Hubo un tiempo en el
que tú y yo no éramos los que somos. Como un hachazo, a simple vista (no lo
dijimos y tal vez tampoco lo pensamos, era más bien como una cláusula del
contrato no escrito, una inesperada sorpresa en forma de extraña victoria; el
tiempo que no nos conocimos sin necesidad de explicación alguna o justificación
que mereciera la pena darse. Bajo un cielo de nubes audaces -una perfecta
escenografía para una comedia dramática- que impregnaba el aire de chubascos
intermitentes, se daba el reencuentro. El presente comprometido con el futuro
se batía en la anaranjada y húmeda zahorra delimitada por las gruesas rayas de
tiza. Lo esperaba, claro que lo esperaba, habíamos quedado. Pero no lo
esperaba, cómo lo iba a esperar: vino con un hijo. Yo que acompañaba a mi hijo
y bueno, él había estado lejos; no lejos en el espacio, sencillamente, lejos, como
lo había estado yo, como lejos se encuentra aquel otro yo que era y que ya no
soy. Pero no, para él tampoco yo debí haber resultado como aquel otro. Venía
con su hijo y me dijo, es él, mi hijo. Entonces la distancia fue aún mucho
mayor y fue entonces que vi que todo había cambiado y que había cambiado para
bien. Para los dos. Ni siquiera se trata de dinero, de la ropa o del aspecto
físico; va mucho más allá: la mirada tal vez. Los ojos que han visto ciertas
miserias y las manos que han causado otras miserias y los planos secuenciales
vividos tienen como consecuencia un curioso cambio de color en el haz
proyectado sin intención desde el rostro. Ambos nos reconocimos nuestros nuevos
yoes (no somos más sanos ni somos más limpios; diferentes, sí, mucho).
"...porque la vida era o blanco o negro, y así nos era más fácil. Después
todo parece llevarte a considerar la escala de grises, y así no funcionas.
Prefería el blanco o negro, se confunde uno cuando las cosas son diferentes...
y sin embargo tuvo que pasar el tiempo y tuvieron que darse las desafortunadas
consecuencias de vivir como quien muerde para descubrir al fin, que de hecho,
la vida no es ni blanco ni negro, ni siquiera se mueve en la escala de grises;
de hecho, la vida es de colores". "La vida es de colores, no se te
daría mal la poesía". Y claro que no se le daría mal. En dos, tres, cuatro
horas, el viejo amigo compuso como medio centenar de poemas inmejorables,
poemas inigualables por los numerosos poetas de recital y antología. Era eso,
un reencuentro: él con su hijo de pelo rizado, algunas canas en la barba y yo,
admirado por la proeza de mi propio hijo; los dos, más mayores pero no más
viejos (seguimos sintiendo el pellizco que nos produce la sensación de que todo
saltará por los aires en cualquier momento). Para engañar la ausencia de
adrenalina tenemos nuestros recursos, decimos como quienes sufren de
abstinencia. "Me iría a la montaña contigo, podría iniciarme". Risas.
Se echaba de menos la complicidad. "Tú y yo nos pusimos la piel de cordero
-sobre la del lobo- y ahora estamos demasiado calentitos como para
quitárnosla". Y más risas, y cuánta razón. El niño de pelo rizado
desconocedor del demonio de su padre arrastra una sabiduría ancestral que sí le
permite reconocer el lado luminoso del ángel. Me pregunto cómo me verán a mí
mis hijos. Me pregunto si se preguntan sobre ciertas cosas y me pregunto cómo
podemos mirarlos, él y yo, ahora, a ellos, después de todo (al calorcito de la
piel de cordero). "...mejor dar cadena larga a los fantasmas; aunque
regresen, a veces, y te hagan polvo; o te hagan una oferta que creas que no
puedes rechazar". Y así hicimos, dimos cadena larga a los fantasmas pese a
que yo insistía en decir que: me siento muy bien, no tengo ya ningún problema
con eso. Tal vez él respondió: puede ser que sí, que estemos bien. Estamos
mejor. De vez en cuando me daba por gritar porque mi hijo se lanzaba tras un
balón que parecía imposible y que él hacía posible. Ahí tienes hijo mío, la
clave de tu éxito futuro, sigue así. Tal y como yo no lo decía lo pensaba mi
amigo. Hicimos bien equivocándonos, empezamos diciendo al poco de
reencontrarnos. Ahora que han pasado las horas, que presente y pasado se
reconcilian, he de darte la razón; también hicimos bien en aceptarlo, en volver
a vernos y en abrazarnos.
domingo, 15 de febrero de 2015
lunes, 26 de enero de 2015
La fe: mueve las montañas
Es cierto. No me cuesta
excesivo trabajo admitirlo: la fe mueve montañas. Tener fe en algo
-incluso cuando el término fe se emplea fuera del contexto puramente
religioso- es una expresión contra la que poco pueden hacer los
diccionarios. En las jerarquías religiosas existe el empeño de
hacernos entender desde hace milenios, como si la religión fuese
capaz de tenerlo lo suficientemente claro. Desde luego la fe, como
arma con la que luchar contra el sentimiento trágico de la
existencia, es una sana actitud. Más que eso. Respirar para el
organismo, así es la fe para la mente humana. Se podría decir que
la fe lleva una carga importante del elemento optimismo. Me parece
bien. Por otro lado, la fe obliga. La fe requiere voluntad y es
voluntad, tanto como es optimismo. Sin darnos cuenta hacemos un
enorme esfuerzo al decir “tengo fe en esto, tengo fe en lo otro”.
