Veinte de la tarde
noche de un domingo ventoso y pesado, con su carga de plomo, su palmera
bamboleante, con la radio radiando palabras de las que desconfío. Es la radio
un medio bonito. La primavera aterriza sobre las marismas dudando de si es buen
momento. Buen momento pa qué, o para quién. No llueve al menos, pongamos que
hablamos del mes de abril. Él juega y ve dibujos animados en el salón. Limpiar
la cocina, quitar ropa del tendedero, doblarla después, pensando, en el estado
de las cosas. No es una vida rutinaria. Soy consciente del alto grado de
intensidad y de mi culpa. La pregunta sería: ¿has aprendido algo? Lo que me
lleva a reflexionar sobre el verbo aprender y me devuelve a aquello del estado
de las cosas. Ocurren milagros todos los días. No lo dicen los putos libros de
autoayuda, lo dice un peatón cualquiera en el tercero de un bloque cualquiera
de una ciudad... en fin. Pero milagros diariamente, y la lucha, y últimamente
el estado de las cosas es igual a sorpresa. Habla solo mientras trastea y ve
dibujos animados e ignora lo que le deparará la vida adulta, tan lejos de eso
de trastear mientras se ven dibujos animados. Uno se conforma con mirar de
forma estúpida el danzar incesable de una palmera que ya estaba cuando llegó. Fresias,
decía, lo recuerdo, como recuerdo un perfume que me lleva a otro tiempo no muy
lejano, cuando aparentemente nada era tan milagroso como hoy lo veo. Ocurrió
así sin más. De pronto aparece y dice hola, sin más (insisto), ocultando -porque
lo mismo lo ignora o, sencillamente, forma parte de sus pasos y el modo en que
mueve un cuerpo de prestado- todo un universo maravilloso en el que los
despistes parecen puertas espacio temporales por las que ir y venir para
asombro de quien observa. Y yo la observo, no puedo evitarlo. Veinte de la
tarde y anochece lentamente, permitiendo la tarde moribunda el disfrute ocioso.
Está tan lejos mañana. La ropa en los tendederos vecinos son fantasmas que
avisan de algo que llegará. Luego, se mantienen las preguntas de siempre a las
que siempre doy respuesta dudando y dudando y barajando otras opciones que
rechazo porque implican la no participación de todo esto y claro, quiero un
buen pedazo de tarta, uno muy grande que me permita, algún día, en ese último
segundo el paraíso prometido que no es otra cosa que poder decirse: he vivido,
todos están bien, voy en paz, ahora. Un buen pedazo de tarta y milagros del día
a día. Esperar la vida, no la propia, la propia no espera y sigue corriendo, ya
se ven las huellas en la piel de la carrera. Sí, culpable, digo. Ya ven, sí,
ustedes, ese vacío confuso e imperceptible, sí, ya ven, le damos vueltas a esto
de los milagros, nunca me resisto a pensar que casualidades son misterio.
Exacto, llegó y lo recuerdo, como hoy aquel perfume, el movimiento del cabello,
acelerada, llegaba tarde, lo recuerdo y es una película agradable y sin fin,
muda, hasta el momento en que salí de mi disimulado gesto de sorpresa. Hoy todo
es diferente, mejor. El mundo se muestra jodido. Sigo escribiendo de forma ininterrumpida
desde que empecé ya ni siquiera recuerdo cuándo. La pregunta es: ¿para qué?
Respondo con lo del trozo de tarta. No se puede limitar la intensidad. Cuando
la vida parece detenerse... no, no existe la contención, el pelo y las uñas
crecen con fuerza, no puedo detenerlo, y lo fácil sería gritar: ¡basta ya,
joder, déjame en paz, estoy cansado de la angustia, de la necesidad, de una
obligación como un vicio mal mirado! Veinte
de la tarde de esta tarde infructuosa. Después de mucho pensar he acordado
decir con todos mi yoes en que no conozco la rutina. Pero claro, callo más de
lo que necesito, historias por venir, sacrificios por milagros. El estado
actual de las cosas sigue siendo el mismo: silencio, se vive la aventura. Son
las veinte cuarenta y dos de la tarde noche de un domingo ventoso.
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