jueves, 30 de junio de 2016

Cadáver. Segunda entrada de un diario contra lo íntimo.


Escribir esta segunda entrada del diario contra lo íntimo se me hace más que difícil imposible. Porque uno quisiera escribir sobre lo que no se puede escribir.

El dolor.

Veo a través de estas cristaleras lo siniestro de un cielo ambiguo sobre las marismas. Con conucos apagados, son apenas negras perturbaciones en el aire, recortándose en el cielo; pienso en lo demoledor del impacto y en la fragilidad del individuo.

Nada que ver por supuesto con descubrir a mi hermano Valero Cortadura presentando su primera novela. Sé que ha creado algo grande. También él lo sabía, allí sentado, respaldado por las palabras que antes depositara sobre el vacío de la nada. Aquellas palabras, bueno, no justamente esas, si no las que salían en forma de voz, me reconfortaron. Verán, ayer fue un mal día.

Sobrepasa a cuanto aspira detallar este diario absurdo hacer pública la desdicha.

Antes que esto fuera la victoria de la carne era la muerte del suspiro. Imagino que ahora debería ser otra cosa.

Los coches que circulan por la autovía van todos y a toda prisa hacia una muerte segura. Observo desde la muerte misma, desde los despojos que juntos y alguna vez formaban un hombre. No sé si existe un tango titulado Perder. Eso del tango me trae de la memoria aquella película de Darín, El mismo amor la misma lluvia. No recuerdo si el título es exactamente ese o parecido, la pereza me impide buscar en Google. Pero Perder, qué gran título para un tango. Hay que se saber perder, dicen, y un carajo, digo yo.

Se me ocurre que perder y errar son dos verbos estrechamente relacionados. Los conozco bien.

Volvía en autobús y tarde y en mi regazo reposaba cerrado La escapada de William Faulkner. Lo que dejaba atrás era el universo. Nadie entendió que aquello había sido mi universo. Este autobús hacia ninguna parte llevaba un cadáver hacia la nada que es el lugar que habitan los cadáveres. Presiento que ese autobús me llevará más y más lejos cada vez, hasta no ser ni siquiera cadáver, hasta no tener nombre, hasta no ser recuerdo.

Le he dicho, a alguien: "cariño, cada día me quiero menos y peor. Espero que no te escandalice que te diga que algún día acabaré suicidándome, como Hemingway, pero de una forma más elegante". No me ha tomado en serio, y hace bien. Pero es tan cierto como que hoy soy un cadáver. No sé si Schopenhauer ha tenido que ver algo en esto, o Chateaubriand, o cualquiera que en algún momento me hizo ver aquello de la desaparición voluntaria, en el fondo, una especie de arte.

Que la vida iba en serio... al contrario de Jaime Gil de Biedma lo aprendí demasiado pronto. El dolor con sangre entra.

Hablaba Marina Rosado, sí, creo que era Rosado, y si no da igual, sobre la vergüenza de la mujer de ser mujer, de cómo la sangre periódica era motivo de vergüenza porque era una herida, de que ser mujer era motivo de vergüenza. Me pareció tan terrible como cierto. Yo envidio a la mujer, pese a todo, pese a este lastre mío de la masculinidad y su violencia implícita, lo que me dibuja como un macarra por decir que hay quien se merece que le rompan la cara. Quienes alegan su civismo, quienes se escudan tras él por saberse miserable, merecen que se les rompa la cara y se les diga, con la tranquilidad propia de quien sabe que su civismo no es más que la superficialidad de un corazón impuro y deteriorado por vivir una sociedad de mentiras. De hecho estoy determinado a romperle la cara a alguien en particular en cuanto me lo cruce por mi camino. Y no crean, no será nada grave, no será escandaloso, tendrá consecuencias -esas consecuencias, hoy, siendo un cadáver, las ruinas de un organismo, no me producen la más mínima inquietud-, pero será justo. Entonces sí seré un macarra, entonces sí seré un animal, el mismo animal que ama por instinto y con todas sus fuerzas, el mismo animal que para alimentarse prefiere la carne poco hecha, el animal, en definitiva, que sabe que en el fondo todos somos animales encerrados en jaulas de asfalto, hormigón y lo hipócritamente correcto. La civilización es una distopía creada con muy mal gusto. La civilización oculta el respeto hacia los demás con una serie de códigos malintencionados.

