La intimidad es ese
lugar imaginario en el que uno intenta decirse quién es con menos miedo al daño
previsible. Mi intimidad es un estado permanente de angustia.
Decidí hacer esto,
escribir a modo de diario en el que todo no sería más que ficción, en el mismo
momento en que ella me preguntó que qué tiempo hacía y yo miré a través del
visillo y le dije, sin mirarla y sin más, panza de burra; luego sí la miré, y
estaba preciosa y me estremecí y no entendí nada porque sentía una ausencia
total de mitología, de leyenda fundacional; y me sentí perdido. Tal vez me
sorprendió la oscuridad exterior, y recordé ese estado permanente de angustia
que es mi intimidad. ¿Por qué no romperla en mil pedazos? No vale un carajo la
intimidad; como Shakespeare, está sobrevalorada.
Esto tan poco original
es un diario que lucha contra lo íntimo. Jamás prometería regularidad. Esto es
un diario de lo irreal, fruto más que probablemente de algún tipo de daño en el
lugar en el que debieran ordenarse las neuronas.
Proyecto pues mandarlo
todo a tomar por culo este fin de semana. No, no es una nota de suicidio (no
madre, no hermana, no lo es, al menos no todavía). Es la expresión que mejor se
ajustaba al hecho de querer uno dejar la ciudad e irse al campo, el monte,
donde, sin duda, y al raso, bajo las ramas de los árboles (sueño con
alcornoques), al compás que marcan la luna y el sol y la armonía visual de las
nubes viajando empujadas por el viento; a la determinación de no ser nada o ser
únicamente definido por su condición de bípedo ligeramente tecnológico ante lo
imprevisible de lo natural. No sé si lo llevaré a cabo. Hace demasiado tiempo
que se me niega (que me niego) hacer de la mochila a mi espalda mi armario y de
la naturaleza mi hogar. Eso quiere decir que en algún momento me desnudaré y
pasearé descalzo sobre el follaje o la tierra y me recordaré que así llegué y
de tal guisa, un buen día, me marcharé.
Panza de burra le dije.
Me preocupan sus preocupaciones y su misterio. Cuando aceptas a una persona, a
cualquiera, el demonio se disfraza de todo lo demás. Es la oscuridad exterior.
Soy un completo inadaptado. No acepto -o lo hago más mal que bien- a la mayoría
de las criaturas que pasean algo más allá de la plaza bajo mi ventana (por esa
terrorífica avenida). Son sospechosos de llevar una vida que yo no llevo, que
tampoco quiero. Siempre hubo una ventana y una calle y personas que la
caminasen. Será tal vez por eso que me escapaba, emocionalmente inestable,
herido (cada vez de mayor gravedad, creo, cumplo años). Tal y como entendemos
el verbo madurar me parece una aberración. Fue a un conocido que le dije (ayer,
en la más inverosímil de las conversaciones) que para cierto equilibrio
necesitaba un proyecto de largo recorrido (novela), deporte de cierta
intensidad y sexo. Esto último lo dije sin poder evitar una estúpida
sonrisilla. ¿Por qué lo dije? No había necesidad. O quizá sí.
Cuando este fin de
semana -y si se da el caso de que marcho y me encuentro libre de mí mismo-,
respire el aire de la montaña, pensaré en esas tres necesidades y otras. Y en
la madurez. En la que me falta y no quiero. En la inestabilidad. Buscaré mi yo
primitivo, ese ser que no teme a nada y que desconfía de la noche y sus
peligros y sabe cuidarse de ellos. Aquí, entre vosotros, uno no tiene ni puta
idea de nada. Es por eso que os meto en historias y os pregunto. Para nada.
Las lecciones del amor
siempre conducen al desconocimiento. Se parece demasiado a la religión. Y la fe
es un bicho esquivo. Las lecciones del amor llevan a uno a rechazarlo, a
negarse a pagar el precio por sentirse enamorado.
Es tal vez la decepción
una mezcla de tristeza y rabia. Motor de preguntas imposibles, la decepción nos
paraliza como un golpe en la cabeza y desde atrás. Ocurre luego que ya no tiene
cura. Habrá quien diga que nos hace más fuertes, o que cercena no pocos flecos
de una ingenuidad que hasta entonces no nos molestaba -o no demasiado-, sino
que creíamos necesaria. La decepción afecta a las creencias, a lo profundo del
ser, cuando son profundas la creencias, cuando uno se sabe ser sobre lo que
tiene y se conduce tratando de ser honesto no sólo con uno mismo, también con
cuanto le rodea. Tras su llegada, un beso helado como el impacto con un iceberg,
la mentira se hace fuerte y lo que uno abrazaba y que llamaba esperanza vuelve
al rincón donde se esconden todas esas fantasiosas ideas que acostumbramos a
llamar utopías. La decepción es quizá la madre de todas las derrotas, porque no
te mata; en el mejor de los casos te deja la piel mate y te permite caminar y
la mirada se vuelve un tanto gris y se lanza uno a la calle y los rayos de sol
son como insultos y la vida de los demás, que ni siquiera son compañía, se
observa y se siente como una amenaza y como una pregunta relacionada con el
tiempo y su acabose.