En el caso de las religiones son sus propias jerarquías las
encargadas de la enseñanza y del mantenimiento de ese esfuerzo. La
voluntad, que podríamos decir que es el deseo que motiva un empeño,
es la parte de la fe que, en un fin determinado, genera
consecuencias. Las consecuencias de los hechos motivados por la fe
son siempre relevantes. Es entonces que decimos que la fe mueve
montañas. Para bien o para mal.
Vivimos la convulsión de
un panorama político en el culmen de una demostración empecinada de
su total ineficacia, su invalidez y algo más: su perniciosa
injusticia. Ellos, los políticos, los de siempre, pueden decir y
prometer lo que quieran. Es realmente sencillo. Poco importan los
nombres e ideologías de los partidos, sus nombres propios -el de los
políticos-, el modo en que usan las palabras; nada, no importan,
todo eso, ahora, son como las etéreas partículas que flotan en el
aire sin peso reseñable y que se orientan sumisas e inevitablemente
empujadas por el viento que sopla con más fuerza. Decía que todo
esto es realmente sencillo (y de pronto recuerdo aquello de que todo
cambia para que nada cambie, y chasqueo la lengua y pienso en Grecia,
en estas horas de celebración, y en los días por venir de Grecia y,
ay España). Todo esto es sencillo, porque a poco que le dé a uno
por agitar las neuronas lo suficiente no le va a ser difícil caer en
la cuenta de que lo único capaz de solucionar los graves problemas
que tenemos para gobernarnos es un cambio en las reglas del juego. El
juego, tan trampeado, tan dañino, ahora. Si el experimento un millón
de veces realizado, tan de igual forma ejecutado, y con los mismos
ingredientes, no funciona, lo lógico, lo racional -que es lo que
suele ir bien a estos asuntos-, es hacer otro experimento diferente.
Ahora: ¿puede Syriza cambiar las reglas del juego en Grecia abriendo
una grieta en la Europa del cetro eterno y la eterna cadena? Lo
prometen al menos, ya es algo. Surge la fe -alimentada en los últimos
tiempos y aceptada de grado por los muchos que la anhelaban-; por lo
pronto su elemento optimista; nos mantenemos -todos quietos y atentos
a la voz de “ahora”- a la espera del requerimiento de voluntad,
el deseo y su empeño. La voluntad exigirá grandes sacrificios. La
voluntad alimentará la fe y ésta recompensará a la voluntad
(chasqueo la lengua de nuevo después de un suspiro del teclado, es
desconfianza o incredulidad, y me digo: ojalá todo cambie, que esto
no siga tal y como está).
Algo así debió pensar
alguno -o todos- de esos terroristas que nos rompieron el alma a
golpe de gatillo en París. Hicieron la voluntad de su señor:
defendieron la memoria del profeta. Tenían fe en Alá, mataron y
murieron por él, por su fe. ¿Es cierto esto? ¿Lo es realmente? Nos
han dicho que sí, hemos visto que sí, la historia reciente nos
muestra que sí, que estas cosas pasan por esa razón. ¿Y por qué
algo dentro de mí -profundo, incomprensible- no deja de decirme que
no, o que la explicación por la fe me parece superficial cuando no
interesada, necesaria incluso? Que ciudadanos franceses -nacidos en
Francia- asesinen a otros ciudadanos franceses por motivos que
mezclan una caricatura con una religión en particular se me antoja
la consecuencia inevitable de un problema profundo -y bien arraigado-
social; más que el fin de la parte de voluntad que alberga la fe.
Cuando toqué este asunto por primera vez en este blog recuerdo que
en el mismo texto se mencionaba al ISIS y a otros ejércitos
fanáticos de ideologías similares. Bien es cierto que el ISIS y los
asesinos de París comparten religión. Pero la distancia -en todos
los sentidos- entre ambos sugiere la coexistencia de dos problemas
bien diferenciados, y no dos partes de un mismo problema. Y sin
embargo sí fue la fe de estos franceses lo que los llevó a matar.
Los llevó a matar, es importante. La fe como un vehículo. Decíamos
al principio que la fe es una sana actitud para la mente, cuando no
algo indispensable para la cordura o una buena salud psicológica. La
fe como un vehículo, como una forma de instrumentalizar seres
humanos. La necesidad alimentada por la fe. Pero no es la fe quien va
a matar, parece más asesina la necesidad de ella, y esto es algo en
lo que no se ha reparado un sólo segundo en todos estos días en los
que al pensamiento radical se ha respondido en su justa -e igual de
estúpida- proporción. Ahora es un imposible, pero la verdadera
respuesta a qué pasó en París murió en el mismo momento en que
los asesinos perecieron recibiendo su propia medicina. Los policías
que los abatieron -de forma totalmente legal- lo hicieron por una
orden, por supuesto, pero también lo hicieron movidos por su fe en
un sistema de leyes en particular. Al final de todo aquello no quedó
más que muerte sobre muerte.
