Surge algo, una extraña
química se activa, la piel se recoge; cuando ocurre que el deporte se fusiona
con el arte, cuando el movimiento se vuelve poesía, pintura y escultura, esa
musicalidad de las formas; cuando vemos al artista, al deportista, poseído por
la armonía entre el cuerpo su tiempo y su espacio; cuando Javier Fernández se
desliza sin esfuerzo aparente y entregado a la causa mayor y necesaria; ya
digo, surge, para conocedores e ignorantes de su ejercicio o de su obra, genuina,
la admiración, inevitable; algo más, la fascinación más pura; no por el hombre,
el individuo -que nunca es nada, solo y sin intención, un accidente quizá-,
sino por la magia desplegada, por el regalo de esa magia y por el creador
voluptuoso que lo hizo posible.
Era el fin de semana
del clásico.
Pero los clásicos, en
fútbol, se dan, al menos, un par de veces al año. Y de ellos poco se puede
esperar. Además, pasa que a la poesía la matan los euros y los dólares, que el
arte se mancha, que el deporte se corrompe, el momento cumbre de la pasión
reventado por la intrusión de la goma de lo estrictamente pecuniario, muerto el
hechizo. El fútbol deshace su promesa según pasan los años. Uno se conforma con
recordar vía Youtube las últimas baladas de Zizú o Ronaldinho, que es como contemplar
lobos en jaulas. Y así, viajar hacia el pasado, a otros nombres, relacionados
con la infancia, con el aprendizaje del deporte en la ingenuidad de la tijereta
y el gol de plancha y la palomita de Paco Buyo.
Javier Fernández -no me
canso de ver los ocho minutos veinte de Boston- se desliza como impulsado por
miles de millones de partículas subatómicas, su cuerpo parece sumergido en esa
ficción del éter, y no sigue la música de Sinatra, es la música la que se
adapta a su contorno, a la expresión de su cuerpo, siempre en movimiento,
siempre cadente, las cuchillas afeitando con elegancia la gélida superficie,
trazando el dibujo perfecto de quien patina como sueña, del que baila en medio
del cosmos, alborotando la existencia de quienes lo siguen en vivo, que tal vez
no pueden creer lo que presencian, un público estremecido que jalea como
hinchada y que celebra cada verso, cada pincelada o cada nota, sobre el hielo.
Independientemente de
la gesta, del triunfo, hay algo más.
Porque para según qué
cosas la victoria no es más que una meta, y, ¿quién quiere llegar a donde no
puede existir más que el vacío del fin? No.
Javier Fernández parece
conocer el secreto. Es verdad que después se emociona y se envuelve en la
bandera de todas las disputas y que celebra. Pero no. El secreto que conoce
Javier se vislumbra en torno al minuto tres veinte. Dura a lo sumo un segundo,
un primer plano fugaz, como una caricia perentoria e inesperada, una acción que
nos descubre el verdadero interior del ingeniero del sueño, lo que está
ocurriendo realmente, no lo que vemos, que es maravilloso, sino lo que ocurre,
de forma imperceptible, y que es quizá la madre de toda la belleza recreada
durante milenios: sonríe. Y lo hace en el mismo mundo de los atentados
terroristas, del hambre y de las guerras. Javier Fernández descubre su sonrisa
-disfruta envidiablemente-, no sabemos si por descuido o por el sencillo placer
de dejarse, como lo estaba haciendo, llevar por aquello que ante la ignorancia
o la incapacidad para explicar acordamos en llamar musas o inspiración; una
parte más del regalo -la parte, el sentido, una verdad-, es esa sonrisa.
Enfrento esa sonrisa a
la ya más que retuiteada fotografía del vestuario de un Real Madrid victorioso.
No hay color. El arte, en el deporte, es otra cosa, y ya pasado el clásico
(léaselo muy entrecomillado el epíteto, pobre y deslucido), la maravilla,
insisto, el prestigio, el arte, lo encontramos en un muchacho que ahora danza
entre el anonimato y la gloria.
Pasión, muerte y
resurrección de Cristo. Es difícil evitar ese segundo en el que se pasea y se
descubre, como salida de la nada, la procesión con su banda y su penitencia y
el paso y la imagen poderosísima de vuestro señor de todos o de su madre bajo
palio y meciéndose solemne por las calles estrechas del siglo XXI; evitar la
turbación. Cuando eso ocurre y es, la imagen, la de ese Cristo, su presencia
dolorosa, me pregunto ¿Quién eres? ¿Por
qué eres? Y procuro marcharme, para no ver todo lo demás.
La procesión de la muerte. José Gutiérrez Solana. 1930. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Y todo lo demás es
quizá el Gólgota en Idomeni. Es un nombre nuevo para mí. Me gusta su sonido.
Sin embargo nada dice la sonoridad del nombre del mal que se encierra entre
alambradas y sobre el lodo, del hambre y del frío y del desamparo. Idomeni ha
de significar algo así como sería mejor
que se murieran, no vaya a ser que con ellos espere, paciente, la bestia.
Todo lo demás es, tal vez, Bruselas; el eco del estallido, la quemazón como
rastro de la onda expansiva, los miles de clavos y tornillos y restos de fierros
lacerantes de la metralla; ay, Dios, y la sangre, que no sale ni con jugo de
margaritas ni con el tungsteno del núcleo de un cinco cincuenta y seis, la
sangre que riega desde el inicio los campos de esta Europa y que pensamos
tierra de todos y libre y valiosa y lo que es más importante, justa, sobre
todas las cosas, así que la sangre, que perdura, para vergüenza de los hombres,
el fin de todas las guerras. Pongamos que todo lo demás es la necesidad y la
tristeza de quienes no verán el final de la crisis y lo saben, en los barrios
más humildes de la ciudad. Todo lo demás que no sea el rostro de ese Cristo que
veo pasar tan fugaz como un neutrino, incomprensible en todo su ser; la
paradoja de adorar dioses e hijos de dioses en el siglo más descreído y
estúpidamente racional e ignorantemente ateo.
