Escribir esta segunda
entrada del diario contra lo íntimo se me hace más que difícil imposible.
Porque uno quisiera escribir sobre lo que no se puede escribir.
El dolor.
Veo a través de estas cristaleras
lo siniestro de un cielo ambiguo sobre las marismas. Con conucos apagados, son
apenas negras perturbaciones en el aire, recortándose en el cielo; pienso en lo
demoledor del impacto y en la fragilidad del individuo.
Nada que ver por
supuesto con descubrir a mi hermano Valero Cortadura presentando su primera novela.
Sé que ha creado algo grande. También él lo sabía, allí sentado, respaldado por
las palabras que antes depositara sobre el vacío de la nada. Aquellas palabras,
bueno, no justamente esas, si no las que salían en forma de voz, me
reconfortaron. Verán, ayer fue un mal día.
Sobrepasa a cuanto
aspira detallar este diario absurdo hacer pública la desdicha.
Antes que esto fuera la
victoria de la carne era la muerte del suspiro. Imagino que ahora debería ser
otra cosa.
Los coches que circulan
por la autovía van todos y a toda prisa hacia una muerte segura. Observo desde
la muerte misma, desde los despojos que juntos y alguna vez formaban un hombre.
No sé si existe un tango titulado Perder. Eso del tango me trae de la memoria
aquella película de Darín, El mismo amor la misma lluvia. No recuerdo si el
título es exactamente ese o parecido, la pereza me impide buscar en Google.
Pero Perder, qué gran título para un tango. Hay que se saber perder, dicen, y
un carajo, digo yo.
Se me ocurre que perder
y errar son dos verbos estrechamente relacionados. Los conozco bien.
Volvía en autobús y
tarde y en mi regazo reposaba cerrado La
escapada de William Faulkner. Lo que dejaba atrás era el universo. Nadie
entendió que aquello había sido mi universo. Este autobús hacia ninguna parte
llevaba un cadáver hacia la nada que es el lugar que habitan los cadáveres.
Presiento que ese autobús me llevará más y más lejos cada vez, hasta no ser ni
siquiera cadáver, hasta no tener nombre, hasta no ser recuerdo.
Le he dicho, a alguien:
"cariño, cada día me quiero menos y peor. Espero que no te escandalice que
te diga que algún día acabaré suicidándome, como Hemingway, pero de una forma
más elegante". No me ha tomado en serio, y hace bien. Pero es tan cierto
como que hoy soy un cadáver. No sé si Schopenhauer ha tenido que ver algo en
esto, o Chateaubriand, o cualquiera que en algún momento me hizo ver aquello de
la desaparición voluntaria, en el fondo, una especie de arte.
Que
la vida iba en serio... al contrario de Jaime Gil de Biedma
lo aprendí demasiado pronto. El dolor con sangre entra.
Hablaba Marina Rosado,
sí, creo que era Rosado, y si no da igual, sobre la vergüenza de la mujer de
ser mujer, de cómo la sangre periódica era motivo de vergüenza porque era una
herida, de que ser mujer era motivo de vergüenza. Me pareció tan terrible como
cierto. Yo envidio a la mujer, pese a todo, pese a este lastre mío de la
masculinidad y su violencia implícita, lo que me dibuja como un macarra por
decir que hay quien se merece que le rompan la cara. Quienes alegan su civismo,
quienes se escudan tras él por saberse miserable, merecen que se les rompa la
cara y se les diga, con la tranquilidad propia de quien sabe que su civismo no
es más que la superficialidad de un corazón impuro y deteriorado por vivir una
sociedad de mentiras. De hecho estoy determinado a romperle la cara a alguien
en particular en cuanto me lo cruce por mi camino. Y no crean, no será nada
grave, no será escandaloso, tendrá consecuencias -esas consecuencias, hoy,
siendo un cadáver, las ruinas de un organismo, no me producen la más mínima
inquietud-, pero será justo. Entonces sí seré un macarra, entonces sí seré un
animal, el mismo animal que ama por instinto y con todas sus fuerzas, el mismo
animal que para alimentarse prefiere la carne poco hecha, el animal, en
definitiva, que sabe que en el fondo todos somos animales encerrados en jaulas
de asfalto, hormigón y lo hipócritamente correcto. La civilización es una
distopía creada con muy mal gusto. La civilización oculta el respeto hacia los
demás con una serie de códigos malintencionados.
