lunes, 28 de julio de 2014

Merkava





Todas las noches son el fuego en la noche.
El chirrido vibrante ondeando en los vientos
que arrancan el polvo de los escombros
y no hay luz que ilumine las calles de Gaza.
Tampoco se sueña y nada más que muerte
sobre la muerte cuelga de los pálidos ojos
cuando es toda y libre y es justa la ira de Dios.
Y amanece una tumba abierta al cielo azafrán.
Una desordenada jauría de perros en ladrido
esquiva fritos despojos de carne humeante
entre soldados verdugos uniformados de Dios
y víctimas artilladas y con hambre vengativa de Dios.
Hombres y mujeres que corren no escuchan
el llanto esquinero de un niño que grita
mientras muere una madre y quizás un hermano
es triturado sin nombre bajo cadenas enlodadas
y las cadenas imparables al ritmo que marca tu silencio,
las cadenas que son la mordida terrenal del Merkava.
Se respira lágrima hervida en la desesperación,
sangramos yermos, de sangre goteando de dientes
mordientes y una puñalada en forma de rebufo
hace temblar los sucios tobillos cercenados

y todo es tristeza y es sólo mierda lo que nos decimos.

jueves, 24 de julio de 2014

Esta tarde en Van Halen



Es demasiado tarde para dormir la siesta -teniendo en cuenta mis criterios horarios- pero pronto para cualquier otra cosa que implique la exposición gratuita al sol. Así que arrastro mi cuerpo hacia la cama, un cuerpo sudoroso al que poco alivian las aspas de los ventiladores que se agitan en el techo. La cama aún desecha desde que me levanté bien puede ser un espejo, me digo, tomo de la mesilla de noche el libro, o mejor dicho, el artefacto que últimamente me he visto obligado a usar para leer, lo enciendo -no sin antes poner en funcionamiento la lamparilla incorporada en la parte superior de su funda- y leo con la convicción de que no dormiré, de que dedicaré la tarde para leer sin más. Pero leo y miro más veces de la cuenta el ventilador que cuelga del techo sobre mi cama y me quejo para mis adentros de la incomodidad que me produce la capa de sudor sobre la epidermis. La lectura va y viene y no me siento en la historia. La historia es la que cuenta la novela Pólvora Negra de Montero Glez. Una narración en tres o cuatro partes cada una de ellas compuesta por cortos capitulitos. Me alejé de la novela histórica. Pero me habían recomendado muy mucho que leyera a este señor, me habían indicado muy especialmente Pistola y cuchillo. Como no pude hacerme con ella y, motivado por cierta entrevista que le hizo un señor muy trepa al autor, me decidí por leer lo primero que cayera en mis manos. Pólvora negra, pues, es la lectura que el calor, las aspas del ventilador y demás agonías de la calurosa tarde en Van Halen me incomodaban. Pero tampoco era eso. Quiero decir, he llegado a leer un ensayo sobre la guerra civil en una garita en mitad de un puñetero desierto a más de cincuenta grados. Y no es que tuviera sueño, que no lo tenía, pese a quedarme dormido después de la forma más tonta posible. Sólo muy de vez en cuando me acerco a una novela de género. Sin ser histórica Pólvora negra tiene un poco de eso, y sin ser novela negra, algo de novela negra tiene su argumento. A veces pienso que es el narrador lo que me aleja, qué curioso. Más si cabe cuando la intención que se intuye es la de un narrador cercano. Un narrador omnisciente cuenta de forma desordenada los hechos pasados y presentes variando tiempos verbales con maestría. La estructura de la novela también me parece acertada, no su extensión. La novela es buena, pero no es para mí, simplemente es eso, me digo, y las aspas del ventilador ya se están poniendo cansinas y cansados se sienten mis párpados y tengo el sueño más tonto del mundo para una tarde que quería dedicar a la lectura. La voz del narrador es cargante. Miro la extensión por la proa, lo que aún me queda por leer y los efectos que la voz del narrador me produce. Sí, el narrador es un personaje más y su uso del lenguaje es más que importante. En este caso trata de ser cercano, y tanto que lo es. Y como el narrador es importante y es un personaje, un actor, una interpretación de la mente del autor, aquí el narrador no hace otra cosa que sobreactuar. O tal vez no, quizá sea que el largo recorrido de la narración no sea la adecuada para tal recurso, o quizá, simple y llanamente, que la novela no es para mí y que es por eso por lo que las aspas del ventilador son tan importantes y por lo que mis párpados se cierran y caigo en ese sopor que ya creí superado después de comer.

