Ustedes no lo saben. Es
difícil que puedan sentirlo de algún modo, o tal vez sí que lo sienten pero
resulta en exceso inefable. Pasa que me han puesto aquí y ahora desde la nada.
Y joder, más que sentirlo lo percibo con el sentido de la vista, con el olfato,
claramente, algo realmente extraordinario, que se repite con periodicidad
anual. Para dar una muestra de lo que hablo me gustaría trasladarme a hace
justamente unos cien años, movernos y cambiar nuestro escaparate por otro bien
distinto. Me debato entre el me lo creo y el no me lo creo y me cuestiono sobre
la estupidez a la que puedo estar siendo arrastrado por mis propias
circunstancias. Pero sigo. Hace cien años. Ocurrió muy lejos de aquí, creo que
en algún bosque de Bélgica. A un lado los soldados alemanes, al otro los
británicos. Ya llevan un tiempito asesinándose unos a otros con el
consentimiento de la historia. La guerra ha arrastrado a los manolos y a los
pepes de uno y otro país a desear y a pretender la muerte del contrario en una
tierra que no es la suya. Es navidad y hace frío, mucho frío. Han pasado
algunas horas sin que se produzca ningún disparo. Las piezas de artillería
crujen bajo la nieve, los hombres tiritan ensimismados, son incapaces de soltar
el fusil aunque no lo usen. Era mil novecientos catorce, el fantasma de la
muerte sobrevolaba a baja cota la campiña europea. Se alargaban trincheras como
una muestra de la inteligencia humana, después no habría más que echarle la
tierra desplazada para que los cadáveres quedasen bien enterrados y a otra cosa.
A uno, que lo han puesto aquí y ahora, le llega a las narices el melancólico
olor de estas fechas. De verdad creo que nos volvemos mejores en navidad, ya
sea por el hecho de expresar la voluntad de reunirnos con otros, casi seres
queridos en su mayoría. Y nos volvemos mejores no significa que seamos de
súbito buenas personas, es otra cosa. Nos vemos poseídos por la emoción, nos
dejamos llevar por ella y joder, realmente deseamos el bien para los demás. Por
otro lado están los que viven cómodamente apoltronados en su propia amargura.
También para ellos cambia algo en navidad. De igual modo les ocurrió a aquellos
soldados de mil novecientos catorce en las trincheras. Es imposible saber
realmente lo que pasó y cómo pasó. No me cuesta creer que fue verdad. Lejos de
sus familias, lo más alejados que se puede estar de cualquier muestra de
cariño, pudo ser que uno de ellos, respondiendo a la locura o al crujir de
dientes o váyase usted a saber qué, decidió entonar una oración propia de la
fecha o un villancico. Al cabo de un rato, no mucho a lo mejor, otro decidió
acompañarlo. Entonces ocurrió que desde la otra trinchera se pudo escuchar otra
voz en otra lengua entonando en un ritmo parecido una letra parecida y que
expresaba los mismos sentimientos. Digo que horas antes se apuntaban unos a
otros y se disparaban unos a otros y celebraban la muerte del caído. Y ahora
digo que en uno y otro bando el grupo que canta es más numeroso y que afloran
las sonrisas, entre los árboles de troncos robustos taladrados aquí y allá por
el impacto de los proyectiles malgastados, sonrisas como tajos a la muerte.
Todos cantan y uno de entre todos, poco importa si alemán o británico, hace
algo del todo sorprendente. Abandona la trinchera, descresta sobre la línea
imposible del talud y se adentra con paso decidido hacia tierra de nadie. No lo
sabe, no es capaz de darse cuenta de que no lleva el fusil en sus brazos.
Mientras camina no puede dejar de mirar a la trinchera contraria. Tampoco sabe
que desde ella nadie encara el fusil. La nieve cae en copos semiestáticos en la
nochebuena belga de la Gran Guerra Europea. Escribo estas líneas y vuelvo a
oler esa emoción estacional. Deseo con todas mis fuerzas estar contando una
historia verdadera. A la vez que el soldado camina hacia lo que en otro momento
sería una muerte segura lleva una de sus manos a sacar del bolsillo de la
guerrera un puñado de cinco cigarrillos. Ya hay alguien, otro soldado con
uniforme diferente y diferente bandera, que ha salido a su encuentro. Llegan al
centro mismo donde la muerte antes era dueña y señora del tiempo y del espacio.
Se sonríen de forma espontánea. Uno le da al otro el puñado de cinco
cigarrillos, el otro le extiende media chocolatina. Feliz navidad dice en
alemán el primero, feliz navidad, responde en inglés el segundo. Tal vez se
abrazan o no en este momento. En cualquier caso, lo hacen, con los ojos al
menos, sin saber el motivo que los lleva a ello. No miran atrás. Pero si lo
hicieran verían que otros los imitan, que otros también acuden al encuentro del
soldado enemigo, y de qué manera. Era la navidad de mil novecientos catorce y
entre trincheras y las botas crujían sobre la blanca nieve que antes era
manchada de roja sangre y de negra muerte. Me pregunto si tendrá algo que ver
esta historia con eso que percibo en el aire de estas fechas. Fechas en las que
la alegría es más intensa y es más profunda la melancolía. Y será que me han
puesto aquí y ahora como un vulgar peoncillo de este enorme ajedrez que es la
vida que nos ha tocado jugar. Y será que ustedes, la mayoría, no pueden verlo
en su totalidad porque la costumbre atenúa los instintos, aunque algo sienten.
Pero realmente algo ocurre en navidad. Algo que pasa entre NOSOTROS. Váyase
usted a saber qué.
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