domingo, 11 de agosto de 2013

El principio de incertidumbre.


Un mundo caótico que deja apenas un mínimo espacio para que respire, agonizante, la esperanza. Después de una cuarentena de aislamiento, toparse con la realidad cotidiana, se nos antoja más próxima al universo orwelliano de "1.984" que a ese mundo idílico que nos prometíamos cuando todos, en mitad de un frenesí artificial, creíamos que éramos los amos del mundo. Ahora la vulnerabilidad está al cabo de la calle. Trato de imaginarme la inflación alemana del periodo de entre-guerras, tal y como me lo cuenta Stefan Zweig. Y también nuestro tiempo parece vivir un estado emocional parecido. Es terrorífico pensar que pudiera darse el surgimiento de un Stalin o un Hitler. Sin embargo, todo parece indicar que no es tiempo para ese tipo de demonios. Los villanos de la sociedad actual tienen más estilo y menos prisa.

Pero bueno, seguimos dormidos. Sólo que ahora los sueños son pesadillas ante las que permanecer como sufrientes expectantes. Sería ya demasiado pedir, por ejemplo, que nos acordemos de los peores crímenes contra la humanidad. Así que reto a aquellos cuya temeridad los impulse hacia actos de inconsciente valentía a que se acerquen al magnífico documental "La pesadilla de Darwin".

No me permito dejar de creer en que un mundo mejor sería posible y que aún estamos a tiempo de cambiar las reglas del juego. Me pregunto qué pensaría Zweig hoy por hoy sobre el paradigma norteamericano que nos ha traído a una ruina espiritual de proporciones mundiales, en contraste a su fascinación por una sociedad que le era cuando menos, prometedora.

La forma en que Cormac McCarthy nos muestra la violencia me trastorna y me sume en las más profundas reflexiones acerca de la violencia misma y de cómo la entendemos hoy por hoy. En cierta ocasión cometí el desliz de tratar explicar a alguien lo terriblemente violentos que son los actos de guerra. En este sentido las películas del género bélico, con sus dosis de romanticismo, de idealismo, de mentiras al fin y al cabo, hacen que quienes no han visto la guerra insulten a la vida llenándose la boca con la palabra guerra. Se desconoce el verdadero significado de violencia. Y casi me muerdo la lengua cuando me veo recurriendo a Mel Gibson y a sus sensacionalistas "La Pasión" y "Apocalypto", donde, la violencia, experimenta cierto acercamiento a la realidad. "Meridiano de sangre" de McCarthy es de una extrema violencia plena de veracidad. Aquí la violencia no es gratuita. Es atroz y quiere darnos un mazazo brutal en nuestros corazones en cada página. Para ello el autor nos introduce en un escenario que no nos es lejano por su explotación cinematográfica, el salvaje suroeste norteamericano, donde apaches y sádicos buscadores de cabelleras, cohabitan un mundo en el que la sangre responde a la perfección al concepto de líquido elemento. La lectura de "Meridiano de sangre" es tan aconsejable como cualquier otra obra de su autor.

Los sentimientos nos conducen por senderos la mayor de las veces erráticos. En el mundo de los sentimientos nada está bien o mal hecho. Pero es imposible no dejarse llevar por ellos. Quiero creer que el amor en todas sus formas expresivas mueve el mundo. A pesar del exceso de odio. Pero amor y odio, odio y amor, ¿qué son si no las dos caras de una misma moneda? ¿A partir de qué momento la especie humana comienza a experimentar dichos sentimientos? ¿Qué medidas se han de dar para acercarse al Perfecto?

La contemplación detenida de las estrellas que una noche oceánica ofrece lleva a uno a pensar que los más maravillosos misterios aún están por descubrir. Más allá de todo existe otro más allá. Entonces uno piensa en sí mismo y se pregunta ¿qué soy? ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué puedo considerar qué parte de mí soy realmente? Y después de estas preguntas y, quizá, tras una estúpida concatenación de cuestiones: ¿por qué siendo yo apenas una ínfima partícula del más vasto cosmos jamás imaginado, amo con toda la fuerza y la energía con que son capaces de alimentarse esas mismas y lejanas estrellas? ¿Por qué yo, que no soy nada y que mi paso por el universo es tan efímero, os echo tanto de menos? ¿Por qué daría mi vida, eso que consideramos tan valioso y que no es nada, por vosotros, sin dudar? Y la contemplación detenida que ofrece la noche oceánica es entonces saber que todo es origen y todo es final. Es saber que amarte tiene tanto de verdad como las fuerzas que dan impulso a las cosas que desconocemos y que apenas atisbamos en ese más allá, profundo, violento y trágico, pausado y placentero. Que amarte soy yo; tanto como amarte eres tú; tanto como es desconocer los misterios de ese cosmos inabarcable. Ocurre que a veces uno aparta la vista de la magnífica visión porque es insoportable la levedad del ser.

