martes, 28 de junio de 2016

Mandarlo todo a tomar por culo (primera entrada de un diario contra lo íntimo).


La intimidad es ese lugar imaginario en el que uno intenta decirse quién es con menos miedo al daño previsible. Mi intimidad es un estado permanente de angustia.

Decidí hacer esto, escribir a modo de diario en el que todo no sería más que ficción, en el mismo momento en que ella me preguntó que qué tiempo hacía y yo miré a través del visillo y le dije, sin mirarla y sin más, panza de burra; luego sí la miré, y estaba preciosa y me estremecí y no entendí nada porque sentía una ausencia total de mitología, de leyenda fundacional; y me sentí perdido. Tal vez me sorprendió la oscuridad exterior, y recordé ese estado permanente de angustia que es mi intimidad. ¿Por qué no romperla en mil pedazos? No vale un carajo la intimidad; como Shakespeare, está sobrevalorada.

Esto tan poco original es un diario que lucha contra lo íntimo. Jamás prometería regularidad. Esto es un diario de lo irreal, fruto más que probablemente de algún tipo de daño en el lugar en el que debieran ordenarse las neuronas.

Proyecto pues mandarlo todo a tomar por culo este fin de semana. No, no es una nota de suicidio (no madre, no hermana, no lo es, al menos no todavía). Es la expresión que mejor se ajustaba al hecho de querer uno dejar la ciudad e irse al campo, el monte, donde, sin duda, y al raso, bajo las ramas de los árboles (sueño con alcornoques), al compás que marcan la luna y el sol y la armonía visual de las nubes viajando empujadas por el viento; a la determinación de no ser nada o ser únicamente definido por su condición de bípedo ligeramente tecnológico ante lo imprevisible de lo natural. No sé si lo llevaré a cabo. Hace demasiado tiempo que se me niega (que me niego) hacer de la mochila a mi espalda mi armario y de la naturaleza mi hogar. Eso quiere decir que en algún momento me desnudaré y pasearé descalzo sobre el follaje o la tierra y me recordaré que así llegué y de tal guisa, un buen día, me marcharé.

Panza de burra le dije. Me preocupan sus preocupaciones y su misterio. Cuando aceptas a una persona, a cualquiera, el demonio se disfraza de todo lo demás. Es la oscuridad exterior. Soy un completo inadaptado. No acepto -o lo hago más mal que bien- a la mayoría de las criaturas que pasean algo más allá de la plaza bajo mi ventana (por esa terrorífica avenida). Son sospechosos de llevar una vida que yo no llevo, que tampoco quiero. Siempre hubo una ventana y una calle y personas que la caminasen. Será tal vez por eso que me escapaba, emocionalmente inestable, herido (cada vez de mayor gravedad, creo, cumplo años). Tal y como entendemos el verbo madurar me parece una aberración. Fue a un conocido que le dije (ayer, en la más inverosímil de las conversaciones) que para cierto equilibrio necesitaba un proyecto de largo recorrido (novela), deporte de cierta intensidad y sexo. Esto último lo dije sin poder evitar una estúpida sonrisilla. ¿Por qué lo dije? No había necesidad. O quizá sí.

Cuando este fin de semana -y si se da el caso de que marcho y me encuentro libre de mí mismo-, respire el aire de la montaña, pensaré en esas tres necesidades y otras. Y en la madurez. En la que me falta y no quiero. En la inestabilidad. Buscaré mi yo primitivo, ese ser que no teme a nada y que desconfía de la noche y sus peligros y sabe cuidarse de ellos. Aquí, entre vosotros, uno no tiene ni puta idea de nada. Es por eso que os meto en historias y os pregunto. Para nada.


Las lecciones del amor siempre conducen al desconocimiento. Se parece demasiado a la religión. Y la fe es un bicho esquivo. Las lecciones del amor llevan a uno a rechazarlo, a negarse a pagar el precio por sentirse enamorado.

lunes, 27 de junio de 2016

Decepción.


Es tal vez la decepción una mezcla de tristeza y rabia. Motor de preguntas imposibles, la decepción nos paraliza como un golpe en la cabeza y desde atrás. Ocurre luego que ya no tiene cura. Habrá quien diga que nos hace más fuertes, o que cercena no pocos flecos de una ingenuidad que hasta entonces no nos molestaba -o no demasiado-, sino que creíamos necesaria. La decepción afecta a las creencias, a lo profundo del ser, cuando son profundas la creencias, cuando uno se sabe ser sobre lo que tiene y se conduce tratando de ser honesto no sólo con uno mismo, también con cuanto le rodea. Tras su llegada, un beso helado como el impacto con un iceberg, la mentira se hace fuerte y lo que uno abrazaba y que llamaba esperanza vuelve al rincón donde se esconden todas esas fantasiosas ideas que acostumbramos a llamar utopías. La decepción es quizá la madre de todas las derrotas, porque no te mata; en el mejor de los casos te deja la piel mate y te permite caminar y la mirada se vuelve un tanto gris y se lanza uno a la calle y los rayos de sol son como insultos y la vida de los demás, que ni siquiera son compañía, se observa y se siente como una amenaza y como una pregunta relacionada con el tiempo y su acabose.