Sigamos con este diario contra lo íntimo cargado de ficciones. Una vez me encerré en una habitación del hotel Ramada de Dubai -habitación que era más grande que mi piso- con un buen amigo y media docena de mujeres -cuyos vestidos y ropa interior no se pagaba ni con todo el dinero en mi cuenta y en la de mi amigo- dispuestas a hacernos felices durante tres días y dos noches. Sé que esto me hará terriblemente impopular y que recibiré el odio de muchas y la envida de otros. Si sirve de algo hoy no lo haría, y si no sirve, me la suda bien por lo bajo. Durante ese tiempo me gasté como unas trescientas mil pesetas y sólo me comí una hamburguesa. Ah, sí, pagué cincuenta mil pesetas en una botella de Chivas que resultó ser una verdadera bendición. Podría alegar una especie de locura transitoria generada quizás por no pocos actos bastante más deleznables y que en cualquier otro contexto serían motivo cuando menos de cárcel. Supongo que cuento todo esto por el dolor.

El dolor, el verdadero dolor, es una muesca imborrable en la espina dorsal. Es permanente. Asocio el dolor a una forma de amar, la mía.

Se me viene a la cabeza Valero y su libro.

Recuerdo leer Cien años de soledad de García Márquez borracho y con una joven rusa masajeándome la espalda. Me enamoré de ella, me olvidé de que era una puta más que probablemente en contra de su voluntad que disimulaba su más que probable amargura brindándome una dedicación aparentemente tan pura que no me quedó otra que creérmelo. Así que me enamoré de ella y lloré cuando después de los efectos del Chivas y de todo lo demás supe que ya no volvería a verla y que su destino estaba condenado. También eso me produce dolor. Parecerá mentira, pero aquella experiencia marcó en mí un antes y un después. A mi colega le ocurrió igual, ella era china. Yo también disfruté de sus cuidados. Pero se dio que yo me enamoré de la rusa y él de la china. Si él lloró nunca lo sabré. Hoy sigo asociando Cien años de soledad y a García Márquez con aquella joven rusa, con la locura de la que yo procedía hasta caer en sus brazos.

Ya no estoy tan seguro de acabar en el campo este fin de semana. De hecho ni siguiera estoy seguro de que exista un fin de semana, de hecho no estoy seguro de saber qué es un fin de semana. Estoy seguro de amar a una mujer más que a nada en este mundo. Estoy seguro de amarla por encima de mí mismo. Estoy seguro de que es la mujer más mujer y más extraordinaria de cuantas he conocido, y para bien o para mal, y sin querer resultar excesivo, he conocido a muchas y amado a muchas. De lo que no puedo estar seguro es en lo del campo. Lo necesito, eso sí. Lo necesito porque recuerdo que hace unos meses me emborraché y fumé opio hasta vomitar allá en una isla perdida del mundo y me desnudé para escalar por unas rocas de origen volcánico que pedían a gritos un acto puro de humanidad. Yo estaba loco entonces, no mucho más que ahora, cargado de Valium 10 mg hasta las orejas. Estaba felizmente loco a partir de lo infeliz que me había producido estar excesivamente cuerdo. No soy un macarra, señor mío. Soy un hombre pleno de humanidad, un hombre bueno me atrevería a decir, un hombre dolorido, traicionado por la vida, un hombre que arrastra con el recuerdo de haber matado porque las circunstancias así lo requerían, un hombre que no se ve, que se esconde tras el hombre que todos creen ver, soy un hombre que sabe del valor de encontrar un tesoro en la jungla, soy, en definitiva, un hombre derrotado cien veces y otras tantas renacido, soy quien ha muerto, otra vez, y soy, esto deberías tenerlo muy en cuenta, a quien debieras temer hoy más que a la muerte.

Y entre que redacto todas estas ficciones -ficciones o no- íntimas postergo la obligación de entregar el original de una novela a una editorial que lo espera. Ya ven. Los muertos no entienden demasiado de prioridades.


Tengan un feliz día. O no, que tampoco me importa demasiado. 

martes, 28 de junio de 2016

Mandarlo todo a tomar por culo (primera entrada de un diario contra lo íntimo).


La intimidad es ese lugar imaginario en el que uno intenta decirse quién es con menos miedo al daño previsible. Mi intimidad es un estado permanente de angustia.

