"La gente verá lo que fui en un tiempo: un hombre atrapado en un malvado y corrupto sistema penal. No saco pecho. Fui realmente horrible, violento, malo. No estoy orgulloso de ello, pero tampoco me avergüenzo de ello, porque por cada golpe que he dado he recibido 21".
Una voz cavernosa y
deteriorada procedente de unas cuerdas vocales dadas al grito inunda una sala
de cine durante el estreno de una película. El dueño de esa voz no se encuentra
allí. La voz es un mensaje grabado en una celda de reclusión de máxima seguridad
en la que un hombre pasa los días en la mayor de las soledades. Nadie puede
explicarse de qué manera esa voz ha llegado hasta la sala.
El hombre nació como
Michael Gordon Peterson. Sus inicios, su infancia, ya apuntaban que nada bueno
podría salir de semejante ejemplar. Regalado a la pelea siempre que tuvo
ocasión sufrió el amor injusto de una madre y la ausencia ejemplar de la figura
paterna. Si esto condicionó el futuro del niño o no es difícil saberlo. Pero el
niño creció fuerte, se propuso ser una bestia y lo fue. Y a la bestia sólo la
esperaba el mundo del crimen y la bestia se dio al crimen con torpeza. O tal
vez, más que torpeza, sin cuidado. Porque la carrera delictiva del hombre
pronto estuvo marcada por la cárcel, donde quizá encontró por fin un hogar. Uno
en el que la violencia, el demonio que lo manejaba, no sólo era necesaria, sino
que se la esperaba, y él la mostró sin pudor.
Bronson
es el biopic en el que se cuenta la historia inacabada del que aún hoy es
considerado el preso más peligroso del Reino Unido. Un drama predominantemente
carcelario en el que el director Nicolas Winding Refn (Solo Dios perdona, 2013)
hace gala de su oficio como contador de historias cinematográficas. Y de qué
manera. En Bronson los recursos son
numerosos, excesivos podría decirse. No cansan al espectador sin embargo.
Durante la película el espectador atrevido ha de permanecer atento. La
narración es fragmentaria, vertiginosa en su comienzo. Se nos muestra al
hombre, a la figura protagonista en su máximo esplendor, queremos saber más de
él. Pero como si de un parpadeo se tratase las transiciones nos acercan y nos
alejan de lo que creemos necesitar en ese momento. A veces vemos a un hombre
corpulento en una celda esperando agitado y los puños hambrientos para golpear
a sus guardianes, a veces es el propio Michael que ya es Charles Bronson, el
que se dirige a nosotros directamente y nos habla de su persona y sus anhelos,
que por el momento nos parecen disparatados. Pero nosotros, el espectador que
somos, también participamos como escuchantes del interrumpido monólogo,
representados por un patio de butacas repleto que bien se asombra de las
violentas afirmaciones del hombre o bien ríe desconcertado por lo que nos
parecen cómicas declaraciones de un trastornado. El empleo que Winding hace de
la banda sonora es brillante. Puccini, Wagner, los clásicos se alternan con las
músicas que sonaban en la época del joven Bronson. Destacable es la elección de
It´s a sin de Pet shop boys para un
delirante baile de enfermos mentales en el hospital de reclusión psiquiátrica.
En este aspecto el director siempre es oportuno, la cinta le está quedando tal
y como pretendía.
Toda vez que el
director ha conseguido atraparnos la narración se torna una cronología más
ordenada. La intención en el montaje nos deja un buen sabor de boca que se
contrasta con la agresividad de las escenas. Son irremediables las
comparaciones con La naranja mecánica
de Kubric. Ahora seguimos con atención las peripecias de Charles Bronson.
Cuando Michael se ve
necesitado de un nombre artístico elige uno que define la bestia que es,
Charles Bronson. Ya ha pasado por la cárcel, por la reclusión psiquiátrica y
ahora alguien ha captado por fin la naturaleza del hombre y considera el darle
un lugar en el mundo. Así Charles Bronson dedica su vida a las peleas ilegales.
Su hambre de pelea es su oficio y lo mismo le da enfrentarse a un hombre, a dos
o a varios, así como a perros de presa, indiferente al número en que se les
presenten. No lo hace por dinero pero tampoco sabemos por qué lo hace.