Se acaban las canciones que me prometí escuchar mientras escribo. Mañana estas mismas canciones ya no podrán sonar igual. El salitre y los vientos distorsionarán sus melodías, cambiarán las palabras en sus letras y no serán mis oídos los mismos con los que hoy "Paraules d´amor" se introduce hasta llegar a un corazón que muchos creen fuerte y al que los días que se pierden matan sin hacer mayor ruido. La esperanza, la realidad, la violencia; el amor y el odio; TÚ; la insoportable levedad del ser y las estrellas del cosmos; todo, absolutamente todo, mañana, seguirá ahí como seguirán las canciones que hoy se me acaban; absolutamente todo, seguirá, para todos, y será diferente y la vida, en su más profundo sentido, seguirá siendo la mayor aventura jamás vivida y jamás contada.

viernes, 9 de agosto de 2013

La mar no se bebe.


Combatir la soledad. Una mañana cualquiera en algún remoto lugar del mundo. Con su nombre adherido al corazón y dos sonrisas infantiles como toma de tierra. Mojarse los labios con las profundidades de una barrica lejana educada en otra lengua y otros sudores. No se puede combatir la soledad ni se puede encontrar solidaridad alguna para ciertos estados del espíritu. Uno quisiera beberse el mar tal y como es, si se dejara. Pero el mar no se bebe. Se soporta, a duras penas. El mar es un golpear constante y un recordar que nada se es, que nada importa. Es cuando uno ve, de lejos, la cercanía de la tierra que se añora durante días, cuando la adrenalina acude rauda a los instintos y uno quisiera no tener que combatir la soledad para no tener que recurrir a ello. Y uno no quisiera tener pulsión literaria alguna para vivir plenamente. Porque escribir es querer guardarse siempre algo, dejarse los últimos espasmos orgásmicos para un tercero. No quisiera, pero sólo el alcohol cura las heridas. Ya sé que ni lo comprendes ni lo compartes. Como sé que ni puedes comprender el dolor y la soledad más profunda. Lo siento. Lo siento. Pero es cuestión de química. Una cuestión de serotonina. Una cuestión vital. Perdóname ciertos alivios si me quieres entero y con el corazón fuerte.

Atracado y escuchando "La legionaria" de "La Canalla". Acordándome de ti. De cuando los días eran felices, íbamos en coche y yo cantaba con tu sonrisa haciéndome los coros. Pero qué grande es tu sonrisa y qué lejos la tengo. Bebo sin un tope, como queriendo acercar los momentos que se dieron, o los que se quisieran vivir.

Para mi pequeña Cleopatra VII Filopator. Sacrifico mi fortaleza a tus sinsabores y a tu escaso verano. Si te idolatro es porque lo mereces. Y porque envidio que tu camino sea camino y no efímera estela que se desintegra en pocas millas. Lo mejor de todo es saber que tu futuro es el futuro y que la verdad se escribe con tu nombre y que los sueños sueñan con tus sueños y que los límites serán los que tus ojos crean percibir. No me corta decir que eres una de las mejores cosas de mi vida.


Cada año es una destrucción. Cada whiskey es morirse para vivir. Pero es peor dejarse morir. Ya sé que no lo entiendes. Entender esto es estar dentro del delirio de una irrealidad africana insoportable. Quisiera que no fuera así. Quisiera que el dolor... no sabéis qué es el dolor. Quisiera tener menos para escribir. Quisiera que mi amigo no se pareciera a mí. Os echo de menos. Ya sabéis quiénes. Me desmorono. El color del dinero. El algún lugar de África. Las nieves del Kilimanjaro. La piel negra no suda, llora por la piel. África duele por lo bajini. ¿Y qué tiene que ver esto con un pedazo de tierra sobre un Atlántico incipiente? ¿Qué tiene que ver esto con el corazón de Cádiz en una feliz mañana de domingo? La vida me cobra caro lo que le quito. 

jueves, 20 de junio de 2013

Creed que os canto.

