Le contaba que el
autobús nos dejó en nuestra estación de llegada a las cuatro, más o menos, de
una madrugada otoñal. Las calles nos eran del todo desconocidas. No sé quién
hacía las veces de guía o si alguien tuvo la ocurrencia de preguntar vete tú a
saber a quién, a esas horas, por nuestro destino final. Caminaba asustado
envuelto en un halo de incertidumbre disfrazado de chulería. Éramos una pequeña
multitud que avanzaba inconsciente, ignorante. Risas, chascarrillos. También
cada uno, a su manera, disfrazaba su propia incertidumbre. No presagiaba el
cielo que fuera a llover como después lo hizo. Supongo que llegó como suele
llegar en aquella parte de la península, con rabia y sin avisar. Pero aún
caminábamos y la lluvia no se intuía. No fue hasta que pasamos por la puerta
del Arsenal que tomamos contacto con lo que sería nuestra realidad más
inminente. Pero seguían las bromas y las estupideces y la pequeña multitud de
futuros pelones se fue fragmentando en pequeños grupúsculos en los que
continuar con las bromas y estupideces de una forma más íntima. Gente que de
nada se conocía y que compartían una incógnita futura que en algunos casos
llegó a ser una forma de vida.
Seguí solo. Aquella
mitad tristeza mitad miedo hacía que sólo con mi persona me sintiera más como
en casa. Nada en los bolsillos y una bolsa de deporte con lo justo de ropa
apenas eran consuelo para combatir las mitades que se repartían mis
sentimientos. Y pasamos el muro del Arsenal y enfilamos la carretera de la
Algameca que se me antojó eterna. Aparte de caminar no hacía otra cosa que
observar a los que me acompañaban, maldiciendo cada una de las ocurrencias que
llegaban a mis oídos. Me creía más que ellos. Me creía mejor que ellos. Imagino
que no era más que otra forma de guarecerse de la incertidumbre.
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