Hasta ahora hemos
reservado el nombre del actor que interpreta al personaje. Es de justicia
prestar mucha atención al respecto. Lo que más nos llama la atención del
británico Tom Hardy (Warrior, 2011; El caballero oscuro: la leyenda renace,
2012) es su físico. Y sí, el físico de Tom Hardy era necesario para este papel
por el razonable parecido, sin demasiado que añadir para la caracterización.
Una película en la que un actor ha de aparecer en todas sus escenas es un duro
examen de interpretación. Tal es este caso, y Tom Hardy lo aprueba con nota.
Después de ver Bronson se nos hace
difícil pensar que Tom es un hombre normal que lleva una vida normal y que
ejerce una profesión, la de actor por ejemplo, y que realmente no es él mismo
el propio Charles Bronson, Michael G. Peterson. La película es suya, el
escenario parte de él, los secundarios parten del él. Pese a lo onírico de
algunas escenas, pese a lo delirante, jamás dudamos de la veracidad de su
gesto, de la autenticidad de esa cabeza afeitada y ese bigote con forma de
astas de toro. Su interpretación nos puede llevar de la ternura al horror en
medio del gran escenario de la violencia que es todo el film. Tomamos como
ejemplo la escena en la que Bronson
se nos presenta sobre las tablas del escenario trajeado y habla de perfil. Es
el perfil propio del personaje y cuenta parte de su historia. A gran velocidad
nos muestra su otro perfil, maquillado y pintado como el de una supuesta mujer
que le ofrece la réplica. Ambos Tom Hardy, ambas caricaturas, nos hacen
recapitular para afrontar quizá una segunda parte. O podemos verlo drogado babeando
sobre una butaca en medio de una sala de recreo para perturbados mentales. Y
no, no es lo accesorio lo que nos revuelve las tripas. Son sus ojos y su mirada
mitad iracunda mitad herida lo que nos va a remover las vísceras de la emoción.
Su interpretación hace del film un traje a su medida.
Cuando la vida de Michael
se acomoda en la violencia callejera, un breve periodo entre prisiones, aparece
el amor. Lo hace en la única forma en la que puede hacerlo en la trayectoria de
un hombre así. Pero sabemos que el amor es imposible, lo sabemos en todo
momento y la cinta, la vida, no nos defrauda. Ante esto, lo mejor, es volver al
lugar de donde nunca debió salir. Y una vez allí volvemos a encontrar ese hueco
que siempre nos brinda nuestra infatigable esperanza. El arte como una puerta a
la redención, al cambio. Porque dentro de la violencia podemos descubrir que
existe una incomprensible pero certera sensibilidad, que está ahí, que existe y
es real. Nada puede contra un monstruo fuera de los cuentos de hadas. Pero nos
es inevitable la sospecha. Y aquí tampoco la realidad nos decepciona. Las cosas
siempre suelen ser como malpensamos.
¿Qué hacer cuando la
manzana sale realmente podrida? Parece preguntarnos Nicolas Winding Refn. ¿Está
realmente preparada la sociedad cuando surge de ella misma un Charles Bronson?
Actualmente el personaje sigue cumpliendo prisión en las más duras condiciones.
Está apartado del mundo, de la civilización, no puede pasear entre humanos
comunes. Michael Gordon Peterson no es un loco. Su comportamiento parece
responder más bien a una necesidad fisiológica que a algún tipo de trastorno
mental. Su objetivo, que parte de su propia naturaleza, era el de ser el más
famoso y conocido. Quiero crear un imperio dice Bronson por boca de Hardy en el
film. Y vaya si lo ha conseguido. Sus palabras lejanas durante el estreno y
presentación -por cada golpe que he dado he recibido 21- son las de la madurez
de sus seis décadas de violenta existencia. Nuestra sociedad no ha sabido
superar la latente violencia del individuo, el instinto primitivo, el bicho que
somos. Lo lejos que nos encontramos de desentrañarnos, parece enseñarnos
Charlie Bronson, una muestra de los desequilibrios provocados por el rumbo de
la humanidad.
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