martes, 15 de julio de 2014

Inoportuna



Después de un prolongado silencio que ambos acordamos sin hablar se me ocurrió decir que la muerte siempre es desagradable. El muchacho, mi hijo, miró a su padre, me miró, con una cara que poco correspondía a la de un adolescente atribulado. Y sí, realmente la muerte es algo muy desagradable, decía su mirada justo antes de decirme que, sobretodo, la muerte es desagradable para la persona a la que le llega. Reflexionó sus palabras tal y como su padre no había hecho hacía unos instantes, tan torpe. No es desagradable, dijo, es inoportuna. Sí, la muerte casi siempre es inoportuna.

Casualidad o no leía a Auster un momento antes de ponerme a ordenar todo este montón de palabras. Paul Auster se maneja con el azar como recurso literario con una soltura que no he encontrado en otros autores. Sí, podríamos decir que esta entrada va del azar y de la muerte.

Cuando mi hijo se topó de cara con la misma imagen de la muerte como nunca antes lo había hecho hacía muy pocos días que yo relataba mi primer -y voluntario- encuentro con la canina de la guadaña. Apenas contaba un año más que mi hijo, lo que viene a decir que ambos vimos nuestro primer muerto a la misma edad. En los dos casos la muerte sobrevino a alguien en una carretera del verano en el sur, en eso que es como una especie de estado de ánimo y en el que tienen mucho que ver las noches calurosas, el sudor, el batir de olas en la playa,... todas esas cosas que ya digo que en resumen son como un estado de ánimo que poco tiene que ver con la muerte. Este párrafo sitúa la muerte entre las coordenadas coincidentes de una edad y un estado de ánimo.

¿Qué tiempo transcurrió entre la muerte y la conversación con mi hijo? Entre unos diez y quince minutos, aproximadamente. Ente diez y quince minutos antes de la conversación con ese adolescente tocado en lo más profundo circulábamos sobre el asfalto que se recuesta sobre el istmo entre San Fernando y Cádiz en dirección a la capital. Dejábamos atrás Torregorda cuando ya se veían claros en la calzada al otro lado de la mediana un furgón de atestados de la Guardia Civil, un patrulla de tráfico del mismo cuerpo y quizá uno de la policía local de Cádiz, no estoy seguro. Observar cada cosa, mantenerse alerta, considerar factores de decisión son temas en los que suelo reiterarme en las conversaciones con el niño ya adolescente que más pronto que tarde ha de enfrentarse a la vida de una forma cada vez más directa e independiente. Pero nada de eso había servido cuando pasamos de largo Torregorda, al ponernos -a velocidad anormalmente reducida- a la altura del furgón de atestados. Si en algún momento hubo ambulancia o no, no lo sé. Yo no la vi. No había coches accidentados, ni bomberos. Una fuerte sensación de alerta y una búsqueda que terminó demasiado tarde. Cuando vi el cadáver sobre el suelo lo teníamos a menos de diez metros. Dije, ¡hijo, no mires! cuando él ya había llevado sus dos manos hacia los ojos y echaba la cabeza hacia atrás abriendo en anchura sus codos.

Entre unos veinticinco o treinta minutos antes de eso estábamos en casa. Mi hijo jugaba a la Play Station 3 y yo bicheaba por internet fotografías de un viejo deseo: una motocicleta. No una cualquiera, por lo general no me gustan las motos. Me gusta una moto, que ya es antigua, pero es preciosa. Una montura que yo siempre he considerado ideal y que pienso se ajusta a mis medidas. Una Harley Davidson preciosa que es mi deseo desde hace años. En una de las fotografías el deseo se mostraba como en ninguna otra. Cosa habitual, la comparto en Facebook y hago partícipes de mi anhelo a todos mis "amigos" en la red. De todas las cosas que podían estar pasando en esos momentos por la cabeza de mi hijo y de la mía me atrevería a apostar que la muerte no era una de ella. Estábamos viviendo un feliz fin de semana, un fin de semana que podríamos llamar sentimental o de descubrimientos. Nada de eso tenía que ver con la muerte.

Un pequeño ejercicio mental me hace hoy repasar acontecimientos. Como digo, Paul Auster sabe que lo fortuito, el azar, se mueve por nuestras vidas, misterioso, desde luego, pero también de forma continua; una continuidad en la que no somos capaces de reparar porque somos así de estúpidos como criatura viviente. Así como el autor norteamericano es plenamente consciente de ello lo emplea en su literatura. Pero volvamos al ejercicio, es importante, un pequeño ejercicio mental que termina con la conclusión de que en el momento en que yo colgaba en Facebook la fotografía de mi moto alguien moría despedido de la suya.

Colgué la foto, salimos de casa, en coche por carretera hacia Cádiz nos topamos con la muerte, silencio; rompo el silencio con una estupidez que mi hijo se niega a asumir.


Me dijo que la muerte es inoportuna. Lo es, pensé. Y sí, sobretodo para la persona a la que le llega. Que sea desagradable o no es una reflexión estúpida.  

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