Hay quien combate la decepción con unas gotas de ginebra o de bourbon, otros recurren a la brujería de los ansiolíticos. Otros reniegan de su propia naturaleza, culpable de todos los males padecidos y por sufrir. Habrá también quienes busquen desesperadamente el calor de otras pieles sin brillo en un pacto patético y finalmente dañino. Y es que la decepción conduce inevitablemente a la soledad. No existe sin embargo quien pueda combatirla con eficacia, resulta ridículo lanzar puñetazos a la carcoma decepcionante.

Combatí personalmente los resultados del referéndum en Gran Bretaña con el mismo cinismo que aborrezco en los otros que no son yo: "al fin y al cabo la diferencia había sido tan corta". Cinismo en estado puro. Seguir los acontecimientos era como mirar a través de la lente de un microscopio. Al otro lado y en grande se dibujaba una geometría similar a la del virus del ébola o la de cualquier otro virus cabrón que conduzca a la muerte. Pero no era un virus, somos nosotros. ¿Con qué argamasa construir o proyectar nada? Y hablan en tertulias de economía, de comercio, de plazos, de medidas. ¿Qué solución se busca a lo que no tiene remedio? La mezquindad humana vive en nuestras células, flotando en el citoplasama, junto a la mitocondría, los lisosomas, el aparato de Golgi. Lo que pudo haber sido fue decepción. Profunda, triste y rabiosa decepción.

Las decepciones nos hacen criaturas viles. Es tal el dolor que conllevan, aquello del tigre con la espina clavada entre las almohadillas de la zarpa. A ver quién coño se la quita sin ser despedazado en el intento.

Para una parte considerable de la ciudadanía española los resultados de estas últimas elecciones han sido decepcionantes. Nos hemos levantado de la cama que nos recibió con un mal sueño y amanecemos zombificados. Se leyeron insultos, improperios, se gritaba en el desierto, lloraba uno caracteres en Twitter o Facebook, dije: "al PP sólo le falta follarse a todas y cada una de nuestras madres (por el culo) para empezar a pagar responsabilidades políticas". Para nada. ¿Habrase visto burrada mayor y menos necesaria? Era la decepción y su paso por las arterias empozoñando las cavidades del corazón. Llegaba, la decepción, por saber que se nos puede hacer cualquier cosa, que se nos puede agredir, sin que nadie pague por ello y sin que esos nadie pierdan la posición de privilegio desde la que es fácil y les es necesario, agredir, hacernos cualquier cosa. Contra esto ya no cupo cinismo posible. ¿A quién vamos a culpar? ¿A nosotros mismos? ¿Qué somos nosotros? ¿Acaso tuvimos la más mínima posibilidad de llegar al momento en que aceptar la culpa nos hubiese aliviado?

Son preguntas. Las que nos deja la decepción.

Es también la decepción resultado de la deslealtad, del derrumbe. Decepcionan los gestos y las palabras de un presente olvidadizo en la inmediatez del vagón cuyo interior carece aparentemente de asideros. La decepción ocupa en su estudio un lugar misterioso dentro de las ecuaciones en las que encontramos variables de tiempo y espacio. Y -ya en el vagón y el vagón en movimiento- tal vez te lanzas impulsado por el espejismo hacia el final y cierras los dedos en torno a lo que creíste -el vagón se precipita por el túnel oscuro y sin frenos- una forma de mantenerte en pie durante el viaje el tiempo suficiente (suficiente para qué); hasta que al llegar la ilusión se desvanece, decepcionante, cerrando la mano en una especie de éter, una mano ahora dolorida y asediada por la urticaria de saber lo que nunca se quiso averiguar. Y si verdaderamente es la decepción esa mezcla entre la tristeza y la rabia, tratar de alejar esta última para conservar irremediablemente la primera, al final, resulta mucho más elegante, es infinitamente más elegante, quedarse respirando nada más que la tristeza.


Será que la rabia se acerca demasiado a toda forma de mal. Y la tristeza, bueno, la tristeza apenas provoca daños colaterales, no deja cadáveres por el camino. El cadáver eres tú, y tú te mueves.  

domingo, 12 de junio de 2016

Anoche.


Ya circula por ahí; es expuesta a sus primeras lecturas críticas. Después de tres años no sé qué decirle, hemos pasado lo nuestro. Se lo tienen que decir otros, sin menoscabo del amor que siento por ella y cada una de sus páginas. De vez en cuando vuelvo a soñar con ellos y su mundo, el mundo -que creo desconocido, es el motivo- a través de mis ojos.

