Después de un
prolongado silencio que ambos acordamos sin hablar se me ocurrió decir que la
muerte siempre es desagradable. El muchacho, mi hijo, miró a su padre, me miró,
con una cara que poco correspondía a la de un adolescente atribulado. Y sí,
realmente la muerte es algo muy desagradable, decía su mirada justo antes de
decirme que, sobretodo, la muerte es desagradable para la persona a la que le
llega. Reflexionó sus palabras tal y como su padre no había hecho hacía unos
instantes, tan torpe. No es desagradable, dijo, es inoportuna. Sí, la muerte
casi siempre es inoportuna.
Casualidad o no leía a
Auster un momento antes de ponerme a ordenar todo este montón de palabras. Paul
Auster se maneja con el azar como recurso literario con una soltura que no he
encontrado en otros autores. Sí, podríamos decir que esta entrada va del azar y
de la muerte.
Cuando mi hijo se topó
de cara con la misma imagen de la muerte como nunca antes lo había hecho hacía
muy pocos días que yo relataba mi primer -y voluntario- encuentro con la canina
de la guadaña. Apenas contaba un año más que mi hijo, lo que viene a decir que
ambos vimos nuestro primer muerto a la misma edad. En los dos casos la muerte
sobrevino a alguien en una carretera del verano en el sur, en eso que es como
una especie de estado de ánimo y en el que tienen mucho que ver las noches
calurosas, el sudor, el batir de olas en la playa,... todas esas cosas que ya
digo que en resumen son como un estado de ánimo que poco tiene que ver con la
muerte. Este párrafo sitúa la muerte entre las coordenadas coincidentes de una
edad y un estado de ánimo.
¿Qué tiempo transcurrió
entre la muerte y la conversación con mi hijo? Entre unos diez y quince
minutos, aproximadamente. Ente diez y quince minutos antes de la conversación
con ese adolescente tocado en lo más profundo circulábamos sobre el asfalto que
se recuesta sobre el istmo entre San Fernando y Cádiz en dirección a la
capital. Dejábamos atrás Torregorda cuando ya se veían claros en la calzada al
otro lado de la mediana un furgón de atestados de la Guardia Civil, un patrulla
de tráfico del mismo cuerpo y quizá uno de la policía local de Cádiz, no estoy
seguro. Observar cada cosa, mantenerse alerta, considerar factores de decisión
son temas en los que suelo reiterarme en las conversaciones con el niño ya
adolescente que más pronto que tarde ha de enfrentarse a la vida de una forma
cada vez más directa e independiente. Pero nada de eso había servido cuando
pasamos de largo Torregorda, al ponernos -a velocidad anormalmente reducida- a
la altura del furgón de atestados. Si en algún momento hubo ambulancia o no, no
lo sé. Yo no la vi. No había coches accidentados, ni bomberos. Una fuerte
sensación de alerta y una búsqueda que terminó demasiado tarde. Cuando vi el
cadáver sobre el suelo lo teníamos a menos de diez metros. Dije, ¡hijo, no
mires! cuando él ya había llevado sus dos manos hacia los ojos y echaba la
cabeza hacia atrás abriendo en anchura sus codos.
Entre unos veinticinco
o treinta minutos antes de eso estábamos en casa. Mi hijo jugaba a la Play
Station 3 y yo bicheaba por internet fotografías de un viejo deseo: una
motocicleta. No una cualquiera, por lo general no me gustan las motos. Me gusta
una moto, que ya es antigua, pero es preciosa. Una montura que yo siempre he
considerado ideal y que pienso se ajusta a mis medidas. Una Harley Davidson
preciosa que es mi deseo desde hace años. En una de las fotografías el deseo se
mostraba como en ninguna otra. Cosa habitual, la comparto en Facebook y hago
partícipes de mi anhelo a todos mis "amigos" en la red. De todas las
cosas que podían estar pasando en esos momentos por la cabeza de mi hijo y de
la mía me atrevería a apostar que la muerte no era una de ella. Estábamos
viviendo un feliz fin de semana, un fin de semana que podríamos llamar
sentimental o de descubrimientos. Nada de eso tenía que ver con la muerte.
Un pequeño ejercicio
mental me hace hoy repasar acontecimientos. Como digo, Paul Auster sabe que lo
fortuito, el azar, se mueve por nuestras vidas, misterioso, desde luego, pero
también de forma continua; una continuidad en la que no somos capaces de
reparar porque somos así de estúpidos como criatura viviente. Así como el autor
norteamericano es plenamente consciente de ello lo emplea en su literatura.
Pero volvamos al ejercicio, es importante, un pequeño ejercicio mental que
termina con la conclusión de que en el momento en que yo colgaba en Facebook la
fotografía de mi moto alguien moría despedido de la suya.
Colgué la foto, salimos
de casa, en coche por carretera hacia Cádiz nos topamos con la muerte,
silencio; rompo el silencio con una estupidez que mi hijo se niega a asumir.
Me dijo que la muerte
es inoportuna. Lo es, pensé. Y sí, sobretodo para la persona a la que le llega.
Que sea desagradable o no es una reflexión estúpida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario