sábado, 28 de marzo de 2015

El horror, el horror


Tal vez el único y último sentimiento colectivo que experimentamos o que realmente merece la pena conservar sea el horror. Tal vez ya no se puede considerar otro estado que una más a una sociedad. Y tal vez sea que el horror nos une porque nace de una mirada individualista, del egoísmo podríamos decir, como parte esencial de nuestra supervivencia como especie.




No podría demostrarlo con documentos, pero hoy se cobran más vidas la depresión o la ansiedad que el cáncer o los accidentes de tráfico. Me pregunto si esto último no estará también íntimamente relacionado con lo primero. El caso es que se está más cerca de la muerte en la depresión y en la ansiedad que de la vida. Hasta aquí y ahora nos hemos traído nosotros solitos. Era lo que deseábamos sin saber; o mejor dicho, sin querer saber. Después ya veremos, no nos dijimos, si alguna vez lo pensamos. Convencida la muerte de que nos hemos vuelto animales complejos asistimos a la permanente actualización de sus sistemas en una sofisticación cuyo objetivo no es otro que el de provocar el horror de quien la contempla. De perder esa batalla, la muerte, estaríamos perdidos y sin remedio. Aquellas últimas palabras del señor Kurtz llevan repitiéndose en mi cabeza toda la semana. Desde Boko Haram pasando por Túnez y cayendo en Los Alpes, por colocar algunos ejemplos de cierta repercusión, las palabras del hombre de Conrad hablaban del futuro. Y el futuro es hoy. El futuro somos nosotros.

¿Quiénes somos nosotros?


Miramos a través de las lentes del microscopio. Para empezar la polución ya nos dificulta bastante la faena. No obstante, observemos: Nosotros somos la vida animal más desarrollada tecnológicamente sobre la Tierra. Pero no, no es eso lo que nos define. Nos definimos mucho mejor con la sociedad sin tiempo para criar y educar y preparar a sus descendientes; la sociedad sin tiempo para cuidar de sus mayores; la sociedad sin tiempo para conversar sin límites sobre todo lo conversable; la sociedad en la que las humanidades o la creatividad son un aparte y la ciencia está al servicio de la blitzkrieg auto aniquiladora. Se podría decir que somos la sociedad esclava del producto de su propia invención, el dinero; pero es que ni siquiera es eso, es algo peor, y que no tiene nombre, y que tiene que ver con el tiempo que pasamos entre el útero y la sepultura, pero que tampoco es eso. Después ocurre que un individuo, piloto de la aviación comercial para más señas, decide mandarlo todo al carajo seguido de forma involuntaria por ciento cuarenta y nueve compañeros de tragedia. Y nadie puede responder a qué es lo que ha pasado. Y todos, al unísono, susurramos a las orejas de los que no pueden escuchar y que también somos nosotros "el horror, el horror". El líquido escurridizo de la culpa inunda nuestras calles -no lo vemos, desde luego- sin que nos paremos siquiera un segundo a pensar que en realidad todos volábamos en ese avión, como víctimas; del mismo modo que somos quienes lo arrojamos de forma brutal sobre las afiladas rocas de las montañas que apuntalan el Mont Blanc.




Incurriré en la obviedad de forma intencionada. Si hay algo que pueden compartir el ciudadano urbanita del occidente civilizado y un agricultor del noreste ugandés es la opinión de que el mundo que le ha tocado vivir es una mierda. En el caso del africano su nivel de desarrollo lo exime de gran parte de culpa. Nosotros no tenemos perdón de Dios.

Saben, tengo un huerto, algo muy pequeño, en el que con mi padre removí la tierra y después plantamos tomates, pimientos, berenjenas y patatas. Aspiramos a sembrar sandías y en realidad, todo lo que se nos vaya ocurriendo. Hasta la fecha mis actividades campestres iban por caminos algo alejados de esto de la siembra y la zoleta. Ahora que casi todo el trabajo del huerto está terminado y lo que nos queda, a mi padre y a mí, es esperar y mantener, pero sobre todo, mirar, mirar mucho; ahora que se puede reflexionar sobre lo ya trabajado, uno piensa en el huerto más de lo que se podría considerar normal. También ocurre que soy padre de dos hermosísimos hijos. Fui padre por primera vez demasiado joven para entender en toda su profundidad lo que aquello significaba. Con el anunciamiento de mi segundo hijo di algunos pasos más. Ahora, a mis casi treinta y cuatro años, vuelvo a esperar la llegada de una nueva aportación que contribuya a la esperanza, espero otro hijo. Cuando voy a casa de mis padres no falto a mi momento de contemplación (oración) del huerto. Por otro lado, me encuentro en la fase final de gestación de mi segunda novela. Dadas las circunstancias, el pensamiento -que es real e inevitable- de que el mundo es una mierda se me clava en la carne sangrante, y duele.




La ecuación final es probablemente la más compleja y difícil de entender de la historia de las matemáticas, cuando no de la historia del ser humano. La vida es maravillosa o potencialmente maravillosa desde un punto de vista objetivo (vida: nacer, crecer: avanzar: ser parte de: contribuir a: vida igual a vida sobre la muerte que es vacío total y absoluto de todo igual a nada). Pero el ser humano (un símbolo, la victoria de la carne) ha llevado sus pasos hacia un mundo que le parece una mierda porque realmente es una mierda y siempre, o casi siempre, históricamente, el mundo siempre le ha parecido una mierda, siempre a peor del mundo de un tiempo ya pasado.

La vida puede ser maravillosa, pese a que el mundo es una mierda insoportable. Lo sabemos. Sin embargo contribuimos más a que el mundo sea una mierda que a la felicidad inherente a la vida misma (ver lo vivo y vivir y reproducir la vida es felicidad).


Pero hoy no hay quien pare a pensar en ecuaciones; hoy más que nunca, lo único que tenemos en la cabeza son aquellas últimas palabras de Kurtz: el horror, el horror.

sábado, 14 de marzo de 2015

La tragedia gaditana




Pareciera que la ciudad se ocultase tras esa interminable mascarada; como si tras el antifaz habitasen llorosos y lastimeros ojos de abandonado. Pareciera esto y otras muchas cosas, sentimientos al fin y al cabo, falsa alegría y permanente sonrisa, como risas nerviosas en noches de tanatorio. Asistimos en realidad a un escenario de prolongada y agónica muerte. La ciudad tiene razones más que suficientes para mantener un carnaval de cien días. Para continuar con la fiesta la prolongamos con un puente en el espacio; extendemos la risa de la careta que celebra la vida en la superficialidad de una bahía de lecho fangoso y superficie sensible al viento. Solía justificar el proyecto y la presente existencia del puente. Decía: se trata de la MSC, una gran compañía a nivel mundial (la más grande probablemente, yo he visto barcos enormes en alta mar y a un palmo de cada desierto por cada banda en el Canal de Suez y en muchos puertos bajo las osadas plumas de las grúas portacontenedores, en fin, y puertos llenos de vida alargando la vida portuaria más allá de tierra adentro y pueblos nutriéndose de lo que iba y venía del mar); se trata de recuperar nuestros orígenes. Nuestros orígenes son plenamente oceánicos. El océano es vida más allá de la tierra. Y en nuestros orígenes la vida refluía desde la mar y nosotros -aquellos que éramos- mirábamos sin ver el proceso, era lo natural. Sí, el gaditano viene a ser como una gaviota sin alas: una alegre criatura fascinada y que contempla el mar y baña sus plumas en el juego en orillas de fina arena amarilla. Sí, el gaditano es a la mar como la mar a la ciudad de Cádiz. Nuestros orígenes cobran sentido cuando se piensa en el mar que moja los bloques de hormigón y que a veces es furia pura y que a veces es una caricia y que siempre es una verdad ineludible (o tal vez no, o tal vez no) para una ciudad que ya no ha de temblar bajo el asedio. Para entendernos, nuestros orígenes. La antigua gaviotilla gaditana evolucionó gracias a su forma de entender el mar como único camino hacia el resto del Universo.

