La pesadilla es la
siguiente. Estoy en un parque zoológico. No sé cómo he llegado. Creo recordar
que el parque es una composición de todos los parques en los que he estado
alguna vez. Paseo mientras hablo con otras personas que me acompañan, que han
venido conmigo. Nos detenemos ante las diferentes paradas en las que se nos
invita a contemplar una nueva especie. Después eso no parece ser cierto.
Tampoco las personas que caminan a mi lado tienen rostro. El día es soleado, un
bonito día para pasear por un zoo cualquiera de una ciudad cualquiera. Eso sí,
es por la tarde. La luz mantiene esa inclinación inconfundible. Hay puestos de
bocadillos, de refrescos, de helados. En algún momento alguien se queja del
precio de las distintas ofertas. Cuando todo esto ocurre en mi cabeza yo ya me
siento intranquilo. No es la primera vez que estoy allí. Vuelvo cada cierto
tiempo a esa película. Como ya sé lo que va a pasar la angustia me devora el
pecho en todo momento. Pero mi yo en el sueño no lo muestra a sus acompañantes.
Es quizá parte del mismo juego, es, tal vez, un añadido a la locura
transitoria. Entonces la luz del sol ya no se refleja brillante en los objetos.
Es la justa luz necesaria para que se pueda ver y las sombras se derraman como
cansadas por la tirantez de la gravedad de todo un día de disimulo. Ahora estoy
solo. Se escuchan algunos gritos. Los paseantes se reparten por un espacio
vacío que ahora es mayor. Los gritos alertan de la fuga de los leones. Sé lo
que ocurrirá, así que ya pienso en correr. Sé dónde me voy a ocultar porque ya
ha pasado en muchas otras ocasiones. Pero saber es como si una mano enorme
apretase con fuerza las vísceras dentro de mi caja torácica. Corro y siento que
las dos fieras, los dos liberados machos de león, me buscan. Veo de forma
esporádica, en mi huida, a otras personas que se ocultan y que miran con ojos
inundados de terror a un lado y a otro. Es como si en el fondo ellos también
supieran que no irán a por ellos. Toman sus precauciones y sienten alivio al
verme correr lejos de cualquier escondite. Tengo la respiración jadeante y
rugiente de los leones inyectada en mis oídos. Al llegar a un claro salpicado
de jardines, en los que se alzan aisladas y altas palmeras inmóviles ante la
ausencia de viento, puedo ver a uno de ellos correr como en un juego tras dos
personas que gritan. No hay intención de alcanzarlos. Me buscan a mí. La
primera vez no lo sabía pero ahora sí lo sé. Ellos me están buscando. El parque
es cada vez un lugar más solitario y más oscuro. El lugar que busco no aparece
por ninguna parte. Me ha visto. Pero no es él. Nos miramos. Va a venir tras de
mí pero no es él. Y podría estar tranquilo porque sé cómo va a terminar todo,
terminará como lo hace siempre. Pero, ¿y si esta vez es diferente? En esos
momentos uno puede pararse a pensar en qué significa todo esto. No tiene la
menor importancia. El león me mira, diría que con satisfacción. En realidad
pasa más deprisa: lo veo, me mira y corro. El león inicia su trote casi lateral
con la cabeza muy erguida. A lo lejos, el otro león, el auténtico león, el
terrorífico animal que me busca, galopa. Y si no fuera porque he de correr muy
rápido lloraría. Ya no veo lo que ocurre tras de mí porque no miro. Sé que
ahora ambos galopan. Descarto subir a alguno de los árboles. Manejo en mi sueño
ese conocimiento. Ignoro las piedras que aparecen en mi carrera desesperada
sabedor de que no son armas eficaces. El rugir entrecortado de ambas fieras se
escucha cada vez más cerca.
Pocas cosas deben ser
tan aterradoras como el rugido de un león que va a por ti.
El león es una fiera
especialmente diseñada por la naturaleza para la depredación.
Si el simio que somos
se encuentra en el claro de un valle y en el claro del valle se encuentra
también un león no importa la distancia que los separa. El simio será devorado
y no alcanzará la muerte hasta muy avanzado el festín.
Si el simio que somos
decide correr contribuirá a que los instintos del león se agudicen y se vuelvan
tan incontrolables que harán que el león ya no pueda moverse en ninguna
dirección que no sea la más directa y segura hasta alcanzar para dar muerte a
su presa.
Así que pocas cosas
deben ser tan aterradoras como el rugido de un león que va a por ti; sabes que
será el último sonido que se instalará en tu cabeza antes de no ser más que un
sanguinolento amasijo de carne triturada que aún respira.
Y el rugir entrecortado
de ambas fieras se escucha cada vez más y más cerca y yo busco con
desesperación el lugar que sé y que me podrá salvar de ser devorado. Es
extraño, ahora que lo pienso. De dar vueltas he llegado al punto de partida.
Dos grandes contenedores forman una ele, los dos contenedores son lo extraño.
Ya casi me dan alcance cuando llego a los contendores. Sé que subiré a uno de
ellos y que el final ya está cerca. No es tan sencillo. Cada vez que este sueño
se repite uno de los dos leones, el león, es más grande y es más abultada su
espesa melena y son más amarillos sus feroces incisivos. Ya es de noche y la
fuga de los dos animales no han impedido que el automatismo de las luces cumpla
un día más con la rutina del parque. Subo con mucho esfuerzo al contenedor. Aún
tardan unos minutos en llegar los leones. Los espero arrodillado, la respiración
muy agitada me llena el pecho hasta el dolor. Cuando llegan el león de mirada
satisfecha detiene la carrera y va de un lado a otro en torno a los dos
contenedores, le da por rugir de vez en cuando. El otro, el gigantesco león que
me busca, frena al saltar contra el contenedor golpeando sus paredes metálicas.
Grito de terror y al oírme ruge con fuerza y mi grito parece ridículo y aún
ruge más fuerte y me mira. Las garras de sus patas delanteras arañan el suelo
en el que se clavan mis rodillas. No quiero mirarlo a los ojos, sé que los
suyos apenas parpadean. Sé que tendré que mirarlo a los ojos para que todo
acabe. No quiero mirar, no quiero mirar. Ruge y tiemblo. Es una pesadilla.
Viene demasiadas veces. No es la única, tampoco es la peor. Sus garras cobran
más y más fuerza a medida que dejo pasar el tiempo sin mirar su rostro de león
o su rostro de lo que sea porque sé que cuando lo mire no veré el rostro de un
león. Sus garras penetran la chapa roja del contenedor y el sonido no es de
este mundo. Quiero que todo acabe porque me duele el corazón de puro miedo.
Decido levantar la vista y ahora sí que lo veo. Dura un segundo, no hay otra
cosa igual, no se puede recrear con palabras una imagen tan diabólica. Mi
corazón se detiene. Todo es oscuro. Y despierto, una vez más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario