viernes, 24 de abril de 2015

Feliz día del libro



Texto leído en el día de ayer en la librería cafetería La Clandestina con motivo del día del libro.

En realidad, ¿qué significa toda esta parafernalia?

Vivimos tiempos confusos. El ser humano pierde a cada segundo que pasa una brizna de su tesoro más preciado, la humanidad. Nuestro desarrollo y nuestra tecnología ya alcanzan la velocidad del neutrino en el interior de un acelerador de partículas. El movimiento de rotación ya no dura veinticuatro horas; ochocientos africanos perecen tragados por las aguas del Mediterráneo un día cualquiera, pongamos antes de ayer; hoy, simplemente, no existen; la muerte significó tanto como la vida, nada. No queda tiempo para la contemplación, la reflexión, no queda tiempo ni espacio para la filosofía, no queda donde colocar migas de pan. Somos los indios de la América colonizada, sobramos quienes creemos que nos equivocamos, vaya usted a saber cuando.

En realidad, ¿qué significa toda esta parafernalia del día del libro?

Y es que vivimos tiempos confusos. Entendieron mejor aquello del arma cargada de futuro quienes supieron que debían correr o morir en el intento. El libro. Un libro. ¿Para quién? ¿Para qué? ¿Acaso no está ya todo perdido? Celebramos al ritmo que marca la industria un día para la marca y el descuento, para que yo esté aquí quizá, enumerando cada una de estas palabras, como si ellas no fueran una milésima parte de lo que se puede encontrar en los títulos que hoy conforman los cánones de la literatura universal por méritos propios. Cuando uno entre muchos se enfrenta a la empresa compleja y perturbadora de componer un libro, recupera parte de la esencia perdida desde el origen de los tiempos. Cuando uno entre muchos toma la cada vez más imposible decisión de sentarse a leer -esto es: frenar la máquina, suspirar tal vez, alejarse de todo aquello que lo empuja a no ser más que un productor/consumidor-, acepta, en un gesto de humanidad, el diálogo con otro que tal vez creyó que existían palabras que debían ser dichas; alineándose, de alguna forma, con aquellos que en cuevas contemplaban perfiles de bisontes y mamuts.

Pero en realidad, ¿qué significa toda esta parafernalia del día del libro y que yo, un peatón, esté aquí, con una obra producto de mis manos?

Y es que en realidad vivimos tiempos confusos, en los que debemos recordarnos que en un libro se encuentra cuanto perdimos y olvidamos y que probablemente ya no recuperaremos. Decimos Cervantes o Shakespeare, en un día como hoy, qué cosas, y no podemos pensar más que en sepultura y en huesos y en tierra removida, cuando deberíamos pensar en vida vivida y en pasado, presente y futuro y en nosotros y el mundo. También yo -afortunadamente no soy el único, somos legión- me alineo con ellos desde mi pequeño rinconcito en el mundo, Dante, Cervantes y Shakespeare, Lope de Vega, Quevedo, Byron, Austen, Joyce, Gabriela Mistral, Faulkner, Hemingway, García Márquez, Plath, Pardo Bazán, Machado, Lorca, Storni, Miguel Hernández y tantos otros cuyos libros no se han cruzado en mi camino y tantos otros que escribieron en lenguas que desconozco, desde el rinconcito en que me encuentro y en el que a veces me acuesto como un aprendiz desesperado.

Hoy nos felicitamos por mucho más que aquello de la marca y el descuento. Nos felicitamos porque todavía los bomberos se dedican a apagar llamas y no a obligarnos a que nos llamemos Los hijos de la medianoche, El ruido y la furia, Las venas abiertas de América latina, La insoportable levedad del ser o Cristo con un fusil al hombro, Poeta en Nueva York.