Hay quien combate la
decepción con unas gotas de ginebra o de bourbon, otros recurren a la brujería
de los ansiolíticos. Otros reniegan de su propia naturaleza, culpable de todos
los males padecidos y por sufrir. Habrá también quienes busquen
desesperadamente el calor de otras pieles sin brillo en un pacto patético y
finalmente dañino. Y es que la decepción conduce inevitablemente a la soledad.
No existe sin embargo quien pueda combatirla con eficacia, resulta ridículo
lanzar puñetazos a la carcoma decepcionante.
Combatí personalmente
los resultados del referéndum en Gran Bretaña con el mismo cinismo que
aborrezco en los otros que no son yo: "al fin y al cabo la diferencia
había sido tan corta". Cinismo en estado puro. Seguir los acontecimientos
era como mirar a través de la lente de un microscopio. Al otro lado y en grande
se dibujaba una geometría similar a la del virus del ébola o la de cualquier
otro virus cabrón que conduzca a la muerte. Pero no era un virus, somos
nosotros. ¿Con qué argamasa construir o proyectar nada? Y hablan en tertulias
de economía, de comercio, de plazos, de medidas. ¿Qué solución se busca a lo
que no tiene remedio? La mezquindad humana vive en nuestras células, flotando
en el citoplasama, junto a la mitocondría, los lisosomas, el aparato de Golgi.
Lo que pudo haber sido fue decepción. Profunda, triste y rabiosa decepción.
Las decepciones nos
hacen criaturas viles. Es tal el dolor que conllevan, aquello del tigre con la
espina clavada entre las almohadillas de la zarpa. A ver quién coño se la quita
sin ser despedazado en el intento.
Para una parte
considerable de la ciudadanía española los resultados de estas últimas elecciones
han sido decepcionantes. Nos hemos levantado de la cama que nos recibió con un
mal sueño y amanecemos zombificados. Se leyeron insultos, improperios, se
gritaba en el desierto, lloraba uno caracteres en Twitter o Facebook, dije:
"al PP sólo le falta follarse a todas y cada una de nuestras madres (por
el culo) para empezar a pagar responsabilidades políticas". Para nada. ¿Habrase
visto burrada mayor y menos necesaria? Era la decepción y su paso por las arterias
empozoñando las cavidades del corazón. Llegaba, la decepción, por saber que se
nos puede hacer cualquier cosa, que se nos puede agredir, sin que nadie pague
por ello y sin que esos nadie pierdan la posición de privilegio desde la que es
fácil y les es necesario, agredir, hacernos cualquier cosa. Contra esto ya no
cupo cinismo posible. ¿A quién vamos a culpar? ¿A nosotros mismos? ¿Qué somos
nosotros? ¿Acaso tuvimos la más mínima posibilidad de llegar al momento en que
aceptar la culpa nos hubiese aliviado?
Son preguntas. Las que
nos deja la decepción.
Es también la decepción
resultado de la deslealtad, del derrumbe. Decepcionan los gestos y las palabras
de un presente olvidadizo en la inmediatez del vagón cuyo interior carece
aparentemente de asideros. La decepción ocupa en su estudio un lugar misterioso
dentro de las ecuaciones en las que encontramos variables de tiempo y espacio. Y
-ya en el vagón y el vagón en movimiento- tal vez te lanzas impulsado por el
espejismo hacia el final y cierras los dedos en torno a lo que creíste -el
vagón se precipita por el túnel oscuro y sin frenos- una forma de mantenerte en
pie durante el viaje el tiempo suficiente (suficiente para qué); hasta que al
llegar la ilusión se desvanece, decepcionante, cerrando la mano en una especie
de éter, una mano ahora dolorida y asediada por la urticaria de saber lo que
nunca se quiso averiguar. Y si verdaderamente es la decepción esa mezcla entre
la tristeza y la rabia, tratar de alejar esta última para conservar irremediablemente
la primera, al final, resulta mucho más elegante, es infinitamente más
elegante, quedarse respirando nada más que la tristeza.
Será que la rabia se
acerca demasiado a toda forma de mal. Y la tristeza, bueno, la tristeza apenas
provoca daños colaterales, no deja cadáveres por el camino. El cadáver eres tú,
y tú te mueves.
Ya circula por ahí; es
expuesta a sus primeras lecturas críticas. Después de tres años no sé qué
decirle, hemos pasado lo nuestro. Se
lo tienen que decir otros, sin menoscabo del amor que siento por ella y cada
una de sus páginas. De vez en cuando vuelvo a soñar con ellos y su mundo, el
mundo -que creo desconocido, es el motivo- a través de mis ojos.