En Idomeni sólo se dan
la pasión y la muerte; la resurrección es imposible, en esta vida. Uno ha de
esperar a la otra, allá donde deben de encontrarse los que se inmolan en nombre
del Dios verdadero. De aquellas fue un judío torturado y asesinado por miedo. No
debió de entenderlo del todo, y probablemente, al llegar a donde quiera que
llegase, al cielo quizá, antes de sentarse a su derecha, preguntó al Padre ¿por qué? Y el Padre no dijo nada, nunca
lo hizo. Debe de ser algo parecido a lo que responden muchos padres en Idomeni
si la desesperanza aún no les arrebató la voz o el valor para mirar a los ojos
de los hijos, lo que decimos o lo que balbuceamos muchos padres al ver la
mirada interrogante de nuestros hijos tras la barbarie televisada de un
atentado. Ellos dicen Yihad, hijo, y
nosotros les decimos, a ellos, a los del chaleco de la muerte y el kalashnikov,
que sí, que Yihad, y así firmamos el contrato del miedo que legitima su
causa y que nos victimiza y nos expide la licencia, ya saben, Stairway to heaven.
Y el miedo despierta el
odio. Lo hacemos tan rápido que espanta. Apagaremos el fuego con fuego, lo
intentaremos al menos. Apelaremos a la valentía, al heroísmo, a nuestro bien
sobre el mal de ellos, y entonces respiraremos más tranquilos, creyendo que ya
todo acabó como creímos otras veces; y le daremos gracias a Dios, que nos ha
rescatado una vez más de las garras de Dios, y cuando lo veamos,
majestuosamente -tristemente- clavado en su cruz por las calles estrechas del
siglo XXI suspiraremos por su sufrimiento, rodeados de semejantes que tal vez
lloran por el sacrificado tallado en nobles maderas, obviando, ignorando, que
la talla lleva la barbilla clavada en el pecho por la sangría y la fatiga. Pero
será nuestro miedo y la firma del contrato -el mismo miedo y contrato que
clavaron al hombre en la cruz-, que olvidaremos el nombre de Idomeni y las
almas encarnadas en su vientre putrefacto y hasta que la sangre fue derramada
en Bruselas e incluso la resurrección en un posible más allá, lo olvidaremos
todo, como olvidamos el sentido último de la fe, los pasos de quien caminó
sobre las aguas.
Me dijo -la tele
apagada, el corazón pequeño pero incansable latiendo en la cuna; leíamos, cada
uno lo suyo, y era avanzada la noche-: tengo la sensación de que algo horrible
va a ocurrir. Y ahora sé que no importa ni mucho ni poco lo que pude decir yo,
lo que creía y de lo que un rato después ya no estaba tan seguro. No lo pensé
en ese momento y lo averiguo ahora, tan gris como la última pompa de humo del
vapor que Lord Jim abandonaba con la misma vergüenza y la misma culpa que ahora
me visten; y sin embargo, la miré, en silencio -nos llegaba como lo hacía desde
el primer día ese latido incansable del pequeño corazón sobre la cuna-, apenas
unos segundos, contemplando la belleza de su expresión de ojos asustados, la
boca entreabierta por la inercia de la voz en la última palabra puesta en la
misma punta de sus labios, y decía que la miraba, y el eco de sus palabras
permanecían en el salón con su carga de gravedad; no hablamos más y acordamos
que sí, que por supuesto ocurriría algo horrible, siempre es así; ya no se
puede esperar otra cosa que pasión y muerte, la resurrección sólo está
reservada para unos pocos.
Busquen
y pongan (bajito, que se trata de leer): Modern Art de The Rippingtons.
Ya lo pongo yo:
Daña la mentira. Lo
hace incluso cuando uno puede disfrutar -gratis, de momento- ante la fotografía
azul de este cielo de noviembre, de esta extraña primavera crepuscular. Pero no
es la mentira de andar por casa de lo que hablo; hablo de la Mentira. Otra
cosa, ya digo, que es dañina y que está fuertemente enraizada como lo hacen los
tumores que suelen ser mortales. Es así que no resulta difícil ver que la
mentira, la Mentira, lleva a la muerte; no a la muerte en la que la las
constantes vitales son iguales a cero, no, hablo de la Muerte, esto es, la
Mentira, la inexistencia por ausencia de realidad palpable y naturaleza real.
