En la calma de la
noche. Todos duermen;
ah, es un cementerio
para la gente viva.
En el centro hay un
parque cuyos árboles
no dejan de manchar el
cemento y los días;
quedan, las hojas,
pegadas, al suelo caliente de un verano con prisas.
Algunos coches
pasan,
no los veo, por alguna
parte:
hay
quien tiene un destino en esta madrugada, mezclados
van y vienen, víctimas
y asesinos, como amantes furtivos, que nunca llegarán a
conocerse.
Y más allá las calles van
a dar a otras calles y así, éstas,
a otras; luego hay
avenidas sembradas de semáforos que alternan
sus verdes y rojos,
para casi nadie, como pensando en un mañana,
que no tendría porque
llegar. Adentrarse por puertas y ventanas,
contemplarlos,
a todos y cada uno de
los niños, tan plácidamente dormidos,
tan esforzadamente
guiados hacia algún imposible.
El viento de levante
arranca polvaredas de temor, absorben la luz de las farolas.
Es raro y sospechoso
encontrar a un caminante que se dirige hacia nosotros. Alguien al
que ya no volveremos a
ver,
nunca más. La madrugada
lleva
su muerte en el nombre.
No quedan bares con
risas de esas
que se regalan,
por no llorar o por
brindar al cristal de los espejos,
una bonita imagen,
que no podamos recordar
cuando el sol crepite lejos y feroz.
Ya no quedan perros
callejeros
a los que ahuyentar
alzando el brazo
cuando amenaza la
soledad.
Sí.
Es este aire cargado de
vapor azul atravesando la camisa
una inevitable
invitación a agachar la cabeza. No quedan lejos
las olas que se arriman
a orillas solitarias,
sin que nadie las mire,
o contempladas por
alguien que fuma
asomado a un balcón con
macetas con geranios.
Escuchando el susurro
cadente del más allá como el aplauso teatralizado, a la vida o a la
muerte, según la mañana
por venir.
A ras de suelo, oh sí,
a ras, de suelo,
los coches aparcados
esperan. Alguien
que llora como
respuesta a la incomprensión, alguien que ama,
en otro lado, a pesar
del amor, ajeno a la mala palabra futura o a la sombra de la voz
desconocida que
pronunciará su nombre y su apellido seguidos del anuncio inesperado.
¿Qué harás entonces?
¿Qué ingeniosa
reacción
provocará
el asombro al
borde de tus labios?
Me pregunto, el cielo
de la noche nos permite recordar el universo,
si no será mejor poner
la espalda para
cada una de
las
tres
heridas.
Los aspersores
despiertan de su letargo,
los faros de un
automóvil son a lo lejos
los ojos de un animal
herido en el bosque,
los primeros cantos de
los primeros pájaros
alcanzan su minuto
diario de gloria antes del desastre.
Las calles ya huelen a
seísmo, a onda expansiva, a la rabia necesaria para no claudicar.
Roscos de humo como ideas
condenadas al fracaso me...
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