Alguien me dijo en cierta
ocasión -era la primera vez que escuchaba algo así- que las guerras
jamás se hacían por cuestión de religiones. Ella era una mujer
croata ya mayor que había sido víctima y testigo de la guerra en
Bosnia i Herzegovina. Procedía de una familia campesina y trabajaba
como intérprete para las fuerzas desplegadas bajo mandato de la
OTAN. Había aprendido español viendo telenovelas en su juventud.
Desde entonces me interesé por saber si lo que ella me había dicho
era verdad. Sus palabras de ser humano tristemente privilegiado me
han hecho pensar mucho en todo este tiempo. Las palabras de estos
seres humanos, de los muchos que me he ido encontrando emergiendo
como fantasmas de distintas tragedias, adquieren para mí un valor
especial. La filosofía por la que rijo mis pasos y pensamientos debe
mucho a estas personas. Habían superado traumas importantes, nunca
dejan de tenerlo presente. La fe en la vida los hace grandes. Y la fe
mueve montañas. Lo hace en Grecia como lo hizo en París. La fe
mueve montañas. Para bien y para mal.
lunes, 19 de enero de 2015
Meridiano McCarthy
Han
pasado ya unos meses desde que escribí el siguiente texto. Hace algún tiempo
decidí de una forma totalmente inconsciente recopilar toda la información que
sobre el autor Cormac McCarthy se cruzara en mi camino. Me es del todo
imposible recordar cuándo, esa decisión, pasó a otro nivel. Del mismo modo que
acepté la misión autoimpuesta me dio también por escribir al respecto de lo que
me iba encontrando. Leía a McCarthy y subrayaba y tomaba notas. Su escurridiza
persona, sus novelas, me habían atrapado en una espiral sin fin. Soy incapaz de
abandonar tal forma de presidio. Por el contrario, cada vez la espiral se abre
más y más, haciendo el recorrido más largo y profundo. No sé qué ocurrirá con
ese buen montón de notas, pensamientos e interpretaciones. En el fondo, me hace
feliz este absurdo empeño sin metas. Durante un tiempo sostuve la idea de que
algún día pondría orden y lo recogería todo en un libro. Después de sopesar mis
limitaciones la idea quedó tal y como estaba, seguiría haciendo exactamente lo
mismo, que es nada, según se mire.
Un
buen día tropecé con Daniel Fopiani y con la hermosa locura de su revista
Relatos sin contrato -que publica con cierta periodicidad junto con un buen
puñado de amigos-. No crean, estudié antes el fenómeno. Me pareció una forma
sana de literaturizar la vida. Así que le pedí por favor que me dejase
participar de alguna manera. Dijo que sí, que le mandase un relato o algo que
le pudiera servir, siempre que se ajustase a la extensión. Me constaba en ese
momento de que no tenía ningún relato digno de tal iniciativa. Un articulito,
sí, le dije, te enviaré un articulito sobre algo en lo que llevo trabajando un
buen tiempo. Aceptó, me ajusté a las normas de extensión, y redacté.
Unos
cinco meses después, he decidido que también me gustaría tenerlo por aquí:
La
generación que Gertrude Stein erró al llamar de "perdida"
se incrustó imbatible en las letras que se recogieron después en la tierra de las libertades. Antes que
ellos William Faulkner ya experimentaba con las tripas del verbo narrativo. Volvemos
al presente, y en el Instituto Santa Fe de California suenan a pesimismo, a
verdad, los golpes de tecla, obsoleta Olivetti Lettera 32 de gastado color
azul. En una de las cumbres de la ciencia y la tecnología Cormac McCarthy crea hoy,
a sus 81 años, literatura inmortal.
Si
Dos Passos o Steinbeck -testigos inquietos de uno de esos
giros estúpidos por los que le da a la humanidad a cada poco- testificaron por
escrito, McCarthy recoge los restos en el presente como heredero; y cuando
Albert Erskine, editor ni más ni menos que de Faulkner, de la potentísima y
cefalópoda Random House, recibe el manuscrito de El guardián del vergel (1.965), se convierte en el descubridor de
una de las plumas más inquietantes del panorama literario yanqui de nuestros días.
Cuesta imaginar la relación que ambos, autor -distante y amable, se dice de él-
y editor, mantuvieron durante aquellas primeras cinco novelas que bien pudieron
ser escritas en Knoxville, Ibiza o Nueva Orleans. Lo que sí sabemos es que de
ninguna de ellas se vendieron más de 3.000 ejemplares en tapa dura. La
literatura, como ente vivo que es, hace su propia selección natural. 236.000
dólares (beca MacArthur) bastaron para dejar un pasado de sospechoso vagabundeo
y que McCarthy pudiera regalarnos Meridiano
de sangre (1.985), ahí es nada, buque insignia de los seguidores del autor.