La última gran tragedia gaditana es el destrozo del proyecto para una nueva terminal de contenedores. Ya tenemos justificados dos docenas de carnavales más de cien días cada uno de ellos. Ya me dirán de qué manera puedo hablar ahora de lo necesario de ese nuevo puente. Me es muy difícil no mirar hacia el puerto cuando llego a Cádiz. No gasto antifaz, mi tristeza es visible y me pregunto por la ausencia de antifaz en mi rostro. Los norayes sin estachas que los abracen dejan un vacío en mi interior de la misma magnitud del insulto a unos orígenes que por otro lado tratamos de vindicar. Dando la espalda al mar matamos a la gaviota, la estrangulamos lentamente mientras la miramos a sus ojos cubiertos. El silencio gaditano (el gaditano, tan chillón a veces y tan superficialmente beligerante ante las continuas injusticias) es el producto de la costumbre que poco pueden paliar las simpáticas y pretenciosas coplillas de las comparsas. Es por eso que tiene mucho más sentido el alboroto de la chirigota que canta y ríe, siempre por no llorar. Ahora tenemos un puente. Debemos preguntarnos qué o quiénes se han marchado por él.

Pareciera que la ciudad se ocultase y evitase toda verdadera ilusión. Donde otros ven una fiesta me es inevitable ver la depresión endémica de unos genes que han transformado el arco de la boca en una sonrisa de mascarada. Nos obligan a vivir de espaldas al mar. Una isla de gaviotas que han de mirar hacia el interior sin que en el interior exista más alimento que el engaño y la farsa. Alguien debió pensar que quizá, lo mejor, sería que las gaviotas se marchasen; y decidió que para ello, lo mejor, sería un puente. Así podrían quedar asombrados por la proeza mientras abandonan la tierra de sus orígenes contemplando el mar bajo sus alas, desde las alturas, en el largo camino al exilio.

En realidad la ciudad es graciosa y es histórica y no es Dubrovnik ni es Malta ni tiene nada que ver con ciudades verdaderamente turísticas. En realidad Cádiz no es la Venecia que se pretende vender. No lo es. La historia de Cádiz yace sepultada a muchos metros. La historia nos legó al fenicio que hoy y siempre ha sido la gaviotilla gaditana. El fenicio y el cartaginés, llegaron desde la mar y entendieron que para llegar a Cádiz o para salir de ella no les quedaba otra que construir navíos de valiente proa. No le vieron más sentido mirar hacia la tierra, así que no lo hicieron; se quedaron en el pedacito de isla y ya nunca jamás miraron tierra adentro. La mar les daba cuanta vida necesitasen. Sencillamente: la vida se desarrolla mejor cuando es regada de continuo por el oleaje. El pirata lo sabía y el gaditano llegó a ser pirata por convicción, siempre en permanente navegación entre dos aguas. Fue una ciudad de todas las gentes del mundo. Sencillamente: los caminos del mar son los caminos hacia el resto del Universo. Y del Universo venían razas desde sus confines y se quedaban porque vivir en Cádiz era como una no interrupción de la navegación, aun en tierra seguían navegando; y para sentir el aire marino, se asomaban a la bahía, negros y piratas, moros y romanos, todos, la gaviota de hoy, sometida en contra de su naturaleza marina.