El
mundo que ocupa mi existencia es a todas luces desordenado. Tengo cuanto he
querido tener, siempre lo vi al alcance de mi mano y tomé cuanto consideré
justo tomar, sería una estupidez diferenciar errores y aciertos si errores y
aciertos son los mismos caminos y distintas formas de interpretar el modo en que
se ha puesto un pie tras otro. No sé si justo es el término que más se ajusta a
lo que quería decir. Pero eso, aquello, estaba ahí, y yo lo quise o lo necesité
o creí que lo quise o lo necesité o ambas cosas, y lo tomé, y lo que es más
importante, no hacía daño a nadie, que aquí sí va bien lo de justo, un acto de
justicia, eso es, porque el origen de mi deseo siempre estuvo en ser, y no en
tener, tener es injusto, poseer sobre el ser es injusto. No tengo, soy. Decía
que tengo cuanto quise porque soy cuanto quise ser. Me es fácil, es mi
naturaleza. Hay algo sin embargo que se interpone, el camino es redibujar el
obstáculo y no otra cosa y no es una senda maloliente sembrada de cadáveres. No
culpo a los demás o a lo demás, ahora no puedo culpar porque es un verbo
inexacto, no sabemos cuándo empezó todo y qué es todo si ni siquiera sabemos si
hubo nada: Eduardo Flores de la Flor, nacido de hombre y de mujer, padre de
tres hijos, cada uno de ellos de una madre diferente -buenas y hermosas mujeres,
madres insuperables, y con las que compartió tiempo y espacio con libertad
hasta que se consideró que ya no había sentido seguir compartiendo-, duerme
junto a la mujer que ama y que lo ama, con sueños y vida, ahí está, sueños y
vida, ser, no tener, soy, hasta ahí puedo escribir: pregúntate de vez en cuando
si eres, si lo eres alguna vez, poco mal te hará. Es el día de hoy, el de
mañana no lo puedo conocer todavía, porque no siempre hubo algo o no lo
sabemos. El mundo que ocupa mi existencia es, a todas luces, el caos en el que
soy más feliz que muchos, por suerte y por lugar de nacimiento y por la piel
que me visto por las mañanas.
Últimamente camino
despistado y lo hago casi todo despistado. Sí, lo llevo haciendo como unos treinta
y cuatro años. Porque no cabe otra explicación que no sea la del despiste
permanente para no darse cuenta el resto del tiempo y sentirse sorprendido
cuando la mentira te asalta, como si no fuera realmente la mentira ese tumor
del que hablábamos y que, así como mi despiste me mantiene respirando, es la
mentira la argamasa de toda esta construcción: el mundo; dicen que gira sobre
su propio eje, cada veinticuatro horas; tal vez la primera mentira, quién sabe.
El movimiento de traslación me produce pavor.
Será tal vez por eso
que mi despiste desaparece en el éter de lo ficticio. No encuentro una libreta en la que una vez escribí un relato que ahora,
no sé si porque no lo encuentro, me parece un relato cojonudo, un buen relato
para pasarlo a ordenador, El día del hombre, se titula, y va de un tipo normal,
muy normal, un tipo como cualquiera que trabaja en una gestoría, un padre de
familia, normal, que toma la decisión de...
En la ficción no existe la
mentira con m mayúscula, no en la buena ficción. Hay en ella una verdad no
absoluta, una verdad en movimiento y agradable al paladar, una verdad que nunca
se nos ocurriría escribir con v mayúscula. Y como todo no va a ser podredumbre,
la verdad de la ficción, sí, la verdad sin asideros -escurridiza como una
anchoa en el centro del océano-, la verdad en la ficción, mantiene en
imperfecto funcionamiento el factor humano que la mentira trata de convertir en
recurso o pieza recambiable.
La
intención era moverse en algún momento a lo cotidiano, a la impregnación de la mentira.
Ahora me pregunto para qué, si no sería contribuir -un fiero verraco con
dientes de comadreja devora mi hígado- mintiendo sin pretenderlo. Veo que es
complicado, absurdo: medios de prensa escrita (no lo hagas), empresas de
mercenarios y cobardes al servicio (don´t do it) de la causa del flus y la
liquidez, hijos naturales (ne le fais pais) de la mentira; literatura de
consumo (pa fê l´) e industria de la ignorancia, escritores y poetas, baratos
(dit nie doen nie) y vanidosos se entregan al aquelarre y a la prostitución;
músicos de playback y cocaína y... Mentira... televisión para zombies y novela (ne
fari gin) negra para psicópatas, informativos (tun sie es nicht), permíteme que
insista: Mentira: todos tenemos un precio, el mío es...Valhe.
Cuando uno tiene
noticias de la mentira e inmediatamente piensa en el daño irreparable de su
consecuencia se encienden todas las alarmas. ¿Cómo no me he dado cuenta en todo
este tiempo? Sin embargo la mentira estaba ahí, mucho antes de haber abierto
los ojos por primera vez. De hecho fue la mentira quien te dio la bienvenida,
agradecida quizá por la nueva presencia que la hará más grande y fuerte, un
retal más para el mimetizado que lo acerca a una verdad posible.
Creer reconocer esa
extraña verdad en lo ficticio te lleva a la locura, a ser un loco. Como todos
ustedes saben, el loco es, en la mayoría de casos o en el clímax mismo de su
propia locura, desordenado. No cumple los requisitos del orden y el orden,
también lo sabemos todos, es la regla indicadora de lo correcto y lo bien
hecho, así lo dicen las tablas de la ley del supuesto sentido común. La locura
es el mal camino, te pueden encerrar por ello si llegado el caso tu caos afecta
al perfecto funcionamiento del orden. Si
tu caos no parece infeccioso, que siempre lo es, no tendrás mayor problema:
nadie te escuchará, u olvidará tus palabras una vez pronunciadas y en el aire.
Hemos
dicho mentira y verdad y ficción y locura y orden y caos y palabras.Ocurre que cuando sueño con leones, con
leones que me persiguen, huyo sabiendo que en todo ese asunto de la persecución
está en juego mucho más que la vida, sé que ellos tienen un motivo para hacer
lo que hacen, un motivo justificado que no puedo llegar a entender, y también
sé que yo, que vivo mi propio sueño y que a la vez puedo verme en él, me siento
ridículo, en la huída, como si el peso mismo de la razón que justifica la
cacería me hiciera profundamente ignorante, y lo veo claro, debería dejarme, mi
cuerpo dado a las fieras como alimento o como ellas quieran que sea mi carne ya
inservible más que para ellas, huyo sin embargo, con ese sabor a angustia
sanguinolenta en la boca, huyo por cobardía aunque de forma muy ineficaz,
porque sé, el sueño es recurrente, cómo ha de acabar todo, la locura, esta que
dibujo con palabras, los leones, que parecen tener su verdad, tan impresionante
verdad, sus razones para devorarme y mi sinrazón de huir sin saber por qué
porque en el fondo de toda la cuestión la huida se antoja mentira, es un sueño,
al fin y al cabo, y huyo, digo, decía, inercialmente hasta el fin conocido, una
canción que se repite, leones que no pueden ser leones galopan tras de mí, su
presa.
