Lejos de ser el entorno
apacible de los cuentos de hadas
el bosque es un espacio
lúgubre infestado de ojos que no miran
y de manos que no tocan
y de bocas que no besan.
Allí los árboles crecen
retorcidos,
sus troncos mantienen
una actitud acechante.
Es también el bosque un
laberinto de senderos,
la mayoría conducen al
absurdo, todos a la muerte.
Voces lastimeras
atraviesan la espesura
enramada como lo hacen
los rayos del sol.
Los rayos del sol en el
bosque son esa luz mínima,
esa propina o un falso
y último acto de piedad,
que nos hace creer en
algo, esperar algo, correr por algo.
Lejos de ser la paz el
bosque es la guerra pura y sin palabras
Decir bosque es como
llegar a una pregunta,
como responderla, como
querer responderla.
Hay luciérnagas en el
bosque que vuelan esquivas
y siempre lejanas;
criaturas cuyos cuerpos
apenas están y que se
manifiestan de súbito,
como lo hace el deseo,
y son el deseo.
Se las ve volar, en el
bosque oscuro, su química
reluctancia, en el
bosque tenebroso y hostil.
Son en el bosque
inasibles y eléctricas
como un sueño, como
luciérnagas en un sueño.
Es el bosque un remoto
pasado nunca descrito
y una cárcel de vida,
como lo es la conciencia.
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