La
fortuna se muestra de su lado en el camino. Lector tardío y
escritor casi por casualidad -su vida transita el tercio de bajada-, la
popularidad viene de la mano de La carretera
(2.006; premio Pulitzer de ficción en 2.007) -tras cuestionamiento razonable y
cinematográfico de No es país para viejos
(2.005) por parte de los hermanos Coen- que bien pronto es adaptada al cine y
los miles de ejemplares de sus obras empiezan a venderse como rosquillas. Nada
cambia en el viejo McCarthy, sabe que su oficio es escribir.
Se
inicia entonces idílico romance con el cine. Productores,
directores y actores quedan prendados por su obra feroz. Todos los caballos bellos (1.992), ganadora del National Book
Award, primera entrega de la que se dio en llamar la Trilogía de la frontera (En
la frontera, 1.994; Ciudades de la
llanura, 1.998) es dulcificada -y después merecidamente criticada- en la
gran pantalla por Billy Bob Thornton. A destacar el trabajo del joven James
Franco en el estudio cinematográfico de la obra de McCarthy, con inminentes
novedades tras adaptar Hijo de Dios
(1.973).
No
sale gratis leer a Cormac McCarthy. En sus historias la
violencia y el caos son especias aseguradas. El mensaje: sólo existe una
historia, la de la lucha por la vida o la extinción. Si usted prefiere ignorar
que su fin no es otro que el de dar de comer a los gusanos, no lea a McCarthy. Siempre
tendrá a Proust.
domingo, 18 de enero de 2015
El calabi yau de Nolan: Interstellar.
La vida en la Tierra
apenas se sostiene. Llegó lo que tarde o temprano tenía que llegar. El clima es
extraño, la sequía es un estado natural, los vientos arrastran inmensas nubes
de polvo que ocultan el sol y que se asientan sobre los campos de cultivo como
una plaga de langostas, arrancando de ellos la promesa del alimento. Y nada
apunta a que las cosas puedan cambian a mejor. Se ha iniciado un proceso de
extinción irreversible. Muchos -se intuye- han quedado por el camino. La esposa
de Cooper, Matthew McConaughey (Dallas buyers club, 2013; True detective, 2014),
ha quedado por el camino. Por eso Cooper ha de cuidar y llevar -vivos, con
esperanza y con la capacidad de combatir las adversas condiciones del planeta-
a la madurez a sus dos hijos. Juntos tratan de salir adelante en un mundo que
se pone a la contra de la supervivencia. Pero practican una lucha eficiente,
mientras las cosas no empeoren demasiado.
El hijo de Cooper
quiere ser granjero, como su padre. La hija manifiesta una clara atracción por
la ciencia, también como su padre. Y es que en el pasado reciente, cuando la
vida humana aún se entendía como permanente en el planeta, Cooper ejercía como
ingeniero y piloto de pruebas para la NASA. Así que la ciencia importa en la
granja de los Cooper. La ciencia es la herramienta indispensable para
sobrevivir en un mundo en el quizá se cometieron demasiados errores. Las
condiciones que impone un medio ambiente cada vez más enrarecido sólo pueden
ser contrarrestadas por el conocimiento de lo natural y las posibles
aplicaciones de la tecnología al alcance de la mano. Así combaten los Cooper el
desafío diario, motivados por ello persiguen un dron en vuelo -en la que quizá
sea la mejor escena de todo el film- atravesando los altos maizales, deseosos
de hacer suyas las placas solares que les proporcionaría la energía con la que
alimentar su maquinaria agrícola.
Las apocalípticas
dificultades afectan en los ámbitos de lo social, pero se nos muestra de una
forma anecdótica, huele a relleno y tal vez a oportunidad narrativa mal
aprovechada. Lo mismo nos resulta innecesario para una película que se alarga
hasta alcanzar un fin del todo anaeróbico. A Cristopher Nolan esta vez le ha
cogido el toro, la película no es más que un montaje sin ritmo. Cuando vemos a
Cooper retomando su antiguo traje de astronauta es como despertar de pronto en
otra sala del cine. Más que un hilo el argumento es igual de fino y suave que
una vieja cuerda de pita. A partir de entonces nada del aspecto psicológico de
los personajes es creíble. El conflicto familiar -una promesa fallida más en un
montaje en el que prima la opinión de la taquilla-, uno de los hilos
argumentales de la historia, es una permanente caída, en la que Jessica
Chastain (La noche más oscura, 2013) hace lo que puede en la interpretación del
personaje adulto de la hija de Cooper.
Y aquí empieza la
misión (no la verdadera misión, que es aguantar todo este coñazo de 169
minutos). La misión es -insisto en que no-, ni más ni menos, que encontrar otro
planeta habitable. Hasta aquí es justo contar.