Vivir caminando sobre el alambre tiene sus ventajas. La confusión es un estado de permanente interrogación. Y siempre dije que este era un oficio de la duda. También cuando miro los poemas -que no leo, ni siquiera toco-, ahí, encuadernados, lastimados por la vergüenza de quien creyó en su necesidad, siento la obligación de odiar la mano que los compuso por lo incómodo del ejercicio autocompasivo. Fue quizá por ello que decidí esquivarlos.

Los comentarios llegan y lejos de la afectación que esperaba me mantengo fuera de todo. Al margen. Las palabras y voces en el texto me son ajenas. Puedo dar por acabado esto, me digo, ya lo has perdido todo, sentencio, otra vez. Qué más da. Podemos volver a empezar. E punto F, haga de nuevo su apuesta. Hay quien no puede vivir si no es fugándose de los sinsabores de la realidad, de la impureza en nosotros, del asfalto y el hormigón.


Ya dije que cuando José Alberto López te llama has de decir sí, sea por la responsabilidad de asistir a la obligación que impone el arte de quien maneja un verdadero talento, algo que por mucho que insistamos, no, no es abundante. Así que creo oportuno exponer y alardear de amistad artística y virtual: CROMOmagazine 12, GRIS. Acompañando a la fotografía de Aleix Plademunt. Qué decir: gracias, siempre a ti.



Despuntaba el alba, tan lejos.

Bebía, sentado -disfrutando de la penumbra, del plomo en las entrañas-, cuando llegó, un don nadie como cualquiera.

Yo la miraba.

Las aspas del ventilador removiendo humo, el vapor de las copas sobre la música de otro tiempo; la batahola tras la barra clandestina, la borracha y danzarina y exótica Suzanne atenuada en el centro del cosmos.

-Sé de lo que hablas -dijo-; también estuve enamorado.

La mesa baja, cómplices desconocidos, uno frente al otro -yo también...-, y en medio el cenicero que apenas se usaba para erigir una pirámide de ceniza. En la calle y solo aullaba el perro de las noches en los barrios sin luz; de aire desoxigenado por el vómito de las chimeneas de la fábrica.

Si nos despedíamos no era porque fuera hora de cerrar. Amanecía. Ella seguiría allí. Y él ya se alejaba, taciturno.

-Cuánto lo siento -mentí.

Asintió.

sábado, 21 de mayo de 2016

Tiempo detenido


La imagen es la de un muchacho de catorce años que besa a una muchacha y que, de forma sutil, como si no lo hiciera, coloca las manos a ambos extremos de sus caderas mientras ella, con las suyas, atrapa su rostro.

Al vértigo y al silencio primeros se impone la fascinación, luego la admiración, y finalmente, la envidia.

Piensa uno en ese beso como en el mejor de todos los besos. La contención, el tiempo detenido, la ausencia de un mundo contrario al beso. La imagen es un espejo de los años abandonados. La felicidad en ella es toda, allí, concentrada. Cómo no sentir envidia. Y cómo negar la fascinación. Melancolía.

Para ellos, jóvenes amantes, una expresión como tierra quemada es como cualquiera de las sinrazones de la razón que se malvive a partir de cierta edad. Habrá quien diga que no, que la magia... y yo respondería con esta imagen. Quién podría atreverse a negarla. Al fondo se recortan las montañas, tan verdes y puras, con un cielo límpido y puro. Se besan sobre un piso de macadán grafiteado desordenadamente y en negro. No me puedo detener en las palabras. Es el mundo de la imagen. Y la pareja adolescente, la fotografía ligeramente descentrada, ocupa el centro del universo. La naturaleza los contempla, no me cabe la menor duda. Y habrá quien diga de la magia que... resulta que sí. No podemos preguntarles a ellos. Conocer la respuesta, como yo mismo creo conocerla, ahora, en este momento, para quien la conoce porque es un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, para quien se sabe inmerso trágicamente en la mentira y conoce la respuesta a una sencilla pregunta sobre la magia porque la recuerda, la tierra quemada es más herida abierta que cicatriz, más martes que viernes, más Lorazepam que Durex.

El muchacho le saca una cabeza, así que ella ha de alzar la suya para buscar y encontrar sus labios. Es una conmovedora determinación. Observo el gesto y traduzco soy mujer. Pero también veo las manos del muchacho. No quiero mancharte, dañarte, ni siquiera alterar ligeramente tu delicadeza, intervenir en el valor de tu cuerpo entregado y tu esencia pegada a la mía, y traduzco, soy hombre.