La última gran tragedia gaditana es el destrozo de un proyecto para abrirse de nuevo al mar. Sin flota de pesca, el comercio marítimo era una buena opción. Ya no se observan buques Ro-Ro descargando sus tripas ni hombres portuarios de malvivir sentados en el cantil refrescando con cerveza su sudor. Ahora el puerto es una desolación enrejada. Desde fuera se contempla como se haría en un zoológico en el que han muerto todas sus criaturas. Ocurre que a veces la insolencia de un gran transatlántico tapa la vista. El portuario gaditano mide sus dimensiones y sonríe a los que llegan para no entender y para subir a un autobús que les mostrará la abulia del viandante gaditano perdido.  El trayecto durará en el mejor de los casos hora y media. Después embarcarán, y no habrán entendido nada. Y la gaviota presa de la tierra ni siquiera se despedirá, porque tampoco habrá entendido qué ocurrió y cuándo ocurrió, en su ciudad, que había sido tan marinera. La última gran desgracia gaditana es cerrarle el puerto de su esperanza. Para compensarle, un puente. Un puente por el que huir lejos, sin mirar atrás, al fenicio sepultado que una vez llegó a Cádiz por primera vez y pensó que todos los caminos llegaban a Cádiz, siempre desde el mar.

domingo, 8 de marzo de 2015

Chilo y Thomas Hudson hablan sobre las mujeres (Villa en Fort Liberté)


Permanecen un rato en silencio y la mente de cada uno divaga por el laberinto de sus intimidades como viajando muy lejos de allí y volviendo sólo de vez en cuando para espantar una mosca o rascarse la picadura de un mosquito o para retirar con el antebrazo o el pulpejo de una mano el sudor de la cara. Thomas sigue empeñado en su trabajo y Chilo sólo se dedica a mirar.

          -Parece bueno -dice Thomas de pronto.

          Chilo sale de su ensimismamiento y recuerda la taza de café en su mano y bebe un sorbo.

          -¿Parece bueno? -pregunta desconcertado.

          -Ese romance que mantienes con la doctora, parece bueno.

          -No es ningún tipo de romance.

          -¿Ah, no? Entonces, ¿cómo lo llamas?

          Chilo busca palabras con las que parecer convincente pero no las encuentra y entonces supone que simplemente no las hay, no hay palabras para lo que quisiera expresar.

          -La verdad es que tampoco lo sé.

          Thomas se gira y da la espalda a la pintura y sonríe por primera vez desde que Chilo llegase y se sentase a verlo trabajar.

          -Bueno, ahora que sólo estamos los dos podríamos llamarlo romance sin que eso significase gran cosa, ¿no te parece?

          -No creo que debamos hablar sobre eso -dice Chilo muy serio, sus ojos viajan a través de la arcada sobre la balaustrada y se pierden entre las ramas del mango.

          -En mi vida tuve muchas mujeres, ¿sabes? Siempre tenía una mujer a mi lado. Eso me gustaba. Era afamado por ello. Compraba una casa cada vez que tenía una nueva mujer a mi lado. Cuando se acababa la relación también vendía la casa -dice y carcajea brevemente-. Con muchas de ellas recorrí gran parte del mundo y era agradable tenerlas cerca cuando uno se maravillaba con algún nuevo descubrimiento. A ellas también le gustaba eso y era gracioso, me resultaba divertido que esas cosas ocurriesen porque sí. ¿Has conocido muchas mujeres, Chilo?

          -Imagino que conocer no es la mejor manera de decirlo. Algunas ha habido, llegaban por casualidad, y ahora que lo pienso, no sé, es algo que nunca tuvo demasiada importancia para mí.

        Thomas lo mira sonriente y Chilo entiende que la conversación le produce una diversión que le es difícil comprender y cae en la cuenta que últimamente apenas le ha visto sonreír. Trata de peinar su pelo hacia atrás y el flequillo vuelve a caer hacia delante cubriendo parcialmente sus pobladas cejas grises. Reconoce en la mirada de Thomas aquellas miradas de cuando se conocieron.
          
