lunes, 28 de octubre de 2013

Canto a mí mismo



La primera vez que me acerqué a Walt Whitman, hace ya de esto un tiempito, no fui capaz de aceptarlo. Su mensaje, o la interpretación que del mismo yo me daba, trataba de cambiarme el paso de mala manera. Y como ocurre con los reclutas uno se negaba a aceptar que quien llevaba mal el paso era uno mismo y no Whitman. Pero lo más seguro es que nada tenga que ver con el paso que lleva uno y ni siquiera con la convicción con la que uno los da. Recuerdo que por aquellos días alguien me explicó con muy buenas palabras que no era mi momento para atacar esa lectura. Pero tampoco le hice caso y al bueno de Whitman lo puse en uno de esos sitios alejados de los que uno cree que nadie volverá jamás.

Tengo entre mis defectos resistirme a las lecturas que con muy buena intención me aconsejan. Me gusta aquello de la intuición del lector. A veces ocurre que esto te depara no pocos batacazos pero, aun así, prefiero guiarme por mí mismo y leer por instinto a aquellos que de alguna forma me llaman vete tú a saber desde dónde.

Me gusta el misterio que esta forma de proceder en la lectura genera. No son pocas las ocasiones en que me descubro buscando el patrón lógico que explique cómo paso de un autor a otro. Últimamente me decanto más por la teoría geográfica. Pero sé que en cualquier momento la lógica va a volver a desaparecer, una vez más y, contra todo pronóstico, voy a saltar océanos o recorrer desiertos insospechados en lo que se pasa de una página a otra.

En este caso de Whitman me reafirmo en lo geográfico. A lo largo de misteriosas concatenaciones he vuelto, como el hijo pródigo, a encontrarme con Canto a mí mismo de Whitman. Y no ha podido venir en mejor momento. No se me ocurre un autor mejor para esas épocas, recurrentes en la vida, en la que los cimientos de todo en lo que uno creía son tragados sin la más mínima compasión por la adversidad del seísmo. Whitman me ha dejado claro en esta ocasión que ha venido a quedarse, como tantos otros con los que de vez en cuando me siento a charlar. Sólo con ellos hablo realmente y sólo con ellos son inútiles e innecesarios los disfraces que la sociedad impone. Con ellos muere el hombre, el padre, el guerrero, el escritor. El bueno de Walt me lo ha dejado bien claro. Sonrío con cada sorpresa y envidio todos sus versos, que sin embargo comparte de forma tan gratuita y amable. Sin duda este era el momento del que una vez me hablaron. Me llegarán otros momentos y me veré reducido una vez más a mi propia estupidez con una sonrisa en los labios. Leyendo a Whitman uno se descubre divagando en cómo los seres humanos más sabios de la historia comparten las mismas ideas y los mismos pensamientos sin importar si entre ellos han pasado siglos o apenas unos días. Y no es que uno se considere sabio, más bien lo contrario, torpe y casi suicida, pero uno puede reconocer en seguida que los caminos de la felicidad, de la lucidez, de la justicia, están por todas partes y en todos los momentos. También a Whitman como a tantos otros, estoy profundamente agradecido, agradecido por hacerme sentir tan pequeño y tan ignorante.

lunes, 21 de octubre de 2013

Efemérides


Le contaba que el autobús nos dejó en nuestra estación de llegada a las cuatro, más o menos, de una madrugada otoñal. Las calles nos eran del todo desconocidas. No sé quién hacía las veces de guía o si alguien tuvo la ocurrencia de preguntar vete tú a saber a quién, a esas horas, por nuestro destino final. Caminaba asustado envuelto en un halo de incertidumbre disfrazado de chulería. Éramos una pequeña multitud que avanzaba inconsciente, ignorante. Risas, chascarrillos. También cada uno, a su manera, disfrazaba su propia incertidumbre. No presagiaba el cielo que fuera a llover como después lo hizo. Supongo que llegó como suele llegar en aquella parte de la península, con rabia y sin avisar. Pero aún caminábamos y la lluvia no se intuía. No fue hasta que pasamos por la puerta del Arsenal que tomamos contacto con lo que sería nuestra realidad más inminente. Pero seguían las bromas y las estupideces y la pequeña multitud de futuros pelones se fue fragmentando en pequeños grupúsculos en los que continuar con las bromas y estupideces de una forma más íntima. Gente que de nada se conocía y que compartían una incógnita futura que en algunos casos llegó a ser una forma de vida. 

