Surge algo, una extraña
química se activa, la piel se recoge; cuando ocurre que el deporte se fusiona
con el arte, cuando el movimiento se vuelve poesía, pintura y escultura, esa
musicalidad de las formas; cuando vemos al artista, al deportista, poseído por
la armonía entre el cuerpo su tiempo y su espacio; cuando Javier Fernández se
desliza sin esfuerzo aparente y entregado a la causa mayor y necesaria; ya
digo, surge, para conocedores e ignorantes de su ejercicio o de su obra, genuina,
la admiración, inevitable; algo más, la fascinación más pura; no por el hombre,
el individuo -que nunca es nada, solo y sin intención, un accidente quizá-,
sino por la magia desplegada, por el regalo de esa magia y por el creador
voluptuoso que lo hizo posible.
Era el fin de semana
del clásico.
Pero los clásicos, en
fútbol, se dan, al menos, un par de veces al año. Y de ellos poco se puede
esperar. Además, pasa que a la poesía la matan los euros y los dólares, que el
arte se mancha, que el deporte se corrompe, el momento cumbre de la pasión
reventado por la intrusión de la goma de lo estrictamente pecuniario, muerto el
hechizo. El fútbol deshace su promesa según pasan los años. Uno se conforma con
recordar vía Youtube las últimas baladas de Zizú o Ronaldinho, que es como contemplar
lobos en jaulas. Y así, viajar hacia el pasado, a otros nombres, relacionados
con la infancia, con el aprendizaje del deporte en la ingenuidad de la tijereta
y el gol de plancha y la palomita de Paco Buyo.
Javier Fernández -no me
canso de ver los ocho minutos veinte de Boston- se desliza como impulsado por
miles de millones de partículas subatómicas, su cuerpo parece sumergido en esa
ficción del éter, y no sigue la música de Sinatra, es la música la que se
adapta a su contorno, a la expresión de su cuerpo, siempre en movimiento,
siempre cadente, las cuchillas afeitando con elegancia la gélida superficie,
trazando el dibujo perfecto de quien patina como sueña, del que baila en medio
del cosmos, alborotando la existencia de quienes lo siguen en vivo, que tal vez
no pueden creer lo que presencian, un público estremecido que jalea como
hinchada y que celebra cada verso, cada pincelada o cada nota, sobre el hielo.
Independientemente de
la gesta, del triunfo, hay algo más.
Porque para según qué
cosas la victoria no es más que una meta, y, ¿quién quiere llegar a donde no
puede existir más que el vacío del fin? No.
Javier Fernández parece
conocer el secreto. Es verdad que después se emociona y se envuelve en la
bandera de todas las disputas y que celebra. Pero no. El secreto que conoce
Javier se vislumbra en torno al minuto tres veinte. Dura a lo sumo un segundo,
un primer plano fugaz, como una caricia perentoria e inesperada, una acción que
nos descubre el verdadero interior del ingeniero del sueño, lo que está
ocurriendo realmente, no lo que vemos, que es maravilloso, sino lo que ocurre,
de forma imperceptible, y que es quizá la madre de toda la belleza recreada
durante milenios: sonríe. Y lo hace en el mismo mundo de los atentados
terroristas, del hambre y de las guerras. Javier Fernández descubre su sonrisa
-disfruta envidiablemente-, no sabemos si por descuido o por el sencillo placer
de dejarse, como lo estaba haciendo, llevar por aquello que ante la ignorancia
o la incapacidad para explicar acordamos en llamar musas o inspiración; una
parte más del regalo -la parte, el sentido, una verdad-, es esa sonrisa.
Enfrento esa sonrisa a
la ya más que retuiteada fotografía del vestuario de un Real Madrid victorioso.
No hay color. El arte, en el deporte, es otra cosa, y ya pasado el clásico
(léaselo muy entrecomillado el epíteto, pobre y deslucido), la maravilla,
insisto, el prestigio, el arte, lo encontramos en un muchacho que ahora danza
entre el anonimato y la gloria.
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