Bocarriba introduzco ambos brazos por debajo de la almohada y bajo mi cabeza. Las aspas giran y me digo que cerraré los ojos pero que no me dormiré. Voy a pensar, me dije, creo, sin creerlo de verdad, te vas a dormir, debí haberme dicho y no lo hice y aunque sí, me puse a pensar, me dormí, y me olvidé de las aspas del ventilador.

Al otro lado del teléfono alguien me explica con paciencia los tristes últimos acontecimientos en la vida de alguien a la que no veo desde hace muchos años. Los mismos años que hace desde que no hablo con la persona que en mi sueño está al otro lado del teléfono. La ha dejado su pareja, una vez más. Está hecha polvo, una vez más. Bueno, es una buena muchacha, saldrá adelante, una vez más, digo. Y ya, claro, saldría adelante, pero hay que ver qué mala suerte tiene la pobre mía, que todos le salen mal, que ahora que estaba bien y que tiene dos niñas preciosas y él tan bien colocado en la policía local y demás; ahora que incluso de vez en cuando le sale algún trabajito de lo suyo, ahora, que la pequeña de las dos apenas ha cumplido un año, va el otro y le dice que no es feliz y se larga. Sí, es verdad que tiene mala suerte la pobre mía, digo, y es curioso. ¿Por qué es curioso? Coño, lo es porque ya no conozco a esa muchacha de nada, no sé quién es y no tengo la menor idea de cuál ha sido su suerte desde que no la veo. Pero la historia sigue, mi interlocutora sigue contándome penas, las suyas, las que los tristes acontecimientos en la otra persona le afectan. Porque ella siempre ha sido muy buena niña, insiste, y muy entregada a sus parejas. Vivía sólo para su hombre y sus niñas, además de que siempre ha sido muy trabajadora, dice. El tono de la voz al otro lado del teléfono es el mismo de cuando hablaba con ella, hace tantos años. Mi voz ha de sonar en alguna parte, pero yo no puedo escucharla, simplemente sé lo que dice porque lo que dice se dice en mi cabeza. Y digo: bueno, creo que ahora debería pasar esto de la mejor manera posible y concentrarse en el amor por sus hijas, que eso siempre es alivio; pasar el duelo (sí, el mismo duelo ya pasado en demasiadas ocasiones, cosa que no le digo, sino que es para el lector de estas líneas) y en fin, esperar a que las cosas vengan mejor. Su voz -al otro lado- suena más lastimera de pronto, resignada: sí hijo, sí, qué le vamos a hacer, las cosas de la vida y la vida sigue, y ella es tan buena muchacha que no le queda otra que encontrar a un muchacho tan bueno como ella. Así es, le digo, hace tiempo que no la veo, pero anímala de mi parte. Seguro que se alegrará de saber de ti. Seguro, contesto, y ella vuelve a hablar pero ya no entiendo sus palabras porque otro sonido se cruza y vuelvo a ver las aspas dando vueltas y vuelvo a escuchar el ligero chirrido procedente del eje del ventilador y los rayos del sol que se retira muy lentamente atraviesan las ranuras vacías de la persiana. El sonido que anuncia un nuevo  mensaje en un Samsung Galaxy S-5. ¿Pero qué coño he soñado? Desbloqueo la pantalla del móvil y veo que no es más que un aviso de Twitter. Pero también hay un numerito bajo la parte inferior derecha de una burbuja de Facebook Messenger en la que aparece en miniatura un rostro que hace agradable mi despertar. Leo el mensaje, uno muy cortito y cariñoso, y sin querer mando un mensaje absurdo que no responde a nada y que es uno de esos emoticonos que vienen a dar un seco ok a cualquier cosa.


Quiero coger el libro electrónico, medio dormido, más dormido que despierto, y lo quiero hacer a la vez que dejo el móvil en la mesilla de noche y libro y móvil caen juntos al suelo y el sonido, en conjunto, suena como a dolor de dinero perdido demasiado rápido. Vuelvo a colocarme bocarriba sobre la cama y a mirar el incesante girar de las aspas del ventilador en la calurosa tarde veraniega en Van Halen. 

domingo, 20 de julio de 2014

Por cada golpe que he dado


"La gente verá lo que fui en un tiempo: un hombre atrapado en un malvado y corrupto sistema penal. No saco pecho. Fui realmente horrible, violento, malo. No estoy orgulloso de ello, pero tampoco me avergüenzo de ello, porque por cada golpe que he dado he recibido 21".




Una voz cavernosa y deteriorada procedente de unas cuerdas vocales dadas al grito inunda una sala de cine durante el estreno de una película. El dueño de esa voz no se encuentra allí. La voz es un mensaje grabado en una celda de reclusión de máxima seguridad en la que un hombre pasa los días en la mayor de las soledades. Nadie puede explicarse de qué manera esa voz ha llegado hasta la sala.