Decidí hacer esto, escribir a modo de diario en el que todo no sería más que ficción, en el mismo momento en que ella me preguntó que qué tiempo hacía y yo miré a través del visillo y le dije, sin mirarla y sin más, panza de burra; luego sí la miré, y estaba preciosa y me estremecí y no entendí nada porque sentía una ausencia total de mitología, de leyenda fundacional; y me sentí perdido. Tal vez me sorprendió la oscuridad exterior, y recordé ese estado permanente de angustia que es mi intimidad. ¿Por qué no romperla en mil pedazos? No vale un carajo la intimidad; como Shakespeare, está sobrevalorada.

Esto tan poco original es un diario que lucha contra lo íntimo. Jamás prometería regularidad. Esto es un diario de lo irreal, fruto más que probablemente de algún tipo de daño en el lugar en el que debieran ordenarse las neuronas.

Proyecto pues mandarlo todo a tomar por culo este fin de semana. No, no es una nota de suicidio (no madre, no hermana, no lo es, al menos no todavía). Es la expresión que mejor se ajustaba al hecho de querer uno dejar la ciudad e irse al campo, el monte, donde, sin duda, y al raso, bajo las ramas de los árboles (sueño con alcornoques), al compás que marcan la luna y el sol y la armonía visual de las nubes viajando empujadas por el viento; a la determinación de no ser nada o ser únicamente definido por su condición de bípedo ligeramente tecnológico ante lo imprevisible de lo natural. No sé si lo llevaré a cabo. Hace demasiado tiempo que se me niega (que me niego) hacer de la mochila a mi espalda mi armario y de la naturaleza mi hogar. Eso quiere decir que en algún momento me desnudaré y pasearé descalzo sobre el follaje o la tierra y me recordaré que así llegué y de tal guisa, un buen día, me marcharé.

Panza de burra le dije. Me preocupan sus preocupaciones y su misterio. Cuando aceptas a una persona, a cualquiera, el demonio se disfraza de todo lo demás. Es la oscuridad exterior. Soy un completo inadaptado. No acepto -o lo hago más mal que bien- a la mayoría de las criaturas que pasean algo más allá de la plaza bajo mi ventana (por esa terrorífica avenida). Son sospechosos de llevar una vida que yo no llevo, que tampoco quiero. Siempre hubo una ventana y una calle y personas que la caminasen. Será tal vez por eso que me escapaba, emocionalmente inestable, herido (cada vez de mayor gravedad, creo, cumplo años). Tal y como entendemos el verbo madurar me parece una aberración. Fue a un conocido que le dije (ayer, en la más inverosímil de las conversaciones) que para cierto equilibrio necesitaba un proyecto de largo recorrido (novela), deporte de cierta intensidad y sexo. Esto último lo dije sin poder evitar una estúpida sonrisilla. ¿Por qué lo dije? No había necesidad. O quizá sí.

Cuando este fin de semana -y si se da el caso de que marcho y me encuentro libre de mí mismo-, respire el aire de la montaña, pensaré en esas tres necesidades y otras. Y en la madurez. En la que me falta y no quiero. En la inestabilidad. Buscaré mi yo primitivo, ese ser que no teme a nada y que desconfía de la noche y sus peligros y sabe cuidarse de ellos. Aquí, entre vosotros, uno no tiene ni puta idea de nada. Es por eso que os meto en historias y os pregunto. Para nada.


Las lecciones del amor siempre conducen al desconocimiento. Se parece demasiado a la religión. Y la fe es un bicho esquivo. Las lecciones del amor llevan a uno a rechazarlo, a negarse a pagar el precio por sentirse enamorado.

lunes, 27 de junio de 2016

Decepción.


Es tal vez la decepción una mezcla de tristeza y rabia. Motor de preguntas imposibles, la decepción nos paraliza como un golpe en la cabeza y desde atrás. Ocurre luego que ya no tiene cura. Habrá quien diga que nos hace más fuertes, o que cercena no pocos flecos de una ingenuidad que hasta entonces no nos molestaba -o no demasiado-, sino que creíamos necesaria. La decepción afecta a las creencias, a lo profundo del ser, cuando son profundas la creencias, cuando uno se sabe ser sobre lo que tiene y se conduce tratando de ser honesto no sólo con uno mismo, también con cuanto le rodea. Tras su llegada, un beso helado como el impacto con un iceberg, la mentira se hace fuerte y lo que uno abrazaba y que llamaba esperanza vuelve al rincón donde se esconden todas esas fantasiosas ideas que acostumbramos a llamar utopías. La decepción es quizá la madre de todas las derrotas, porque no te mata; en el mejor de los casos te deja la piel mate y te permite caminar y la mirada se vuelve un tanto gris y se lanza uno a la calle y los rayos de sol son como insultos y la vida de los demás, que ni siquiera son compañía, se observa y se siente como una amenaza y como una pregunta relacionada con el tiempo y su acabose.