Para mi conciencia, descalzos pasos hasta mi cama dormida.
Yo sólo pretendo vuestro mañana y creedme,
Me distraigo de vuestros juegos por el camino,
Con una espada por cada flanco,
Cubriendo de vuestras miradas verdaderas
-más que ninguna- el lugar adonde hemos de llegar.

Es envidia a veces la rabia que os dedico.
En otras sólo son poemas pequeños y divertidos
Devolveros la sonrisa o cubrir de galletas vuestra mesa.

Tenéis el poder infinito bajo las pestañas,
En las plantas de los pies, bajo la nariz y en ella.
Tenéis sobretodo el fuego que en mí creo olvidado.
Nada de vosotros ahora me hace daño.
Sístoles y diástoles que en otros cuerpos
Inflan y descargan los alveolos que me empeño en destruir.

Para mi soledad, dientes manchados de chocolate;
Para mi consciencia, cada uno de los suspiros infantiles.
Labios manchados de chocolate, para el niño que fui;
Pasos dormidos y descalzos, para el bendito desvelo;

Apenas penas y gimoteos, para mis manos que son vuestras.

martes, 11 de junio de 2013

¿Dudas?



¿Cómo puede defender uno su propia obra? ¿Cómo puede defenderla de uno mismo? Son preguntas que me planteo en estos días en los que se pasa, de una euforia infantil a una ruidosa incertidumbre, a la velocidad del rayo. Por momentos llego a diferentes y falsas conclusiones que van mutando con el tiempo. Son éstas, preguntas muy parecidas, a las que uno se hace cuando la obra apenas es tal, y la importancia de la confianza en uno mismo es el poco arnés con el que se cuenta.


Uno piensa en la perspectiva. En la ausencia de ésta o en su deformación. Es un amor muy injusto el que uno puede sentir por una criatura que florece de sí mismo. No es una autodefensa, es otra cosa. Pero ocurre que uno es consciente de que el amor injusto puede derivar en mayores males que, con el paso del tiempo, pueden resultar irreparables. Tanto para la obra como para el autor.

viernes, 31 de mayo de 2013

Fernando Lobo y José Simonet.

 
Escribo estas líneas con el corazón a medio camino entre la alegría y el enfado. Las dedico a un par de amigos y es, precisamente este hecho, el que hace que estas palabras tengan que ver con la alegría, que sean mis amigos.

Uno de estos dos amigos es el cantautor, poeta y artista, en el amplio sentido del término, Fernando Lobo. Fernando es más Lobo que Fernando, quiero decir, que como el animal, despierta cada mañana con todos sus sentidos orientados a que su forma de vida y su visión del mundo, sobrevivan a una jornada más en una escena que más bien parece ir a la contra de todo lo hermoso que mi amigo trata de defender. Pero es un lobo incansable este Fernando mío. Su forma de presentar batalla no es otra que hacer valer su talento y su seria capacidad de trabajo, que no es otro que proponer sueños, favorecer la sonrisa y pellizcar aletargadas rebeldías. Se podría decir que las cosas le van bien. O al menos, que sus proyectos e ilusiones llegan casi siempre a buenos puertos. Un nuevo disco en la proa, la satisfacción por el recorrido de una novela, los poemas de su vida en un precioso libro acompañando a un buen puñado de gente,... Sí, Fernando, como el animal de su apellido, no deja de alimentar sus inquietudes y alertas.

Pero ocurre que el bosque está lleno de peligros. Amenazas que hasta al más fiero de los habitantes del bosque pueden hacer perder su enérgico deambular. Puede ocurrir que una desafortunada ramita le haga caer y tocerse una pata. Fernando vive un tiempo en que estas ramitas están por todos lados y, aunque es ágil, y, aunque es consciente de cuanto le rodea, yo temo, con enfado, que también Fernando vea como una de sus patas sea quebrada por las dificultades y las sombras que pretenden acabar con su habitat. Como ya le ocurrió al lobo. Que nunca dejemos de escuchar el canto del Lobo en Cádiz.