El hombre nació como Michael Gordon Peterson. Sus inicios, su infancia, ya apuntaban que nada bueno podría salir de semejante ejemplar. Regalado a la pelea siempre que tuvo ocasión sufrió el amor injusto de una madre y la ausencia ejemplar de la figura paterna. Si esto condicionó el futuro del niño o no es difícil saberlo. Pero el niño creció fuerte, se propuso ser una bestia y lo fue. Y a la bestia sólo la esperaba el mundo del crimen y la bestia se dio al crimen con torpeza. O tal vez, más que torpeza, sin cuidado. Porque la carrera delictiva del hombre pronto estuvo marcada por la cárcel, donde quizá encontró por fin un hogar. Uno en el que la violencia, el demonio que lo manejaba, no sólo era necesaria, sino que se la esperaba, y él la mostró sin pudor.

Bronson es el biopic en el que se cuenta la historia inacabada del que aún hoy es considerado el preso más peligroso del Reino Unido. Un drama predominantemente carcelario en el que el director Nicolas Winding Refn (Solo Dios perdona, 2013) hace gala de su oficio como contador de historias cinematográficas. Y de qué manera. En Bronson los recursos son numerosos, excesivos podría decirse. No cansan al espectador sin embargo. Durante la película el espectador atrevido ha de permanecer atento. La narración es fragmentaria, vertiginosa en su comienzo. Se nos muestra al hombre, a la figura protagonista en su máximo esplendor, queremos saber más de él. Pero como si de un parpadeo se tratase las transiciones nos acercan y nos alejan de lo que creemos necesitar en ese momento. A veces vemos a un hombre corpulento en una celda esperando agitado y los puños hambrientos para golpear a sus guardianes, a veces es el propio Michael que ya es Charles Bronson, el que se dirige a nosotros directamente y nos habla de su persona y sus anhelos, que por el momento nos parecen disparatados. Pero nosotros, el espectador que somos, también participamos como escuchantes del interrumpido monólogo, representados por un patio de butacas repleto que bien se asombra de las violentas afirmaciones del hombre o bien ríe desconcertado por lo que nos parecen cómicas declaraciones de un trastornado. El empleo que Winding hace de la banda sonora es brillante. Puccini, Wagner, los clásicos se alternan con las músicas que sonaban en la época del joven Bronson. Destacable es la elección de It´s a sin de Pet shop boys para un delirante baile de enfermos mentales en el hospital de reclusión psiquiátrica. En este aspecto el director siempre es oportuno, la cinta le está quedando tal y como pretendía.

Toda vez que el director ha conseguido atraparnos la narración se torna una cronología más ordenada. La intención en el montaje nos deja un buen sabor de boca que se contrasta con la agresividad de las escenas. Son irremediables las comparaciones con La naranja mecánica de Kubric. Ahora seguimos con atención las peripecias de Charles Bronson.


Cuando Michael se ve necesitado de un nombre artístico elige uno que define la bestia que es, Charles Bronson. Ya ha pasado por la cárcel, por la reclusión psiquiátrica y ahora alguien ha captado por fin la naturaleza del hombre y considera el darle un lugar en el mundo. Así Charles Bronson dedica su vida a las peleas ilegales. Su hambre de pelea es su oficio y lo mismo le da enfrentarse a un hombre, a dos o a varios, así como a perros de presa, indiferente al número en que se les presenten. No lo hace por dinero pero tampoco sabemos por qué lo hace.

Hasta ahora hemos reservado el nombre del actor que interpreta al personaje. Es de justicia prestar mucha atención al respecto. Lo que más nos llama la atención del británico Tom Hardy (Warrior, 2011; El caballero oscuro: la leyenda renace, 2012) es su físico. Y sí, el físico de Tom Hardy era necesario para este papel por el razonable parecido, sin demasiado que añadir para la caracterización. Una película en la que un actor ha de aparecer en todas sus escenas es un duro examen de interpretación. Tal es este caso, y Tom Hardy lo aprueba con nota. Después de ver Bronson se nos hace difícil pensar que Tom es un hombre normal que lleva una vida normal y que ejerce una profesión, la de actor por ejemplo, y que realmente no es él mismo el propio Charles Bronson, Michael G. Peterson. La película es suya, el escenario parte de él, los secundarios parten del él. Pese a lo onírico de algunas escenas, pese a lo delirante, jamás dudamos de la veracidad de su gesto, de la autenticidad de esa cabeza afeitada y ese bigote con forma de astas de toro. Su interpretación nos puede llevar de la ternura al horror en medio del gran escenario de la violencia que es todo el film. Tomamos como ejemplo la escena en la que Bronson se nos presenta sobre las tablas del escenario trajeado y habla de perfil. Es el perfil propio del personaje y cuenta parte de su historia. A gran velocidad nos muestra su otro perfil, maquillado y pintado como el de una supuesta mujer que le ofrece la réplica. Ambos Tom Hardy, ambas caricaturas, nos hacen recapitular para afrontar quizá una segunda parte. O podemos verlo drogado babeando sobre una butaca en medio de una sala de recreo para perturbados mentales. Y no, no es lo accesorio lo que nos revuelve las tripas. Son sus ojos y su mirada mitad iracunda mitad herida lo que nos va a remover las vísceras de la emoción. Su interpretación hace del film un traje a su medida.