Hoy nos felicitamos porque contamos con escritores y editores y libreros que se resisten con uñas y dientes a formar parte de la alta velocidad y los gigabytes de la vergüenza, nos felicitamos porque aún conservamos las luces de la bohemia que refulgen en las flores del mal, con la voz a ti debida, por supuesto, lector paseante en alguna calle de Macondo o mezclándote con el polvo que agita el viento en sus mil y una noches mientras Juan Cantueso afila el cuchillo canturreando aquel poemita de Espronceda que hoy más que nunca es himno de Quijotes: escritores y editores y libreros frente a los medios de publicación masiva apoltronados en las listas de los más innecesarios y dañinos.

Hoy nos felicitamos por quienes al decir libro sabemos muy bien de qué nos hablan.


Todavía podemos felicitarnos, un día como hoy, felicidades Juan José, felicidades editora, feliz día del libro a La Clandestina y a todos, un día como hoy, veintitrés de abril de dos mil quince. Mañana ya veremos.

lunes, 13 de abril de 2015

Los libros repentinos, de Pablo Gutiérrez




Pablo Gutiérrez es un autor más que recomendable, es necesario. Nada de su obra puede dejar indiferente al lector. Literatura comprometida y exquisita en sus recursos; escribir en el siglo XXI, ni más ni menos. Quienes me conocen saben que soy poco dado a la alabanza gratuita e interesada. En este caso metemos ambas manos en el fuego. Nada es crucial, Democracia, son algunas de sus obras: fotografías de personajes que dibujan un mundo muy parecido al nuestro, con sus miserias y sus pequeñas victorias. Pablo Gutiérrez lo hace como nadie. Nos distingue de géneros, la poesía y la prosa, la prosa y la poesía, todo es literatura, y la literatura tiene un fin. Las joyas de Pablo Gutiérrez son armas cargadas de futuro, su voz, la de uno cualquiera que observa y cuenta para otros ojos. Tiene mi admiración desde Nada es crucial, con la que quedé gratamente sorprendido. Su nueva novela, Los libros repentinos, promete una vuelta de tuerca más, y un servidor, por supuesto, no piensa perdérselo, muy interesado de lo que el propio Pablo pueda ofrecernos de viva voz. De la presentadora, no puedo hablar, su nombre ya dice mucho.