Recordamos anteriores
cintas del género, Contact (1997),
muy especialmente, basada en una novela -su única novela- del científico
divulgador Carl Sagan (Cosmos) y que sí fue una buena muestra de cine de
ciencia ficción. Se aprecia un fondo de documentación científica, un fondo
volcado en el guion con escasa inteligencia cinematográfica, pese a todos los
medios empleados. Las referencias a las teorías de la relatividad o a la
mecánica cuántica -entendida desde el punto de vista de la teoría de las
supercuerdas casi siempre, como si fuera la única-, pasando por lo que Hawking
nos ha contado de los agujeros negros y su posible extensión en forma de
túneles agusanados, se vuelven tediosas pedanterías -una muy difícil de entender
pedagogía a la que se ha de preguntar ¿por qué?- que se suman a los
innecesarios elementos que alargan el metraje. Michael Kaine interpreta a un
viejo profesor de los tiempos en que Cooper no tenía que preocuparse de
alimentar y educar a sus hijos. Michael Kaine viste el mismo traje que usaba
cuando era mayordomo de Batman, y su papel de secundario con relevancia no
cuela, ni siquiera cuando ejerce de padre de la científica y astronauta Amelia
-compañera de Cooper en la singladura espacial-, la cada vez más brillante Anne
Hathaway (One Day, 2011; Los Miserables, 2012).
Así van pues nuestros
salvadores al espacio, abordo de un guion sin pies ni cabeza, con demasiados
conejos extraídos de efectistas chisteras. Es entonces cuando se pretende
llegar a lo trascendente, a plantear debates que tratan de dar un matiz
bienintencionado a lo que no llega siquiera a ser una mediocre peli de consumo.
La ambición de
Cristopher Nolan le ha llevado a firmar un disparate espacial. O mejor dicho,
la arrogancia de Nolan le ha llevado al fracaso ineludible por el afán de hacer
caja y a la vez querer profundizar en la sima de los grandes interrogantes.
Debió quedarse con la idea. Madurar. O al menos no debió engañar a nadie con la
mejor película de ciencia ficción de todos los tiempos. Hathaway -ayudado por
un Matt Damon lamentablemente olvidado en un lejano planeta- trata de echarle
algo más que un cable a McConaughey, pero nada, es imposible, no hay guion para
el rescatado. Ni siquiera los impecables efectos especiales -triste que toda
poesía visual o no visual proceda de ellos- pueden hacer nada por el largo
producto que resta de todo el proyecto. Y la aventura se alarga y se alarga a
la vez que la cinta agoniza y agoniza, y Nolan se enreda del mismo modo en que
lo hacen las figuras de calabi yau, que es lo que al final nos queda, además de
una gran decepción -e ira, en mi caso-. Cerote para los hermanos Nolan, que una
vez hicieron de una saga de superhéroes un apasionante relato en tres entregas de
cine cuidado y diversión.
lunes, 12 de enero de 2015
El héroe humano de Eastwood (American Sniper)
Existen tres tipos de
personas: las ovejas, los lobos y los perros pastores. Las ovejas son criaturas
débiles, siempre vulnerables al ataque de los lobos, que son fieros y actúan
con maldad. Equilibran la balanza los perros pastores, lo suficientemente
fuertes para protegerse a sí mismos y salvaguardar la paz de las dóciles
ovejas. Lo dice un cabeza de familia norteamericano del estado de Texas.
Sentados a la mesa escuchan el discurso paterno sus dos hijos, el menor lleva
en el rostro las marcas de una pelea reciente, el mayor es Chris Kyle. Ambos
niños crecen en el sueño de convertirse en vaqueros y triunfar en los rodeos,
el menor siempre a la sombra del mayor. Pero la realidad se impone, y los
sueños, bueno, los sueños no suelen tardar en convertirse en anhelos
frustrados. La historia nos invita a seguir a Chris Kyle, ahora un fornido
Bradley Cooper (El equipo A, 2010; El lado bueno de las cosas, 2012). Ya es un
hombre y es un perro pastor, por genética y por convicción. Cuanto tiene que
proteger es insuficiente. Ha cambiado sus viejos sueños por otros.
Pero la historia no
comienza en Texas. Las calles de cualquier ciudad iraquí son peligrosas
ratoneras para los marines que han de patrullarlas. Equipos de tiradores
selectos de los Navy SEAL (acrónimo de SEa, Air and Land, una unidad de
operaciones especiales de la armada norteamericana) se reparten por las
irregulares azoteas protegiendo con sus fusiles de largo alcance a los hombres
que se mueven con cautela entre los edificios. Chris ha de tomar una decisión:
un niño recibe de manos de su madre una granada para lanzar a las fuerzas
invasoras. Lo tiene en su punto de mira, no es un disparo difícil. Cuando se
dispone a apretar el disparador la historia da una salto atrás en el tiempo y
nos lleva al joven texano atendiendo a las lecciones de su padre mientras
apunta a una presa que se mueve a una considerable distancia. El disparo es
certero, el niño tiene un don y su padre lo sabe, el don de la precisión en el
disparo.
Ya sabemos -aunque no
lo podamos explicar- que era una cuestión de tiempo que Chris acabase en las
fuerzas armadas del que considera el mejor país del mundo. Lo vemos superar las
duras pruebas a que son sometidos los SEAL con la convicción de que algún día
será un verdadero perro pastor, algo para lo que lleva preparándose toda la
vida. Y surge el amor. Chris se enamora en la barra de un bar, ya es un soldado.