Cuando la vida de Michael se acomoda en la violencia callejera, un breve periodo entre prisiones, aparece el amor. Lo hace en la única forma en la que puede hacerlo en la trayectoria de un hombre así. Pero sabemos que el amor es imposible, lo sabemos en todo momento y la cinta, la vida, no nos defrauda. Ante esto, lo mejor, es volver al lugar de donde nunca debió salir. Y una vez allí volvemos a encontrar ese hueco que siempre nos brinda nuestra infatigable esperanza. El arte como una puerta a la redención, al cambio. Porque dentro de la violencia podemos descubrir que existe una incomprensible pero certera sensibilidad, que está ahí, que existe y es real. Nada puede contra un monstruo fuera de los cuentos de hadas. Pero nos es inevitable la sospecha. Y aquí tampoco la realidad nos decepciona. Las cosas siempre suelen ser como malpensamos.  

¿Qué hacer cuando la manzana sale realmente podrida? Parece preguntarnos Nicolas Winding Refn. ¿Está realmente preparada la sociedad cuando surge de ella misma un Charles Bronson? Actualmente el personaje sigue cumpliendo prisión en las más duras condiciones. Está apartado del mundo, de la civilización, no puede pasear entre humanos comunes. Michael Gordon Peterson no es un loco. Su comportamiento parece responder más bien a una necesidad fisiológica que a algún tipo de trastorno mental. Su objetivo, que parte de su propia naturaleza, era el de ser el más famoso y conocido. Quiero crear un imperio dice Bronson por boca de Hardy en el film. Y vaya si lo ha conseguido. Sus palabras lejanas durante el estreno y presentación -por cada golpe que he dado he recibido 21- son las de la madurez de sus seis décadas de violenta existencia. Nuestra sociedad no ha sabido superar la latente violencia del individuo, el instinto primitivo, el bicho que somos. Lo lejos que nos encontramos de desentrañarnos, parece enseñarnos Charlie Bronson, una muestra de los desequilibrios provocados por el rumbo de la humanidad.



sábado, 19 de julio de 2014

Carta abierta a un maltratador de mujeres



Estimado maltratador de mujeres,


No deja de ser fascinante cómo el cerebro del ser humano puede brindar a un hombre una imagen ficticia de sí mismo en favor de una realidad totalmente contraria y defectuosa. Eso no lo sabías, te estás enterando ahora mismo, porque tu comportamiento no me permite creer que poseas la suficiente inteligencia como para ver lo que para el resto de hombres es tan evidente. La realidad es que eres patético. Tampoco sabes que cuando se te pone dura la polla al machacar a la mujer que amas es porque de otra manera serías totalmente incapaz. Tu complejo de base es ese, la tienes muy pequeña, tanto que el simple hecho de sacarla para mear ya te supone un trastorno. Pero no, no vamos a seguir hablando de tu ridículo apéndice genital. Sigamos mejor con la impotencia derivada del mismo. Esto es, las inseguridades que tu micro polla te genera, te hacen sabedor de que jamás podrás tener a tu lado a una mujer de verdad, un privilegio que ha mantenido sobre la Tierra a la especie humana. Como no puedes alcanzar tan alto premio tratas de buscar mujeres que crees sucedáneos de las mujeres que deseas. Pero te diré otra cosa que tu ilimitada inteligencia jamás te ha permitido aprender: no existen tales sucedáneos. Cada mujer es todo un universo de posibilidades más que dispuesto a hacerte sombra, y de hecho cualquiera de ellas podría hacerlo, dadas las taras de tu mentalidad anormal. Aún eras pequeño cuando tu mamá observó tus debilidades, de ahí su rechazo, jamás te pudo querer: el hombre niño que había traído al mundo era deficiente, una criatura realmente inferior. Quiero que sepas, que lo tengas muy clarito, que cada vez que tratas de dañar el corazón de la mujer que te ha concedido su compañía, con tus maquiavélicas intrigas de mente perturbada; tras este daño que tú generas, está la peor de las cobardías: piénsate desnudo con tu micro polla en mitad de la calle, a la vista de todos, y piénsate gusano, ya que te pones, cada vez que una mala palabra salida de tu hediondo hocico trata de insultar a la criatura que tiene el don de parir semejantes. Te gusta creer que eres un auténtico machote, testosterona de primera calidad. No te engañes. Si realmente fueras un machote, esto es, un hombre orgulloso de serlo -cosa de la que no tienes ni puñetera idea de qué significa-, adorarías a la mujer y aceptarías su compañía como un igual. Pero no eres un machote, y como lo sabes, porque verás, hijo de la gran puta, lo sabes, te sientes obligado de interpretar el papel de lo que crees que es un machote. Cada vez que alzas una mano o cada vez que insultas o faltas el respeto a la figura de una mujer, te condenas al recuerdo permanente de tu desgracia como ser inferior. ¿Sabes por qué los hombres nos colocamos y recolocamos los genitales una y otra vez? Tranquilo, es normal que no lo sepas, eres estúpido. Yo te lo diré. Los hombres necesitamos continuamente saber que siguen ahí para sabernos hombres. Nada de eso necesita la mujer para saberse una mujer de los pies a la cabeza. Y me hace gracia. Debe ser gracioso ver tu cara cuando en un acto reflejo llevas tu mano al paquete y sientes tanto vacío.