domingo, 12 de abril de 2015

Veinte de la tarde



Veinte de la tarde noche de un domingo ventoso y pesado, con su carga de plomo, su palmera bamboleante, con la radio radiando palabras de las que desconfío. Es la radio un medio bonito. La primavera aterriza sobre las marismas dudando de si es buen momento. Buen momento pa qué, o para quién. No llueve al menos, pongamos que hablamos del mes de abril. Él juega y ve dibujos animados en el salón. Limpiar la cocina, quitar ropa del tendedero, doblarla después, pensando, en el estado de las cosas. No es una vida rutinaria. Soy consciente del alto grado de intensidad y de mi culpa. La pregunta sería: ¿has aprendido algo? Lo que me lleva a reflexionar sobre el verbo aprender y me devuelve a aquello del estado de las cosas. Ocurren milagros todos los días. No lo dicen los putos libros de autoayuda, lo dice un peatón cualquiera en el tercero de un bloque cualquiera de una ciudad... en fin. Pero milagros diariamente, y la lucha, y últimamente el estado de las cosas es igual a sorpresa. Habla solo mientras trastea y ve dibujos animados e ignora lo que le deparará la vida adulta, tan lejos de eso de trastear mientras se ven dibujos animados. Uno se conforma con mirar de forma estúpida el danzar incesable de una palmera que ya estaba cuando llegó. Fresias, decía, lo recuerdo, como recuerdo un perfume que me lleva a otro tiempo no muy lejano, cuando aparentemente nada era tan milagroso como hoy lo veo. Ocurrió así sin más. De pronto aparece y dice hola, sin más (insisto), ocultando -porque lo mismo lo ignora o, sencillamente, forma parte de sus pasos y el modo en que mueve un cuerpo de prestado- todo un universo maravilloso en el que los despistes parecen puertas espacio temporales por las que ir y venir para asombro de quien observa. Y yo la observo, no puedo evitarlo. Veinte de la tarde y anochece lentamente, permitiendo la tarde moribunda el disfrute ocioso. Está tan lejos mañana. La ropa en los tendederos vecinos son fantasmas que avisan de algo que llegará. Luego, se mantienen las preguntas de siempre a las que siempre doy respuesta dudando y dudando y barajando otras opciones que rechazo porque implican la no participación de todo esto y claro, quiero un buen pedazo de tarta, uno muy grande que me permita, algún día, en ese último segundo el paraíso prometido que no es otra cosa que poder decirse: he vivido, todos están bien, voy en paz, ahora. Un buen pedazo de tarta y milagros del día a día. Esperar la vida, no la propia, la propia no espera y sigue corriendo, ya se ven las huellas en la piel de la carrera. Sí, culpable, digo. Ya ven, sí, ustedes, ese vacío confuso e imperceptible, sí, ya ven, le damos vueltas a esto de los milagros, nunca me resisto a pensar que casualidades son misterio. Exacto, llegó y lo recuerdo, como hoy aquel perfume, el movimiento del cabello, acelerada, llegaba tarde, lo recuerdo y es una película agradable y sin fin, muda, hasta el momento en que salí de mi disimulado gesto de sorpresa. Hoy todo es diferente, mejor. El mundo se muestra jodido. Sigo escribiendo de forma ininterrumpida desde que empecé ya ni siquiera recuerdo cuándo. La pregunta es: ¿para qué? Respondo con lo del trozo de tarta. No se puede limitar la intensidad. Cuando la vida parece detenerse... no, no existe la contención, el pelo y las uñas crecen con fuerza, no puedo detenerlo, y lo fácil sería gritar: ¡basta ya, joder, déjame en paz, estoy cansado de la angustia, de la necesidad, de una obligación como un vicio mal mirado!  Veinte de la tarde de esta tarde infructuosa. Después de mucho pensar he acordado decir con todos mi yoes en que no conozco la rutina. Pero claro, callo más de lo que necesito, historias por venir, sacrificios por milagros. El estado actual de las cosas sigue siendo el mismo: silencio, se vive la aventura. Son las veinte cuarenta y dos de la tarde noche de un domingo ventoso.

martes, 7 de abril de 2015

Con vosotros




Llevadme con vosotros, quiero volver
a mojar los pies en aquel vado de paz en la guerra.
Coged mi mano tan míseramente adulta
y arrastradme al sueño en los manglares,
a los versos de aire y de tierra con vosotros,
para reír de pena dulce con vosotros.

Llevo en mi carne la vuestra por no poder
arrancar de mis ojos el recuerdo,
de las negras pieles de los ojos negros.
Sois tan hijos míos hoy como lo fuisteis de Ella.
Como lo sois de la pureza que el hombre ha maltratado.

Llevadme con vosotros, quiero volver.

domingo, 5 de abril de 2015

La performance del fervor




Hay quienes se posicionan airadamente en contra y hay quienes la defienden con uñas y dientes, como si les hubiesen mentado a la madre. De por medio, el exceso y una pasión mal entendida, por ambos extremos de la despeluchada cuerda de pita.

Entiendo la Semana Santa como una especie de performance al estilo de la Documenta 13 de Kassel no invita a la lógica de mi admirado Vila-Matas. Visto así, en realidad, no hay nada malo en esto de una prolongada representación del mito fundacional del cristianismo. Como en toda obra de teatro también el espectador es pieza clave para que todo salga como ha de salir. Y no, no le saco los flecos a una fiesta que se repite cada año para gusto de la inmensa -y por lo tanto estúpida (váyase a la definición del diccionario del término "estúpido")- mayoría. Es una fiesta y como tal también la entiende este andaluz mío tan particular y por el que cada vez siento más cariño al tiempo que compasión. Una obra barroca, solemne, en la que muchos juegan durante algunos días a esto de la espiritualidad para después seguir insistiendo en el pecado por aquello de lo inevitable. Hay mucho de pasión y de dinero de por medio. La Iglesia Católica da un pasito y se echa a un lado, como diciendo: ves, es justo esto lo que pretendíamos, podemos sentirnos orgullosos. Desde luego.