Pero decía que eran dos los amigos con lo que compartí ayer una maravillosa mañana de café, tostadas y cerveza. José Simonet es un músico excepcional y un poeta entregado a la causa de hacer ver que la poesía sigue siendo ese maravilloso lugar frontera. Simonet suda por los cuatro costados fuerza y talento. Es difícil no notarlo cuando se le tiene cerca. Lo tienes al lado, te habla, lo observas y te dices: este tío tiene algo muy valioso, un no sé qué que transmite y que no es común, algo maravilloso, algo que te hace feliz cuando descubres que existe.

Pero también ocurre con Simonet que camina los senderos de un bosque lleno de incómodas ramitas. No puede trabajar en la música a la que tanto esfuerzo ha dedicado. José, no escribe, no puede, no le dejan. Ni siquiera le es posible estar en su casa. A Simonet, que es poesía y que reivindica su querencia por ser poeta en su tierra, se le negó la posibilidad de seguir en la brecha. Pero se le negó aquí, se la negó esa tierra que tan dentro lleva. Y no se la negó Yale, ni otras universidades estadounidenses y del Canadá. Por fortuna para mí ayer pude disfrutar de José Simonet en su habitat natural. Pero llegará el mes de julio y este poeta nuestro deberá volver al exilio emocional en el que se ve obligado a vivir, porque no supieron ver aquello de lo que yo disfruté en una mañana gaditana.

La ciudad de Cádiz debería ser más inteligente. Debería entender que es puerto de mar y que los bosques con ramitas le quedan lejos. No es el puerto de mar de Cádiz, la ciudad de la alegría y del arte cotidiano, un bosque con ramitas para el artista de arte facilón y mal gusto, para los circos insustanciales, para los trepas que viven del arte de no hacer más que tocar palmas a los artistas de arte facilón y mal gusto. Dejemos quizá, que sea bosque cuidado en el que no sea tan difícil ver que tenemos nuestro Lobo y que Simonet pasea, absorto quizá, entre los árboles, contando endecasílabos.

martes, 28 de mayo de 2013

En el camino.



Partimos rumbo norte, no sin antes hacer una pirula en la peatonal calle Real para dar la vuelta, bajando la calle San Agustín y atravesando el popular barrio de La Ardila. En San Agustín, la terraza del freidor-churrería, luciría más si entre algunas de las mesas reposara su aburrimiento un cactus y pasease por entre las patas de las sillas algún que otro escorpión. Una caja con caballas "frescas, recién cogidas en la bahía" y otra con boquerones, parecen el calzado de un joven, camisa abierta a cuadros blancos y azules, que vende el género junto a un viejo de bigote blanco amarillento, rodeado por un corro de decepcionados con la vida. Naranjos de amargas naranjas; coches aparcados en batería a la derecha, y a la izquierda, como se ha podido.

Atacamos la autovía que inicia el viaje a nuestro destino, a unos 100 kilómetros, metro arriba, kilómetro abajo. Dejamos atrás la pasarela de la estación de ese monumento local que es el Bahía Sur, con el eje longitudinal del viejo Renault Clío paralelo al del Parque del Oeste o del Colesterol. Polígono industrial de Fadricas. Más allá, el viejo arsenal. Y aún más allá, una incomparable panorámica de la bahía flanqueada por el lucido saliente de la ciudad de Cádiz al noroeste y el lastimero esqueleto de los astilleros y el muelle de La cabezuela por el este.

A la altura de Chiclana de la Frontera nos desviamos para tomar la carretera convencional que nos permite vislumbrar, pasado el cementerio mancomunado, sobre una meseta irregular e idónea para una remota defensa, la blancura de la atalaya que fue el pueblo de Medina Sidonia. Lomas de baja cota visten de verde, arbustos y sendas, pequeñas grutas conejeras, de verde, a un lado y a otro de la incómoda serpiente que es la carretera.

Medina desciende al norte y se abandona a sí mismo como pueblo. El precio que se ha de pagar contra el olvido. Hacia el sur, en un llano, incontables balas de paja en forma de enormes cilindros, se ordenan sobre el resto amarillo que espera el fuego. Uno no entiende de dónde vienen los grupos de eucaliptos o el porqué de la formación militar de pinos que dejamos, en guardia, mientras divisamos los monstruosos molinos de viento que nos anuncian nuestra llegada a una segunda autovía que apenas nos hará sentir la conocida Ruta del Toro.