Creo que tu perfil es tan básico que no voy a perder más tiempo en repetirte lo que ya sabes porque te lo he dicho yo: un hombre.

Ahora prometo olvidarme del estilo y la corrección. Aprovechando que no nos oye nadie, que esta carta es exclusivamente para ti, te voy a transmitir con toda la sinceridad de que soy capaz lo que un hombre de verdad haría contigo. No siento el menor pudor en reconocer que ahora empieza el verdadero desahogo.

Pedazo de hijo de la gran puta, deberías quedar marcado como el ganado. Que todo el mundo viera la bestia sucia, la alimaña humana, tu pertenencia al mundo de las criaturas repugnantes. Una cárcel no, no deberías quedar al amparo de los muros. Deberías ser expuesto en las aulas de los colegios. No para que te vean los niños, sino para que sean las niñas, las mujeres del futuro la que te mirasen a los ojos y que con ellos pudieran contemplar tu penosa estampa. No hay remedio para ti, maltratador malnacido. Ni siquiera hacerte el favor de cortarte la cosilla que apenas se bambolea entre tus piernas. Se te debería negar el derecho a llevar ropa, que fueras desnudo por el mundo. Tantas cosas se te deberían hacer. Y tantas otras te haría yo mismo con mis propias manos.

Como comprenderás la rabia apenas me permite continuar con esta carta. La rabia de un hombre, algo que desconoces porque tu naturaleza degenerada no te da para más, de un hombre al que las leyes no le permiten darte caza como su cuerpo le pide.

Así que me despido, desecho. Confío en que tu vida dure cien años por lo menos y que tu capacidad de erección -o lo que sea eso que te ocurre en la polla muy de vez en cuando- se limite al cero absoluto cuanto antes. Lo lamento profundamente por tu madre. Ella fue la primera mujer que tuvo que soportar la desgracia de tu existencia.

Pídele a los dioses no cruzarte conmigo. A más ver.

Atentamente,


Eduardo Flores.



P.D: Puedes dar gracias de que esta carta no te la haya escrito una MUJER.

viernes, 18 de julio de 2014

París era un paseo

Una vez pasé quince días en París. Podría decir que de aquellos días apenas retengo el recuerdo de una felicidad adolescente. Esto es, irrepetible y calurosa. Imágenes que a veces se presentan como esas antiguas fotografías en blanco y negro de bordes alabeados por la humedad de los tiempos.

Nada sabía yo si París había sido una fiesta alguna vez, si realmente París tenía unos límites bien definidos o si por el contrario era esta una ciudad que no se acababa nunca. Recuerdo que allí pregunté -qué cosas-, ignorante, por La Bastilla, a un afrancesado al que quería y que sonrió con paciencia antes de señalar con amabilidad mi estupidez. Yo preguntaba por Balzac -¿por qué lo hacía?- y en alguna ocasión alguien me habló acerca de un parque que se encontraba no demasiado lejos de donde me alojaba. La mayoría de los días los pasamos en una portería de un elegante y antiguo edificio cercano al Trocadero. Los porteros eran una pareja de ancianos, antiguos emigrantes españoles para los que después de toda una vida a la francesa el fin de París fue el propio final de una historia que jamás será contada en un libro.

La verdad es que lo único que yo sabía de Balzac era que había sido un gran escritor. Para Stefan Zweig, uno de los tres grandes novelistas del XIX, junto con Dickens y Dostoievski. Otras noches dormí en el barrio latino, en un apartamento precioso de una finca con una más que sugerente piscina en el centro del patio. Los balcones y ventanas que daban al patio estaban coloreados la mayoría por macetas con plantas y plantas con flores. El recuerdo me cuenta que sobre la oscura superficie de la piscina flotaban repartidos multitud de pétalos desprendidos de las flores que fueron su hogar.