Seguí solo. Aquella mitad tristeza mitad miedo hacía que sólo con mi persona me sintiera más como en casa. Nada en los bolsillos y una bolsa de deporte con lo justo de ropa apenas eran consuelo para combatir las mitades que se repartían mis sentimientos. Y pasamos el muro del Arsenal y enfilamos la carretera de la Algameca que se me antojó eterna. Aparte de caminar no hacía otra cosa que observar a los que me acompañaban, maldiciendo cada una de las ocurrencias que llegaban a mis oídos. Me creía más que ellos. Me creía mejor que ellos. Imagino que no era más que otra forma de guarecerse de la incertidumbre.

domingo, 20 de octubre de 2013

En el tren de regreso


El tren de regreso. El último medio en el que uno espera agotar sus reservas de melancolía, avanza, sobre una cómoda suspensión; algo similar a la flotabilidad de un barco en mitad del océano. Pero más relajante que sobre el mar, esta danza que hoy es electrónica, a lo largo de los raíles, permite cierta calma al espíritu que, en contraposición al balanceo en el mar, se antoja más propicia a la reflexión ante lo vivido y leído.

Lo vivido aún parece necesitar algo más de tierra firme y del amor cercano para ser, de alguna manera, digerido. Para lo leído sí que me permito una sonrisa, gesto de una feliz victoria y algún que otro aspaviento.

Ante Cormac McCarthy es imposible no sentirse herido de gravedad. Tras leer Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, uno siente que ha tragado el suficiente veneno como para morirse y resucitar varias veces y seguir así de por vida, como un contemporáneo Prometeo.

Con una prosa culta y sencilla sintaxis, McCarthy nos invita a hacer un recorrido sentimental por el horror, quiero decir, recorrer un tiempo y un lugar, el suroeste norteamericano de mediados del diecinueve, con un agresivo realismo y una impersonalidad narrativa, que no es difícil al lector descubrirse en un gesto por limpiarse de sangre la cara en cualquiera de los salvajes pasajes leídos. McCarthy sabe describir como nadie y dibuja personajes con tal maestría que se podría pensar que existieron realmente en algún momento de la historia.

Pero no trata este texto de ahondar en la crítica profunda, más bien de un razonamiento superficial que permita pensar con lo escrito sobre lo leído. Entonces extraigo de forma irresistible de las páginas de Meridiano de sangre a "el juez Holden". ¿Quién coño es el juez Holden? Literalmente, se pregunta uno durante todo el desarrollo de esta magnífica novela. El personaje es físicamente violento en su propia descripción y, violento, mucho, en sus actos y palabras pero, sabio, sin embargo, poseedor de conocimientos ancestrales y modernos. Podría decirse de Holden que es un anticristo. ¿O podría decirse de él que en cierto modo es un salvador? Desde luego un personaje con el que podrían crearse miles, millones de personajes novelados y, sin embargo, uno no puede dejar de sentir que se trata de alguien muy real y que es de este mismo tiempo nuestro. Enigmático es el juez Holden, tanto como su propio creador, cuya biografía resulta igual de desconcertante.

Pese al disfrute literario que me producen las obras de Cormac McCarthy no puedo eludir la sensación de que no he sabido leer con la suficiente inteligencia, y que, de cualquiera de sus obras, una única lectura parece apenas un mínimo acercamiento a un complejísimo universo.

Cuál no sería mi sorpresa al ver la versión cinematográfica de la obra de teatro Sunset Limited, también de McCarthy, dirigida por Tommy Lee Jones e interpretada por el mismo y Samuel L. Jackson, al darme de frente con una peculiar evolución de Holden o, quién sabe, del propio McCarthy, en los fascinantes y últimos diez minutos de la obra.

No daré más pistas al respecto. Pero no abandono Sunset Limited. Porque es aquí donde me encuentro, en la figura de el profesor con la viva encarnación de El lobo estepario de Herman Hesse, al menos, en la mayor parte de la obra. En el caso de Sunset Limited, un lobo, desde luego, mucho más dramático.

El lobo estepario de Hesse es un libro iniciático, toda una propuesta de caminos y de pasos a seguir, a mi juicio, demasiado proselitista y sin duda, una obra precursora de las bazofias de autoayuda que hoy bombardean nuestras librerías. No puedo decir que haya perdido el tiempo con su lectura. Y no le voy a negar su valor, que lo tendrá, seguro, cuando tanto lector instruido en lecturas lo recomienda; y bueno, puedo reconocer su importancia en su época, pero no ahora, tiempos en los que la teosofía y Krishna Murti parecen tan lejanos y que tanto folletín de autoayuda vienen a decir más o menos lo mismo, quizá, con una menos honrosa intención.