Las palabras son las
partículas subatómicas de la mentira y la verdad. Para el loco la mentira cobra
forma definida en el orden y le es del todo imposible relacionarse
pacíficamente con el entorno y la sociedad, la búsqueda no tiene fin y es, la
búsqueda, un fin mismo. Para el loco la única verdad posible es el caos, aunque
también lo es para el Universo entropía,
que es infinito y lo infinito el momento
del pensamiento que me gustaría alcanzar aunque solo fuera por unos segundos,
el infinito, sí, divago y divago y divago y lo haría hasta originar una
conexión sináptica con la savia de los árboles y el viento de los bosques en
los que hay viento y con la rabia desatada en las entrañas de los megavolcanes que
de entrar en erupción nos borrarían del planisferio, como el Cumbre Vieja en
las Canarias o el de Yellowstone en los USATIERRADELASLIBERTADES, que es donde
vivían tranquilamente y mangando emparedados el oso Yogui y Bubu, cuando en
realidad es el infierno en la Tierra, en fin, el infinito, ese momento o lugar
inabarcable, el campo en el que la locura no permite la expresión
"sentido común" porque huele a mentira.
Daña la mentira, la
sociedad que formamos como individuos, el lugar en el que desde siempre y mal
viven los cuerdos propietarios del sentido común. Lo hace aunque solo sean los
locos quienes sienten la gélida puñalada, el dolor.
Aquí
un dibujito en el que la mentira es representada por un político o un banquero
o Donald Trump. La mentira lleva en su mano un ukri, un cuchillo tradicional
nepalí, ¿lo ven? Busquen en Google un momento, les doy unos segundos.
¿Ya?
Eso es.
(Sé
que no han buscado un carajo, da igual, para que lo sepan: es un cuchillo curvo como
un boomerang y de punta fina, que es lo que jode).
[Dibujo: Se lo imaginan: La
mentira me apuñala justo por debajo del esternón.]
Este lienzo que contemplamos fue el primero que Turner expuso en la Royal Academy. Se trata de una marina nocturna en la que el maestro muestra su interés por presentar diferentes tipos de iluminaciones, al sentirse atraido por ejercitarse en la técnica del claroscuro. El maestro londinense divide la composición en un primer plano ocupado por las fuertes olas, un plano intermedio donde observamos la barca de pesca zarandeada por el oleaje y un trasfondo en el que encontramos los árboles de la costa. Entre las nubes se aprecia el círculo blanquecino de la luna, cuyas luces bañan la escena para crear sensacionales contrastes lumínicos. La influencia de la pintura holandesa del Barroco-Ruysdael, Hobbema o Van Goyen- se manifiesta tanto en la temática como en el importante papel otorgado al cielo, ocupando más de la mitad de la superficie del lienzo. El movimiento, la iluminación fantasmagórica y la violencia de la naturaleza serán elementos comunes a buena parte de los primeros trabajos de Turner. http://www.artehistoria.com/v2/obras/14054.htm
A uno y otro lado del
meridiano de la verdad o del sentido común, del tino o la lucidez, se
manifiestan, también, unos y otros extremados como dolidos y como huérfanos de
una madre, que, según el dibujo o la queja, viene a ser puta de labios pintados
o sin pintar. Así ocurre hoy, día de la Hispanidad, que es día para algo, y que
tampoco sabemos muy bien qué es, y que muchos hacen que sea día de patriotismo
barato y día de absurdo antiespañolismo. Como buen día para algo es
oportunidad. Últimamente oportunidad significa meterle el dedo en el ojo a
alguien. A ambos lados del meridiano o de un camino mejor se grita y crujen los
dientes. ¿Por un ideal? ¿Por una idea? ¿Por dinero y poder? ¿Por un cercado?
¿Por qué?
No me cansaré de decir
que España es como un dolor de huevos. Lo es, y todos conocemos las razones de
tal afección. Tal vez hoy no sea el mejor momento para decirlo. Porque en cada
lado del meridiano no faltan los que aprovechan la voz, anónima o no, para izar
su propio ideario delirante, para colar su granito de odio. Siendo objetivos podríamos decir que España
no está en cuestión. España es un país, como cualquier otro; se puede entender
que si Burkina Faso es un país, España también lo es, así como Francia o
Mozambique. Negarlo es ponerse a la ridícula altura e inopinada verborragia de Willy Toledo.
Pero hoy día de la Hispanidad celebramos algo más que la existencia y la
contingencia de ese país que es España, celebramos los días que a toro pasado
creemos saber que fueron mejores, días de gloria, y en esos días incluimos a
todos aquellos países que tuvieron que ver con nosotros de la manera que sea.
Ni celebramos un genocidio ni celebramos esa borrachera de gloria que algunos
atribuyen a sus antepasados, nada de eso, es mucho más simple.
En los últimos años el
debate se ha desarrollado cada vez con más encono y agresividad. El debate
sobre la cuestión española. A algunos se le retuercen las tripas solo oír
hablar del desfile de las Fuerzas Armadas. Otros saltarían como espontáneos
exaltados a besar la bandera. Unos y otros harían bien en hacérselo mirar.