         -Era muy joven -empieza a decir Chilo-. Había una muchacha, apenas puedo recordar su cara, no puedo decir que llegase a conocerla. Creo que ella sí fue importante. Ha pasado mucho tiempo ya, pero ahora que la recuerdo, Teresa creo que se llamaba, sí, Teresita, ahora estoy seguro. Sí, es como si siempre hubiese estado ahí.

          -Me parece que ya sé lo que te hizo Teresita -dice Thomas y arranca en una sonora carcajada.

          Chilo responde con su media sonrisa.

          -Sí, eso debe ser.

        -Todos recordamos a nuestra Teresita, es justo que lo hagamos, incluso cuando se es viejo y ya pensar en mujeres sirva de muy poco -dice Thomas y queda un momento pensativo-. A lo mejor es por eso por lo que ahora creo que es lo justo.

          Cuando Thomas hace ademán de girar su cuerpo para volver a encarar la pintura Chilo habla:

          -No sé si es bueno o no.

          Thomas vuelve a prestarle atención.

          -¿Hablas de Odette?

          -Sí.

          El viejo pintor se despega con dos dedos la camiseta de tirantes de su abultada barriga.

          -Nunca se sabe. Tuve tantas al cabo de mi vida... -dice y luego parece quedar bloqueado y su rostro queda ensombrecido y se muestra serio mientras va y viene de sus pensamientos. Fuerza la sonrisa.

          -¿Y bien?

          -Y bien ¿qué?

          -¿Qué me puedes decir sobre las mujeres?

          El viejo Hudson carraspea.

          -Creo que sólo aprendí una única cosa en todo ese tiempo en el que siempre tenía una mujer a mi lado. Son complejas. Un hombre no debería tratar de entenderlas. Es como intentar alcanzar a nado el centro del océano luchando, sin fuerza y sin saber cómo, contra el intenso oleaje que te hace regresar una y otra vez a la orilla -dicho esto deja de hablar y viejas reflexiones a las que no volvía desde hace mucho tiempo aparecen en la superficie en un proceso incomprensible y misterioso. Chilo escucha con atención-. Muchas veces pensé, cuando las cosas no iban bien con alguna de ellas sobre todo, que Dios no las había puesto en el mundo para lo mismo que nos había puesto a los hombres. Con las cosas así, no es de extrañar que uno acabe como he acabado yo, solo. Estoy casi seguro de que eso no habla bien de mí. También estoy seguro de que es mejor no acabar solo.

          Thomas termina de hablar y se gira de súbito y aplica la punta del pincel con oficio a la paleta donde los colores aparecen mezclados y ninguno es ya lo que en principio debió ser. Luego lleva el pincel a la pintura y retoca algo en ella que a Chilo le es imposible averiguar.

          -Dijiste que habías aprendido algo sobre ellas -dice Chilo.

          Sonriente, Thomas se gira.

          -Sí, nunca se puede estar seguro de algo así. Pero sí, eso creo.

          Saca del bolsillo de la camisa el paquete de cigarrillos, se lleva uno a los labios y lo enciende, se mueve rápido y de una forma mecánica.

          -¿Qué aprendiste?

          Thomas deja correr unos segundos de silencio, como masticando las palabras antes de liberarlas.

          -Que debía amarlas tanto como me permitieran mientras ellas se dejasen.


          Sueltas las palabras ambos ríen y dan por finalizada la conversación y Thomas retoma el trabajo y su gesto es serio, casi preocupado, y Chilo no lo puede ver y también él se torna serio y meditabundo sin que sus pensamientos lleguen a parecerse lo más mínimo a aquellos que recorren fugaces el interior de la cabeza del pintor.

sábado, 28 de febrero de 2015

Sobre las innecesarias antologías de relatos


De ser servidor designado como un retratista casual de lo absurdo -de lo ridículo y manifiestamente divertido por lo mezquino-; de tener que ser por un prurito de vergüenza ajena paisajista del paisanaje literario del ámbito que observo como un panda en la calle Ancha; eso, de tener que hablar -por hablar, y por un estricto sentido de lo ético, que todos tenemos nuestros defectos-, en ese paisaje que tan claramente muestran las redes sociales como ventana abierta de lo que ocurre al otro lado de la misma que no es afuera pero que tampoco es adentro de nada o casi nada, las antologías literarias, de relatos o poemas, tendrían un lugar privilegiado.