Vivir caminando sobre
el alambre tiene sus ventajas. La confusión es un estado de permanente interrogación.
Y siempre dije que este era un oficio de la duda. También cuando miro los
poemas -que no leo, ni siquiera toco-, ahí, encuadernados, lastimados por la
vergüenza de quien creyó en su necesidad, siento la obligación de odiar la mano
que los compuso por lo incómodo del ejercicio autocompasivo. Fue quizá por ello
que decidí esquivarlos.
Los comentarios llegan
y lejos de la afectación que esperaba me mantengo fuera de todo. Al margen. Las
palabras y voces en el texto me son ajenas. Puedo
dar por acabado esto, me digo, ya lo has
perdido todo, sentencio, otra vez. Qué
más da. Podemos volver a empezar. E punto F, haga de nuevo su apuesta. Hay
quien no puede vivir si no es fugándose de los sinsabores de la realidad, de la
impureza en nosotros, del asfalto y el hormigón.
Ya dije que cuando José
Alberto López te llama has de decir sí, sea por la responsabilidad de asistir a
la obligación que impone el arte de quien maneja un verdadero talento, algo que
por mucho que insistamos, no, no es abundante. Así que creo oportuno exponer y
alardear de amistad artística y virtual: CROMOmagazine 12, GRIS. Acompañando a
la fotografía de Aleix Plademunt. Qué decir: gracias, siempre a ti.
Despuntaba el alba, tan
lejos.
Bebía, sentado
-disfrutando de la penumbra, del plomo en las entrañas-, cuando llegó, un don
nadie como cualquiera.
Yo la miraba.
Las aspas del ventilador
removiendo humo, el vapor de las copas sobre la música de otro tiempo; la
batahola tras la barra clandestina, la borracha y danzarina y exótica Suzanne
atenuada en el centro del cosmos.
-Sé de lo que hablas
-dijo-; también estuve enamorado.
La mesa baja, cómplices
desconocidos, uno frente al otro -yo también...-, y en medio el cenicero que
apenas se usaba para erigir una pirámide de ceniza. En la calle y solo aullaba
el perro de las noches en los barrios sin luz; de aire desoxigenado por el
vómito de las chimeneas de la fábrica.
Si nos despedíamos no
era porque fuera hora de cerrar. Amanecía. Ella seguiría allí. Y él ya se
alejaba, taciturno.
La imagen es la de un
muchacho de catorce años que besa a una muchacha y que, de forma sutil, como si
no lo hiciera, coloca las manos a ambos extremos de sus caderas mientras ella,
con las suyas, atrapa su rostro.
Al vértigo y al
silencio primeros se impone la fascinación, luego la admiración, y finalmente,
la envidia.
Piensa uno en ese beso
como en el mejor de todos los besos. La contención, el tiempo detenido, la
ausencia de un mundo contrario al beso. La imagen es un espejo de los años
abandonados. La felicidad en ella es toda, allí, concentrada. Cómo no sentir
envidia. Y cómo negar la fascinación. Melancolía.
Para ellos, jóvenes
amantes, una expresión como tierra quemada es como cualquiera de las sinrazones
de la razón que se malvive a partir de cierta edad. Habrá quien diga que no,
que la magia... y yo respondería con esta imagen. Quién podría atreverse a
negarla. Al fondo se recortan las montañas, tan verdes y puras, con un cielo límpido
y puro. Se besan sobre un piso de macadán grafiteado desordenadamente y en
negro. No me puedo detener en las palabras. Es el mundo de la imagen. Y la
pareja adolescente, la fotografía ligeramente descentrada, ocupa el centro del
universo. La naturaleza los contempla, no me cabe la menor duda. Y habrá quien
diga de la magia que... resulta que sí. No podemos preguntarles a ellos.
Conocer la respuesta, como yo mismo creo conocerla, ahora, en este momento,
para quien la conoce porque es un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, un
recuerdo, para quien se sabe inmerso trágicamente en la mentira y conoce la
respuesta a una sencilla pregunta sobre la magia porque la recuerda, la tierra
quemada es más herida abierta que cicatriz, más martes que viernes, más
Lorazepam que Durex.
El muchacho le saca una
cabeza, así que ella ha de alzar la suya para buscar y encontrar sus labios. Es
una conmovedora determinación. Observo el gesto y traduzco soy mujer. Pero
también veo las manos del muchacho. No quiero mancharte, dañarte, ni siquiera
alterar ligeramente tu delicadeza, intervenir en el valor de tu cuerpo
entregado y tu esencia pegada a la mía, y traduzco, soy hombre.
A él le cuelga una
pequeña mochila de la espalda cuyas asas son cordones de nailon. No le pesa.
Todavía la mochila está casi vacía. En ella ya van sinsabores y felicidades.
Sería injusto decir que de baja intensidad. Calzan zapatillas de deporte y
visten pantalones cortos. Me digo, son para correr. Abriga el torso de la
muchacha una sudadera. Él muestra sus brazos musculados y definidos en una
camiseta deportiva sin mangas. Dioses, cómo se besan.
Apuesto a que él
abandonaría el mundo por ella. Apuesto a que ella, por él, abandonaría el
mundo. Es tan pueril, tan ingenuo, tan cursi. El juego es el juego. Lo harían.
Y joder, no sería yo quien pusiera la ciencia en contra, quien dijera palabras
como artificio o adolescencia o química. Apuesto a que él dice te quiero y a
que ella lo dice también. También apuesto a que lo dicen de verdad. Apuesto a
que es verdad y a que él abandonaría el mundo por su cuerpo menudo y por su voz
de niña mujer y a que ella lo haría por sentir eternamente el cuidado de las
grandes manos de él en su cadera.
También deja la imagen
un sabor amargo a quien la observa desde la perspectiva lamentablemente
privilegiada en la que el mundo no aprueba la magia, en un mundo en el que ni
mucho menos el amor con sus cuatro letras es suficiente, ni siquiera necesario.
La imagen habla directamente del paso del tiempo y de los anhelos presentes y
de las presentes necesidades. Cuando el cinismo de la sociedad en la que nos
movemos ahoga, asfixia, vuelve tristes los ojos y apenas dan ganas de afeitarse,
ver la imagen de los dos que se besan y aman es una forma más de inmolación.
Resulta peor cuando uno tiene la belleza por creencia.
Los veo ahí y me
resisto a pensar que el momento no es más que el fruto de una casualidad. El
azar, sin otra fuerza que se pueda considerar, los ha puesto ahí, les ha
concedido su espacio y su tiempo, en un lugar cualquiera del planeta, de uno
más en uno de los muchos sistemas solares de una galaxia entre millones de un
universo que sabemos infinito. Me niego a creer que la dicha en el beso, en ese
beso y no otro, responde a un sencillo uno más uno que siempre da dos. Más que
nada porque sumo y vuelvo a sumar y siempre me da uno. Una extrapolación a lo
cósmico asusta como lo hace lo desconocido, lo oscuro. Después ocurrirá que no
habrá nada. Es sencillo. E igual de maravilloso, con todo su dolor.
La melancolía debilita
los huesos y los miro una y otra vez como se haría con una obra de arte. La
tierra quemada es zona volcánica, no deja de humear y amenazar.
Cómo los envidio, a
ellos, ahí, tan ajenos a los vapores insalubres, a lo infraestructural, a las
unidades de medida, a los relojes; cómo me fascina la naturaleza de los
movimientos que no se pueden más que imaginar, del antes y el después, y sobre
todo el contacto y su humedad y la piel estremecida y el calor.
Cuando nació tenía los
pies grandes y los ojos siempre muy abiertos para atrapar el mundo. Su padre lo
miraba sin saber que su carne crecería hasta ser un hombre. Su madre,
probablemente, no lo quería saber. Se enfrentaban a la misión imposible de
incorporar a la vida un pedacito más de vida.
Miro la imagen
asombrado, primero dominado por el vértigo, por el silencio contemplativo, por
la fascinación y la envidia y la melancolía después. La muchacha alza la cabeza
y acaricia su rostro en el beso. Él, que siempre tenía los ojos tan abiertos,
ahora los cierra.
Surge algo, una extraña
química se activa, la piel se recoge; cuando ocurre que el deporte se fusiona
con el arte, cuando el movimiento se vuelve poesía, pintura y escultura, esa
musicalidad de las formas; cuando vemos al artista, al deportista, poseído por
la armonía entre el cuerpo su tiempo y su espacio; cuando Javier Fernández se
desliza sin esfuerzo aparente y entregado a la causa mayor y necesaria; ya
digo, surge, para conocedores e ignorantes de su ejercicio o de su obra, genuina,
la admiración, inevitable; algo más, la fascinación más pura; no por el hombre,
el individuo -que nunca es nada, solo y sin intención, un accidente quizá-,
sino por la magia desplegada, por el regalo de esa magia y por el creador
voluptuoso que lo hizo posible.
Era el fin de semana
del clásico.
Pero los clásicos, en
fútbol, se dan, al menos, un par de veces al año. Y de ellos poco se puede
esperar. Además, pasa que a la poesía la matan los euros y los dólares, que el
arte se mancha, que el deporte se corrompe, el momento cumbre de la pasión
reventado por la intrusión de la goma de lo estrictamente pecuniario, muerto el
hechizo. El fútbol deshace su promesa según pasan los años. Uno se conforma con
recordar vía Youtube las últimas baladas de Zizú o Ronaldinho, que es como contemplar
lobos en jaulas. Y así, viajar hacia el pasado, a otros nombres, relacionados
con la infancia, con el aprendizaje del deporte en la ingenuidad de la tijereta
y el gol de plancha y la palomita de Paco Buyo.