Flaco favor se hace a la memoria de Jesús con la fiesta. Al menos así me lo parece a mí, que desde hace no demasiado tiempo admiro su figura ficticia con un respeto mucho mayor que el que veo en la mayoría de los que se consideran cristianos. No, en la Semana Santa se ve o se oye muy poquito de lo que fue su verdadero mensaje, un mensaje altamente revolucionario y auténtico; ay, un mensaje que sería tan valioso para nosotros, en estos tiempos.

Pero esto no tiene nada que ver con ese Jesús (Jesús sin Cristo, por supuesto, al modo de Antonio Machado) al que me refiero. Esto es una performance cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y hoy se mantiene ignorando su incuestionable idolatría, su más que evidente componente pagana.

Dejando a un lado toda la hipocresía -que es mucha en esta performance y en cuyos detalles no voy a entrar por la obviedad que resulta-, la Semana Santa, estéticamente, es un regalo. Es difícil no emocionarse al paso de la procesión con su enigmática escolta, su banda tocando a ira y fuego, y por supuesto, con el hiperrealismo de las imágenes sufrientes (hiperbólico memento mori) sobre los tronos o pasos. A poco que uno se deje llevar por la masa sentirá que algo le envuelve y le arrastra hasta llegar incluso al momento de la lágrima, fuera de toda creencia en realidad, fuera de toda verdadera espiritualidad, al modo de Stendhal en Firenze.

Pero, oh, resulta que España es un país aconfesional. ¿Ahora qué hacemos? España es tan aconfesional como un servidor bombero torero, esa es la verdad. Los españoles hemos de saber que vivimos en un país altamente tradicionalista (católico hasta el dolor de huevos, a mi modesto entender) y mayoritariamente conservador. El sentimiento nacional es mucho mayor del que nos gusta creer y quizá, mucho mayor de lo que podría considerarse sano para una sociedad. Dicho esto creo que debemos -todos- pensar en ese feo lugar común que es el respeto como base para toda sociedad civilizada.  También es esta España nuestra la España del exceso. Algo en lo que no estaría mal del todo reflexionar.

Como en la Fiesta de Serrat, en la Semana Santa, se juntan (que no revueltos, a dónde vamos a llegar) el currelas y el apoderado. Todos unidos por un sentimiento que es como un juego de rol y que por lo tanto no es que sea falso, pero tampoco es verdadero. Es el momento mágico de la performance, es el prestigio. Ya digo, entendido esto, comprenderemos que la Semana Santa, para ser sinceros, tiene muy poca relevancia espiritual, que no institucional o religiosa. En Cádiz, por lo que me toca, es una derivación incomprensible pero cierta del carnaval, del ombliguismo tan dañino que padecemos, del culto más allá de lo razonable a un lugar en el mapa.

Hoy es domingo de resurrección. El Nuevo Testamento nos brinda varias versiones de la salida de Jesús del Santo Sepulcro. La historia ya había degenerado para entonces. Yo le quitaría todo mensaje puramente religioso al hecho y lo cambiaría por uno más filosófico: el bien gana sobre el mal (aunque para ello los autores de la obra empleasen el elemento fantástico). Hoy es domingo de resurrección y desde mi ateísmo (¿?) me gustaría invitar a profundizar sobre el personaje ficticio de Jesús y su mensaje. No sé qué pensarán ustedes, a mí me ayuda a creer en que una humanidad mejor es posible. mientras tanto, la Semana Santa, se me hace soportable.


sábado, 28 de marzo de 2015

El horror, el horror


Tal vez el único y último sentimiento colectivo que experimentamos o que realmente merece la pena conservar sea el horror. Tal vez ya no se puede considerar otro estado que una más a una sociedad. Y tal vez sea que el horror nos une porque nace de una mirada individualista, del egoísmo podríamos decir, como parte esencial de nuestra supervivencia como especie.