Sigamos con este diario
contra lo íntimo cargado de ficciones. Una vez me encerré en una habitación del
hotel Ramada de Dubai -habitación que era más grande que mi piso- con un buen
amigo y media docena de mujeres -cuyos vestidos y ropa interior no se pagaba ni
con todo el dinero en mi cuenta y en la de mi amigo- dispuestas a hacernos
felices durante tres días y dos noches. Sé que esto me hará terriblemente
impopular y que recibiré el odio de muchas y la envida de otros. Si sirve de
algo hoy no lo haría, y si no sirve, me la suda bien por lo bajo. Durante ese
tiempo me gasté como unas trescientas mil pesetas y sólo me comí una
hamburguesa. Ah, sí, pagué cincuenta mil pesetas en una botella de Chivas que
resultó ser una verdadera bendición. Podría alegar una especie de locura
transitoria generada quizás por no pocos actos bastante más deleznables y que
en cualquier otro contexto serían motivo cuando menos de cárcel. Supongo que
cuento todo esto por el dolor.
El dolor, el verdadero
dolor, es una muesca imborrable en la espina dorsal. Es permanente. Asocio el
dolor a una forma de amar, la mía.
Se me viene a la cabeza
Valero y su libro.
Recuerdo leer Cien años
de soledad de García Márquez borracho y con una joven rusa masajeándome la
espalda. Me enamoré de ella, me olvidé de que era una puta más que
probablemente en contra de su voluntad que disimulaba su más que probable
amargura brindándome una dedicación aparentemente tan pura que no me quedó otra
que creérmelo. Así que me enamoré de ella y lloré cuando después de los efectos
del Chivas y de todo lo demás supe que ya no volvería a verla y que su destino
estaba condenado. También eso me produce dolor. Parecerá mentira, pero aquella
experiencia marcó en mí un antes y un después. A mi colega le ocurrió igual, ella
era china. Yo también disfruté de sus cuidados. Pero se dio que yo me enamoré
de la rusa y él de la china. Si él lloró nunca lo sabré. Hoy sigo asociando
Cien años de soledad y a García Márquez con aquella joven rusa, con la locura
de la que yo procedía hasta caer en sus brazos.
Ya no estoy tan seguro
de acabar en el campo este fin de semana. De hecho ni siguiera estoy seguro de
que exista un fin de semana, de hecho no estoy seguro de saber qué es un fin de
semana. Estoy seguro de amar a una mujer más que a nada en este mundo. Estoy
seguro de amarla por encima de mí mismo. Estoy seguro de que es la mujer más
mujer y más extraordinaria de cuantas he conocido, y para bien o para mal, y
sin querer resultar excesivo, he conocido a muchas y amado a muchas. De lo que
no puedo estar seguro es en lo del campo. Lo necesito, eso sí. Lo necesito
porque recuerdo que hace unos meses me emborraché y fumé opio hasta vomitar
allá en una isla perdida del mundo y me desnudé para escalar por unas rocas de
origen volcánico que pedían a gritos un acto puro de humanidad. Yo estaba loco
entonces, no mucho más que ahora, cargado de Valium 10 mg hasta las orejas.
Estaba felizmente loco a partir de lo infeliz que me había producido estar
excesivamente cuerdo. No soy un macarra, señor mío. Soy un hombre pleno de
humanidad, un hombre bueno me atrevería a decir, un hombre dolorido,
traicionado por la vida, un hombre que arrastra con el recuerdo de haber matado
porque las circunstancias así lo requerían, un hombre que no se ve, que se
esconde tras el hombre que todos creen ver, soy un hombre que sabe del valor de
encontrar un tesoro en la jungla, soy, en definitiva, un hombre derrotado cien
veces y otras tantas renacido, soy quien ha muerto, otra vez, y soy, esto
deberías tenerlo muy en cuenta, a quien debieras temer hoy más que a la muerte.
Y entre que redacto
todas estas ficciones -ficciones o no- íntimas postergo la obligación de
entregar el original de una novela a una editorial que lo espera. Ya ven. Los
muertos no entienden demasiado de prioridades.
Tengan un feliz día. O
no, que tampoco me importa demasiado.