Uno hoy no puede
sentirse orgulloso de casi nada de lo que pasa en España que no sea, por decir,
lo que ocurrió ayer en Vejer de la Frontera y su lomo en manteca. Cosas así. La
España digna de defender es la de una cultura de siglos y la Historia de los
muchos que, naciendo en España, hicieron del mundo un lugar mejor. La España
digna de defender es la de los que tiran del carro y procuran vivir de la mejor
manera posible pasándolo lo mejor que pueden y riendo siempre que se da la
ocasión. La verdadera seña de identidad del pueblo diverso que es hoy España es
la solidaridad y el generalizado buen humor de sus gentes, la impresionante y
variada gastronomía, una lengua universal con la que se escribieron obras
universales, artistas que dejaron en sus obras un pedacito del lugar que
nacieron para donarlo al mundo como muestra de lo mejor de su herencia como
españoles; la verdadera España, digna de defensa, es aquella que el españolito
y el no españolito, el inmigrante, el turista, el refugiado, puede amar por lo que
la tierra le puede dar de vida, y no de muerte; uno es de donde pace... y en
España, todo hay que decirlo, se pace bien.
Luego están las
extremas izquierdas y derechas, también los borregos de unos y otros que sumados
son legión, lo que viene siendo el dolor de huevos. Izquierdas y derechas
pelean como en Duelo a garrotazos de Goya por el trozo de pastel que para ellos
representa España y que no tiene absolutamente nada que ver con aquello del
pueblo solidario que España es y el buen humor de las gentes españolas y el
largo etcétera. Las columnas de opinión de los periódicos son en la mayoría de
casos como agrios vómitos cayendo por una pared que debía ser blanca, vómitos
rojos o azules, da igual; si uno no supiera que para estar ahí todos maman de
teta de vaca gorda -cada uno la suya- se asustaría al ser testigo y víctima de
tanto odio. No son las ideas, son los ideales, sus hijos bastardos y no poco
putañeros. Tuits o estados de Facebook duelen a los ojos de quien presume de
cierta racionalidad o sentido común, escupitajos verbales en la cruzada
personal de quienes creen que un trapo es sagrado o de los que creen que el
trapo no es sagrado porque no le gustan sus colores. Y la verdad es, que trapo,
lo que viene siendo sagrado, nunca es, independientemente de su color; porque
trapo, por mucho que trapo quiera significar, trapo es al fin y al cabo, nunca
se vio trapo dando de comer a nadie ni aliviando sufrimiento, nunca el símbolo
ejerció de otra cosa que no fuera símbolo, un recurso, un anillo para
gobernarlos a todos. Digo yo que la vida es incuestionablemente más importante
que todo símbolo. Y no, ni de coña es aquello de qué puedes hacer tú por tu
país, porque tu país, tuyo, no es. A él llegaste por casualidad. Y no, es tu
país, articulado por eso que hemos dado en llamar democracia, lo que debe hacer
por cuantos vivan bajo su techo y que hacen posible que el país, España, siga
siendo país, números sin los que a todo país les sobra el nombre y toda la
parafernalia simbológica y estructural.
Se celebra en mi casa
esta españolidad a medias. Lo que para Mariano Rajoy significaría ser poco
españoles. Que digo yo, que uno no puede ser ni mucho ni poco español, en fin,
triste figura, él como Willy Toledo. Necios.
Si bien es cierto que
no son pocas las virtudes de esta tierra y sus gentes también lo es que
cargamos con nuestra propia maldición de no saber dirigirnos como el país que
somos. Nos envanecemos tras la victoria del español para no perdonar jamás su
probable -inevitable en algún momento- flaqueza, despreciamos el talento -el
verdadero talento-, votamos a la mafia de rancio abolengo por insana costumbre,
nos asustamos con el progreso, preferimos la superchería al conocimiento,...
También son rasgos de nuestra seña de identidad. Así que a medias, ya digo,
celebramos en casa nuestra españolidad: por cada poquito de orgullo un poquito
de vergüenza. Lo que nos queda para una celebración completa lo dedicamos a la
autocrítica. De esta autocrítica se entiende el celebrar todo esto hasta su
justa mitad.
Mientras unos y otros,
a ambos lados del meridiano, gritan, existen otros que se fueron con poca
esperanza de volver. Ni unos ni otros saben, los extremados digo, qué significa
celebrar el día de la Hispanidad lejos de casa porque en casa no queda o no
dejan donde pacer.
Quienes por su país no
han hecho más que llenar la barriga y las cuentas en bancos extranjeros se dan
golpecitos de pecho al ver a los valerosos soldaditos pasar en estricto orden
cerrado. Es como si dijeran: "míralos, allá van, tan serios ellos y tan marciales, ellos, los que
van a morir por nuestros business allende las fronteras". Quienes aspiran al
título de salvadores de una patria insalvable, otrora clavo ardiendo o
esperanza u oportunidad, señalan con ignorancia -con muy poco sentido del contexto
histórico, con torpeza- como genocidio el descubrimiento de América: hechos
acaecidos en un momento en el que en el mundo un crucifijo y una corona eran la
ley y el orden. Ya no es así, afortunadamente: las coronas son de bisutería y
los crucifijos solo acojonan a Drácula. Me resulta un insulto el desarrollo de
una explicación.
Celebrar como se
celebra esta festividad, enalteciendo los mismos valores de otro tiempo de
infausto recuerdo, aviva el fuego del rencor, y el rencor azuza al odio. El
español quisiera sentirse orgulloso de algo que no sea la cabra de la legión y
la pose de unos políticos que le han decepcionado. Más que un día para agitar
trapos los españoles quisieran celebrar su españolidad con el orgullo de quien
quiere compartir el sentimiento, y no con el orgullo del niño que arrebata un
juguete a otro niño. Han conseguido que el trapo no represente a nada ni a
nadie que no sean los herederos de aquel bando vencedor. Se ha de hacer memoria
histórica, pero una memoria histórica para el orgullo, rememorar cuanto puede
hacernos sentir orgullosos; que en España no es poca cosa.
