulcemente
envenenado con la cicuta que inoculan las dichas y los pesares! Y sí, soledades,
que no desesperanza; que no miedo a agarrar a esto que es maravilloso y que es
la vida, por los huevos, y apretar y apretar hasta que no le quede más remedio
que entregarme hasta lo más nimio y fondero de su esencia. Los días han pasado
y uno jamás quiso que ocurriera con tanta prontitud. Ahora esta miel que se me
quedó en los labios será tercamente borrada por los días y la sal. Dejo en su
propia aventura la ciudad en la que nunca llueve para embarcarme en mi propia
aventura. Los días, los meses y, quién sabe, los años, hablaran o no de cierto
fantasma que se nos coló en casa, cierto día, cuando el ámbar manchaba nuestros
gaznates y entorpecían nuestros corazones. Toca retomar el camino justo por
donde nos apeamos cuando aquello de los días de pompa y falsa gloria. Toca
empuñar la espada y la pluma, la pluma, y la espada, para bien o para mal. A
llenar ceniceros por la llama que no arde y la mesita de noche con papelitos
pintarrajeados a lo largo de la jornada. Toca echarte de menos. Sweet surrender de Nappo Berna. Love & sax. Y la vida por delante.
Que esto no ha hecho más que empezar. Eso sí, de momento: sólo silencio.
martes, 26 de noviembre de 2013
domingo, 3 de noviembre de 2013
La balada del bailarín.
Bailarín de pasos torpes y ojos cansados,
si es la música, lejana entre avenidas,
y si es sola, la música, torpes pasos;
qué música te mueve cuando bailas.
Bailarín de ritmos amarillos cerveza,
si es la música, finita como los dedos
y en la mano, la gracia, se esfuma;
qué bailas cuando cantas que bailas.
Bailarín casi vivo bailarín sollozante,
agotas las falsas melodías, en la noche,
y en la noche, son rojas las sonrisas;
qué llantos y qué risas y qué bailan.
Bailarín desnudo, no te vistas, déjalo,
no seas bailarín con los ojos, los dientes,
en la prisa tenebrosa de los besos;
qué fiestas de sangre y de fuegos cuando bailas.
sábado, 2 de noviembre de 2013
Conmigo vais
Futuros acontecimientos
hacen que uno tenga que agarrar bien el freno de mano antes de seguir adelante un
sólo día más. Siento desbordante la expectación creada por la inminente
aparición de mi primera novela. No quiero decir que de una forma objetiva la
expectación sea algo desproporcionada. Se trata más bien de la percepción
subjetiva que dicha expectación me produce. Y todo esto, que imagino que será
algo común a todos los escritores noveles, me hace llegar a una feliz
conclusión: La gente que me conoce, por lo general, siente gran aprecio por mi
persona. Porque son muchas las personas que se han hecho eco de la noticia que
es la salida a las librerías de Una
ciudad en la que nunca llueve; muchas y bien intencionadas y cariñosas las
mayoría de ellas. Tantas y tan amables son las palabras de ánimo que me
dedican, y es tanta la confianza depositada en mi novelita, que no es pequeño
el esfuerzo que tengo que hacer para no olvidarme de qué va realmente el
solitario oficio de escribir. Se me hace grande esto. No estaba, ni mucho menos,
preparado para afrontar la promoción de la obra propia.
Puede que me quede
corto si desde aquí lanzo un profundo agradecimiento a todas y cada una de las
personas que, en algún momento de estos días, han dedicado un ratito de su
tiempo a apoyar esta novela que yo escribí en su día y que ya es más de quien
la quiera disfrutar que propia. Gracias, pues, a todos, lo mejor, está aún por
llegar.