Me entristece no haber encontrado en Paul Davis la maestría en la divulgación de la mecánica cuántica de que hace gala la crítica y que, por ejemplo, sí se puede apreciar en la obra de Brian Greene en un aspecto de la misma aún más complejo como es la teoría de las supercuerdas. En este caso de Davis podría decir que me he sentido afortunado por haber encontrado primero otros autores que sí que supieron anclar en mi inquietud y la fascinación por el universo de lo enormemente pequeño para así tratar de entender lo obscenamente grande. Y Brian Greene podría ser abanderado de dicha fortuna mía. Además, es justicia admitirlo, la tendencia de Davies a lo religioso, quiero decir, la forma en que entiendo de su obra de dejar entrever sutilmente, en el fondo de la cuestión a una deidad, probablemente a una muy particular, no me ha resultado demasiado agradable.

Hace ya algún tiempo acabé disgustado con Antonio Muñoz Molina por su Ardor guerrero. Así que, hombre conciliador como me reconozco, en un acto de buena voluntad, decidí acercarme de nuevo a la obra del bueno de Antonio, ya que tanto, de una manera o de otra, él ha hecho por acercarse a mí. Y creo que El invierno en Lisboa no ha sido un mal comienzo, aunque no del todo satisfactorio. Reconozco que en la novela de género, en este caso novela negra, es sumamente complicado evitar los lugares más comunes sin salirse de los cánones propios de dicho subgénero. Así que podría decirse que con esta novela de Muñoz Molina uno puede disfrutar de algunos buenos ratos y poco más.

La dificultad de brillar en la novela de género es algo que supo entender desde un principio el genuino Paul Auster. Sí, otro norteamericano, y judío, para más señas, y de Nueva York. Auster publicó su primera novela bajo seudónimo. Ante este hecho, el autor desde siempre alegó que si hizo esto no fue por otra razón que por tratarse de una obra meramente alimenticia, hasta poder despuntar como siempre pretendió, en el competitivo mundo de la creación literaria. En aquella ocasión la obra en cuestión también era una novela negra y, repito, tal vez Auster fue del todo consciente del problema que suponía el género en una primera novela. Hizo bien, y después le vino el mundo entero.

No conseguir entender por qué la obra de Paul Auster es tan popular, gusta a tantos y en tantos países diferentes me hace sentir torpe.


Así que mientras trato de entender ésta y otras cuestiones, algo que no me abandonará y que procuraré hacer durante estas breves vacaciones en el hogar; y ya que el tren anuncia mi parada y que celebro el final de este reiterativo periplo, doy descanso al lector de todas estas divagaciones que son parte de una intimidad mal entendida.

viernes, 11 de octubre de 2013

Mar de fondo


Con media carga en las tripas, y con mar de fondo, mejor dar avante poco a poco; para evitar el balance que jode las costillas y el estrépito de las marmitas en la cocina. Otra noche más el navío seguirá a flote. Lo dicen estas gotas ambarinas y los silencios y las miradas. Avante poco a poco y como se pueda un buen arranchado a son de mar. Las lecciones de Ismael son bien claras y que no hay barco que se trague el mar que no se dé antes por perdido. Mañana trataremos de poner rumbo. Poner rumbo sin saber quizás que la noche fue noche de fuerte mar de fondo y que hoy ya no se es donde se era anoche y que llegar ya no será tan fácil y que, después de todo, es mucha valentía seguir a la caña, como el capitán del Titanic, hasta dar de forma brutal con el inhóspito y horripilante fondo marino repleto de monstruos que se comen las entrañas de los marinos que no tienen miedo a temer. Además ¿qué es el mar de fondo comparado con un buen huracán? Ya tuvimos huracanes y vientos y ballenas blancas que se comen la pierna de uno dejándole mutilado el corazón. En la próxima habrá mar y tierras africanas y más tierras. En la próxima habrá herida sangrante; como siempre. No sé morir de otra manera. No quise vivir de otra manera. 

domingo, 11 de agosto de 2013

El principio de incertidumbre.


Un mundo caótico que deja apenas un mínimo espacio para que respire, agonizante, la esperanza. Después de una cuarentena de aislamiento, toparse con la realidad cotidiana, se nos antoja más próxima al universo orwelliano de "1.984" que a ese mundo idílico que nos prometíamos cuando todos, en mitad de un frenesí artificial, creíamos que éramos los amos del mundo. Ahora la vulnerabilidad está al cabo de la calle. Trato de imaginarme la inflación alemana del periodo de entre-guerras, tal y como me lo cuenta Stefan Zweig. Y también nuestro tiempo parece vivir un estado emocional parecido. Es terrorífico pensar que pudiera darse el surgimiento de un Stalin o un Hitler. Sin embargo, todo parece indicar que no es tiempo para ese tipo de demonios. Los villanos de la sociedad actual tienen más estilo y menos prisa.