A él le cuelga una pequeña mochila de la espalda cuyas asas son cordones de nailon. No le pesa. Todavía la mochila está casi vacía. En ella ya van sinsabores y felicidades. Sería injusto decir que de baja intensidad. Calzan zapatillas de deporte y visten pantalones cortos. Me digo, son para correr. Abriga el torso de la muchacha una sudadera. Él muestra sus brazos musculados y definidos en una camiseta deportiva sin mangas. Dioses, cómo se besan.

Apuesto a que él abandonaría el mundo por ella. Apuesto a que ella, por él, abandonaría el mundo. Es tan pueril, tan ingenuo, tan cursi. El juego es el juego. Lo harían. Y joder, no sería yo quien pusiera la ciencia en contra, quien dijera palabras como artificio o adolescencia o química. Apuesto a que él dice te quiero y a que ella lo dice también. También apuesto a que lo dicen de verdad. Apuesto a que es verdad y a que él abandonaría el mundo por su cuerpo menudo y por su voz de niña mujer y a que ella lo haría por sentir eternamente el cuidado de las grandes manos de él en su cadera.

También deja la imagen un sabor amargo a quien la observa desde la perspectiva lamentablemente privilegiada en la que el mundo no aprueba la magia, en un mundo en el que ni mucho menos el amor con sus cuatro letras es suficiente, ni siquiera necesario. La imagen habla directamente del paso del tiempo y de los anhelos presentes y de las presentes necesidades. Cuando el cinismo de la sociedad en la que nos movemos ahoga, asfixia, vuelve tristes los ojos y apenas dan ganas de afeitarse, ver la imagen de los dos que se besan y aman es una forma más de inmolación. Resulta peor cuando uno tiene la belleza por creencia.

Los veo ahí y me resisto a pensar que el momento no es más que el fruto de una casualidad. El azar, sin otra fuerza que se pueda considerar, los ha puesto ahí, les ha concedido su espacio y su tiempo, en un lugar cualquiera del planeta, de uno más en uno de los muchos sistemas solares de una galaxia entre millones de un universo que sabemos infinito. Me niego a creer que la dicha en el beso, en ese beso y no otro, responde a un sencillo uno más uno que siempre da dos. Más que nada porque sumo y vuelvo a sumar y siempre me da uno. Una extrapolación a lo cósmico asusta como lo hace lo desconocido, lo oscuro. Después ocurrirá que no habrá nada. Es sencillo. E igual de maravilloso, con todo su dolor.

La melancolía debilita los huesos y los miro una y otra vez como se haría con una obra de arte. La tierra quemada es zona volcánica, no deja de humear y amenazar.

Cómo los envidio, a ellos, ahí, tan ajenos a los vapores insalubres, a lo infraestructural, a las unidades de medida, a los relojes; cómo me fascina la naturaleza de los movimientos que no se pueden más que imaginar, del antes y el después, y sobre todo el contacto y su humedad y la piel estremecida y el calor.

Cuando nació tenía los pies grandes y los ojos siempre muy abiertos para atrapar el mundo. Su padre lo miraba sin saber que su carne crecería hasta ser un hombre. Su madre, probablemente, no lo quería saber. Se enfrentaban a la misión imposible de incorporar a la vida un pedacito más de vida.

Miro la imagen asombrado, primero dominado por el vértigo, por el silencio contemplativo, por la fascinación y la envidia y la melancolía después. La muchacha alza la cabeza y acaricia su rostro en el beso. Él, que siempre tenía los ojos tan abiertos, ahora los cierra.

Bien hecho.


lunes, 4 de abril de 2016

Entre el anonimato y la gloria.


Surge algo, una extraña química se activa, la piel se recoge; cuando ocurre que el deporte se fusiona con el arte, cuando el movimiento se vuelve poesía, pintura y escultura, esa musicalidad de las formas; cuando vemos al artista, al deportista, poseído por la armonía entre el cuerpo su tiempo y su espacio; cuando Javier Fernández se desliza sin esfuerzo aparente y entregado a la causa mayor y necesaria; ya digo, surge, para conocedores e ignorantes de su ejercicio o de su obra, genuina, la admiración, inevitable; algo más, la fascinación más pura; no por el hombre, el individuo -que nunca es nada, solo y sin intención, un accidente quizá-, sino por la magia desplegada, por el regalo de esa magia y por el creador voluptuoso que lo hizo posible.


Era el fin de semana del clásico.

Pero los clásicos, en fútbol, se dan, al menos, un par de veces al año. Y de ellos poco se puede esperar. Además, pasa que a la poesía la matan los euros y los dólares, que el arte se mancha, que el deporte se corrompe, el momento cumbre de la pasión reventado por la intrusión de la goma de lo estrictamente pecuniario, muerto el hechizo. El fútbol deshace su promesa según pasan los años. Uno se conforma con recordar vía Youtube las últimas baladas de Zizú o Ronaldinho, que es como contemplar lobos en jaulas. Y así, viajar hacia el pasado, a otros nombres, relacionados con la infancia, con el aprendizaje del deporte en la ingenuidad de la tijereta y el gol de plancha y la palomita de Paco Buyo.