Ella es Taya (Sienna Miller, Just like a woman, 2012) y aparenta no querer ni
oír hablar de los SEAL o de los militares en general. No tardamos en verlos
juntos sin embargo, él es guapo y simpático y tiene algo que lo hace diferente
a los demás. Puede ser. También entran en los sueños de Chris Kyle el formar
una respetable familia americana. Chris y Taya se casan y el mismo día de la
boda Chris recibe la llamada que todo militar espera: será desplegado en Irak.
A partir de aquí
retomamos al francotirador Chris Kyle en la azotea con un niño en el punto de
mira de su fusil. La introducción ha acabado. Acompañamos al protagonista de
una historia real a lo largo de sus misiones en el Irak ocupado y lo acompañamos
en cada regreso a casa. Chris y Taya tienen hijos. Ella ha de vivir en soledad
y sufrir en soledad las continuas ausencias de su marido, él vive entregado a
un ideal que poco a poco va devorando sus entrañas. Alternamos las escenas de
acción de Chris entregado al combate con su vida familiar. Ya en tierras
lejanas, ya en casa, Chris nunca está. Y Taya lo sabe. Y pasan los años. Y la
historia matrimonial de Chris y Taya puede no acabar bien.
A la vez que Chris Kyle
se convierte en una leyenda para los suyos, el ángel de la guarda que los
protege desde las alturas, la insurgencia iraquí también apuesta por la
presencia de un tirador invisible que se mueva por las azoteas como un fantasma
felino. Uno y otro tirador se enfrentarán -siempre a distancia- en varias
ocasiones. El tirador insurgente de origen sirio crea su propia leyenda al otro
lado del muro de los destacamentos norteamericanos. Siembra el terror entre los
soldados de a pie. Para Chris es una obsesión, un lobo que viaja con él en cada
regreso a casa.
Clint Eastwood nos
muestra la post guerra de Irak con una veracidad sin precedentes en la gran
pantalla; la historia está reforzada por una completísima documentación, no me
cabe la menor duda (detalles como la evolución de la insurgencia iraquí con el
paso de los años o la exactitud en los movimientos tácticos de los soldados
americanos son buena muestra de ello). Ninguna otra película ha contado este
punto negro de nuestra historia reciente con la fidelidad con que lo ha hecho
el veterano director de Gran Torino.
Para ello ha tomado de nuevo una historia real, la vida de Chris Kyle. Eastwood
vuelve a demostrar que maneja como nadie el material sensible de los personajes
humanos en las más diversas circunstancias. Sabe que la guerra siempre es un
drama, durante años ha estudiado la violencia a través del cine. Pero el drama
tiene esa antipática tendencia al exceso. En American Sniper respiramos la agradable contención que nos permite
gozar de la emoción continua. Podemos estar de acuerdo o no con lo que ocurrió
en Irak, pero nada de eso importa. No se trata de otra bélica americanada, por
mucho que el título nos pueda llevar a engaños. El Irak de la ocupación es en
todo momento un escenario en el que colocar a un héroe tan humano y tan
imperfecto como lo son los héroes reales. No creo que a Bradley Cooper le
queden los suficientes años de carrera como para que pueda agradecer del todo
la oportunidad de Eastwood y las enseñanzas del maestro, probablemente sea la
mejor interpretación de su carrera. Cooper nos muestra a cada momento lo que no
se ve a simple vista, la verdadera misión del actor. Las escenas se suceden
rítmicas y los personajes principales, Chris y Taya, luchan -siempre al borde
de la derrota- su batalla paralela a los combates en las polvorientas calles de
Irak. Nos enamoramos de ella y de su agónico sufrimiento y nos compadecemos de
él, hijo inevitable de la sociedad que lo vio crecer y que lo hizo tal y como
se nos muestra. Chris Kyle es un verdadero creyente, ha ido a luchar por lo que
realmente cree que es justo, ejerce de perro pastor y lo hace como nadie,
Bradley Cooper nos lo hace creíble. La película es una muestra más de la gran
tragedia humana, no es difícil ver en ella mucho del todo a través de la parte.
Ya no podemos considerar buenos ni malos a ninguno de los bandos en una guerra.
Unos están de un lado y los otros del otro, todos, herramientas -que nunca
dejan de ser seres humanos- de algo que está muy por encima y que es casi
imposible comprender. Y aunque todo se nos cuenta desde una perspectiva muy
concreta Eastwood no se deja llevar por el patriotismo entendido a la americana
(por mucho que le pueda pesar a cierto sector de la crítica): la guerra deja
heridas imborrables en los hombres, ya sean éstas físicas o psicológicas, y
podemos ver estas heridas a lo largo de toda la película -no dudo ni siquiera
un poco en la intencionalidad de Eastwood tras ello- poniendo el acento en un
final tan trágico como imprevisible. Los personajes están colocados en el
contexto y los vemos moverse y hacerlo tal y como pudo ser o fue. No se trata
de comprender un conflicto -que quizá no tenga comprensión posible- sino de
ahondar en el ser humano actual que se ve en él. Pese a ser la leyenda para los
soldados norteamericanos, la fragilidad de Kyle reside en el mismo lugar en el
que se encuentran sus habilidades como guerrero, esto es, ni más ni menos, su
humanidad.