No podría demostrarlo con documentos, pero hoy se cobran más vidas la depresión o la ansiedad que el cáncer o los accidentes de tráfico. Me pregunto si esto último no estará también íntimamente relacionado con lo primero. El caso es que se está más cerca de la muerte en la depresión y en la ansiedad que de la vida. Hasta aquí y ahora nos hemos traído nosotros solitos. Era lo que deseábamos sin saber; o mejor dicho, sin querer saber. Después ya veremos, no nos dijimos, si alguna vez lo pensamos. Convencida la muerte de que nos hemos vuelto animales complejos asistimos a la permanente actualización de sus sistemas en una sofisticación cuyo objetivo no es otro que el de provocar el horror de quien la contempla. De perder esa batalla, la muerte, estaríamos perdidos y sin remedio. Aquellas últimas palabras del señor Kurtz llevan repitiéndose en mi cabeza toda la semana. Desde Boko Haram pasando por Túnez y cayendo en Los Alpes, por colocar algunos ejemplos de cierta repercusión, las palabras del hombre de Conrad hablaban del futuro. Y el futuro es hoy. El futuro somos nosotros.

¿Quiénes somos nosotros?


Miramos a través de las lentes del microscopio. Para empezar la polución ya nos dificulta bastante la faena. No obstante, observemos: Nosotros somos la vida animal más desarrollada tecnológicamente sobre la Tierra. Pero no, no es eso lo que nos define. Nos definimos mucho mejor con la sociedad sin tiempo para criar y educar y preparar a sus descendientes; la sociedad sin tiempo para cuidar de sus mayores; la sociedad sin tiempo para conversar sin límites sobre todo lo conversable; la sociedad en la que las humanidades o la creatividad son un aparte y la ciencia está al servicio de la blitzkrieg auto aniquiladora. Se podría decir que somos la sociedad esclava del producto de su propia invención, el dinero; pero es que ni siquiera es eso, es algo peor, y que no tiene nombre, y que tiene que ver con el tiempo que pasamos entre el útero y la sepultura, pero que tampoco es eso. Después ocurre que un individuo, piloto de la aviación comercial para más señas, decide mandarlo todo al carajo seguido de forma involuntaria por ciento cuarenta y nueve compañeros de tragedia. Y nadie puede responder a qué es lo que ha pasado. Y todos, al unísono, susurramos a las orejas de los que no pueden escuchar y que también somos nosotros "el horror, el horror". El líquido escurridizo de la culpa inunda nuestras calles -no lo vemos, desde luego- sin que nos paremos siquiera un segundo a pensar que en realidad todos volábamos en ese avión, como víctimas; del mismo modo que somos quienes lo arrojamos de forma brutal sobre las afiladas rocas de las montañas que apuntalan el Mont Blanc.




Incurriré en la obviedad de forma intencionada. Si hay algo que pueden compartir el ciudadano urbanita del occidente civilizado y un agricultor del noreste ugandés es la opinión de que el mundo que le ha tocado vivir es una mierda. En el caso del africano su nivel de desarrollo lo exime de gran parte de culpa. Nosotros no tenemos perdón de Dios.

Saben, tengo un huerto, algo muy pequeño, en el que con mi padre removí la tierra y después plantamos tomates, pimientos, berenjenas y patatas. Aspiramos a sembrar sandías y en realidad, todo lo que se nos vaya ocurriendo. Hasta la fecha mis actividades campestres iban por caminos algo alejados de esto de la siembra y la zoleta. Ahora que casi todo el trabajo del huerto está terminado y lo que nos queda, a mi padre y a mí, es esperar y mantener, pero sobre todo, mirar, mirar mucho; ahora que se puede reflexionar sobre lo ya trabajado, uno piensa en el huerto más de lo que se podría considerar normal. También ocurre que soy padre de dos hermosísimos hijos. Fui padre por primera vez demasiado joven para entender en toda su profundidad lo que aquello significaba. Con el anunciamiento de mi segundo hijo di algunos pasos más. Ahora, a mis casi treinta y cuatro años, vuelvo a esperar la llegada de una nueva aportación que contribuya a la esperanza, espero otro hijo. Cuando voy a casa de mis padres no falto a mi momento de contemplación (oración) del huerto. Por otro lado, me encuentro en la fase final de gestación de mi segunda novela. Dadas las circunstancias, el pensamiento -que es real e inevitable- de que el mundo es una mierda se me clava en la carne sangrante, y duele.