Javier Fernández -no me canso de ver los ocho minutos veinte de Boston- se desliza como impulsado por miles de millones de partículas subatómicas, su cuerpo parece sumergido en esa ficción del éter, y no sigue la música de Sinatra, es la música la que se adapta a su contorno, a la expresión de su cuerpo, siempre en movimiento, siempre cadente, las cuchillas afeitando con elegancia la gélida superficie, trazando el dibujo perfecto de quien patina como sueña, del que baila en medio del cosmos, alborotando la existencia de quienes lo siguen en vivo, que tal vez no pueden creer lo que presencian, un público estremecido que jalea como hinchada y que celebra cada verso, cada pincelada o cada nota, sobre el hielo.

Independientemente de la gesta, del triunfo, hay algo más. 

Porque para según qué cosas la victoria no es más que una meta, y, ¿quién quiere llegar a donde no puede existir más que el vacío del fin? No.

Javier Fernández parece conocer el secreto. Es verdad que después se emociona y se envuelve en la bandera de todas las disputas y que celebra. Pero no. El secreto que conoce Javier se vislumbra en torno al minuto tres veinte. Dura a lo sumo un segundo, un primer plano fugaz, como una caricia perentoria e inesperada, una acción que nos descubre el verdadero interior del ingeniero del sueño, lo que está ocurriendo realmente, no lo que vemos, que es maravilloso, sino lo que ocurre, de forma imperceptible, y que es quizá la madre de toda la belleza recreada durante milenios: sonríe. Y lo hace en el mismo mundo de los atentados terroristas, del hambre y de las guerras. Javier Fernández descubre su sonrisa -disfruta envidiablemente-, no sabemos si por descuido o por el sencillo placer de dejarse, como lo estaba haciendo, llevar por aquello que ante la ignorancia o la incapacidad para explicar acordamos en llamar musas o inspiración; una parte más del regalo -la parte, el sentido, una verdad-, es esa sonrisa.


Enfrento esa sonrisa a la ya más que retuiteada fotografía del vestuario de un Real Madrid victorioso. No hay color. El arte, en el deporte, es otra cosa, y ya pasado el clásico (léaselo muy entrecomillado el epíteto, pobre y deslucido), la maravilla, insisto, el prestigio, el arte, lo encontramos en un muchacho que ahora danza entre el anonimato y la gloria.

lunes, 28 de marzo de 2016

La procesión de la muerte.


Pasión, muerte y resurrección de Cristo. Es difícil evitar ese segundo en el que se pasea y se descubre, como salida de la nada, la procesión con su banda y su penitencia y el paso y la imagen poderosísima de vuestro señor de todos o de su madre bajo palio y meciéndose solemne por las calles estrechas del siglo XXI; evitar la turbación. Cuando eso ocurre y es, la imagen, la de ese Cristo, su presencia dolorosa, me pregunto ¿Quién eres? ¿Por qué eres? Y procuro marcharme, para no ver todo lo demás.

La procesión de la muerte. José Gutiérrez Solana. 1930. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Y todo lo demás es quizá el Gólgota en Idomeni. Es un nombre nuevo para mí. Me gusta su sonido. Sin embargo nada dice la sonoridad del nombre del mal que se encierra entre alambradas y sobre el lodo, del hambre y del frío y del desamparo. Idomeni ha de significar algo así como sería mejor que se murieran, no vaya a ser que con ellos espere, paciente, la bestia. Todo lo demás es, tal vez, Bruselas; el eco del estallido, la quemazón como rastro de la onda expansiva, los miles de clavos y tornillos y restos de fierros lacerantes de la metralla; ay, Dios, y la sangre, que no sale ni con jugo de margaritas ni con el tungsteno del núcleo de un cinco cincuenta y seis, la sangre que riega desde el inicio los campos de esta Europa y que pensamos tierra de todos y libre y valiosa y lo que es más importante, justa, sobre todas las cosas, así que la sangre, que perdura, para vergüenza de los hombres, el fin de todas las guerras. Pongamos que todo lo demás es la necesidad y la tristeza de quienes no verán el final de la crisis y lo saben, en los barrios más humildes de la ciudad. Todo lo demás que no sea el rostro de ese Cristo que veo pasar tan fugaz como un neutrino, incomprensible en todo su ser; la paradoja de adorar dioses e hijos de dioses en el siglo más descreído y estúpidamente racional e ignorantemente ateo.