Pero sigo. El viernes 8
de noviembre, a las 19:30 de la tarde en la librería Las Libreras, Una ciudad en la que nunca llueve,
tendrá el honor de compartir acto de presentación, con personas grandes a las
que admiro de verdad. Mi editora, Ana Mayi, alguien a quien he conocido en
tiempo reciente y a quien me será imposible borrar del recuerdo en la vida que
aún me queda. Ana depositó en mi novelita una confianza total pese a ser yo un
escritor que siempre había permanecido en el ámbito de lo familiar. Y la
confianza de Ana implica inevitablemente el cariño que deposita en todo lo que
hace. Su trabajo en esta novelita mía ha sido y es inmejorable. Para un
escritor, pienso, eso es de las cosas más importantes que le pueden pasar en su
carrera, corta, de momento, en mi caso. Todo escritor aspira a encontrar
alguien así en su camino. Y es por ello, por lo que sé de Ana Mayi, que creo
que Ediciones Mayi es una editorial grande y no pequeña, como la misma Ana
trata de convencerse. Gracias también a ella y a su labor.
Tengo la fortuna de
contar entre mis amigos al poeta y escritor Luis García Gil. No voy a decir
nada de su obra. Su obra habla por sí misma. Luis es generosidad. Lo es, entre
otras cosas, porque aun sin haber leído la novela y prácticamente, desde mucho
antes de que ésta iniciase su proceso editorial, me dio un sí rotundo y
mayúsculo a mi petición de una futura presentación. Sé que también él confía en
este proyecto, y lo hace también desde el cariño. Luis es generosidad, pero es
tantas cosas y todas ellas, buenas, que conmigo va, y el día 8, también.
Y como la fortuna no
sólo tiene color sino que también suena e incluso a veces, también se recoge el
pelo en una coleta, mi novelita tendrá también, para disfrute de todos, el
inmenso calor que la presencia de Fernando Lobo genera. Mi gran amigo cantor,
poeta y músico. Le pedí una locura cuando él ya me había sonreído y respondido
que sí. Fernando está ahí siempre. Bien podría haber sido uno de los
protagonistas de Una ciudad en la que
nunca llueve, o tal vez lo sea, en el mismo sentido en que de algún modo
todos los somos. Fernando vendrá acompañado de su guitarra, ahí es nada, y hará
algo bonito, de eso estoy totalmente seguro.
Cuando vienen las
alegrías uno ha dejarse llevar por ellas, aunque vengan a veces huérfanas de
madre. Y todo esto que son las cosas que trae consigo la publicación de un
libro son cosas maravillosas y alegrías al fin y al cabo. La vida te da tanto
como te quita y yo soy fiel afiliado del partido de los que lloran cuando se le
resta, así como de los que celebran con risas y palmas cuando reciben. Huérfana
o no, esta alegría mía y que comparto con tantas buenas personas, hace que
desde estas líneas y en esta magnífica mañana de otoño, brinde por todos
vosotros con la mejor de mis sonrisas.
Nos vemos el día 8 en
Las Libreras.
lunes, 28 de octubre de 2013
Canto a mí mismo
La primera vez que me
acerqué a Walt Whitman, hace ya de esto un tiempito, no fui capaz de aceptarlo.
Su mensaje, o la interpretación que del mismo yo me daba, trataba de cambiarme
el paso de mala manera. Y como ocurre con los reclutas uno se negaba a aceptar
que quien llevaba mal el paso era uno mismo y no Whitman. Pero lo más seguro es
que nada tenga que ver con el paso que lleva uno y ni siquiera con la
convicción con la que uno los da. Recuerdo que por aquellos días alguien me
explicó con muy buenas palabras que no era mi momento para atacar esa lectura.
Pero tampoco le hice caso y al bueno de Whitman lo puse en uno de esos sitios
alejados de los que uno cree que nadie volverá jamás.
Tengo entre mis
defectos resistirme a las lecturas que con muy buena intención me aconsejan. Me
gusta aquello de la intuición del lector. A veces ocurre que esto te depara no
pocos batacazos pero, aun así, prefiero guiarme por mí mismo y leer por instinto
a aquellos que de alguna forma me llaman vete tú a saber desde dónde.
Me gusta el misterio
que esta forma de proceder en la lectura genera. No son pocas las ocasiones en que
me descubro buscando el patrón lógico que explique cómo paso de un autor a
otro. Últimamente me decanto más por la teoría geográfica. Pero sé que en
cualquier momento la lógica va a volver a desaparecer, una vez más y, contra todo
pronóstico, voy a saltar océanos o recorrer desiertos insospechados en lo que
se pasa de una página a otra.