La ecuación final es probablemente la más compleja y difícil de entender de la historia de las matemáticas, cuando no de la historia del ser humano. La vida es maravillosa o potencialmente maravillosa desde un punto de vista objetivo (vida: nacer, crecer: avanzar: ser parte de: contribuir a: vida igual a vida sobre la muerte que es vacío total y absoluto de todo igual a nada). Pero el ser humano (un símbolo, la victoria de la carne) ha llevado sus pasos hacia un mundo que le parece una mierda porque realmente es una mierda y siempre, o casi siempre, históricamente, el mundo siempre le ha parecido una mierda, siempre a peor del mundo de un tiempo ya pasado.

La vida puede ser maravillosa, pese a que el mundo es una mierda insoportable. Lo sabemos. Sin embargo contribuimos más a que el mundo sea una mierda que a la felicidad inherente a la vida misma (ver lo vivo y vivir y reproducir la vida es felicidad).


Pero hoy no hay quien pare a pensar en ecuaciones; hoy más que nunca, lo único que tenemos en la cabeza son aquellas últimas palabras de Kurtz: el horror, el horror.

sábado, 14 de marzo de 2015

La tragedia gaditana




Pareciera que la ciudad se ocultase tras esa interminable mascarada; como si tras el antifaz habitasen llorosos y lastimeros ojos de abandonado. Pareciera esto y otras muchas cosas, sentimientos al fin y al cabo, falsa alegría y permanente sonrisa, como risas nerviosas en noches de tanatorio. Asistimos en realidad a un escenario de prolongada y agónica muerte. La ciudad tiene razones más que suficientes para mantener un carnaval de cien días. Para continuar con la fiesta la prolongamos con un puente en el espacio; extendemos la risa de la careta que celebra la vida en la superficialidad de una bahía de lecho fangoso y superficie sensible al viento. Solía justificar el proyecto y la presente existencia del puente. Decía: se trata de la MSC, una gran compañía a nivel mundial (la más grande probablemente, yo he visto barcos enormes en alta mar y a un palmo de cada desierto por cada banda en el Canal de Suez y en muchos puertos bajo las osadas plumas de las grúas portacontenedores, en fin, y puertos llenos de vida alargando la vida portuaria más allá de tierra adentro y pueblos nutriéndose de lo que iba y venía del mar); se trata de recuperar nuestros orígenes. Nuestros orígenes son plenamente oceánicos. El océano es vida más allá de la tierra. Y en nuestros orígenes la vida refluía desde la mar y nosotros -aquellos que éramos- mirábamos sin ver el proceso, era lo natural. Sí, el gaditano viene a ser como una gaviota sin alas: una alegre criatura fascinada y que contempla el mar y baña sus plumas en el juego en orillas de fina arena amarilla. Sí, el gaditano es a la mar como la mar a la ciudad de Cádiz. Nuestros orígenes cobran sentido cuando se piensa en el mar que moja los bloques de hormigón y que a veces es furia pura y que a veces es una caricia y que siempre es una verdad ineludible (o tal vez no, o tal vez no) para una ciudad que ya no ha de temblar bajo el asedio. Para entendernos, nuestros orígenes. La antigua gaviotilla gaditana evolucionó gracias a su forma de entender el mar como único camino hacia el resto del Universo.

