jueves, 30 de junio de 2016

Cadáver. Segunda entrada de un diario contra lo íntimo.


Escribir esta segunda entrada del diario contra lo íntimo se me hace más que difícil imposible. Porque uno quisiera escribir sobre lo que no se puede escribir.

El dolor.

Veo a través de estas cristaleras lo siniestro de un cielo ambiguo sobre las marismas. Con conucos apagados, son apenas negras perturbaciones en el aire, recortándose en el cielo; pienso en lo demoledor del impacto y en la fragilidad del individuo.

Nada que ver por supuesto con descubrir a mi hermano Valero Cortadura presentando su primera novela. Sé que ha creado algo grande. También él lo sabía, allí sentado, respaldado por las palabras que antes depositara sobre el vacío de la nada. Aquellas palabras, bueno, no justamente esas, si no las que salían en forma de voz, me reconfortaron. Verán, ayer fue un mal día.

Sobrepasa a cuanto aspira detallar este diario absurdo hacer pública la desdicha.

Antes que esto fuera la victoria de la carne era la muerte del suspiro. Imagino que ahora debería ser otra cosa.

Los coches que circulan por la autovía van todos y a toda prisa hacia una muerte segura. Observo desde la muerte misma, desde los despojos que juntos y alguna vez formaban un hombre. No sé si existe un tango titulado Perder. Eso del tango me trae de la memoria aquella película de Darín, El mismo amor la misma lluvia. No recuerdo si el título es exactamente ese o parecido, la pereza me impide buscar en Google. Pero Perder, qué gran título para un tango. Hay que se saber perder, dicen, y un carajo, digo yo.

Se me ocurre que perder y errar son dos verbos estrechamente relacionados. Los conozco bien.

Volvía en autobús y tarde y en mi regazo reposaba cerrado La escapada de William Faulkner. Lo que dejaba atrás era el universo. Nadie entendió que aquello había sido mi universo. Este autobús hacia ninguna parte llevaba un cadáver hacia la nada que es el lugar que habitan los cadáveres. Presiento que ese autobús me llevará más y más lejos cada vez, hasta no ser ni siquiera cadáver, hasta no tener nombre, hasta no ser recuerdo.

Le he dicho, a alguien: "cariño, cada día me quiero menos y peor. Espero que no te escandalice que te diga que algún día acabaré suicidándome, como Hemingway, pero de una forma más elegante". No me ha tomado en serio, y hace bien. Pero es tan cierto como que hoy soy un cadáver. No sé si Schopenhauer ha tenido que ver algo en esto, o Chateaubriand, o cualquiera que en algún momento me hizo ver aquello de la desaparición voluntaria, en el fondo, una especie de arte.

Que la vida iba en serio... al contrario de Jaime Gil de Biedma lo aprendí demasiado pronto. El dolor con sangre entra.

Hablaba Marina Rosado, sí, creo que era Rosado, y si no da igual, sobre la vergüenza de la mujer de ser mujer, de cómo la sangre periódica era motivo de vergüenza porque era una herida, de que ser mujer era motivo de vergüenza. Me pareció tan terrible como cierto. Yo envidio a la mujer, pese a todo, pese a este lastre mío de la masculinidad y su violencia implícita, lo que me dibuja como un macarra por decir que hay quien se merece que le rompan la cara. Quienes alegan su civismo, quienes se escudan tras él por saberse miserable, merecen que se les rompa la cara y se les diga, con la tranquilidad propia de quien sabe que su civismo no es más que la superficialidad de un corazón impuro y deteriorado por vivir una sociedad de mentiras. De hecho estoy determinado a romperle la cara a alguien en particular en cuanto me lo cruce por mi camino. Y no crean, no será nada grave, no será escandaloso, tendrá consecuencias -esas consecuencias, hoy, siendo un cadáver, las ruinas de un organismo, no me producen la más mínima inquietud-, pero será justo. Entonces sí seré un macarra, entonces sí seré un animal, el mismo animal que ama por instinto y con todas sus fuerzas, el mismo animal que para alimentarse prefiere la carne poco hecha, el animal, en definitiva, que sabe que en el fondo todos somos animales encerrados en jaulas de asfalto, hormigón y lo hipócritamente correcto. La civilización es una distopía creada con muy mal gusto. La civilización oculta el respeto hacia los demás con una serie de códigos malintencionados.