En este caso de Whitman
me reafirmo en lo geográfico. A lo largo de misteriosas concatenaciones he
vuelto, como el hijo pródigo, a encontrarme con Canto a mí mismo de Whitman. Y no ha podido venir en mejor momento.
No se me ocurre un autor mejor para esas épocas, recurrentes en la vida, en la
que los cimientos de todo en lo que uno creía son tragados sin la más mínima
compasión por la adversidad del seísmo. Whitman me ha dejado claro en esta
ocasión que ha venido a quedarse, como tantos otros con los que de vez en
cuando me siento a charlar. Sólo con ellos hablo realmente y sólo con ellos son
inútiles e innecesarios los disfraces que la sociedad impone. Con ellos muere
el hombre, el padre, el guerrero, el escritor. El bueno de Walt me lo ha dejado
bien claro. Sonrío con cada sorpresa y envidio todos sus versos, que sin
embargo comparte de forma tan gratuita y amable. Sin duda este era el momento
del que una vez me hablaron. Me llegarán otros momentos y me veré reducido una
vez más a mi propia estupidez con una sonrisa en los labios. Leyendo a Whitman
uno se descubre divagando en cómo los seres humanos más sabios de la historia
comparten las mismas ideas y los mismos pensamientos sin importar si entre
ellos han pasado siglos o apenas unos días. Y no es que uno se considere sabio,
más bien lo contrario, torpe y casi suicida, pero uno puede reconocer en
seguida que los caminos de la felicidad, de la lucidez, de la justicia, están
por todas partes y en todos los momentos. También a Whitman como a tantos otros,
estoy profundamente agradecido, agradecido por hacerme sentir tan pequeño y tan
ignorante.
lunes, 21 de octubre de 2013
Efemérides
Le contaba que el
autobús nos dejó en nuestra estación de llegada a las cuatro, más o menos, de
una madrugada otoñal. Las calles nos eran del todo desconocidas. No sé quién
hacía las veces de guía o si alguien tuvo la ocurrencia de preguntar vete tú a
saber a quién, a esas horas, por nuestro destino final. Caminaba asustado
envuelto en un halo de incertidumbre disfrazado de chulería. Éramos una pequeña
multitud que avanzaba inconsciente, ignorante. Risas, chascarrillos. También
cada uno, a su manera, disfrazaba su propia incertidumbre. No presagiaba el
cielo que fuera a llover como después lo hizo. Supongo que llegó como suele
llegar en aquella parte de la península, con rabia y sin avisar. Pero aún
caminábamos y la lluvia no se intuía. No fue hasta que pasamos por la puerta
del Arsenal que tomamos contacto con lo que sería nuestra realidad más
inminente. Pero seguían las bromas y las estupideces y la pequeña multitud de
futuros pelones se fue fragmentando en pequeños grupúsculos en los que
continuar con las bromas y estupideces de una forma más íntima. Gente que de
nada se conocía y que compartían una incógnita futura que en algunos casos
llegó a ser una forma de vida.
Seguí solo. Aquella
mitad tristeza mitad miedo hacía que sólo con mi persona me sintiera más como
en casa. Nada en los bolsillos y una bolsa de deporte con lo justo de ropa
apenas eran consuelo para combatir las mitades que se repartían mis
sentimientos. Y pasamos el muro del Arsenal y enfilamos la carretera de la
Algameca que se me antojó eterna. Aparte de caminar no hacía otra cosa que
observar a los que me acompañaban, maldiciendo cada una de las ocurrencias que
llegaban a mis oídos. Me creía más que ellos. Me creía mejor que ellos. Imagino
que no era más que otra forma de guarecerse de la incertidumbre.
domingo, 20 de octubre de 2013
En el tren de regreso
El tren de regreso. El
último medio en el que uno espera agotar sus reservas de melancolía, avanza,
sobre una cómoda suspensión; algo similar a la flotabilidad de un barco en
mitad del océano. Pero más relajante que sobre el mar, esta danza que hoy es electrónica,
a lo largo de los raíles, permite cierta calma al espíritu que, en
contraposición al balanceo en el mar, se antoja más propicia a la reflexión
ante lo vivido y leído.