No fue una fiesta París para mí y nada sabía yo de aquellos años en los que los escritores del mundo se mudaban a malvivir por sus calles enloquecidos por viejos ecos de una revolución que malvendió promesas de libertad y musas hasta el fin de los días.

Ya no estoy seguro de si fueron quince o veinte los días pasados en París. Sé que para todos esos días llevaba como unas diez mil pesetas. He vueltos muchas veces, siempre de paso. La he contemplado con una baba de melancolía desde el cielo en despegues y aterrizajes.

Nada como aquel viaje que fue un gran paseo que terminaba siempre cerca del Sena. Nombres como Baudelaire o Verlaine no me eran del todo desconocidos y algo, poco, sabía del Picasso de París. Yo había ido a ver a los bailarines de breakdance dar vueltas sobre el suelo del Trocadero, beber cafe au lait y a meterle mano a la que fue mi primera novia. Pero París ya me susurraba futuros al oído y me contaba pasados que luego yo podía dibujar en mi mente pese a las obras en la fachada de Notre-Dame. Era feliz en mi ignorancia de entonces, tanto como lo soy en mi ignorancia actual. Era feliz paseando de la mano de aquella belleza morena y soñaba con navegar una noche sobre el río y pasar bajo los puentes en el verano parisiense más caluroso del siglo.

Ilusionado por conocer la tienda Virgin y por comprar al menos un disco en ella enloquecí con los puestos de los negros en los mercadillos de Clignancourt. La emoción de volar por primera vez pronto fue sustituida por la de tomar el metro y creerme dueño del movimiento por la red intestina de la ciudad de la Torre de Eiffel y el Louvre.

Como nos amamos en París ya no volvimos a amarnos nunca más aquella muchacha y yo. En París quise escribir sin saber. Vinieron los libros después de París.

Recuerdo volver cansado del paseo y subir sucias escalinatas y pensar que ese insignificante detalle pertenecía a un mundo diferente.  Uno en el que nunca me sentía extraño y en el que mis inquietudes inconscientes, al punto de aparecer como una extravagante molestia, eran aliviadas de forma natural. Hasta entonces siempre había procurado leer a escondidas.

Me gusta creer que en una ocasión Wilde me dio un codazo en las costillas mientras esperaba un tren en la estación en un paso elevado y contemplaba el acelerado brincar de una rata sobre el balasto entorno a los raíles. Aún no conocía Barcelona, Madrid había sido poco más que asfalto y hormigón; en París su pelo ondulado y moreno brillaba entre jardines con fuentes de agua limpia y no potable y largas balaustradas frescas al tacto. No subí a la Torre y los Campos Elíseos me provocaron rozaduras y me pisaba las anchas costuras del pernil de mis vaqueros por los bajos. Me sentía bien comiendo crepes con chocolate con leche Nutella con aquella niña a mi lado, sentados y recogidos en un escalón de Montmarte. Tampoco estaba mal si la calle era peatonal y las sillas en las mesas de las terrazas bajo pérgolas de enredadera se orientaban hacia los paseantes. Imagino ahora aquella escena -de la que por entonces nada sabía- en la que Ernest toma vino espumoso con ostras en una de esas terrazas y charla con un amigo que confunde a Joyce con Alistear Crowdley.

Había ido a París para escuchar el ritmo de los percusionistas callejeros en bulevares arbolados, a tropezarme con la sombra de hambrientas guillotinas y vi películas de acción de producción francesa en francés y acabé por ir a comprar pan hablando en francés. A mis extrañezas en suelo parisino las llamé poesía años después. Se mezclaban al final de mis paseos la fantasía y el cuerpo de la muchacha y el susurro de un millón de voces que me estaban esperando.

París no fue una fiesta para mí pero marché un día sin que la ciudad se acabase. Apenas recuerdo lo sucedido en aquellos días, me recuerdo paseando. Quise quedarme y pude hacerlo y no me quedé. Decidí mi marcha un día antes del vuelo de regreso.  Visito Charles de Gaulle unas cuantas veces cada año.  No hay una vez siquiera que no imagine que salgo del aeropuerto para tomar un taxi y dirigirme a aquella portería del edificio junto al Sena y que allí me espera la muchacha de mi adolescencia tardía y no tener que decidir irme otra vez.