Me pregunto sobre lo necesario de dichas antologías (que no son tal; obviando su absurdez). Me pregunto cómo surgen, cómo funciona la mente de alguien que se dice de pronto como quien piensa "voy a ir al baño", voy a hacer una antología. Es curioso que exista una tipología muy marcada de los que en algún momento se proponen la empresa. Pero volvamos a lo de la necesidad. Son del todo innecesarias, no hay que darle más vueltas. Porque a nadie más que a los autores dispuestos a participar interesa la concepción de una obra similar. La antología de relatos, ahora que está tan de moda, es un libro que nace muerto, siempre y cuando dicha antología no se haga con cierta coherencia y por la urgencia o necesidad real de unir a cierto número de autores que ya y que sí -autores con obra y obra que garantice o que hable de un oficio real- han sembrado entre los degustadores de libros la semilla del interés. Pero no. Resulta que todas estas antologías de temáticas tan variadas no tienen más sentido que el de publicar; publicar rápido y de cualquier manera, con muchas mamadas y aplausos, publicar sobre zombies (la temática de los zombies, a estas alturas del partido, debería sacar cualquier texto de lo que se considera literatura -una intención, no más- para enviarlo a otros formatos o medios con menos amor propio, con menos dignidad; porque los zombies son criaturas manidas y que normalmente suelen ser usados como lo que son, personajes más bien básicos, así como los que huyen de ellos, también básicos, con un juego que bien puede dar cualquier otro tipo de temática que se atragante menos, que sea menos... en fin, todos sabemos lo que son las historias de zombies, así como sabemos la razón por la que ahora están tan de moda); sobre vampiros, sobre género sin ningún respeto sobre el género. Porque el género merece su respeto, y no es cuestión de escribir rápido y mal cualquier basura para entregar rápido y publicar rápido para un libro que morirá rápido porque sé/sabemos/saben que lo único que queríamos todos, los publicados, era un poquito de notoriedad y que por unos días nos llamasen escritores.

Se publicó de aquella manera Vampiralia. Le eché un vistazo, cómo no, y no puedo decir más de ella que es poco menos que un despropósito. Después resulta que recibe no sé qué premio. Otro despropósito. Como la mencionada, todas las demás. ¿Qué necesidad real palpitaba de algo así? Ninguna. Probablemente muchos de sus autores son gente con verdadero talento, no lo dudo -lo afirmaría de unos cuantos-, y me pregunto por qué emplean dicho talento en semejantes despropósitos. ¿Por qué no dedican todos sus esfuerzos en crear de verdad y con verdad? Han pasado unas semanas desde de aquello, ahora Vampiralia es una línea más en un currículum ficticio, como mi nivel medio alto de inglés. Pero claro, una línea que nos mantiene ahí arriba, sobre las tablas.

Y ahí es donde damos con el resto del iceberg. No es lo mismo ser escritor que ser payaso o showman. Ser payaso o showman es muy digno, requiere de estudio y trabajo. También para ser escritor se necesita una buena formación. No basta con saber juntar palabras y que salga bonito. Un escritor no participaría en ninguna de estas innecesarias antologías por lo innecesario de las mismas. Porque el escritor escribe con un sentido que va más allá de contar una historia. Contar una historia siempre es fácil; unos lo harán mejor, otros peor; pero es sencillo. Puede haber quien diga: yo escribo para divertirme. Me parece estupendo que te diviertas, de verdad, la diversión es importante, pero no vas a ser escritor por divertirte, perdona la franqueza, puedes seguir si quieres haciendo antologías para que se publiquen tus historias, y puedes seguir con aquello de las mamadas para que cuando otro monte su propia antología tú puedas colocar tu engendro mediocre. Algún día serás reconocido, mas no como escritor.