Hay quien combate la decepción con unas gotas de ginebra o de bourbon, otros recurren a la brujería de los ansiolíticos. Otros reniegan de su propia naturaleza, culpable de todos los males padecidos y por sufrir. Habrá también quienes busquen desesperadamente el calor de otras pieles sin brillo en un pacto patético y finalmente dañino. Y es que la decepción conduce inevitablemente a la soledad. No existe sin embargo quien pueda combatirla con eficacia, resulta ridículo lanzar puñetazos a la carcoma decepcionante.

Combatí personalmente los resultados del referéndum en Gran Bretaña con el mismo cinismo que aborrezco en los otros que no son yo: "al fin y al cabo la diferencia había sido tan corta". Cinismo en estado puro. Seguir los acontecimientos era como mirar a través de la lente de un microscopio. Al otro lado y en grande se dibujaba una geometría similar a la del virus del ébola o la de cualquier otro virus cabrón que conduzca a la muerte. Pero no era un virus, somos nosotros. ¿Con qué argamasa construir o proyectar nada? Y hablan en tertulias de economía, de comercio, de plazos, de medidas. ¿Qué solución se busca a lo que no tiene remedio? La mezquindad humana vive en nuestras células, flotando en el citoplasama, junto a la mitocondría, los lisosomas, el aparato de Golgi. Lo que pudo haber sido fue decepción. Profunda, triste y rabiosa decepción.

Las decepciones nos hacen criaturas viles. Es tal el dolor que conllevan, aquello del tigre con la espina clavada entre las almohadillas de la zarpa. A ver quién coño se la quita sin ser despedazado en el intento.

Para una parte considerable de la ciudadanía española los resultados de estas últimas elecciones han sido decepcionantes. Nos hemos levantado de la cama que nos recibió con un mal sueño y amanecemos zombificados. Se leyeron insultos, improperios, se gritaba en el desierto, lloraba uno caracteres en Twitter o Facebook, dije: "al PP sólo le falta follarse a todas y cada una de nuestras madres (por el culo) para empezar a pagar responsabilidades políticas". Para nada. ¿Habrase visto burrada mayor y menos necesaria? Era la decepción y su paso por las arterias empozoñando las cavidades del corazón. Llegaba, la decepción, por saber que se nos puede hacer cualquier cosa, que se nos puede agredir, sin que nadie pague por ello y sin que esos nadie pierdan la posición de privilegio desde la que es fácil y les es necesario, agredir, hacernos cualquier cosa. Contra esto ya no cupo cinismo posible. ¿A quién vamos a culpar? ¿A nosotros mismos? ¿Qué somos nosotros? ¿Acaso tuvimos la más mínima posibilidad de llegar al momento en que aceptar la culpa nos hubiese aliviado?

Son preguntas. Las que nos deja la decepción.

Es también la decepción resultado de la deslealtad, del derrumbe. Decepcionan los gestos y las palabras de un presente olvidadizo en la inmediatez del vagón cuyo interior carece aparentemente de asideros. La decepción ocupa en su estudio un lugar misterioso dentro de las ecuaciones en las que encontramos variables de tiempo y espacio. Y -ya en el vagón y el vagón en movimiento- tal vez te lanzas impulsado por el espejismo hacia el final y cierras los dedos en torno a lo que creíste -el vagón se precipita por el túnel oscuro y sin frenos- una forma de mantenerte en pie durante el viaje el tiempo suficiente (suficiente para qué); hasta que al llegar la ilusión se desvanece, decepcionante, cerrando la mano en una especie de éter, una mano ahora dolorida y asediada por la urticaria de saber lo que nunca se quiso averiguar. Y si verdaderamente es la decepción esa mezcla entre la tristeza y la rabia, tratar de alejar esta última para conservar irremediablemente la primera, al final, resulta mucho más elegante, es infinitamente más elegante, quedarse respirando nada más que la tristeza.


Será que la rabia se acerca demasiado a toda forma de mal. Y la tristeza, bueno, la tristeza apenas provoca daños colaterales, no deja cadáveres por el camino. El cadáver eres tú, y tú te mueves.  

domingo, 12 de junio de 2016

Anoche.


