Imaginen. Esa luz tan
especial de Cádiz en una mañana cualquiera de verano. Esa plaza de San Juan de
Dios, reluctante, paseada, el puerto a sus pies, curiosamente libre de enormes
navíos cruceros. Y esa gente, tan graciosa, sí, esos gaditanos como figurantes
de una Venecia sin canales, esos simpáticos gondoleros. Así podría comenzar la
leyenda.
Cuenta la leyenda de
cierto cónsul aventurero que cierto día, en el desempeño de sus funciones, hubo
de dirigirse al ayuntamiento de la ciudad de Cádiz.
Imaginen ahora, esa luz
tan especial; imagínenlo, al cónsul, con maletín y sombrero si quieren, al pie
de la Casa Grande gaditana, cual padre Merrick, sin bruma diabólica pero con un calor del demonio, trajeado y
sudando por dentro del traje, el cónsul alemán del que os hablo.
Pues eso, que cuenta la
leyenda que el hombre había solicitado audiencia para verse con el nuevo
alcalde con motivo de la próxima visita al puerto del buque escuela alemán. Y
cómo cae el sol por san Juan de Dios en verano. No es improbable que el hombre,
el cónsul alemán, sudase por partida doble. Por un lado los rayos blancos y
amarillos y verticales, por otro, el nerviosismo de la misión. Digamos que era
rubio y alto, sí, la cabeza como un dado de parchís; pero sudaba. Ya saben lo
que cuentan las leyendas del alcalde de Cádiz. El nerviosismo de nuestro cónsul
no era para menos.
Le facilitaron el
acceso sin mayor problema. Distintas versiones de la leyenda hablan de cómo
tuvo que sortear alguna especie de cancerbero propio de la tierra, uno que
parece ser había sido encontrado por Iker Jiménez la vez que había estado
investigando por la Casa del obispo.
Pero las fuentes más
fiables dicen que no, que hasta le ofrecieron agua y todo, al verlo así, al
pobre hombre, la gota de sudor resbalando por la sien izquierda, la mano
sudorosa asida al maletín, rojo el rostro como el más vivo de los salmonetes,
le dieron agua al atribulado cónsul alemán.
Siguió nuestro cónsul
por pasillos estrechos de techo bajo y antorchas iluminando el recorrido al
técnico encargado de llevarlo al despacho del alcalde, de quien había oído
historias terribles: una vez llegó a mostrarse indignado públicamente por un
desahucio. Aquellas historias no dejaban dormir al cónsul en sus escasas horas
de descanso en su retiro gaditano-alemán.
Fue tras dejar el angosto
pasillo (habían subido y después bajado escaleras de caracol, pasaron junto a
celdas oscuras cuyos moradores se mantenían a la sombra y solo, en algún
momento, de aquellas celdas, surgió una risa que al cónsul heló la sangre y
erizó el vello rubio de su nuca) que el técnico del ayuntamiento se detuvo y aún permaneció de espaldas a él unos segundos que debieron parecerles eternos.
Sin duda alguna, habían llegado.
Cual cochero de Drácula el técnico sobre
alargó su brazo izquierdo e indicó al cónsul un desvencijado banco de madera
malherido por la carcoma. El cónsul alemán se sentó, su piernas juntas, rodilla
con rodilla, el maletín sobre las rodillas, las manos, ambas aferradas al asa
de piel fina del maletín, sudando las manos. Solo cuando el cónsul se sentó
pudo observar la enorme puerta de doble hoja y de nobles maderas entreabiertas
ante él. De la habitación al otro lado y por el espacio vacío entre portones asomaba
una luz mínima, como serían los últimos fuegos en la noche de una chimenea,
como el anochecer en el infierno, así la luz.
No voy a decir que
temblaba porque no. Era alemán.
En el interior del
maletín los documentos sí temblaban. El cónsul, en el retiro de su refugio
gaditano-alemán, había pasado incontables horas ensayando la articulación de
las palabras a las que pretendía dar cierto toque gadita por aquello del pasado
oscuro que en otra leyenda se contaba del alcalde. Había salido en una
comparsa, era residente del barrio de la Viña. No había dejado nada al azar.
Pero ahora se
encontraba allí, ante la puerta flanqueada de teas humeantes, el sol fuera, tras los muros, en
el silencio de una antesala, el eco lejano del teclear siniestro en viejas
máquinas de escribir. Y estaba solo. En su mente un único pensamiento, la
misión.
Pasaban los minutos, y él allí, con su misión sobre las piernas.
Pasaron las horas, dos
al menos. Silencio.
Una hora más pasó, un
terror irracional -o quizá una hinchazón en los testículos- sustituyó al
nerviosismo. Fue entonces que el tableteo de unos zapatos de tacón lo sacaron
de su angustioso monólogo interior, ese debate interno en el que se ponía en
duda su germanía.
La vio y se dijo, una secretaria.
Ella no le miraba. Se
dirigía indudablemente al despacho del alcalde y no le miraba. Así que se decidió
a tomar la iniciativa. Al fin y al cabo era alemán. Cuánto había pensado en
frau Merkel a lo largo de todo este sufrimiento, en lo que ella pensaría de él,
si lo viese, todo un cónsul de esa nueva Alemania que volvía a poder permitirse
tocarle los cojones a todo el mundo. En fin, que levantó la mano, el cónsul.
Ella seguía sin
mirarlo.
Habló.
Disculpe,
señorita, ¿tardará mucho el señor el alcalde? Lo dijo sin
dejar de sonreír, lo más gadita que pudo, un acento como de Cortadura mezclado
con esperanto.
Ella entonces se detuvo
ante la puerta y esta vez sí que se giró y le miró y le sonrió tal y como hacen
algunos animales. No dijo nada. Entró en el despacho. Pasaron no menos de
treinta minutos.
Se sumía en una especie
de letargo cuando el abrirse de una de las hojas de las puertas del despacho
arañó el silencio y los oídos del cónsul seguido de la presencia de la
secretaria siniestramente sonriente y de la voz del alcalde, al fin, una voz
como procedente de las mismas entrañas del posible infierno existente en el
fondo de la Bahía que bañaban las aguas de la díscola ciudad, la voz del
alcalde, en grito, ordenando su marcha, con extrema crueldad, empleando
adjetivos crueles, señalando cruelmente a su frau Merkel, la voz cruel del
alcalde de Cádiz.
Cuenta la leyenda que
aquel cónsul nunca llegó a salir del ayuntamiento. Hay quien dice que se le
puede ver pasear por los pasillos de la Casa Grande en camisa de tirantes,
pantalón corto, calcetines y chancletas, siempre aferrado al maletín que era su
misión, con el recuerdo de ese buque militar que debió llegar algún día al
puerto gaditano. Cuenta, la leyenda, que los técnicos le dan de comer, como
hicieran con Canelo los celadores del Puerta del mar.
Pero esa ya es otra
leyenda.
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