España es un país
grande, y es un país libre, pero grande y libre de verdad, lo es gracias a cada
currante, gracias a todos aquellos que en representación del conjunto luchan
por una victoria en cualquiera que sea la empresa, siempre y cuando sea la
empresa motivo de orgullo y no de vergüenza. Hemos llegado al siglo XXI de
milagro, por los pelos, sacudiéndonos tal vez el polvo de los viejos escombros
de la chaqueta. Pero hemos llegado. La españolidad no se demuestra dando un
beso de tornillo a una bandera, ni siquiera yendo a ver a nuestros militares
desfilar ante quienes manejan los hilos del país; militares que por otro lado
merecen un respeto, políticos que, por otro lado, merecen una total
desconfianza.
El español quisiera
sentirse orgulloso de su pasado con la solvencia que otorga el haber superado
la tragedia o la infamia. El español quisiera sentirse orgulloso de su
presente, mil veces machacado por quienes llevan las riendas o quienes las
pretenden. El español quisiera sentirse orgulloso del trabajo colectivo
realizado por el bien de sus hijos, los españoles del futuro. A día de hoy, día
de la Hispanidad, nada de esto es posible. Por cada granito de orgullo otro de
vergüenza.
Después de todo corren
por no llorar. O no. No lo sabemos si no miramos. Para mirar están las cámaras,
y para ello, quienes las manejan.
Una masa informe de
personas desesperadas corren a vanguardia, hacia algún lugar que desconocen y
que es una promesa. Por retaguardia, la destrucción, Baal Moloch y sus fauces,
ISIS y drones, un régimen tenebroso, la noche de sirenas, los impactos y sus
cráteres. Así que corren, por no llorar. Caminito de.
Ella viste vaqueros,
camisa azul cielo, no sé si tela vaquera también. Lleva una cámara y los graba.
En realidad lo que le gustaría grabar sería un barracón lleno de cadáveres,
cualquier tiempo pasado siempre fue mejor. Pero está ahí, y los ve correr. Y su
rabia es tan grande, la de ella, su frustración, pantalón vaqueros, la
impotencia por verlos a ellos, correr, invadir, como si del mismísimo ejército
otomano se tratase, en otro tiempo, su mezquindad... vileza más allá de lo que
somos capaces de asumir, aunque lo veamos.
Ellos corren y ella,
cuando puede, lanza una pierna, poco importa si niños o adultos, ella golpea
con saña, no suelta la cámara, provoca. Muchos corren y alguien los golpea
desde su sombra. Al fin y al cabo, la vida misma: muchos corren y unos pocos
golpean.
Abre la edición digital
del Diario de Cádiz con el titular "Cádiz crece gracias al puerto".
La cosa tiene su gracia, no crean, un titular digno de una matrícula de honor
para un estudiante de publicidad. Cádiz. Crece. Gracias. Puerto. Siempre
positivo, nunca negativo, como Van Gaal, pero lo contrario. A bote pronto, así,
sin leer más, sin saber más, uno que pasa y lee, qué va a pensar, sí, pues eso,
que oh Cádiz, esa ciudad que funciona.
Pero no es esa la
verdad. Para entender bien ese titular debemos remontarnos a antes de la
crisis, debemos saber lo que la insidia de unas instituciones han elaborado con
mimo insultante, aprovechando la ocasión, como buenos políticos, esto es, la
miseria y la desgracia de los ciudadanos, oportunidades, decía; cómo, poco a
poco, han ido cargándose un puerto que puso a la ciudad en el mapa mucho antes
de que existieran los mapas, siglos ha.
Se parten el pecho
estos políticos cuando hablan de crear empleo. No dar trabajo, no, sino crear
empleo, que lo uno no es lo otro y lo otro no es lo uno según impone la
neolengua y el discurso y lo cerca o lejos que estemos de unas elecciones o los
datos del desempleo. Aclara después la noticia que el crecimiento es meramente una
cuestión de dimensiones, donde antes había un par de metros ahora habrá
cincuenta, y después de decir esto, todas las falsas posibilidades que va a
suponer tal crecimiento. En este empeño de convertir la ciudad de Cádiz en un
bonito expositor, una exótica antesala de la capital andaluza para cruceristas,
la APBC (Autoridad Portuaria Bahía de Cádiz), la Junta y la cretina de pelo
rubio se cargaron no poco empleo en el puerto de Cádiz, el equipo de gobierno
actual anda cazando moscas al respecto. Asfixiaron los ya escasos tráficos que
frecuentaban los muelles ahora arrebatados y que generaban auténtica riqueza en
forma de puestos de trabajo directos a portuarios, e indirectos, a las empresas
consignatarias y sus empleados en favor de un "Plan Estratégico" al
que no se le sospecha estrategia alguna, si no es la de dar más espacio a los
tráficos limpios, esto es, las tasas que se le cobran a los cruceristas una vez
han dejado sus naves, tráficos limpios, atraques y aquellos cuyos ingresos
pasan a manos de las instituciones sin pasar por uno solo gaditano.