A mi modesto entender
Clint Eastwood sigue sin fallar, una película más. American Sniper es un regalo de principio a fin, un regalo con el
añadido de sorpresa. Sin duda, va a ocupar un lugar elevado en su brillante
y extensa filmografía.
miércoles, 7 de enero de 2015
Dios en la bocacha de un Kalashnikov
Parece ser que se
acabaron las señales de alerta. Hitler ya ha invadido Polonia. Esto es, Estado
Islámico se regenera como el rabo de una lagartija; en el norte de África nace
y se fortifica -una alimaña rabiosa se alimenta de su propia carroña-, un "Califato"
para la recuperación de Al-Ándalus. Repartidos por occidente deambulan portando
su mensaje de muerte -que no de espiritualidad- los hijos del único Dios
verdadero. Ellos son nosotros, al fin y al cabo. Y se acabaron las señales de
alerta. A la guerra contra el terror responde la guerra del terror: una forma
de guerra asimétrica cuya mayor cualidad es la aparente inexistencia. ¿Quiénes
son estos fantasmas que surgen de pronto, con el selector en la posición de
ráfaga y que, tras una breve oración, aprietan el disparador sin apuntar y
abriendo el arco de trayectorias con una intención tan criminal? En realidad no
lo sabemos. Nuestra peor desventaja es el desconocimiento, nuestro peor error
siempre fue el desconocimiento, así como ignorar que algo estaba ocurriendo en
algún lugar en algún momento de nuestro pasado reciente. Lo hacíamos cuando los
hermanos Musulmanes mataron por primera vez en Egipto, cuando Rusia trataba de
exprimir Afganistán, lo hicimos después de la más reciente invasión de Irak.
Hoy ya no tenemos tiempo de ignorar porque se asesina en París y se asesina en
Londres. Desgraciadamente, no tardaremos en verlo por Al-Ándalus. En nombre de
Dios. ¿De verdad es en nombre de Dios? me pregunto con sincera ignorancia. Ya
da igual.
Ya da igual.
Se podría definir a
Michel Houellebeq como un provocador. Bueno, sus obras provocan, sin más (¿por
qué?). Tras cada una de sus obras surge la polémica, defensores y detractores.
Acusado de islamófobo -en estos tiempos tan confusos- se pronunció en Las partículas elementales al respecto de
nuestro futuro como especie con un claro mensaje transhumanista; abrió a través
de la ficción uno de los infinitos caminos especulativos que nos podemos
proponer. En Plataforma metió el dedo
en el ojo de la hipocresía humana en la cuestión sobre la realidad del turismo
sexual en el mundo. Aquí Houellebeq nos despista, nos lleva de la manita por un
sendero en el que nada es lo que parece. Hacia el final de la novela por fin
vemos cuál es la verdadera tragedia: en qué no nos fijamos cuando depositamos
nuestro estúpido concepto de la moralidad en los asuntos que requieren de
nuestro estúpido -y superficial, y material- concepto de la moralidad. A partir
de aquí la izquierda progre y guay lo señaló de islamófobo. En el momento de su
publicación Plataforma nos hablaba de
lo que realmente estaba ocurriendo -tiene esa fea costumbre que ya se estila
más bien poco en la novela- y nos decía "cuidado, ahora están allí, pero,
no tardarán en estar aquí y, cuando lo hagan, ya no habrá vuelta atrás, no habrá
tiempo para hacer otra cosa que no sea entregarnos a su mismo caos, nos veremos
en la obligación de sacar a nuestro Dios -con lo que ello implica- contra su
Alá". Houellebeq lo decía. Recientemente se ha podido seguir por los
diferentes medios la polémica que su nueva obra ha suscitado. Poco o nada se
sabía pues la obra aún no había hecho su aparición en las librerías. El francés
parece recrear en su nueva ficción el ascenso del poder islámico en el gobierno
de una Francia futura. La amenaza de la feroz derecha de Le Pen empuja a la
izquierda a buscar apoyo en los emergentes partidos de corte teocrático
musulmán. Una vez más nos muestra una posible realidad. Una realidad que hace
años nos podía parecer remota, una realidad cada vez más factible.
Recuerdo que me asombró
la aparición de Estado Islámico. Un día no tenía ni puñetera idea y al otro los
Estados Unidos mandaban sus aviones para luchar contra una fuerza que merecía
ser contrarrestada de tal manera. Y si bien es cierto que no se matan moscas a
cañonazos, lo que pensé en ese momento, tras dibujar una sencilla ecuación, es
que Estado Islámico no podía tratarse de un grupo de moscas. Por el contrario,
y con el paso de los meses, este nuevo ejército de ideas radicales, ha
demostrado que sus dientes son largos, fuertes y afilados. Con ellos están
mordiendo al propio occidente, otrora poseedor de la única verdad, y que ahora
hace aguas porque probablemente, la muerte de su Dios (último capítulo de la
muerte de Dios: el capitalismo brutal que nos absorbe nos ha hecho dudar, por
fin lo ha hecho; vemos a los que nos gobiernan como las inútiles marionetas que
son y que han sido siempre), los ha debilitado. También puede ser que todo lo
dicho en este párrafo no sea más que una de esas mentiras convenientes. Pero la
realidad de una religión llevada al extremo está ahí, ante nuestras narices, y
no sabemos cómo ha llegado. Insisto en que Houellebeq ya nos contó que estaban
pasando cosas mucho más allá del orbe judeocristiano y que nosotros mirábamos
hacia otro lado -el escaparate de El Corte Inglés, por ejemplo-.