La última gran tragedia gaditana es el destrozo del proyecto para una nueva terminal de contenedores. Ya tenemos justificados dos docenas de carnavales más de cien días cada uno de ellos. Ya me dirán de qué manera puedo hablar ahora de lo necesario de ese nuevo puente. Me es muy difícil no mirar hacia el puerto cuando llego a Cádiz. No gasto antifaz, mi tristeza es visible y me pregunto por la ausencia de antifaz en mi rostro. Los norayes sin estachas que los abracen dejan un vacío en mi interior de la misma magnitud del insulto a unos orígenes que por otro lado tratamos de vindicar. Dando la espalda al mar matamos a la gaviota, la estrangulamos lentamente mientras la miramos a sus ojos cubiertos. El silencio gaditano (el gaditano, tan chillón a veces y tan superficialmente beligerante ante las continuas injusticias) es el producto de la costumbre que poco pueden paliar las simpáticas y pretenciosas coplillas de las comparsas. Es por eso que tiene mucho más sentido el alboroto de la chirigota que canta y ríe, siempre por no llorar. Ahora tenemos un puente. Debemos preguntarnos qué o quiénes se han marchado por él.

Pareciera que la ciudad se ocultase y evitase toda verdadera ilusión. Donde otros ven una fiesta me es inevitable ver la depresión endémica de unos genes que han transformado el arco de la boca en una sonrisa de mascarada. Nos obligan a vivir de espaldas al mar. Una isla de gaviotas que han de mirar hacia el interior sin que en el interior exista más alimento que el engaño y la farsa. Alguien debió pensar que quizá, lo mejor, sería que las gaviotas se marchasen; y decidió que para ello, lo mejor, sería un puente. Así podrían quedar asombrados por la proeza mientras abandonan la tierra de sus orígenes contemplando el mar bajo sus alas, desde las alturas, en el largo camino al exilio.

En realidad la ciudad es graciosa y es histórica y no es Dubrovnik ni es Malta ni tiene nada que ver con ciudades verdaderamente turísticas. En realidad Cádiz no es la Venecia que se pretende vender. No lo es. La historia de Cádiz yace sepultada a muchos metros. La historia nos legó al fenicio que hoy y siempre ha sido la gaviotilla gaditana. El fenicio y el cartaginés, llegaron desde la mar y entendieron que para llegar a Cádiz o para salir de ella no les quedaba otra que construir navíos de valiente proa. No le vieron más sentido mirar hacia la tierra, así que no lo hicieron; se quedaron en el pedacito de isla y ya nunca jamás miraron tierra adentro. La mar les daba cuanta vida necesitasen. Sencillamente: la vida se desarrolla mejor cuando es regada de continuo por el oleaje. El pirata lo sabía y el gaditano llegó a ser pirata por convicción, siempre en permanente navegación entre dos aguas. Fue una ciudad de todas las gentes del mundo. Sencillamente: los caminos del mar son los caminos hacia el resto del Universo. Y del Universo venían razas desde sus confines y se quedaban porque vivir en Cádiz era como una no interrupción de la navegación, aun en tierra seguían navegando; y para sentir el aire marino, se asomaban a la bahía, negros y piratas, moros y romanos, todos, la gaviota de hoy, sometida en contra de su naturaleza marina.


La última gran tragedia gaditana es el destrozo de un proyecto para abrirse de nuevo al mar. Sin flota de pesca, el comercio marítimo era una buena opción. Ya no se observan buques Ro-Ro descargando sus tripas ni hombres portuarios de malvivir sentados en el cantil refrescando con cerveza su sudor. Ahora el puerto es una desolación enrejada. Desde fuera se contempla como se haría en un zoológico en el que han muerto todas sus criaturas. Ocurre que a veces la insolencia de un gran transatlántico tapa la vista. El portuario gaditano mide sus dimensiones y sonríe a los que llegan para no entender y para subir a un autobús que les mostrará la abulia del viandante gaditano perdido.  El trayecto durará en el mejor de los casos hora y media. Después embarcarán, y no habrán entendido nada. Y la gaviota presa de la tierra ni siquiera se despedirá, porque tampoco habrá entendido qué ocurrió y cuándo ocurrió, en su ciudad, que había sido tan marinera. La última gran desgracia gaditana es cerrarle el puerto de su esperanza. Para compensarle, un puente. Un puente por el que huir lejos, sin mirar atrás, al fenicio sepultado que una vez llegó a Cádiz por primera vez y pensó que todos los caminos llegaban a Cádiz, siempre desde el mar.