Mientras tanto se le
marea la perdiz a una plantilla cada vez más mermada de portuarios que cada día
temen un poco más por la pérdida de sus puestos de trabajo. Se ha descuidado el
puerto de Cádiz en una larga pero exitosa maniobra de abandono sistemático, se
ha quedado antiguo. Ahora, a José Luis Blanco (PSOE), presidente de la APBC,
que lo más parecido que ha visto a un barco en su vida ha sido un pelícano, de
actividad portuaria ya ni hablamos, Blanco, en avanzado estado de descomposición
política el hombre, que ya se sabe cómo se llega a ocupar tal puesto en Cádiz, se
le llena la boca con una desgracia generalizada hecha oportunidad y baza, quién
sabe, para futuras bazas y oportunidades de partido. Y claro, Diario de Cádiz
nos la intenta colar, qué pillines. Nos venden puestos de trabajos donde no se
ven más que puestos para vender postales y guías, de Sevilla, claro, de
Sevilla, que es adonde responden que van los cruceristas siempre que son
preguntados por los incómodos portuarios, ya con sal y mosqueo de siglos
pegados a las escamas.
¿Cómo, pues, se le vende
una moto a un portuario? Fácil: la nueva terminal de contenedores. Toda vez que
el tráfico rodado a partir de buques Ro-Ro ha sido aniquilado por el alto coste
del atraque y la cada vez menos capacidad de maniobra para vehículos, tráfico
de Marruecos (dos veces por semana: trabajo) incluyendo el alquiler de la rampa
móvil que posibilita la descarga -por el camino moría la empresa consignataria
TPC- la idea fue apretarle los tornillos a las grúas portacontenedores de
Concasa (tres tráficos por semana: trabajo) dificultando la concesión de terrenos para el
manejo con maquinaria de contenedores. En Concasa ya desmontan para poner
caminito a Huelva, puerto en auge gracias no solo a la buena gestión de las
instituciones, también a la buena voluntad, en este caso, para crear verdadero
empleo, que es de lo que trata todo esto. Pasa que los barcos para Navantia no
nos deja ver el bosque, pero que bosque, como las meigas, haberlos haylos, y el
bosque es un puerto comercial en desenfrenada decadencia, una ciudad realmente
jodida, hablemos claro, el puerto que históricamente fue motor de una ciudad,
que unos creen ver bonita y otros la vemos desangrada. En esto el artículo de
Diario de Cádiz no se coge los dedos y cita textualmente las palabras de
Blanco: "Cádiz es una ciudad administrativa, turística y
comercial..." En ese orden, con esa poquita vergüenza. Y resulta que es el
orden de esas prioridades lo que lleva mal en Cádiz desde hace un tiempito.
Porque no, porque Cádiz ni es Malta ni es Dubrovnik; una bonita ciudad, que lo
es, pero no es Venecia, y por supuesto, no es Sevilla, capital andaluza, pero
sobre todo, capital de Susana, cuyo puerto, curiosamente, sí tiene actividad
comercial, aunque los barcos deban pasar una auténtica odisea al remontar el
Guadalquivir. En Sevilla, como en Huelva, se nos gana en voluntad, que no en tradición
portuaria, que en eso, insisto, Cádiz tiene escuela desde lo del huevo de Colón.
Decía la nueva
terminal. A día de hoy la nueva terminal es una moto sin marca ni casco. Bien
avanzadas sus obras, los portuarios no consiguen explicarse las razones por las
cuales no reciben noticias de las empresas interesadas en su explotación, una
explotación que como mínimo podría ampliar la plantilla de portuarios en 150
trabajadores, sin contar el personal necesario para el funcionamiento de la
empresa consignataria. El artículo de
Diario de Cádiz nos cuenta que el concurso tendrá lugar en 2016 y la mencionada
explotación, humo de momento, para primer trimestre de 2017. Y claro, concurso,
ya sabemos lo que pasa con los concursos, que nos tiemblan las canillas, no
digo nada lo portuarios, acostumbrados a que se las den con y sin queso. Las
obras para la nueva terminal de contenedores, decía, se encuentran en fase
avanzada. Pero la APBC necesita como el comer, el cobrar, un dinero que Europa
no piensa soltar hasta que el inexistente puerto de carga y descarga no
demuestre que su explotación es rentable, no vaya a pasar como los famosos
aeropuertos en los que ni despegan ni aterrizan aviones, que no son en Europa
sencillos currantes como los portuarios, que ya sabemos cómo las gastan, sobre
todo después de haberles vendido gato por liebre más de un millón de veces en
materia de subvenciones. Pero sin pasta, ni se pone fin a la obra y,
finalmente, tampoco veremos grandes empresas del movimiento de contenedores
pujar por el business, que insisto,
interesan tanto como los barcos que prometen construirse y repararse en
Navantia.
Mientras tanto, eso sí,
tenemos nuestro fantástico Plan Estratégico, vete tú a saber para qué. "Será
un sitio muy versátil" dice José Luis Blanco, también dice algo de lo
chulos que quedan los conciertos allí, que es como decir que, bueno, en
realidad no tenemos ni puñetera idea de qué vamos a hacer (un parking, qué si
no, por ejemplo), pero que mangar, mangaremos, que de eso nosotros sabemos
tela. Nada de lo que dice el artículo del periódico gaditano huele a creación
de puestos de trabajo, nada en absoluto, o, en cualquier caso, precarios
puestos de camareros/gondoleros, empleos que suben y bajan como los mareas,
según temporadas.
Si una ciudad como
Cádiz vive de espaldas al mar, muere, como lo harían las gaviotas, de irse a
vivir a la Mancha. Y no, Cádiz NO crece, ni gracias al puerto ni a nada, hacen
más anchas sus aceras, nada más.