No se admiten bicicletas, viandantes, carros tirados por animales, vehículos agrícolas,... Se nos admite a nosotros, que salimos más favorecidos en los retratos que hacen los radares. Al sur, mostrando lo que queda de tiempos mejores, los sólidos muros de lo que alguna vez pudo haber sido algún tipo de fortificación sobre una cresta topográfica de mediana elevación. Bajo ésta, plácidos ignorantes, los sementales agradecen, celebran la primavera y dan buena cuenta de la frescura de sus pastos.
La autovía apenas baja y apenas sube. Curvea a lo sumo y atraviesa bajos collados que a veces están cubiertos de bóvedas artificiales. Nada tiene que ver el conocido anuncio de Osborne con los animales que acabamos de dejar atrás.

Alcalá de los Gazules apenas se deja ver a nuestra izquierda. Aquí la Sierra de Cádiz ya se hace notar y la diversidad de tipos de alcornoques es dueña de los bosques despejados que ascienden, respetando en lo que me parece un misterio, algunos claros que a veces visten de color violeta. Descienden también, los alcornoques, hasta tocar algún embalse, como el formado por el río Rocinejo a nuestra derecha. Viejos abrevaderos junto al río Alberite y al sur, laderas escarpadas manchan de gris el color predominante de la estación.

Camino de servicio, nos dice una señal. Y más adelante, con un orgullo que se me antoja patético "Red de Carreteras de Andalucía".

Otro embalse, a la derecha, más siniestro, ahoga los resignados esqueletos de lo que alguna vez fueron robustos alcornoques a los que la naturaleza decidió sacrificar. Ahora sí que ascendemos. La calzada de la autovía da a luz un nuevo carril para los pesados camiones de contenedores que se dirigen, casi con toda seguridad, al puerto de Algeciras, y que apartan su lentitud para que el viejo Renault Clío pueda atacar con resuello, el sofocante repecho y pueda atravesar con alegría, uno de los tantos puertos atunelados. No puedo dejar de pensar en lo agotadores que resultan estos campos de alargadas pendientes para quien se dispone a caminarlos.

Se extiende Charco Redondo, a derecha e izquierda, con sus orillas pobladas de eucaliptos y rurales construcciones moriscas, justo antes de otro repecho que, una vez traspasado, deja a las claras que uno ha entrado en plena sierra, con cotas de piedra sombreradas por algunas nubes de un blanco ovino.
Olla de ahojiz, y el paisaje se transforma de nuevo. Ya se intuye la soledad del peñón de Gibraltar, que se muestra descoronado, lo que nos dice que el tiempo es de poniente y que, en Algeciras, tendremos calor seco.

Torres como reposo al tendido eléctrico lucen nidos de cigüeñas. Los Barrios se asienta al este, humo de chimeneas bordean la costa este de la bella y sucia bahía de Algeciras.

Dejamos por la retaguardia polígonos industriales, naves de venta de coches, el hotel Alborán,.. Entramos en Algeciras. Nos saludan los serios bloques del barrio de San José Artesano y seguimos la autovía que circunvala la siempre floreciente ciudad y que, abraza con sutileza, el recinto para la feria y la plaza de toros. Salimos hacia la avenida Virgen de la Palma, que descendemos, frente a Los Sauces.

La antigua Nacional 340 es la columna que vertebra el centro de la población. La tomamos y cuando ya empieza a ser conocida como "El Secano", bajamos, a la derecha, por la Fuentenueva, calle en la que un escalofrío, síntoma nostálgico, también anuncia que es el final del trayecto. Aparcamos. Y dejamos dormitar al viejo Renault Clío, que por hoy, ha sido nuestro Rocinante.


domingo, 26 de mayo de 2013

Micro: Erótica.


Desde el vano de la puerta, Erótica es la mujer: la caricia humedecida que involucra al acto inexorable de rendición ante una melodía de piel y hueso. Desde el vano de la puerta la habitación no existe; ella levita como diosa sobre un lecho de fuegos paradisíacos. Se siente observada: se agita lenta, suave y trágica. Su amante, furtivo y desconocido, la mira: la desea. Un leve gesto, como su alma leve, inmersa en lo etéreo de la pasión, acerca a su amante, presa también de la ingravidez y la narcosis de unas telas opiáceas.