jueves, 17 de julio de 2014

Lloras


A Mª Alejandra Flores


Eres algo bello cuando lloras.
Tensas mejillas son impregnadas
por la miel pegadiza
que mana de los más tristes manantiales.
Lloras. Y me urge
la sensación de que el mundo
que gira rabiosamente
puede sentir tu dolor
como lo hago yo.
Pero es tan hermoso cuando lloras.
El momento se hace poema
melancólico; angustiado
el aire se desgarra y se encoge
y yo lo siento, cruelmente lo disfruto.
Me lleno de tu llanto, se abren mis sentidos,
puedo tocar la hiriente melodía
que es tu tristeza
hecha momento y hecha espacio.
No pidas que te consuele,
conserva este estado,
porque jamás conocí más pena
que la que se hace tu paisaje
con tu lamento con tu quebranto.
Escapa el aire entre tus dientes.
Intentas hablar
al compás de lacrimógenos espasmos
de tu sollozo tierno
de esta seda hecha jirones.
Volveré cada día a verte llorar.
Tu amargura es la lágrima
y la lágrima la fiesta
de la pasión puesta en tu llanto
despeinado, agónico, latente.
Eres algo bello cuando lloras
y lo haces como cualquiera.
                             


martes, 15 de julio de 2014

Inoportuna



Después de un prolongado silencio que ambos acordamos sin hablar se me ocurrió decir que la muerte siempre es desagradable. El muchacho, mi hijo, miró a su padre, me miró, con una cara que poco correspondía a la de un adolescente atribulado. Y sí, realmente la muerte es algo muy desagradable, decía su mirada justo antes de decirme que, sobretodo, la muerte es desagradable para la persona a la que le llega. Reflexionó sus palabras tal y como su padre no había hecho hacía unos instantes, tan torpe. No es desagradable, dijo, es inoportuna. Sí, la muerte casi siempre es inoportuna.

Casualidad o no leía a Auster un momento antes de ponerme a ordenar todo este montón de palabras. Paul Auster se maneja con el azar como recurso literario con una soltura que no he encontrado en otros autores. Sí, podríamos decir que esta entrada va del azar y de la muerte.

Cuando mi hijo se topó de cara con la misma imagen de la muerte como nunca antes lo había hecho hacía muy pocos días que yo relataba mi primer -y voluntario- encuentro con la canina de la guadaña. Apenas contaba un año más que mi hijo, lo que viene a decir que ambos vimos nuestro primer muerto a la misma edad. En los dos casos la muerte sobrevino a alguien en una carretera del verano en el sur, en eso que es como una especie de estado de ánimo y en el que tienen mucho que ver las noches calurosas, el sudor, el batir de olas en la playa,... todas esas cosas que ya digo que en resumen son como un estado de ánimo que poco tiene que ver con la muerte. Este párrafo sitúa la muerte entre las coordenadas coincidentes de una edad y un estado de ánimo.

¿Qué tiempo transcurrió entre la muerte y la conversación con mi hijo? Entre unos diez y quince minutos, aproximadamente. Ente diez y quince minutos antes de la conversación con ese adolescente tocado en lo más profundo circulábamos sobre el asfalto que se recuesta sobre el istmo entre San Fernando y Cádiz en dirección a la capital. Dejábamos atrás Torregorda cuando ya se veían claros en la calzada al otro lado de la mediana un furgón de atestados de la Guardia Civil, un patrulla de tráfico del mismo cuerpo y quizá uno de la policía local de Cádiz, no estoy seguro. Observar cada cosa, mantenerse alerta, considerar factores de decisión son temas en los que suelo reiterarme en las conversaciones con el niño ya adolescente que más pronto que tarde ha de enfrentarse a la vida de una forma cada vez más directa e independiente. Pero nada de eso había servido cuando pasamos de largo Torregorda, al ponernos -a velocidad anormalmente reducida- a la altura del furgón de atestados. Si en algún momento hubo ambulancia o no, no lo sé. Yo no la vi. No había coches accidentados, ni bomberos. Una fuerte sensación de alerta y una búsqueda que terminó demasiado tarde. Cuando vi el cadáver sobre el suelo lo teníamos a menos de diez metros. Dije, ¡hijo, no mires! cuando él ya había llevado sus dos manos hacia los ojos y echaba la cabeza hacia atrás abriendo en anchura sus codos.

Entre unos veinticinco o treinta minutos antes de eso estábamos en casa. Mi hijo jugaba a la Play Station 3 y yo bicheaba por internet fotografías de un viejo deseo: una motocicleta. No una cualquiera, por lo general no me gustan las motos. Me gusta una moto, que ya es antigua, pero es preciosa. Una montura que yo siempre he considerado ideal y que pienso se ajusta a mis medidas. Una Harley Davidson preciosa que es mi deseo desde hace años. En una de las fotografías el deseo se mostraba como en ninguna otra. Cosa habitual, la comparto en Facebook y hago partícipes de mi anhelo a todos mis "amigos" en la red. De todas las cosas que podían estar pasando en esos momentos por la cabeza de mi hijo y de la mía me atrevería a apostar que la muerte no era una de ella. Estábamos viviendo un feliz fin de semana, un fin de semana que podríamos llamar sentimental o de descubrimientos. Nada de eso tenía que ver con la muerte.