Tras la anestesia
navideña vuelvo a recuperar la sensación de que el mundo se está rompiendo en
pedazos. El ciudadano de a pie circula mientras la política da por perdido todo
control sobre el poder y los viejos fantasmas reaparecen en un oriente olvidado,
en un sur maltratado. Mi inteligencia no me da para comprender la trastienda de
este gran mercado de los horrores. Las armas no se trasladan solas. Los
ejércitos se crean con dinero y no con dioses. Drones contra moros con RPG en
los desiertos, where is God? Vete tú
a saber. Hitler ya ha invadido Polonia y tiembla el Arco del Triunfo, Anibal
Barca se pasea alrededor de Roma a lomos de un elefante sanguinario ¿ahora qué?
¿con qué respondemos? ¿de verdad hemos llegado a este punto? ¿qué hemos hecho
mal, de nuevo? No, Dios no murió, por desgracia. Ni para ellos ni para
nosotros. Dios debe ser nuestra peor parte, Dios es el Demonio que somos,
porque Dios es el ente furibundo y vengativo del Pentateuco y es la palabra
ambigua de las Suras coránicas y es ese señor que mira hacia abajo, su cuerpo
desnudo, abierto de brazos y clavado a una cruz de madera por muñecas y
tobillos sangrantes. Y lo sacamos, a Dios -sobre todo-, cuando nos da por matar
(así es la historia y así se la hemos contado). Ahora sí, ahora son ellos -que
también son nosotros- pero antes fuimos nosotros; y antes ellos; pero mucho
antes, nosotros; y así, seríamos incapaces de alcanzar un olvidado comienzo de
los hechos.
¿Qué va a pasar? Pasará
-está pasando- que los ejércitos radicales se nutrirán de las segundas y
terceras generaciones de musulmanes nacidos en Al-Ándalus. Pasará -está
pasando- que la guerra se libre en cualquier calle de nuestro barrio. Los que
manejan el odio en el bando opuesto también tienen sus ejércitos. Todavía se
puede considerar políticamente incorrecta toda intervención, pero tiempo al
tiempo -y no mucho tiempo-. Una pregunta queda en el aire (sí, una pregunta,
mientras lamento las nuevas muertes en París y las muertes anónimas en algún
punto -desértico quizá- del mundo), en toda esta historia, ¿quiénes son los
malos, quiénes los buenos? (Porque aquí, muy señores míos, matamos todos: unos
con Kalashnikov, otros con bombas de racimo). Y tal vez la respuesta no sea
otra que: NOSOTROS, y nadie más.
Una última cosa. Lo
mejor que se puede hacer en estos casos es tratar de controlar la ira. Cabezas
habrá que traten de conducirnos e introducirnos cada vez más en la espiral de
muerte (lo están haciendo, lo están haciendo ahora en todos los medios de comunicación).
Un paso atrás no es cobardía cuando el valor es dar la muerte sin querer la
propia. Que unos y otros no nos lleven. Puede hacerse. Esto no va de religión o
de inmigrantes, esto no va de buenos o malos. No sé de qué va, pero tampoco va
de la verdad. Esto va, tal vez, de una nueva tragedia mundial. Qué pena.
sábado, 3 de enero de 2015
El bosque.
Lejos de ser el entorno
apacible de los cuentos de hadas
el bosque es un espacio
lúgubre infestado de ojos que no miran
y de manos que no tocan
y de bocas que no besan.
Allí los árboles crecen
retorcidos,
sus troncos mantienen
una actitud acechante.
Es también el bosque un
laberinto de senderos,
la mayoría conducen al
absurdo, todos a la muerte.
Voces lastimeras
atraviesan la espesura
enramada como lo hacen
los rayos del sol.
Los rayos del sol en el
bosque son esa luz mínima,
esa propina o un falso
y último acto de piedad,
que nos hace creer en
algo, esperar algo, correr por algo.
Lejos de ser la paz el
bosque es la guerra pura y sin palabras
Decir bosque es como
llegar a una pregunta,
como responderla, como
querer responderla.
Hay luciérnagas en el
bosque que vuelan esquivas
y siempre lejanas;
criaturas cuyos cuerpos
apenas están y que se
manifiestan de súbito,
como lo hace el deseo,
y son el deseo.
Se las ve volar, en el
bosque oscuro, su química
reluctancia, en el
bosque tenebroso y hostil.
Son en el bosque
inasibles y eléctricas
como un sueño, como
luciérnagas en un sueño.
Es el bosque un remoto
pasado nunca descrito
y una cárcel de vida,
como lo es la conciencia.
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