En Idomeni sólo se dan la pasión y la muerte; la resurrección es imposible, en esta vida. Uno ha de esperar a la otra, allá donde deben de encontrarse los que se inmolan en nombre del Dios verdadero. De aquellas fue un judío torturado y asesinado por miedo. No debió de entenderlo del todo, y probablemente, al llegar a donde quiera que llegase, al cielo quizá, antes de sentarse a su derecha, preguntó al Padre ¿por qué? Y el Padre no dijo nada, nunca lo hizo. Debe de ser algo parecido a lo que responden muchos padres en Idomeni si la desesperanza aún no les arrebató la voz o el valor para mirar a los ojos de los hijos, lo que decimos o lo que balbuceamos muchos padres al ver la mirada interrogante de nuestros hijos tras la barbarie televisada de un atentado. Ellos dicen Yihad, hijo, y nosotros les decimos, a ellos, a los del chaleco de la muerte y el kalashnikov, que sí, que Yihad, y así firmamos el contrato del miedo que legitima su causa y que nos victimiza y nos expide la licencia, ya saben, Stairway to heaven.

Y el miedo despierta el odio. Lo hacemos tan rápido que espanta. Apagaremos el fuego con fuego, lo intentaremos al menos. Apelaremos a la valentía, al heroísmo, a nuestro bien sobre el mal de ellos, y entonces respiraremos más tranquilos, creyendo que ya todo acabó como creímos otras veces; y le daremos gracias a Dios, que nos ha rescatado una vez más de las garras de Dios, y cuando lo veamos, majestuosamente -tristemente- clavado en su cruz por las calles estrechas del siglo XXI suspiraremos por su sufrimiento, rodeados de semejantes que tal vez lloran por el sacrificado tallado en nobles maderas, obviando, ignorando, que la talla lleva la barbilla clavada en el pecho por la sangría y la fatiga. Pero será nuestro miedo y la firma del contrato -el mismo miedo y contrato que clavaron al hombre en la cruz-, que olvidaremos el nombre de Idomeni y las almas encarnadas en su vientre putrefacto y hasta que la sangre fue derramada en Bruselas e incluso la resurrección en un posible más allá, lo olvidaremos todo, como olvidamos el sentido último de la fe, los pasos de quien caminó sobre las aguas.


Me dijo -la tele apagada, el corazón pequeño pero incansable latiendo en la cuna; leíamos, cada uno lo suyo, y era avanzada la noche-: tengo la sensación de que algo horrible va a ocurrir. Y ahora sé que no importa ni mucho ni poco lo que pude decir yo, lo que creía y de lo que un rato después ya no estaba tan seguro. No lo pensé en ese momento y lo averiguo ahora, tan gris como la última pompa de humo del vapor que Lord Jim abandonaba con la misma vergüenza y la misma culpa que ahora me visten; y sin embargo, la miré, en silencio -nos llegaba como lo hacía desde el primer día ese latido incansable del pequeño corazón sobre la cuna-, apenas unos segundos, contemplando la belleza de su expresión de ojos asustados, la boca entreabierta por la inercia de la voz en la última palabra puesta en la misma punta de sus labios, y decía que la miraba, y el eco de sus palabras permanecían en el salón con su carga de gravedad; no hablamos más y acordamos que sí, que por supuesto ocurriría algo horrible, siempre es así; ya no se puede esperar otra cosa que pasión y muerte, la resurrección sólo está reservada para unos pocos.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Fisherman at sea. La Mentira. La Locura



Busco una música para esto.

Un, dos... probando.

Ah, ¡sí! ¡Ya!

No. Ahora:

Busquen y pongan (bajito, que se trata de leer): Modern Art de The Rippingtons.

Ya lo pongo yo: 




Daña la mentira. Lo hace incluso cuando uno puede disfrutar -gratis, de momento- ante la fotografía azul de este cielo de noviembre, de esta extraña primavera crepuscular. Pero no es la mentira de andar por casa de lo que hablo; hablo de la Mentira. Otra cosa, ya digo, que es dañina y que está fuertemente enraizada como lo hacen los tumores que suelen ser mortales. Es así que no resulta difícil ver que la mentira, la Mentira, lleva a la muerte; no a la muerte en la que la las constantes vitales son iguales a cero, no, hablo de la Muerte, esto es, la Mentira, la inexistencia por ausencia de realidad palpable y naturaleza real.