Ya circula por ahí; es expuesta a sus primeras lecturas críticas. Después de tres años no sé qué decirle, hemos pasado lo nuestro. Se lo tienen que decir otros, sin menoscabo del amor que siento por ella y cada una de sus páginas. De vez en cuando vuelvo a soñar con ellos y su mundo, el mundo -que creo desconocido, es el motivo- a través de mis ojos.

Vivir caminando sobre el alambre tiene sus ventajas. La confusión es un estado de permanente interrogación. Y siempre dije que este era un oficio de la duda. También cuando miro los poemas -que no leo, ni siquiera toco-, ahí, encuadernados, lastimados por la vergüenza de quien creyó en su necesidad, siento la obligación de odiar la mano que los compuso por lo incómodo del ejercicio autocompasivo. Fue quizá por ello que decidí esquivarlos.

Los comentarios llegan y lejos de la afectación que esperaba me mantengo fuera de todo. Al margen. Las palabras y voces en el texto me son ajenas. Puedo dar por acabado esto, me digo, ya lo has perdido todo, sentencio, otra vez. Qué más da. Podemos volver a empezar. E punto F, haga de nuevo su apuesta. Hay quien no puede vivir si no es fugándose de los sinsabores de la realidad, de la impureza en nosotros, del asfalto y el hormigón.


Ya dije que cuando José Alberto López te llama has de decir sí, sea por la responsabilidad de asistir a la obligación que impone el arte de quien maneja un verdadero talento, algo que por mucho que insistamos, no, no es abundante. Así que creo oportuno exponer y alardear de amistad artística y virtual: CROMOmagazine 12, GRIS. Acompañando a la fotografía de Aleix Plademunt. Qué decir: gracias, siempre a ti.



Despuntaba el alba, tan lejos.

Bebía, sentado -disfrutando de la penumbra, del plomo en las entrañas-, cuando llegó, un don nadie como cualquiera.

Yo la miraba.

Las aspas del ventilador removiendo humo, el vapor de las copas sobre la música de otro tiempo; la batahola tras la barra clandestina, la borracha y danzarina y exótica Suzanne atenuada en el centro del cosmos.

-Sé de lo que hablas -dijo-; también estuve enamorado.

La mesa baja, cómplices desconocidos, uno frente al otro -yo también...-, y en medio el cenicero que apenas se usaba para erigir una pirámide de ceniza. En la calle y solo aullaba el perro de las noches en los barrios sin luz; de aire desoxigenado por el vómito de las chimeneas de la fábrica.

Si nos despedíamos no era porque fuera hora de cerrar. Amanecía. Ella seguiría allí. Y él ya se alejaba, taciturno.

-Cuánto lo siento -mentí.

Asintió.

sábado, 21 de mayo de 2016

Tiempo detenido


La imagen es la de un muchacho de catorce años que besa a una muchacha y que, de forma sutil, como si no lo hiciera, coloca las manos a ambos extremos de sus caderas mientras ella, con las suyas, atrapa su rostro.

Al vértigo y al silencio primeros se impone la fascinación, luego la admiración, y finalmente, la envidia.

Piensa uno en ese beso como en el mejor de todos los besos. La contención, el tiempo detenido, la ausencia de un mundo contrario al beso. La imagen es un espejo de los años abandonados. La felicidad en ella es toda, allí, concentrada. Cómo no sentir envidia. Y cómo negar la fascinación. Melancolía.

Para ellos, jóvenes amantes, una expresión como tierra quemada es como cualquiera de las sinrazones de la razón que se malvive a partir de cierta edad. Habrá quien diga que no, que la magia... y yo respondería con esta imagen. Quién podría atreverse a negarla. Al fondo se recortan las montañas, tan verdes y puras, con un cielo límpido y puro. Se besan sobre un piso de macadán grafiteado desordenadamente y en negro. No me puedo detener en las palabras. Es el mundo de la imagen. Y la pareja adolescente, la fotografía ligeramente descentrada, ocupa el centro del universo. La naturaleza los contempla, no me cabe la menor duda. Y habrá quien diga de la magia que... resulta que sí. No podemos preguntarles a ellos. Conocer la respuesta, como yo mismo creo conocerla, ahora, en este momento, para quien la conoce porque es un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, para quien se sabe inmerso trágicamente en la mentira y conoce la respuesta a una sencilla pregunta sobre la magia porque la recuerda, la tierra quemada es más herida abierta que cicatriz, más martes que viernes, más Lorazepam que Durex.