Javier Fernández -no me
canso de ver los ocho minutos veinte de Boston- se desliza como impulsado por
miles de millones de partículas subatómicas, su cuerpo parece sumergido en esa
ficción del éter, y no sigue la música de Sinatra, es la música la que se
adapta a su contorno, a la expresión de su cuerpo, siempre en movimiento,
siempre cadente, las cuchillas afeitando con elegancia la gélida superficie,
trazando el dibujo perfecto de quien patina como sueña, del que baila en medio
del cosmos, alborotando la existencia de quienes lo siguen en vivo, que tal vez
no pueden creer lo que presencian, un público estremecido que jalea como
hinchada y que celebra cada verso, cada pincelada o cada nota, sobre el hielo.
Independientemente de
la gesta, del triunfo, hay algo más.
Porque para según qué
cosas la victoria no es más que una meta, y, ¿quién quiere llegar a donde no
puede existir más que el vacío del fin? No.
Javier Fernández parece
conocer el secreto. Es verdad que después se emociona y se envuelve en la
bandera de todas las disputas y que celebra. Pero no. El secreto que conoce
Javier se vislumbra en torno al minuto tres veinte. Dura a lo sumo un segundo,
un primer plano fugaz, como una caricia perentoria e inesperada, una acción que
nos descubre el verdadero interior del ingeniero del sueño, lo que está
ocurriendo realmente, no lo que vemos, que es maravilloso, sino lo que ocurre,
de forma imperceptible, y que es quizá la madre de toda la belleza recreada
durante milenios: sonríe. Y lo hace en el mismo mundo de los atentados
terroristas, del hambre y de las guerras. Javier Fernández descubre su sonrisa
-disfruta envidiablemente-, no sabemos si por descuido o por el sencillo placer
de dejarse, como lo estaba haciendo, llevar por aquello que ante la ignorancia
o la incapacidad para explicar acordamos en llamar musas o inspiración; una
parte más del regalo -la parte, el sentido, una verdad-, es esa sonrisa.
Enfrento esa sonrisa a
la ya más que retuiteada fotografía del vestuario de un Real Madrid victorioso.
No hay color. El arte, en el deporte, es otra cosa, y ya pasado el clásico
(léaselo muy entrecomillado el epíteto, pobre y deslucido), la maravilla,
insisto, el prestigio, el arte, lo encontramos en un muchacho que ahora danza
entre el anonimato y la gloria.
Pasión, muerte y
resurrección de Cristo. Es difícil evitar ese segundo en el que se pasea y se
descubre, como salida de la nada, la procesión con su banda y su penitencia y
el paso y la imagen poderosísima de vuestro señor de todos o de su madre bajo
palio y meciéndose solemne por las calles estrechas del siglo XXI; evitar la
turbación. Cuando eso ocurre y es, la imagen, la de ese Cristo, su presencia
dolorosa, me pregunto ¿Quién eres? ¿Por
qué eres? Y procuro marcharme, para no ver todo lo demás.
La procesión de la muerte. José Gutiérrez Solana. 1930. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Y todo lo demás es
quizá el Gólgota en Idomeni. Es un nombre nuevo para mí. Me gusta su sonido.
Sin embargo nada dice la sonoridad del nombre del mal que se encierra entre
alambradas y sobre el lodo, del hambre y del frío y del desamparo. Idomeni ha
de significar algo así como sería mejor
que se murieran, no vaya a ser que con ellos espere, paciente, la bestia.
Todo lo demás es, tal vez, Bruselas; el eco del estallido, la quemazón como
rastro de la onda expansiva, los miles de clavos y tornillos y restos de fierros
lacerantes de la metralla; ay, Dios, y la sangre, que no sale ni con jugo de
margaritas ni con el tungsteno del núcleo de un cinco cincuenta y seis, la
sangre que riega desde el inicio los campos de esta Europa y que pensamos
tierra de todos y libre y valiosa y lo que es más importante, justa, sobre
todas las cosas, así que la sangre, que perdura, para vergüenza de los hombres,
el fin de todas las guerras. Pongamos que todo lo demás es la necesidad y la
tristeza de quienes no verán el final de la crisis y lo saben, en los barrios
más humildes de la ciudad. Todo lo demás que no sea el rostro de ese Cristo que
veo pasar tan fugaz como un neutrino, incomprensible en todo su ser; la
paradoja de adorar dioses e hijos de dioses en el siglo más descreído y
estúpidamente racional e ignorantemente ateo.