Se crean grupos de escritores en Facebook, después tienen la osadía de quedar en algún garito para charlar, para cambiar impresiones, para... ¿para qué?

¿Dónde queda aquello de la soledad, de la reflexión, de la individualidad? El escritor es una fase más allá del individualismo. Quienes participan de estas dichosas antologías no soportan el individualismo porque ellos mismo son incapaces de soportar su propia soledad y los pensamientos y las voces que le recuerdan que se mueve en la más absoluta mediocridad. Lo cierto, lo más cierto en la proyección de una posible carrera literaria es la certeza del fracaso. No es malo. No lo veo como algo malo. Mejor no fracasar en la vida. Pero la carrera literaria es otra cosa. En esto uno llega y dice o cuenta o dice y cuenta lo que cree que es verdaderamente necesario decirse o contarse. Mientras tanto, nacen y mueren historias. Y eso está bien, siempre será peor una pedrada en un ojo. Antologías de relatos, pa qué. Para seguir ahí arriba, en las tablas, nada más.

El excesivo afán de notoriedad juega en contra de lo que significa ambicionar ser mejor en un oficio realmente difícil. Se corre el riesgo de ser "escritor" sin obra, que es como el que tiene frío y se rasca los huevos. Se les puede ver merodeando por ahí, por las redes sociales, por las incontables presentaciones de libros, alardeando de su "¡Presente!", haciendo gala de su ridiculez extrema. Publicar un librito, como es el caso de un servidor, no te convierte en escritor. Publicar en innecesarias antologías de fabricación casera tampoco. Y por supuesto, seguir ahí, arriba de las tablas, te convierte en un payaso de los malos. Es por eso que en todo este paisaje abundan más los payasos que los escritores y del total resulta una esperpéntica postal en la que se refleja la más absoluta de las decadencias; tal es el panorama literario en el ámbito de la Bahía de Cádiz. Es una puta pena.


La realidad es que tenemos buenos escritores. Están ahí, callados; miran lo que ocurre a través de los velos que cuelgan cuando se deja la más mínima distancia. Diría sus nombres. Algunos escriben obra que es de mi agrado, otros no. Pero son buenos escritores. Pareciera que toda esta balsa de mediocridad los desplaza del mismo modo que los copleros de carnaval desplazan a los músicos. Yo sé que nunca seré escritor, tal y como yo entiendo que se ha de ser escritor. Me gusta demasiado la vida como para poder componer una buena obra. Desde luego, tampoco voy a ser payaso, payaso de antologías innecesarias.

martes, 24 de febrero de 2015

Gargantúa



Un monstruo Gargantúa sin principios
-ni finales-, moral aderechada;
un ogro ladrador de voz pesada,
Moloch de cien renombres cien oficios.

La boca Gargantúa desbocada
tragando tragasables y novicios
del arte de adorar sus artificios
de artista de la pluma desplumada.

Es su notoriedad devoradora,
es su pichacortismo -su tragedia-:
gloria por felación aduladora.

La bestia Gargantúa que te asedia:
mediocre criaturita que empeora

cada vez que se traga más de media.