El muchacho le saca una cabeza, así que ella ha de alzar la suya para buscar y encontrar sus labios. Es una conmovedora determinación. Observo el gesto y traduzco soy mujer. Pero también veo las manos del muchacho. No quiero mancharte, dañarte, ni siquiera alterar ligeramente tu delicadeza, intervenir en el valor de tu cuerpo entregado y tu esencia pegada a la mía, y traduzco, soy hombre.

A él le cuelga una pequeña mochila de la espalda cuyas asas son cordones de nailon. No le pesa. Todavía la mochila está casi vacía. En ella ya van sinsabores y felicidades. Sería injusto decir que de baja intensidad. Calzan zapatillas de deporte y visten pantalones cortos. Me digo, son para correr. Abriga el torso de la muchacha una sudadera. Él muestra sus brazos musculados y definidos en una camiseta deportiva sin mangas. Dioses, cómo se besan.

Apuesto a que él abandonaría el mundo por ella. Apuesto a que ella, por él, abandonaría el mundo. Es tan pueril, tan ingenuo, tan cursi. El juego es el juego. Lo harían. Y joder, no sería yo quien pusiera la ciencia en contra, quien dijera palabras como artificio o adolescencia o química. Apuesto a que él dice te quiero y a que ella lo dice también. También apuesto a que lo dicen de verdad. Apuesto a que es verdad y a que él abandonaría el mundo por su cuerpo menudo y por su voz de niña mujer y a que ella lo haría por sentir eternamente el cuidado de las grandes manos de él en su cadera.

También deja la imagen un sabor amargo a quien la observa desde la perspectiva lamentablemente privilegiada en la que el mundo no aprueba la magia, en un mundo en el que ni mucho menos el amor con sus cuatro letras es suficiente, ni siquiera necesario. La imagen habla directamente del paso del tiempo y de los anhelos presentes y de las presentes necesidades. Cuando el cinismo de la sociedad en la que nos movemos ahoga, asfixia, vuelve tristes los ojos y apenas dan ganas de afeitarse, ver la imagen de los dos que se besan y aman es una forma más de inmolación. Resulta peor cuando uno tiene la belleza por creencia.

Los veo ahí y me resisto a pensar que el momento no es más que el fruto de una casualidad. El azar, sin otra fuerza que se pueda considerar, los ha puesto ahí, les ha concedido su espacio y su tiempo, en un lugar cualquiera del planeta, de uno más en uno de los muchos sistemas solares de una galaxia entre millones de un universo que sabemos infinito. Me niego a creer que la dicha en el beso, en ese beso y no otro, responde a un sencillo uno más uno que siempre da dos. Más que nada porque sumo y vuelvo a sumar y siempre me da uno. Una extrapolación a lo cósmico asusta como lo hace lo desconocido, lo oscuro. Después ocurrirá que no habrá nada. Es sencillo. E igual de maravilloso, con todo su dolor.

La melancolía debilita los huesos y los miro una y otra vez como se haría con una obra de arte. La tierra quemada es zona volcánica, no deja de humear y amenazar.

Cómo los envidio, a ellos, ahí, tan ajenos a los vapores insalubres, a lo infraestructural, a las unidades de medida, a los relojes; cómo me fascina la naturaleza de los movimientos que no se pueden más que imaginar, del antes y el después, y sobre todo el contacto y su humedad y la piel estremecida y el calor.

Cuando nació tenía los pies grandes y los ojos siempre muy abiertos para atrapar el mundo. Su padre lo miraba sin saber que su carne crecería hasta ser un hombre. Su madre, probablemente, no lo quería saber. Se enfrentaban a la misión imposible de incorporar a la vida un pedacito más de vida.

Miro la imagen asombrado, primero dominado por el vértigo, por el silencio contemplativo, por la fascinación y la envidia y la melancolía después. La muchacha alza la cabeza y acaricia su rostro en el beso. Él, que siempre tenía los ojos tan abiertos, ahora los cierra.

Bien hecho.


lunes, 4 de abril de 2016

Entre el anonimato y la gloria.


Surge algo, una extraña química se activa, la piel se recoge; cuando ocurre que el deporte se fusiona con el arte, cuando el movimiento se vuelve poesía, pintura y escultura, esa musicalidad de las formas; cuando vemos al artista, al deportista, poseído por la armonía entre el cuerpo su tiempo y su espacio; cuando Javier Fernández se desliza sin esfuerzo aparente y entregado a la causa mayor y necesaria; ya digo, surge, para conocedores e ignorantes de su ejercicio o de su obra, genuina, la admiración, inevitable; algo más, la fascinación más pura; no por el hombre, el individuo -que nunca es nada, solo y sin intención, un accidente quizá-, sino por la magia desplegada, por el regalo de esa magia y por el creador voluptuoso que lo hizo posible.