El mundo que ocupa mi existencia es a todas luces desordenado. Tengo cuanto he querido tener, siempre lo vi al alcance de mi mano y tomé cuanto consideré justo tomar, sería una estupidez diferenciar errores y aciertos si errores y aciertos son los mismos caminos y distintas formas de interpretar el modo en que se ha puesto un pie tras otro. No sé si justo es el término que más se ajusta a lo que quería decir. Pero eso, aquello, estaba ahí, y yo lo quise o lo necesité o creí que lo quise o lo necesité o ambas cosas, y lo tomé, y lo que es más importante, no hacía daño a nadie, que aquí sí va bien lo de justo, un acto de justicia, eso es, porque el origen de mi deseo siempre estuvo en ser, y no en tener, tener es injusto, poseer sobre el ser es injusto. No tengo, soy. Decía que tengo cuanto quise porque soy cuanto quise ser. Me es fácil, es mi naturaleza. Hay algo sin embargo que se interpone, el camino es redibujar el obstáculo y no otra cosa y no es una senda maloliente sembrada de cadáveres. No culpo a los demás o a lo demás, ahora no puedo culpar porque es un verbo inexacto, no sabemos cuándo empezó todo y qué es todo si ni siquiera sabemos si hubo nada: Eduardo Flores de la Flor, nacido de hombre y de mujer, padre de tres hijos, cada uno de ellos de una madre diferente -buenas y hermosas mujeres, madres insuperables, y con las que compartió tiempo y espacio con libertad hasta que se consideró que ya no había sentido seguir compartiendo-, duerme junto a la mujer que ama y que lo ama, con sueños y vida, ahí está, sueños y vida, ser, no tener, soy, hasta ahí puedo escribir: pregúntate de vez en cuando si eres, si lo eres alguna vez, poco mal te hará. Es el día de hoy, el de mañana no lo puedo conocer todavía, porque no siempre hubo algo o no lo sabemos. El mundo que ocupa mi existencia es, a todas luces, el caos en el que soy más feliz que muchos, por suerte y por lugar de nacimiento y por la piel que me visto por las mañanas.  

Últimamente camino despistado y lo hago casi todo despistado. Sí, lo llevo haciendo como unos treinta y cuatro años. Porque no cabe otra explicación que no sea la del despiste permanente para no darse cuenta el resto del tiempo y sentirse sorprendido cuando la mentira te asalta, como si no fuera realmente la mentira ese tumor del que hablábamos y que, así como mi despiste me mantiene respirando, es la mentira la argamasa de toda esta construcción: el mundo; dicen que gira sobre su propio eje, cada veinticuatro horas; tal vez la primera mentira, quién sabe. El movimiento de traslación me produce pavor.

Será tal vez por eso que mi despiste desaparece en el éter de lo ficticio. No encuentro una libreta en la que una vez escribí un relato que ahora, no sé si porque no lo encuentro, me parece un relato cojonudo, un buen relato para pasarlo a ordenador, El día del hombre, se titula, y va de un tipo normal, muy normal, un tipo como cualquiera que trabaja en una gestoría, un padre de familia, normal, que toma la decisión de... 

En la ficción no existe la mentira con m mayúscula, no en la buena ficción. Hay en ella una verdad no absoluta, una verdad en movimiento y agradable al paladar, una verdad que nunca se nos ocurriría escribir con v mayúscula. Y como todo no va a ser podredumbre, la verdad de la ficción, sí, la verdad sin asideros -escurridiza como una anchoa en el centro del océano-, la verdad en la ficción, mantiene en imperfecto funcionamiento el factor humano que la mentira trata de convertir en recurso o pieza recambiable.

La intención era moverse en algún momento a lo cotidiano, a la impregnación de la mentira. Ahora me pregunto para qué, si no sería contribuir -un fiero verraco con dientes de comadreja devora mi hígado- mintiendo sin pretenderlo. Veo que es complicado, absurdo: medios de prensa escrita (no lo hagas), empresas de mercenarios y cobardes al servicio (don´t do it) de la causa del flus y la liquidez, hijos naturales (ne le fais pais) de la mentira; literatura de consumo (pa fê l´) e industria de la ignorancia, escritores y poetas, baratos (dit nie doen nie) y vanidosos se entregan al aquelarre y a la prostitución; músicos de playback y cocaína y... Mentira... televisión para zombies y novela (ne fari gin) negra para psicópatas, informativos (tun sie es nicht), permíteme que insista: Mentira: todos tenemos un precio, el mío es...Valhe.

Cuando uno tiene noticias de la mentira e inmediatamente piensa en el daño irreparable de su consecuencia se encienden todas las alarmas. ¿Cómo no me he dado cuenta en todo este tiempo? Sin embargo la mentira estaba ahí, mucho antes de haber abierto los ojos por primera vez. De hecho fue la mentira quien te dio la bienvenida, agradecida quizá por la nueva presencia que la hará más grande y fuerte, un retal más para el mimetizado que lo acerca a una verdad posible.

Creer reconocer esa extraña verdad en lo ficticio te lleva a la locura, a ser un loco. Como todos ustedes saben, el loco es, en la mayoría de casos o en el clímax mismo de su propia locura, desordenado. No cumple los requisitos del orden y el orden, también lo sabemos todos, es la regla indicadora de lo correcto y lo bien hecho, así lo dicen las tablas de la ley del supuesto sentido común. La locura es el mal camino, te pueden encerrar por ello si llegado el caso tu caos afecta al perfecto funcionamiento del orden.  Si tu caos no parece infeccioso, que siempre lo es, no tendrás mayor problema: nadie te escuchará, u olvidará tus palabras una vez pronunciadas y en el aire.