Lo vivido aún parece
necesitar algo más de tierra firme y del amor cercano para ser, de alguna
manera, digerido. Para lo leído sí que me permito una sonrisa, gesto de una
feliz victoria y algún que otro aspaviento.
Ante Cormac McCarthy es
imposible no sentirse herido de gravedad. Tras leer Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, uno siente que ha tragado
el suficiente veneno como para morirse y resucitar varias veces y seguir así de
por vida, como un contemporáneo Prometeo.
Con una prosa culta y
sencilla sintaxis, McCarthy nos invita a hacer un recorrido sentimental por el
horror, quiero decir, recorrer un tiempo y un lugar, el suroeste norteamericano
de mediados del diecinueve, con un agresivo realismo y una impersonalidad
narrativa, que no es difícil al lector descubrirse en un gesto por limpiarse de
sangre la cara en cualquiera de los salvajes pasajes leídos. McCarthy sabe
describir como nadie y dibuja personajes con tal maestría que se podría pensar
que existieron realmente en algún momento de la historia.
Pero no trata este
texto de ahondar en la crítica profunda, más bien de un razonamiento
superficial que permita pensar con lo escrito sobre lo leído. Entonces extraigo
de forma irresistible de las páginas de Meridiano
de sangre a "el juez Holden". ¿Quién coño es el juez Holden?
Literalmente, se pregunta uno durante todo el desarrollo de esta magnífica
novela. El personaje es físicamente violento en su propia descripción y,
violento, mucho, en sus actos y palabras pero, sabio, sin embargo, poseedor de
conocimientos ancestrales y modernos. Podría decirse de Holden que es un
anticristo. ¿O podría decirse de él que en cierto modo es un salvador? Desde
luego un personaje con el que podrían crearse miles, millones de personajes
novelados y, sin embargo, uno no puede dejar de sentir que se trata de alguien
muy real y que es de este mismo tiempo nuestro. Enigmático es el juez Holden,
tanto como su propio creador, cuya biografía resulta igual de desconcertante.
Pese al disfrute
literario que me producen las obras de Cormac McCarthy no puedo eludir la
sensación de que no he sabido leer con la suficiente inteligencia, y que, de
cualquiera de sus obras, una única lectura parece apenas un mínimo acercamiento
a un complejísimo universo.
Cuál no sería mi
sorpresa al ver la versión cinematográfica de la obra de teatro Sunset Limited, también de McCarthy,
dirigida por Tommy Lee Jones e interpretada por el mismo y Samuel L. Jackson,
al darme de frente con una peculiar evolución de Holden o, quién sabe, del
propio McCarthy, en los fascinantes y últimos diez minutos de la obra.
No daré más pistas al
respecto. Pero no abandono Sunset Limited.
Porque es aquí donde me encuentro, en la figura de el profesor con la viva encarnación de El lobo estepario de Herman Hesse, al menos, en la mayor parte de
la obra. En el caso de Sunset Limited,
un lobo, desde luego, mucho más dramático.
El
lobo estepario de Hesse es un libro iniciático, toda
una propuesta de caminos y de pasos a seguir, a mi juicio, demasiado
proselitista y sin duda, una obra precursora de las bazofias de autoayuda que
hoy bombardean nuestras librerías. No puedo decir que haya perdido el tiempo
con su lectura. Y no le voy a negar su valor, que lo tendrá, seguro, cuando tanto
lector instruido en lecturas lo recomienda; y bueno, puedo reconocer su
importancia en su época, pero no ahora, tiempos en los que la teosofía y
Krishna Murti parecen tan lejanos y que tanto folletín de autoayuda vienen a
decir más o menos lo mismo, quizá, con una menos honrosa intención.