En Idomeni sólo se dan
la pasión y la muerte; la resurrección es imposible, en esta vida. Uno ha de
esperar a la otra, allá donde deben de encontrarse los que se inmolan en nombre
del Dios verdadero. De aquellas fue un judío torturado y asesinado por miedo. No
debió de entenderlo del todo, y probablemente, al llegar a donde quiera que
llegase, al cielo quizá, antes de sentarse a su derecha, preguntó al Padre ¿por qué? Y el Padre no dijo nada, nunca
lo hizo. Debe de ser algo parecido a lo que responden muchos padres en Idomeni
si la desesperanza aún no les arrebató la voz o el valor para mirar a los ojos
de los hijos, lo que decimos o lo que balbuceamos muchos padres al ver la
mirada interrogante de nuestros hijos tras la barbarie televisada de un
atentado. Ellos dicen Yihad, hijo, y
nosotros les decimos, a ellos, a los del chaleco de la muerte y el kalashnikov,
que sí, que Yihad, y así firmamos el contrato del miedo que legitima su
causa y que nos victimiza y nos expide la licencia, ya saben, Stairway to heaven.
Y el miedo despierta el
odio. Lo hacemos tan rápido que espanta. Apagaremos el fuego con fuego, lo
intentaremos al menos. Apelaremos a la valentía, al heroísmo, a nuestro bien
sobre el mal de ellos, y entonces respiraremos más tranquilos, creyendo que ya
todo acabó como creímos otras veces; y le daremos gracias a Dios, que nos ha
rescatado una vez más de las garras de Dios, y cuando lo veamos,
majestuosamente -tristemente- clavado en su cruz por las calles estrechas del
siglo XXI suspiraremos por su sufrimiento, rodeados de semejantes que tal vez
lloran por el sacrificado tallado en nobles maderas, obviando, ignorando, que
la talla lleva la barbilla clavada en el pecho por la sangría y la fatiga. Pero
será nuestro miedo y la firma del contrato -el mismo miedo y contrato que
clavaron al hombre en la cruz-, que olvidaremos el nombre de Idomeni y las
almas encarnadas en su vientre putrefacto y hasta que la sangre fue derramada
en Bruselas e incluso la resurrección en un posible más allá, lo olvidaremos
todo, como olvidamos el sentido último de la fe, los pasos de quien caminó
sobre las aguas.
Me dijo -la tele
apagada, el corazón pequeño pero incansable latiendo en la cuna; leíamos, cada
uno lo suyo, y era avanzada la noche-: tengo la sensación de que algo horrible
va a ocurrir. Y ahora sé que no importa ni mucho ni poco lo que pude decir yo,
lo que creía y de lo que un rato después ya no estaba tan seguro. No lo pensé
en ese momento y lo averiguo ahora, tan gris como la última pompa de humo del
vapor que Lord Jim abandonaba con la misma vergüenza y la misma culpa que ahora
me visten; y sin embargo, la miré, en silencio -nos llegaba como lo hacía desde
el primer día ese latido incansable del pequeño corazón sobre la cuna-, apenas
unos segundos, contemplando la belleza de su expresión de ojos asustados, la
boca entreabierta por la inercia de la voz en la última palabra puesta en la
misma punta de sus labios, y decía que la miraba, y el eco de sus palabras
permanecían en el salón con su carga de gravedad; no hablamos más y acordamos
que sí, que por supuesto ocurriría algo horrible, siempre es así; ya no se
puede esperar otra cosa que pasión y muerte, la resurrección sólo está
reservada para unos pocos.
Busquen
y pongan (bajito, que se trata de leer): Modern Art de The Rippingtons.
Ya lo pongo yo:
Daña la mentira. Lo
hace incluso cuando uno puede disfrutar -gratis, de momento- ante la fotografía
azul de este cielo de noviembre, de esta extraña primavera crepuscular. Pero no
es la mentira de andar por casa de lo que hablo; hablo de la Mentira. Otra
cosa, ya digo, que es dañina y que está fuertemente enraizada como lo hacen los
tumores que suelen ser mortales. Es así que no resulta difícil ver que la
mentira, la Mentira, lleva a la muerte; no a la muerte en la que la las
constantes vitales son iguales a cero, no, hablo de la Muerte, esto es, la
Mentira, la inexistencia por ausencia de realidad palpable y naturaleza real.