Sigamos con este diario contra lo íntimo cargado de ficciones. Una vez me encerré en una habitación del hotel Ramada de Dubai -habitación que era más grande que mi piso- con un buen amigo y media docena de mujeres -cuyos vestidos y ropa interior no se pagaba ni con todo el dinero en mi cuenta y en la de mi amigo- dispuestas a hacernos felices durante tres días y dos noches. Sé que esto me hará terriblemente impopular y que recibiré el odio de muchas y la envida de otros. Si sirve de algo hoy no lo haría, y si no sirve, me la suda bien por lo bajo. Durante ese tiempo me gasté como unas trescientas mil pesetas y sólo me comí una hamburguesa. Ah, sí, pagué cincuenta mil pesetas en una botella de Chivas que resultó ser una verdadera bendición. Podría alegar una especie de locura transitoria generada quizás por no pocos actos bastante más deleznables y que en cualquier otro contexto serían motivo cuando menos de cárcel. Supongo que cuento todo esto por el dolor.

El dolor, el verdadero dolor, es una muesca imborrable en la espina dorsal. Es permanente. Asocio el dolor a una forma de amar, la mía.

Se me viene a la cabeza Valero y su libro.

Recuerdo leer Cien años de soledad de García Márquez borracho y con una joven rusa masajeándome la espalda. Me enamoré de ella, me olvidé de que era una puta más que probablemente en contra de su voluntad que disimulaba su más que probable amargura brindándome una dedicación aparentemente tan pura que no me quedó otra que creérmelo. Así que me enamoré de ella y lloré cuando después de los efectos del Chivas y de todo lo demás supe que ya no volvería a verla y que su destino estaba condenado. También eso me produce dolor. Parecerá mentira, pero aquella experiencia marcó en mí un antes y un después. A mi colega le ocurrió igual, ella era china. Yo también disfruté de sus cuidados. Pero se dio que yo me enamoré de la rusa y él de la china. Si él lloró nunca lo sabré. Hoy sigo asociando Cien años de soledad y a García Márquez con aquella joven rusa, con la locura de la que yo procedía hasta caer en sus brazos.

Ya no estoy tan seguro de acabar en el campo este fin de semana. De hecho ni siguiera estoy seguro de que exista un fin de semana, de hecho no estoy seguro de saber qué es un fin de semana. Estoy seguro de amar a una mujer más que a nada en este mundo. Estoy seguro de amarla por encima de mí mismo. Estoy seguro de que es la mujer más mujer y más extraordinaria de cuantas he conocido, y para bien o para mal, y sin querer resultar excesivo, he conocido a muchas y amado a muchas. De lo que no puedo estar seguro es en lo del campo. Lo necesito, eso sí. Lo necesito porque recuerdo que hace unos meses me emborraché y fumé opio hasta vomitar allá en una isla perdida del mundo y me desnudé para escalar por unas rocas de origen volcánico que pedían a gritos un acto puro de humanidad. Yo estaba loco entonces, no mucho más que ahora, cargado de Valium 10 mg hasta las orejas. Estaba felizmente loco a partir de lo infeliz que me había producido estar excesivamente cuerdo. No soy un macarra, señor mío. Soy un hombre pleno de humanidad, un hombre bueno me atrevería a decir, un hombre dolorido, traicionado por la vida, un hombre que arrastra con el recuerdo de haber matado porque las circunstancias así lo requerían, un hombre que no se ve, que se esconde tras el hombre que todos creen ver, soy un hombre que sabe del valor de encontrar un tesoro en la jungla, soy, en definitiva, un hombre derrotado cien veces y otras tantas renacido, soy quien ha muerto, otra vez, y soy, esto deberías tenerlo muy en cuenta, a quien debieras temer hoy más que a la muerte.

Y entre que redacto todas estas ficciones -ficciones o no- íntimas postergo la obligación de entregar el original de una novela a una editorial que lo espera. Ya ven. Los muertos no entienden demasiado de prioridades.


Tengan un feliz día. O no, que tampoco me importa demasiado. 

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