Se me abre de nuevo el
debate. Siempre lo hacen otros, no yo, que lo considero innecesario: vamos a
ver, ¿tú eres de derechas o de izquierdas? Para empezar servidor es ingenuo,
sobre todas las cosas; de segundo, un tipo desmedidamente apasionado. Esto
último trae no pocos disgustos, hasta que la edad lo haya pulido, no demasiado,
espero, frustraciones propias del poeta romántico. Pero ingenuo, decía de mí, e
insisto, ni de derechas ni de izquierdas, más bien un peatón humanista. Que no
es lo mismo que decir de izquierdas, que la izquierda tampoco ha demostrado
serlo una vez alcanzada la falsa victoria. Tampoco soy de Podemos, no me
considero un podemita: en el mercado están las peras, las manzanas y las
naranjas; y las peras están pochas, las manzanas llenas de bichos y las
naranjas, aunque caras, tienen buena pinta; ¿qué voy a comer de postre? Claro
que decir, mi pensamiento es de corte humanista, suena pretencioso, cuando no
debería. Y suena pelín cursi decir que se es un ser humano que no solo se
preocupa de sí mismo, sino que también se preocupa por otros semejantes y, en
esa línea, en el pasado, presente y futuro de la especie pensante de entre
todas las que habitan este globito verde y azul, al que, de seguir así, le
queda no más de un cuarto de hora. Quien no haya visto el mal, quien no ha sido
capaz de reconocerlo en sus propias palabras y acciones, tiene poco material
para ver la realidad del mundo en toda su complejidad, de intuirla siquiera.
La complejidad de ese
mundo y la ceguera generalizada son la causa de que al ser publicada la
fotografiada del niño sirio durmiendo el sueño de los justos en una orilla
turca muchos traten de hacer política con un problema que ante todo se ha de
solucionar siendo humanos, ni de derechas ni de izquierdas, ni europeos ni alemanes
ni españoles, humanos. Ahora en estos tiempos, veloces como un Cadillac sin
frenos, que dijo Sabina, nuestra humanidad parece perdida, del todo y sin
remedio. El columnista Enrique García-Máiquez trata de colarnos en su espacio "Su
propio afán", tan propio, en el Diario de Cádiz, los supuestos factores
económicos y culturales que no estamos valorando por un prurito de
sentimentalismo en el asunto de la acogida de refugiados; lo hace bien, tiene
oficio en esto. Su buen uso de la pluma es un desperdicio cuando lo que se
escribe roza lo mezquino, cuando no una carencia total de empatía, una
lamentable ausencia de humanidad, muy poquita vergüenza. Es uno entre muchos.
Tampoco tiene sentido difundir la noticia que circula por ahí queriendo vender
que los hambrientos que escapan de la guerra rechazan comida por llevar estos
paquetes la conocida cruz roja por ir en contra de su religión. Hay quienes han
abierto en Facebook una página llamada "Aforo completo", nada que
comentar al respecto. Va a resultar válido aquel versito que escribí hace un
tiempo que dice "que no es cierto, que haya más poetas que
genocidas". Lo cultural y lo económico importan bien poco cuando vemos que
las aguas nos devuelven ahogados los niños de aquellos que huyen del Mal, de la
guerra.
Los señores de la UE
han prometido tratar el asunto de los refugiados el día 14 de este mes. Si
saben que van tarde en esto y además no se reúnen de urgencia, lo que sí es una
certeza, es que se la suda muy por lo bajo lo de los niños ahogados, lo de sus
padres y lo que ocurre en Siria, tan veloces que fueron con Libia, tanto como lo
fueron en Irak. Allá van los soldaditos, de ayuda humanitaria.
Había quien denunciaba
la imagen del pequeño Aylan -o que abrían debates paralelos sobre ética periodística,
mareando la perdiz más que nada, dando a valer su opinión por ser su opinión
tan merecedora de reconocimiento, la mía es más larga y gruesa than your- por
lo desagradable de la misma, que era poco útil su difusión, que como esa habían
visto muchas y que no servía para cambiar nada. Muy poco tenemos realmente los
peatones para cambiar las cosas, un mínimo margen de movimiento y apenas unas
pocas herramientas. Entre esas herramientas están las redes sociales, que no
todo va a ser ordinariez y autobombo e hipocresía. A partir de la respuesta
general e indignación mostrada en las redes, la presión ejercida como uno más
de esos pocos fenómenos espontáneos y justos que ayudan a la reconciliación con
el ser humano, el discurso de los mandamases europeos cambió y las cifras de
personas a refugiar también, se empezaron a manejar más del doble de lo que se
había tratado en un principio.
Me preguntaban al
respecto de mis inclinaciones políticas: ¿qué prefieres, el orden o la
justicia? Estaba claro que si respondía una cosa era de derechas, si la otra,
de izquierdas. Me niego a responder, obviamente, para no seguir un juego
pueril. Esperé un poco antes de decir que el debate entre izquierdas y derechas
me parecía antiguo, poco eficaz, me apoyo en lo que sabemos del siglo XX. Fue
entonces que el problema era que yo pertenecía a otra generación, una más
reciente, como si no habitase uno el mismo mundo que ellos, como si mi realidad
fuera otra distinta. Podría haber dicho algo de lo vivido hasta este preciso
momento, lo que he visto en otras partes del mundo -un mundo dentro de este
mundo-, lo que una vez provocó en mí el pensamiento en el que la política tiene
un peso menor que otras cuestiones. Pero no lo dije. Ver y vivir cambiaron una
forma de pensar, de entender, ir un poco más allá en los problemas que aquejan
a la humanidad de estos tiempos, de este Cadillac desbocado. Es por eso que
creo que la fotografía del pequeño Aylan es necesaria, también otros tendrían ahora
la oportunidad de ver y de vivir, si aún les corre sangre por las venas, y se
olvidarían por una vez en su insignificante existencia que son de derechas o de
izquierdas; sobre todas las cosas, son humanos.