El
mundo que ocupa mi existencia es a todas luces desordenado. Tengo cuanto he
querido tener, siempre lo vi al alcance de mi mano y tomé cuanto consideré
justo tomar, sería una estupidez diferenciar errores y aciertos si errores y
aciertos son los mismos caminos y distintas formas de interpretar el modo en que
se ha puesto un pie tras otro. No sé si justo es el término que más se ajusta a
lo que quería decir. Pero eso, aquello, estaba ahí, y yo lo quise o lo necesité
o creí que lo quise o lo necesité o ambas cosas, y lo tomé, y lo que es más
importante, no hacía daño a nadie, que aquí sí va bien lo de justo, un acto de
justicia, eso es, porque el origen de mi deseo siempre estuvo en ser, y no en
tener, tener es injusto, poseer sobre el ser es injusto. No tengo, soy. Decía
que tengo cuanto quise porque soy cuanto quise ser. Me es fácil, es mi
naturaleza. Hay algo sin embargo que se interpone, el camino es redibujar el
obstáculo y no otra cosa y no es una senda maloliente sembrada de cadáveres. No
culpo a los demás o a lo demás, ahora no puedo culpar porque es un verbo
inexacto, no sabemos cuándo empezó todo y qué es todo si ni siquiera sabemos si
hubo nada: Eduardo Flores de la Flor, nacido de hombre y de mujer, padre de
tres hijos, cada uno de ellos de una madre diferente -buenas y hermosas mujeres,
madres insuperables, y con las que compartió tiempo y espacio con libertad
hasta que se consideró que ya no había sentido seguir compartiendo-, duerme
junto a la mujer que ama y que lo ama, con sueños y vida, ahí está, sueños y
vida, ser, no tener, soy, hasta ahí puedo escribir: pregúntate de vez en cuando
si eres, si lo eres alguna vez, poco mal te hará. Es el día de hoy, el de
mañana no lo puedo conocer todavía, porque no siempre hubo algo o no lo
sabemos. El mundo que ocupa mi existencia es, a todas luces, el caos en el que
soy más feliz que muchos, por suerte y por lugar de nacimiento y por la piel
que me visto por las mañanas.
Últimamente camino
despistado y lo hago casi todo despistado. Sí, lo llevo haciendo como unos treinta
y cuatro años. Porque no cabe otra explicación que no sea la del despiste
permanente para no darse cuenta el resto del tiempo y sentirse sorprendido
cuando la mentira te asalta, como si no fuera realmente la mentira ese tumor
del que hablábamos y que, así como mi despiste me mantiene respirando, es la
mentira la argamasa de toda esta construcción: el mundo; dicen que gira sobre
su propio eje, cada veinticuatro horas; tal vez la primera mentira, quién sabe.
El movimiento de traslación me produce pavor.
Será tal vez por eso
que mi despiste desaparece en el éter de lo ficticio. No encuentro una libreta en la que una vez escribí un relato que ahora,
no sé si porque no lo encuentro, me parece un relato cojonudo, un buen relato
para pasarlo a ordenador, El día del hombre, se titula, y va de un tipo normal,
muy normal, un tipo como cualquiera que trabaja en una gestoría, un padre de
familia, normal, que toma la decisión de...
En la ficción no existe la
mentira con m mayúscula, no en la buena ficción. Hay en ella una verdad no
absoluta, una verdad en movimiento y agradable al paladar, una verdad que nunca
se nos ocurriría escribir con v mayúscula. Y como todo no va a ser podredumbre,
la verdad de la ficción, sí, la verdad sin asideros -escurridiza como una
anchoa en el centro del océano-, la verdad en la ficción, mantiene en
imperfecto funcionamiento el factor humano que la mentira trata de convertir en
recurso o pieza recambiable.
La
intención era moverse en algún momento a lo cotidiano, a la impregnación de la mentira.
Ahora me pregunto para qué, si no sería contribuir -un fiero verraco con
dientes de comadreja devora mi hígado- mintiendo sin pretenderlo. Veo que es
complicado, absurdo: medios de prensa escrita (no lo hagas), empresas de
mercenarios y cobardes al servicio (don´t do it) de la causa del flus y la
liquidez, hijos naturales (ne le fais pais) de la mentira; literatura de
consumo (pa fê l´) e industria de la ignorancia, escritores y poetas, baratos
(dit nie doen nie) y vanidosos se entregan al aquelarre y a la prostitución;
músicos de playback y cocaína y... Mentira... televisión para zombies y novela (ne
fari gin) negra para psicópatas, informativos (tun sie es nicht), permíteme que
insista: Mentira: todos tenemos un precio, el mío es...Valhe.
Cuando uno tiene
noticias de la mentira e inmediatamente piensa en el daño irreparable de su
consecuencia se encienden todas las alarmas. ¿Cómo no me he dado cuenta en todo
este tiempo? Sin embargo la mentira estaba ahí, mucho antes de haber abierto
los ojos por primera vez. De hecho fue la mentira quien te dio la bienvenida,
agradecida quizá por la nueva presencia que la hará más grande y fuerte, un
retal más para el mimetizado que lo acerca a una verdad posible.
