Podemos preguntarnos acerca de cada cosa, con el brillo de unos dientes, expuestos al amarillo multiforme de los rayos del sol, sin reconocer siquiera que la madre de todos los misterios, de los más hermosos al menos, empiezan y terminan en la singularidad del simio que respira sueños, a la vez que asesina adrede y con sus manos.
Del total desconocimiento del lugar que ocupa el verbo vivir en los diccionarios, surgen todas aquellas preguntas que nos conducen a la más bella de entre todas las utopías, aquella en que quien camina es un superhumano.
Lo mejor de todo es acercarse a saber que jamás rozaremos en lo más mínimo a existir, con toda la sangre y el poder que ello conlleva.
Vivimos un tiempo maravilloso. Un tiempo en que nuestro peor enemigo se define tan claramente que nos es posible gozarlo con todas nuestras fuerzas. La adversidad pelea a pecho descubierto; luce sin complejos un puñal goteante y magnífico. No existe mejor rival.
Humana, demasiado humana es la guerra; aquella que tuvimos, la que vivimos y las futuras que hoy pergeñamos. ¿Hacia dónde debemos caminar? ¿Cómo sabemos cuando detener nuestros pasos? Nada de esto importa, quiero decir, todo es tan importante.
Combatir es, por ejemplo, aprender a mojar con los labios otros labios o aprender a gritar o a sonreir.
¿Tiene que ver con la victoria escribir estas líneas sentado en este patio rodeado de geranios? No lo sabemos. Quizá nunca lo sepamos y, qué más da, si podemos sentirla cerca. Tanto que es inalcanzable y es, sencillamente, maravilloso que así sea.
Los dioses nos pusieron aquí y ahora. Nos armaron de carne sangrante, de poderosa carne. ¿Por qué no hacer la guerra con ella para morir como se ha de morir, con todos los huesos reventados de vivir? Busquemos pues La Victoria de la Carne.
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