domingo, 15 de febrero de 2015

Un reencuentro



Hubo un tiempo en el que tú y yo no éramos los que somos. Como un hachazo, a simple vista (no lo dijimos y tal vez tampoco lo pensamos, era más bien como una cláusula del contrato no escrito, una inesperada sorpresa en forma de extraña victoria; el tiempo que no nos conocimos sin necesidad de explicación alguna o justificación que mereciera la pena darse. Bajo un cielo de nubes audaces -una perfecta escenografía para una comedia dramática- que impregnaba el aire de chubascos intermitentes, se daba el reencuentro. El presente comprometido con el futuro se batía en la anaranjada y húmeda zahorra delimitada por las gruesas rayas de tiza. Lo esperaba, claro que lo esperaba, habíamos quedado. Pero no lo esperaba, cómo lo iba a esperar: vino con un hijo. Yo que acompañaba a mi hijo y bueno, él había estado lejos; no lejos en el espacio, sencillamente, lejos, como lo había estado yo, como lejos se encuentra aquel otro yo que era y que ya no soy. Pero no, para él tampoco yo debí haber resultado como aquel otro. Venía con su hijo y me dijo, es él, mi hijo. Entonces la distancia fue aún mucho mayor y fue entonces que vi que todo había cambiado y que había cambiado para bien. Para los dos. Ni siquiera se trata de dinero, de la ropa o del aspecto físico; va mucho más allá: la mirada tal vez. Los ojos que han visto ciertas miserias y las manos que han causado otras miserias y los planos secuenciales vividos tienen como consecuencia un curioso cambio de color en el haz proyectado sin intención desde el rostro. Ambos nos reconocimos nuestros nuevos yoes (no somos más sanos ni somos más limpios; diferentes, sí, mucho). "...porque la vida era o blanco o negro, y así nos era más fácil. Después todo parece llevarte a considerar la escala de grises, y así no funcionas. Prefería el blanco o negro, se confunde uno cuando las cosas son diferentes... y sin embargo tuvo que pasar el tiempo y tuvieron que darse las desafortunadas consecuencias de vivir como quien muerde para descubrir al fin, que de hecho, la vida no es ni blanco ni negro, ni siquiera se mueve en la escala de grises; de hecho, la vida es de colores". "La vida es de colores, no se te daría mal la poesía". Y claro que no se le daría mal. En dos, tres, cuatro horas, el viejo amigo compuso como medio centenar de poemas inmejorables, poemas inigualables por los numerosos poetas de recital y antología. Era eso, un reencuentro: él con su hijo de pelo rizado, algunas canas en la barba y yo, admirado por la proeza de mi propio hijo; los dos, más mayores pero no más viejos (seguimos sintiendo el pellizco que nos produce la sensación de que todo saltará por los aires en cualquier momento). Para engañar la ausencia de adrenalina tenemos nuestros recursos, decimos como quienes sufren de abstinencia. "Me iría a la montaña contigo, podría iniciarme". Risas. Se echaba de menos la complicidad. "Tú y yo nos pusimos la piel de cordero -sobre la del lobo- y ahora estamos demasiado calentitos como para quitárnosla". Y más risas, y cuánta razón. El niño de pelo rizado desconocedor del demonio de su padre arrastra una sabiduría ancestral que sí le permite reconocer el lado luminoso del ángel. Me pregunto cómo me verán a mí mis hijos. Me pregunto si se preguntan sobre ciertas cosas y me pregunto cómo podemos mirarlos, él y yo, ahora, a ellos, después de todo (al calorcito de la piel de cordero). "...mejor dar cadena larga a los fantasmas; aunque regresen, a veces, y te hagan polvo; o te hagan una oferta que creas que no puedes rechazar". Y así hicimos, dimos cadena larga a los fantasmas pese a que yo insistía en decir que: me siento muy bien, no tengo ya ningún problema con eso. Tal vez él respondió: puede ser que sí, que estemos bien. Estamos mejor. De vez en cuando me daba por gritar porque mi hijo se lanzaba tras un balón que parecía imposible y que él hacía posible. Ahí tienes hijo mío, la clave de tu éxito futuro, sigue así. Tal y como yo no lo decía lo pensaba mi amigo. Hicimos bien equivocándonos, empezamos diciendo al poco de reencontrarnos. Ahora que han pasado las horas, que presente y pasado se reconcilian, he de darte la razón; también hicimos bien en aceptarlo, en volver a vernos y en abrazarnos.