Creer reconocer esa
extraña verdad en lo ficticio te lleva a la locura, a ser un loco. Como todos
ustedes saben, el loco es, en la mayoría de casos o en el clímax mismo de su
propia locura, desordenado. No cumple los requisitos del orden y el orden,
también lo sabemos todos, es la regla indicadora de lo correcto y lo bien
hecho, así lo dicen las tablas de la ley del supuesto sentido común. La locura
es el mal camino, te pueden encerrar por ello si llegado el caso tu caos afecta
al perfecto funcionamiento del orden. Si
tu caos no parece infeccioso, que siempre lo es, no tendrás mayor problema:
nadie te escuchará, u olvidará tus palabras una vez pronunciadas y en el aire.
Hemos
dicho mentira y verdad y ficción y locura y orden y caos y palabras.Ocurre que cuando sueño con leones, con
leones que me persiguen, huyo sabiendo que en todo ese asunto de la persecución
está en juego mucho más que la vida, sé que ellos tienen un motivo para hacer
lo que hacen, un motivo justificado que no puedo llegar a entender, y también
sé que yo, que vivo mi propio sueño y que a la vez puedo verme en él, me siento
ridículo, en la huída, como si el peso mismo de la razón que justifica la
cacería me hiciera profundamente ignorante, y lo veo claro, debería dejarme, mi
cuerpo dado a las fieras como alimento o como ellas quieran que sea mi carne ya
inservible más que para ellas, huyo sin embargo, con ese sabor a angustia
sanguinolenta en la boca, huyo por cobardía aunque de forma muy ineficaz,
porque sé, el sueño es recurrente, cómo ha de acabar todo, la locura, esta que
dibujo con palabras, los leones, que parecen tener su verdad, tan impresionante
verdad, sus razones para devorarme y mi sinrazón de huir sin saber por qué
porque en el fondo de toda la cuestión la huida se antoja mentira, es un sueño,
al fin y al cabo, y huyo, digo, decía, inercialmente hasta el fin conocido, una
canción que se repite, leones que no pueden ser leones galopan tras de mí, su
presa.
Las palabras son las
partículas subatómicas de la mentira y la verdad. Para el loco la mentira cobra
forma definida en el orden y le es del todo imposible relacionarse
pacíficamente con el entorno y la sociedad, la búsqueda no tiene fin y es, la
búsqueda, un fin mismo. Para el loco la única verdad posible es el caos, aunque
también lo es para el Universo entropía,
que es infinito y lo infinito el momento
del pensamiento que me gustaría alcanzar aunque solo fuera por unos segundos,
el infinito, sí, divago y divago y divago y lo haría hasta originar una
conexión sináptica con la savia de los árboles y el viento de los bosques en
los que hay viento y con la rabia desatada en las entrañas de los megavolcanes que
de entrar en erupción nos borrarían del planisferio, como el Cumbre Vieja en
las Canarias o el de Yellowstone en los USATIERRADELASLIBERTADES, que es donde
vivían tranquilamente y mangando emparedados el oso Yogui y Bubu, cuando en
realidad es el infierno en la Tierra, en fin, el infinito, ese momento o lugar
inabarcable, el campo en el que la locura no permite la expresión
"sentido común" porque huele a mentira.
Daña la mentira, la
sociedad que formamos como individuos, el lugar en el que desde siempre y mal
viven los cuerdos propietarios del sentido común. Lo hace aunque solo sean los
locos quienes sienten la gélida puñalada, el dolor.
Aquí
un dibujito en el que la mentira es representada por un político o un banquero
o Donald Trump. La mentira lleva en su mano un ukri, un cuchillo tradicional
nepalí, ¿lo ven? Busquen en Google un momento, les doy unos segundos.
¿Ya?
Eso es.
(Sé
que no han buscado un carajo, da igual, para que lo sepan: es un cuchillo curvo como
un boomerang y de punta fina, que es lo que jode).
[Dibujo: Se lo imaginan: La
mentira me apuñala justo por debajo del esternón.]
Este lienzo que contemplamos fue el primero que Turner expuso en la Royal Academy. Se trata de una marina nocturna en la que el maestro muestra su interés por presentar diferentes tipos de iluminaciones, al sentirse atraido por ejercitarse en la técnica del claroscuro. El maestro londinense divide la composición en un primer plano ocupado por las fuertes olas, un plano intermedio donde observamos la barca de pesca zarandeada por el oleaje y un trasfondo en el que encontramos los árboles de la costa. Entre las nubes se aprecia el círculo blanquecino de la luna, cuyas luces bañan la escena para crear sensacionales contrastes lumínicos. La influencia de la pintura holandesa del Barroco-Ruysdael, Hobbema o Van Goyen- se manifiesta tanto en la temática como en el importante papel otorgado al cielo, ocupando más de la mitad de la superficie del lienzo. El movimiento, la iluminación fantasmagórica y la violencia de la naturaleza serán elementos comunes a buena parte de los primeros trabajos de Turner. http://www.artehistoria.com/v2/obras/14054.htm