Era el fin de semana del clásico.

Pero los clásicos, en fútbol, se dan, al menos, un par de veces al año. Y de ellos poco se puede esperar. Además, pasa que a la poesía la matan los euros y los dólares, que el arte se mancha, que el deporte se corrompe, el momento cumbre de la pasión reventado por la intrusión de la goma de lo estrictamente pecuniario, muerto el hechizo. El fútbol deshace su promesa según pasan los años. Uno se conforma con recordar vía Youtube las últimas baladas de Zizú o Ronaldinho, que es como contemplar lobos en jaulas. Y así, viajar hacia el pasado, a otros nombres, relacionados con la infancia, con el aprendizaje del deporte en la ingenuidad de la tijereta y el gol de plancha y la palomita de Paco Buyo.

Javier Fernández -no me canso de ver los ocho minutos veinte de Boston- se desliza como impulsado por miles de millones de partículas subatómicas, su cuerpo parece sumergido en esa ficción del éter, y no sigue la música de Sinatra, es la música la que se adapta a su contorno, a la expresión de su cuerpo, siempre en movimiento, siempre cadente, las cuchillas afeitando con elegancia la gélida superficie, trazando el dibujo perfecto de quien patina como sueña, del que baila en medio del cosmos, alborotando la existencia de quienes lo siguen en vivo, que tal vez no pueden creer lo que presencian, un público estremecido que jalea como hinchada y que celebra cada verso, cada pincelada o cada nota, sobre el hielo.

Independientemente de la gesta, del triunfo, hay algo más. 

Porque para según qué cosas la victoria no es más que una meta, y, ¿quién quiere llegar a donde no puede existir más que el vacío del fin? No.

Javier Fernández parece conocer el secreto. Es verdad que después se emociona y se envuelve en la bandera de todas las disputas y que celebra. Pero no. El secreto que conoce Javier se vislumbra en torno al minuto tres veinte. Dura a lo sumo un segundo, un primer plano fugaz, como una caricia perentoria e inesperada, una acción que nos descubre el verdadero interior del ingeniero del sueño, lo que está ocurriendo realmente, no lo que vemos, que es maravilloso, sino lo que ocurre, de forma imperceptible, y que es quizá la madre de toda la belleza recreada durante milenios: sonríe. Y lo hace en el mismo mundo de los atentados terroristas, del hambre y de las guerras. Javier Fernández descubre su sonrisa -disfruta envidiablemente-, no sabemos si por descuido o por el sencillo placer de dejarse, como lo estaba haciendo, llevar por aquello que ante la ignorancia o la incapacidad para explicar acordamos en llamar musas o inspiración; una parte más del regalo -la parte, el sentido, una verdad-, es esa sonrisa.


Enfrento esa sonrisa a la ya más que retuiteada fotografía del vestuario de un Real Madrid victorioso. No hay color. El arte, en el deporte, es otra cosa, y ya pasado el clásico (léaselo muy entrecomillado el epíteto, pobre y deslucido), la maravilla, insisto, el prestigio, el arte, lo encontramos en un muchacho que ahora danza entre el anonimato y la gloria.

lunes, 28 de marzo de 2016

La procesión de la muerte.


Pasión, muerte y resurrección de Cristo. Es difícil evitar ese segundo en el que se pasea y se descubre, como salida de la nada, la procesión con su banda y su penitencia y el paso y la imagen poderosísima de vuestro señor de todos o de su madre bajo palio y meciéndose solemne por las calles estrechas del siglo XXI; evitar la turbación. Cuando eso ocurre y es, la imagen, la de ese Cristo, su presencia dolorosa, me pregunto ¿Quién eres? ¿Por qué eres? Y procuro marcharme, para no ver todo lo demás.

La procesión de la muerte. José Gutiérrez Solana. 1930. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Y todo lo demás es quizá el Gólgota en Idomeni. Es un nombre nuevo para mí. Me gusta su sonido. Sin embargo nada dice la sonoridad del nombre del mal que se encierra entre alambradas y sobre el lodo, del hambre y del frío y del desamparo. Idomeni ha de significar algo así como sería mejor que se murieran, no vaya a ser que con ellos espere, paciente, la bestia. Todo lo demás es, tal vez, Bruselas; el eco del estallido, la quemazón como rastro de la onda expansiva, los miles de clavos y tornillos y restos de fierros lacerantes de la metralla; ay, Dios, y la sangre, que no sale ni con jugo de margaritas ni con el tungsteno del núcleo de un cinco cincuenta y seis, la sangre que riega desde el inicio los campos de esta Europa y que pensamos tierra de todos y libre y valiosa y lo que es más importante, justa, sobre todas las cosas, así que la sangre, que perdura, para vergüenza de los hombres, el fin de todas las guerras. Pongamos que todo lo demás es la necesidad y la tristeza de quienes no verán el final de la crisis y lo saben, en los barrios más humildes de la ciudad. Todo lo demás que no sea el rostro de ese Cristo que veo pasar tan fugaz como un neutrino, incomprensible en todo su ser; la paradoja de adorar dioses e hijos de dioses en el siglo más descreído y estúpidamente racional e ignorantemente ateo.

En Idomeni sólo se dan la pasión y la muerte; la resurrección es imposible, en esta vida. Uno ha de esperar a la otra, allá donde deben de encontrarse los que se inmolan en nombre del Dios verdadero. De aquellas fue un judío torturado y asesinado por miedo. No debió de entenderlo del todo, y probablemente, al llegar a donde quiera que llegase, al cielo quizá, antes de sentarse a su derecha, preguntó al Padre ¿por qué? Y el Padre no dijo nada, nunca lo hizo. Debe de ser algo parecido a lo que responden muchos padres en Idomeni si la desesperanza aún no les arrebató la voz o el valor para mirar a los ojos de los hijos, lo que decimos o lo que balbuceamos muchos padres al ver la mirada interrogante de nuestros hijos tras la barbarie televisada de un atentado. Ellos dicen Yihad, hijo, y nosotros les decimos, a ellos, a los del chaleco de la muerte y el kalashnikov, que sí, que Yihad, y así firmamos el contrato del miedo que legitima su causa y que nos victimiza y nos expide la licencia, ya saben, Stairway to heaven.

Y el miedo despierta el odio. Lo hacemos tan rápido que espanta. Apagaremos el fuego con fuego, lo intentaremos al menos. Apelaremos a la valentía, al heroísmo, a nuestro bien sobre el mal de ellos, y entonces respiraremos más tranquilos, creyendo que ya todo acabó como creímos otras veces; y le daremos gracias a Dios, que nos ha rescatado una vez más de las garras de Dios, y cuando lo veamos, majestuosamente -tristemente- clavado en su cruz por las calles estrechas del siglo XXI suspiraremos por su sufrimiento, rodeados de semejantes que tal vez lloran por el sacrificado tallado en nobles maderas, obviando, ignorando, que la talla lleva la barbilla clavada en el pecho por la sangría y la fatiga. Pero será nuestro miedo y la firma del contrato -el mismo miedo y contrato que clavaron al hombre en la cruz-, que olvidaremos el nombre de Idomeni y las almas encarnadas en su vientre putrefacto y hasta que la sangre fue derramada en Bruselas e incluso la resurrección en un posible más allá, lo olvidaremos todo, como olvidamos el sentido último de la fe, los pasos de quien caminó sobre las aguas.


Me dijo -la tele apagada, el corazón pequeño pero incansable latiendo en la cuna; leíamos, cada uno lo suyo, y era avanzada la noche-: tengo la sensación de que algo horrible va a ocurrir. Y ahora sé que no importa ni mucho ni poco lo que pude decir yo, lo que creía y de lo que un rato después ya no estaba tan seguro. No lo pensé en ese momento y lo averiguo ahora, tan gris como la última pompa de humo del vapor que Lord Jim abandonaba con la misma vergüenza y la misma culpa que ahora me visten; y sin embargo, la miré, en silencio -nos llegaba como lo hacía desde el primer día ese latido incansable del pequeño corazón sobre la cuna-, apenas unos segundos, contemplando la belleza de su expresión de ojos asustados, la boca entreabierta por la inercia de la voz en la última palabra puesta en la misma punta de sus labios, y decía que la miraba, y el eco de sus palabras permanecían en el salón con su carga de gravedad; no hablamos más y acordamos que sí, que por supuesto ocurriría algo horrible, siempre es así; ya no se puede esperar otra cosa que pasión y muerte, la resurrección sólo está reservada para unos pocos.