Me entristece no haber
encontrado en Paul Davis la maestría en la divulgación de la mecánica cuántica
de que hace gala la crítica y que, por ejemplo, sí se puede apreciar en la obra
de Brian Greene en un aspecto de la misma aún más complejo como es la teoría de
las supercuerdas. En este caso de Davis podría decir que me he sentido
afortunado por haber encontrado primero otros autores que sí que supieron
anclar en mi inquietud y la fascinación por el universo de lo enormemente
pequeño para así tratar de entender lo obscenamente grande. Y Brian Greene
podría ser abanderado de dicha fortuna mía. Además, es justicia admitirlo, la
tendencia de Davies a lo religioso, quiero decir, la forma en que entiendo de
su obra de dejar entrever sutilmente, en el fondo de la cuestión a una deidad,
probablemente a una muy particular, no me ha resultado demasiado agradable.
Hace ya algún tiempo
acabé disgustado con Antonio Muñoz Molina por su Ardor guerrero. Así que, hombre conciliador como me reconozco, en
un acto de buena voluntad, decidí acercarme de nuevo a la obra del bueno de
Antonio, ya que tanto, de una manera o de otra, él ha hecho por acercarse a mí.
Y creo que El invierno en Lisboa no
ha sido un mal comienzo, aunque no del todo satisfactorio. Reconozco que en la
novela de género, en este caso novela negra, es sumamente complicado evitar los
lugares más comunes sin salirse de los cánones propios de dicho subgénero. Así
que podría decirse que con esta novela de Muñoz Molina uno puede disfrutar de
algunos buenos ratos y poco más.
La dificultad de
brillar en la novela de género es algo que supo entender desde un principio el
genuino Paul Auster. Sí, otro norteamericano, y judío, para más señas, y de
Nueva York. Auster publicó su primera novela bajo seudónimo. Ante este hecho,
el autor desde siempre alegó que si hizo esto no fue por otra razón que por
tratarse de una obra meramente alimenticia, hasta poder despuntar como siempre
pretendió, en el competitivo mundo de la creación literaria. En aquella ocasión
la obra en cuestión también era una novela negra y, repito, tal vez Auster fue
del todo consciente del problema que suponía el género en una primera novela.
Hizo bien, y después le vino el mundo entero.
No conseguir entender
por qué la obra de Paul Auster es tan popular, gusta a tantos y en tantos
países diferentes me hace sentir torpe.
Así que mientras trato
de entender ésta y otras cuestiones, algo que no me abandonará y que procuraré
hacer durante estas breves vacaciones en el hogar; y ya que el tren anuncia mi
parada y que celebro el final de este reiterativo periplo, doy descanso al
lector de todas estas divagaciones que son parte de una intimidad mal
entendida.
viernes, 11 de octubre de 2013
Mar de fondo
Con media carga en las
tripas, y con mar de fondo, mejor dar avante poco a poco; para evitar el
balance que jode las costillas y el estrépito de las marmitas en la cocina.
Otra noche más el navío seguirá a flote. Lo dicen estas gotas ambarinas y los silencios
y las miradas. Avante poco a poco y como se pueda un buen arranchado a son de
mar. Las lecciones de Ismael son bien claras y que no hay barco que se trague
el mar que no se dé antes por perdido. Mañana trataremos de poner rumbo. Poner
rumbo sin saber quizás que la noche fue noche de fuerte mar de fondo y que hoy
ya no se es donde se era anoche y que llegar ya no será tan fácil y que,
después de todo, es mucha valentía seguir a la caña, como el capitán del
Titanic, hasta dar de forma brutal con el inhóspito y horripilante fondo marino
repleto de monstruos que se comen las entrañas de los marinos que no tienen
miedo a temer. Además ¿qué es el mar de fondo comparado con un buen huracán? Ya
tuvimos huracanes y vientos y ballenas blancas que se comen la pierna de uno
dejándole mutilado el corazón. En la próxima habrá mar y tierras africanas y más
tierras. En la próxima habrá herida sangrante; como siempre. No sé morir de
otra manera. No quise vivir de otra manera.
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