Hemos dicho mentira y verdad y ficción y locura y orden y caos y palabras. Ocurre que cuando sueño con leones, con leones que me persiguen, huyo sabiendo que en todo ese asunto de la persecución está en juego mucho más que la vida, sé que ellos tienen un motivo para hacer lo que hacen, un motivo justificado que no puedo llegar a entender, y también sé que yo, que vivo mi propio sueño y que a la vez puedo verme en él, me siento ridículo, en la huída, como si el peso mismo de la razón que justifica la cacería me hiciera profundamente ignorante, y lo veo claro, debería dejarme, mi cuerpo dado a las fieras como alimento o como ellas quieran que sea mi carne ya inservible más que para ellas, huyo sin embargo, con ese sabor a angustia sanguinolenta en la boca, huyo por cobardía aunque de forma muy ineficaz, porque sé, el sueño es recurrente, cómo ha de acabar todo, la locura, esta que dibujo con palabras, los leones, que parecen tener su verdad, tan impresionante verdad, sus razones para devorarme y mi sinrazón de huir sin saber por qué porque en el fondo de toda la cuestión la huida se antoja mentira, es un sueño, al fin y al cabo, y huyo, digo, decía, inercialmente hasta el fin conocido, una canción que se repite, leones que no pueden ser leones galopan tras de mí, su presa.

Las palabras son las partículas subatómicas de la mentira y la verdad. Para el loco la mentira cobra forma definida en el orden y le es del todo imposible relacionarse pacíficamente con el entorno y la sociedad, la búsqueda no tiene fin y es, la búsqueda, un fin mismo. Para el loco la única verdad posible es el caos, aunque también lo es para el Universo entropía, que es infinito y lo infinito el momento del pensamiento que me gustaría alcanzar aunque solo fuera por unos segundos, el infinito, sí, divago y divago y divago y lo haría hasta originar una conexión sináptica con la savia de los árboles y el viento de los bosques en los que hay viento y con la rabia desatada en las entrañas de los megavolcanes que de entrar en erupción nos borrarían del planisferio, como el Cumbre Vieja en las Canarias o el de Yellowstone en los USATIERRADELASLIBERTADES, que es donde vivían tranquilamente y mangando emparedados el oso Yogui y Bubu, cuando en realidad es el infierno en la Tierra, en fin, el infinito, ese momento o lugar inabarcable, el campo en el que la locura no permite la expresión "sentido común" porque huele a mentira.

Daña la mentira, la sociedad que formamos como individuos, el lugar en el que desde siempre y mal viven los cuerdos propietarios del sentido común. Lo hace aunque solo sean los locos quienes sienten la gélida puñalada, el dolor.  

Aquí un dibujito en el que la mentira es representada por un político o un banquero o Donald Trump. La mentira lleva en su mano un ukri, un cuchillo tradicional nepalí, ¿lo ven? Busquen en Google un momento, les doy unos segundos.

¿Ya? Eso es.

(Sé que no han buscado un carajo, da igual, para que lo sepan: es un cuchillo curvo como un boomerang y de punta fina, que es lo que jode).

[Dibujo: Se lo imaginan: La mentira me apuñala justo por debajo del esternón.]


Qué quieren que les diga: Fisherman at sea:




Autor: Joseph M. William Turner
Fecha: 1796
Museo: Tate Gallery (Londres)
Características: 91,5 x 122,4 cm.
Estilo: Romanticismo Inglés
Material: Oleo sobre lienzo
Copyright: (C) ARTEHISTORIA

Este lienzo que contemplamos fue el primero que Turner expuso en la Royal Academy. Se trata de una marina nocturna en la que el maestro muestra su interés por presentar diferentes tipos de iluminaciones, al sentirse atraido por ejercitarse en la técnica del claroscuro. El maestro londinense divide la composición en un primer plano ocupado por las fuertes olas, un plano intermedio donde observamos la barca de pesca zarandeada por el oleaje y un trasfondo en el que encontramos los árboles de la costa. Entre las nubes se aprecia el círculo blanquecino de la luna, cuyas luces bañan la escena para crear sensacionales contrastes lumínicos. La influencia de la pintura holandesa del Barroco-RuysdaelHobbema o Van Goyen- se manifiesta tanto en la temática como en el importante papel otorgado al cielo, ocupando más de la mitad de la superficie del lienzo. El movimiento, la iluminación fantasmagórica y la violencia de la naturaleza serán elementos comunes a buena parte de los primeros trabajos de Turner. http://www.artehistoria.com/v2/obras/14054.htm