Es demasiado tarde para
dormir la siesta -teniendo en cuenta mis criterios horarios- pero pronto para
cualquier otra cosa que implique la exposición gratuita al sol. Así que
arrastro mi cuerpo hacia la cama, un cuerpo sudoroso al que poco alivian las
aspas de los ventiladores que se agitan en el techo. La cama aún desecha desde
que me levanté bien puede ser un espejo, me digo, tomo de la mesilla de noche
el libro, o mejor dicho, el artefacto que últimamente me he visto obligado a
usar para leer, lo enciendo -no sin antes poner en funcionamiento la lamparilla
incorporada en la parte superior de su funda- y leo con la convicción de que no
dormiré, de que dedicaré la tarde para leer sin más. Pero leo y miro más veces
de la cuenta el ventilador que cuelga del techo sobre mi cama y me quejo para
mis adentros de la incomodidad que me produce la capa de sudor sobre la
epidermis. La lectura va y viene y no me siento en la historia. La historia es
la que cuenta la novela Pólvora Negra
de Montero Glez. Una narración en tres o cuatro partes cada una de ellas
compuesta por cortos capitulitos. Me alejé de la novela histórica. Pero me
habían recomendado muy mucho que leyera a este señor, me habían indicado muy
especialmente Pistola y cuchillo.
Como no pude hacerme con ella y, motivado por cierta entrevista que le hizo un
señor muy trepa al autor, me decidí por leer lo primero que cayera en mis
manos. Pólvora negra, pues, es la
lectura que el calor, las aspas del ventilador y demás agonías de la calurosa
tarde en Van Halen me incomodaban. Pero tampoco era eso. Quiero decir, he
llegado a leer un ensayo sobre la guerra civil en una garita en mitad de un
puñetero desierto a más de cincuenta grados. Y no es que tuviera sueño, que no
lo tenía, pese a quedarme dormido después de la forma más tonta posible. Sólo
muy de vez en cuando me acerco a una novela de género. Sin ser histórica Pólvora negra tiene un poco de eso, y
sin ser novela negra, algo de novela negra tiene su argumento. A veces pienso
que es el narrador lo que me aleja, qué curioso. Más si cabe cuando la
intención que se intuye es la de un narrador cercano. Un narrador omnisciente
cuenta de forma desordenada los hechos pasados y presentes variando tiempos
verbales con maestría. La estructura de la novela también me parece acertada,
no su extensión. La novela es buena, pero no es para mí, simplemente es eso, me
digo, y las aspas del ventilador ya se están poniendo cansinas y cansados se
sienten mis párpados y tengo el sueño más tonto del mundo para una tarde que
quería dedicar a la lectura. La voz del narrador es cargante. Miro la extensión
por la proa, lo que aún me queda por leer y los efectos que la voz del narrador
me produce. Sí, el narrador es un personaje más y su uso del lenguaje es más
que importante. En este caso trata de ser cercano, y tanto que lo es. Y como el
narrador es importante y es un personaje, un actor, una interpretación de la
mente del autor, aquí el narrador no hace otra cosa que sobreactuar. O tal vez
no, quizá sea que el largo recorrido de la narración no sea la adecuada para
tal recurso, o quizá, simple y llanamente, que la novela no es para mí y que es
por eso por lo que las aspas del ventilador son tan importantes y por lo que
mis párpados se cierran y caigo en ese sopor que ya creí superado después de
comer.
Bocarriba introduzco
ambos brazos por debajo de la almohada y bajo mi cabeza. Las aspas giran y me
digo que cerraré los ojos pero que no me dormiré. Voy a pensar, me dije, creo,
sin creerlo de verdad, te vas a dormir, debí haberme dicho y no lo hice y aunque
sí, me puse a pensar, me dormí, y me olvidé de las aspas del ventilador.
Al otro lado del
teléfono alguien me explica con paciencia los tristes últimos acontecimientos
en la vida de alguien a la que no veo desde hace muchos años. Los mismos años
que hace desde que no hablo con la persona que en mi sueño está al otro lado
del teléfono. La ha dejado su pareja, una vez más. Está hecha polvo, una vez
más. Bueno, es una buena muchacha, saldrá adelante, una vez más, digo. Y ya,
claro, saldría adelante, pero hay que ver qué mala suerte tiene la pobre mía,
que todos le salen mal, que ahora que estaba bien y que tiene dos niñas
preciosas y él tan bien colocado en la policía local y demás; ahora que incluso
de vez en cuando le sale algún trabajito de lo suyo, ahora, que la pequeña de
las dos apenas ha cumplido un año, va el otro y le dice que no es feliz y se
larga. Sí, es verdad que tiene mala suerte la pobre mía, digo, y es curioso.
¿Por qué es curioso? Coño, lo es porque ya no conozco a esa muchacha de nada,
no sé quién es y no tengo la menor idea de cuál ha sido su suerte desde que no
la veo. Pero la historia sigue, mi interlocutora sigue contándome penas, las
suyas, las que los tristes acontecimientos en la otra persona le afectan.
Porque ella siempre ha sido muy buena niña, insiste, y muy entregada a sus
parejas. Vivía sólo para su hombre y sus niñas, además de que siempre ha sido
muy trabajadora, dice. El tono de la voz al otro lado del teléfono es el mismo
de cuando hablaba con ella, hace tantos años. Mi voz ha de sonar en alguna
parte, pero yo no puedo escucharla, simplemente sé lo que dice porque lo que
dice se dice en mi cabeza. Y digo: bueno, creo que ahora debería pasar esto de
la mejor manera posible y concentrarse en el amor por sus hijas, que eso
siempre es alivio; pasar el duelo (sí, el mismo duelo ya pasado en demasiadas
ocasiones, cosa que no le digo, sino que es para el lector de estas líneas) y
en fin, esperar a que las cosas vengan mejor. Su voz -al otro lado- suena más
lastimera de pronto, resignada: sí hijo, sí, qué le vamos a hacer, las cosas de
la vida y la vida sigue, y ella es tan buena muchacha que no le queda otra que
encontrar a un muchacho tan bueno como ella. Así es, le digo, hace tiempo que
no la veo, pero anímala de mi parte. Seguro que se alegrará de saber de ti.
Seguro, contesto, y ella vuelve a hablar pero ya no entiendo sus palabras
porque otro sonido se cruza y vuelvo a ver las aspas dando vueltas y vuelvo a
escuchar el ligero chirrido procedente del eje del ventilador y los rayos del
sol que se retira muy lentamente atraviesan las ranuras vacías de la persiana.
El sonido que anuncia un nuevo mensaje en
un Samsung Galaxy S-5. ¿Pero qué coño he soñado? Desbloqueo la pantalla del
móvil y veo que no es más que un aviso de Twitter. Pero también hay un numerito
bajo la parte inferior derecha de una burbuja de Facebook Messenger en la que
aparece en miniatura un rostro que hace agradable mi despertar. Leo el mensaje,
uno muy cortito y cariñoso, y sin querer mando un mensaje absurdo que no
responde a nada y que es uno de esos emoticonos que vienen a dar un seco ok a
cualquier cosa.
Quiero coger el libro
electrónico, medio dormido, más dormido que despierto, y lo quiero hacer a la
vez que dejo el móvil en la mesilla de noche y libro y móvil caen juntos al
suelo y el sonido, en conjunto, suena como a dolor de dinero perdido demasiado
rápido. Vuelvo a colocarme bocarriba sobre la cama y a mirar el incesante girar
de las aspas del ventilador en la calurosa tarde veraniega en Van Halen.
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