Pero bueno, seguimos dormidos. Sólo que ahora los sueños son pesadillas ante las que permanecer como sufrientes expectantes. Sería ya demasiado pedir, por ejemplo, que nos acordemos de los peores crímenes contra la humanidad. Así que reto a aquellos cuya temeridad los impulse hacia actos de inconsciente valentía a que se acerquen al magnífico documental "La pesadilla de Darwin".

No me permito dejar de creer en que un mundo mejor sería posible y que aún estamos a tiempo de cambiar las reglas del juego. Me pregunto qué pensaría Zweig hoy por hoy sobre el paradigma norteamericano que nos ha traído a una ruina espiritual de proporciones mundiales, en contraste a su fascinación por una sociedad que le era cuando menos, prometedora.

La forma en que Cormac McCarthy nos muestra la violencia me trastorna y me sume en las más profundas reflexiones acerca de la violencia misma y de cómo la entendemos hoy por hoy. En cierta ocasión cometí el desliz de tratar explicar a alguien lo terriblemente violentos que son los actos de guerra. En este sentido las películas del género bélico, con sus dosis de romanticismo, de idealismo, de mentiras al fin y al cabo, hacen que quienes no han visto la guerra insulten a la vida llenándose la boca con la palabra guerra. Se desconoce el verdadero significado de violencia. Y casi me muerdo la lengua cuando me veo recurriendo a Mel Gibson y a sus sensacionalistas "La Pasión" y "Apocalypto", donde, la violencia, experimenta cierto acercamiento a la realidad. "Meridiano de sangre" de McCarthy es de una extrema violencia plena de veracidad. Aquí la violencia no es gratuita. Es atroz y quiere darnos un mazazo brutal en nuestros corazones en cada página. Para ello el autor nos introduce en un escenario que no nos es lejano por su explotación cinematográfica, el salvaje suroeste norteamericano, donde apaches y sádicos buscadores de cabelleras, cohabitan un mundo en el que la sangre responde a la perfección al concepto de líquido elemento. La lectura de "Meridiano de sangre" es tan aconsejable como cualquier otra obra de su autor.

Los sentimientos nos conducen por senderos la mayor de las veces erráticos. En el mundo de los sentimientos nada está bien o mal hecho. Pero es imposible no dejarse llevar por ellos. Quiero creer que el amor en todas sus formas expresivas mueve el mundo. A pesar del exceso de odio. Pero amor y odio, odio y amor, ¿qué son si no las dos caras de una misma moneda? ¿A partir de qué momento la especie humana comienza a experimentar dichos sentimientos? ¿Qué medidas se han de dar para acercarse al Perfecto?

La contemplación detenida de las estrellas que una noche oceánica ofrece lleva a uno a pensar que los más maravillosos misterios aún están por descubrir. Más allá de todo existe otro más allá. Entonces uno piensa en sí mismo y se pregunta ¿qué soy? ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué puedo considerar qué parte de mí soy realmente? Y después de estas preguntas y, quizá, tras una estúpida concatenación de cuestiones: ¿por qué siendo yo apenas una ínfima partícula del más vasto cosmos jamás imaginado, amo con toda la fuerza y la energía con que son capaces de alimentarse esas mismas y lejanas estrellas? ¿Por qué yo, que no soy nada y que mi paso por el universo es tan efímero, os echo tanto de menos? ¿Por qué daría mi vida, eso que consideramos tan valioso y que no es nada, por vosotros, sin dudar? Y la contemplación detenida que ofrece la noche oceánica es entonces saber que todo es origen y todo es final. Es saber que amarte tiene tanto de verdad como las fuerzas que dan impulso a las cosas que desconocemos y que apenas atisbamos en ese más allá, profundo, violento y trágico, pausado y placentero. Que amarte soy yo; tanto como amarte eres tú; tanto como es desconocer los misterios de ese cosmos inabarcable. Ocurre que a veces uno aparta la vista de la magnífica visión porque es insoportable la levedad del ser.

Se acaban las canciones que me prometí escuchar mientras escribo. Mañana estas mismas canciones ya no podrán sonar igual. El salitre y los vientos distorsionarán sus melodías, cambiarán las palabras en sus letras y no serán mis oídos los mismos con los que hoy "Paraules d´amor" se introduce hasta llegar a un corazón que muchos creen fuerte y al que los días que se pierden matan sin hacer mayor ruido. La esperanza, la realidad, la violencia; el amor y el odio; TÚ; la insoportable levedad del ser y las estrellas del cosmos; todo, absolutamente todo, mañana, seguirá ahí como seguirán las canciones que hoy se me acaban; absolutamente todo, seguirá, para todos, y será diferente y la vida, en su más profundo sentido, seguirá siendo la mayor aventura jamás vivida y jamás contada.

viernes, 9 de agosto de 2013

La mar no se bebe.


Combatir la soledad. Una mañana cualquiera en algún remoto lugar del mundo. Con su nombre adherido al corazón y dos sonrisas infantiles como toma de tierra. Mojarse los labios con las profundidades de una barrica lejana educada en otra lengua y otros sudores. No se puede combatir la soledad ni se puede encontrar solidaridad alguna para ciertos estados del espíritu. Uno quisiera beberse el mar tal y como es, si se dejara. Pero el mar no se bebe. Se soporta, a duras penas. El mar es un golpear constante y un recordar que nada se es, que nada importa. Es cuando uno ve, de lejos, la cercanía de la tierra que se añora durante días, cuando la adrenalina acude rauda a los instintos y uno quisiera no tener que combatir la soledad para no tener que recurrir a ello. Y uno no quisiera tener pulsión literaria alguna para vivir plenamente. Porque escribir es querer guardarse siempre algo, dejarse los últimos espasmos orgásmicos para un tercero. No quisiera, pero sólo el alcohol cura las heridas. Ya sé que ni lo comprendes ni lo compartes. Como sé que ni puedes comprender el dolor y la soledad más profunda. Lo siento. Lo siento. Pero es cuestión de química. Una cuestión de serotonina. Una cuestión vital. Perdóname ciertos alivios si me quieres entero y con el corazón fuerte.

Atracado y escuchando "La legionaria" de "La Canalla". Acordándome de ti. De cuando los días eran felices, íbamos en coche y yo cantaba con tu sonrisa haciéndome los coros. Pero qué grande es tu sonrisa y qué lejos la tengo. Bebo sin un tope, como queriendo acercar los momentos que se dieron, o los que se quisieran vivir.

Para mi pequeña Cleopatra VII Filopator. Sacrifico mi fortaleza a tus sinsabores y a tu escaso verano. Si te idolatro es porque lo mereces. Y porque envidio que tu camino sea camino y no efímera estela que se desintegra en pocas millas. Lo mejor de todo es saber que tu futuro es el futuro y que la verdad se escribe con tu nombre y que los sueños sueñan con tus sueños y que los límites serán los que tus ojos crean percibir. No me corta decir que eres una de las mejores cosas de mi vida.


Cada año es una destrucción. Cada whiskey es morirse para vivir. Pero es peor dejarse morir. Ya sé que no lo entiendes. Entender esto es estar dentro del delirio de una irrealidad africana insoportable. Quisiera que no fuera así. Quisiera que el dolor... no sabéis qué es el dolor. Quisiera tener menos para escribir. Quisiera que mi amigo no se pareciera a mí. Os echo de menos. Ya sabéis quiénes. Me desmorono. El color del dinero. El algún lugar de África. Las nieves del Kilimanjaro. La piel negra no suda, llora por la piel. África duele por lo bajini. ¿Y qué tiene que ver esto con un pedazo de tierra sobre un Atlántico incipiente? ¿Qué tiene que ver esto con el corazón de Cádiz en una feliz mañana de domingo? La vida me cobra caro lo que le quito. 

jueves, 20 de junio de 2013

Creed que os canto.

Para mi conciencia, descalzos pasos hasta mi cama dormida.
Yo sólo pretendo vuestro mañana y creedme,
Me distraigo de vuestros juegos por el camino,
Con una espada por cada flanco,
Cubriendo de vuestras miradas verdaderas
-más que ninguna- el lugar adonde hemos de llegar.

Es envidia a veces la rabia que os dedico.
En otras sólo son poemas pequeños y divertidos
Devolveros la sonrisa o cubrir de galletas vuestra mesa.

Tenéis el poder infinito bajo las pestañas,
En las plantas de los pies, bajo la nariz y en ella.
Tenéis sobretodo el fuego que en mí creo olvidado.
Nada de vosotros ahora me hace daño.
Sístoles y diástoles que en otros cuerpos
Inflan y descargan los alveolos que me empeño en destruir.

Para mi soledad, dientes manchados de chocolate;
Para mi consciencia, cada uno de los suspiros infantiles.
Labios manchados de chocolate, para el niño que fui;
Pasos dormidos y descalzos, para el bendito desvelo;

Apenas penas y gimoteos, para mis manos que son vuestras.