Un pequeño ejercicio mental me hace hoy repasar acontecimientos. Como digo, Paul Auster sabe que lo fortuito, el azar, se mueve por nuestras vidas, misterioso, desde luego, pero también de forma continua; una continuidad en la que no somos capaces de reparar porque somos así de estúpidos como criatura viviente. Así como el autor norteamericano es plenamente consciente de ello lo emplea en su literatura. Pero volvamos al ejercicio, es importante, un pequeño ejercicio mental que termina con la conclusión de que en el momento en que yo colgaba en Facebook la fotografía de mi moto alguien moría despedido de la suya.

Colgué la foto, salimos de casa, en coche por carretera hacia Cádiz nos topamos con la muerte, silencio; rompo el silencio con una estupidez que mi hijo se niega a asumir.


Me dijo que la muerte es inoportuna. Lo es, pensé. Y sí, sobretodo para la persona a la que le llega. Que sea desagradable o no es una reflexión estúpida.  

jueves, 10 de julio de 2014

Canto finito



Creerán
en la hazaña
definitiva, en la gloria
de la estatua marmórea y fiel
a la que adorar con el recuerdo enaltecido.

Serán
devotos píos
de la última memoria
y la muerte última del fracaso
travestido en la celebración del dolor.

Verán
ojos sin vida
el tétrico camino
de quien pudo y no fue
de quien quiso ya fenecido
la meta reducida a un final temprano.

Darán palabras
nuevas que nombren
presentes y cartones sin color
y frutos descompuestos con gusanos
dueños y señores de las entrañas del cementerio.

Venderán tragedias
de sangre y de sangre negra
y comedias venderán como huérfanas
de la risa bajo el sol de los días del más blanco
de los hielos, los que se agrietan sobre las pieles decadentes.

Cambiarán voces por silencio
en las calles de siempre ahora abandonadas,
en las avenidas sin eco de gentío, en plazoletas
festoneadas de raíces cadavéricas en los parterres
y sólo aire silente en un caos de ausencias en el largo día.

Aplaudirán el canto finito
mientras beban la cicuta del trueque
y mientras crean que es posible lo respirable
en la resignación de estas últimas noches de calor
en que la luna ya no se encuentra y las estrellas colapsan.

Yacerán todos felices e ignorantes los danzantes
que vivieron sin poemas en las tripas, que cantaron
sin haber aprendido la canción y que nunca miraron
otros ojos que miraban el olor de otras pieles, que vestían
criaturas semejantes, con rojos y magníficos labios que besaban,
al ritmo de una hermosísima canción, el borde de una copa con la última gota de vino].



jueves, 3 de julio de 2014

Lo que espero de ella es nada



Lo que espero de ella es nada. Que siga ahí espero, que es nada; o que apuntale el amanecer y que se mantenga firme ante los vientos que la azotan. Lo que espera de mí es una muda contemplación que se alterne con el viejo diálogo en la lengua que ya olvidamos. Para que ella amanezca he de amanecer yo con ella y que todo cuanto respire a su alrededor no alcance su altura para elevarse hasta casi acariciar el vientre de las nubes imprevisibles. Hay una música invisible en su alto aleteo que se acerca al flamenco de barrio. El cuello desplumado, su cuerpo siempre en movimiento es una invitación a mis manos y a la danza y a hablar de espaldas a ella con ella para que mirarla nunca se vuelva tragedia de amor romántico o quimera. El amor a ser tan sobrenatural es el amor a los dioses desconocidos. Todo cuanto en ti habita son estrellas imbatibles en el torrente sanguíneo que se intuye en la carne. La corona de manos, el verdeamarillento cabello, la breve sombra, los rayos impetuosos del sol entre tus flecos, el roce incesante, tu sacudir contenido, la altura de tu risa cayendo hasta mis ojos ebrios del aire bajo las alas del gorrión que en tus dientes anida. No llego a tu altura olímpica pero me gusta imaginar que quisieras mi vuelo. La magia de la sustentación es tu secreto para este mundo de demonios liberados. Ella se empeña en regalar paraísos sobre hormigón y entre paredes. Jamás impuso una oración, no una que pueda ser cantada con la boca y la garganta. Sus heridas son las heridas del universo. Su orgullo es el ser libre sobre la cabeza que se inclina y su enseñanza es nada, que yo espere de ella nada, que siga ahí, que es nada.