La imagen es la de un
muchacho de catorce años que besa a una muchacha y que, de forma sutil, como si
no lo hiciera, coloca las manos a ambos extremos de sus caderas mientras ella,
con las suyas, atrapa su rostro.
Al vértigo y al
silencio primeros se impone la fascinación, luego la admiración, y finalmente,
la envidia.
Piensa uno en ese beso
como en el mejor de todos los besos. La contención, el tiempo detenido, la
ausencia de un mundo contrario al beso. La imagen es un espejo de los años
abandonados. La felicidad en ella es toda, allí, concentrada. Cómo no sentir
envidia. Y cómo negar la fascinación. Melancolía.
Para ellos, jóvenes
amantes, una expresión como tierra quemada es como cualquiera de las sinrazones
de la razón que se malvive a partir de cierta edad. Habrá quien diga que no,
que la magia... y yo respondería con esta imagen. Quién podría atreverse a
negarla. Al fondo se recortan las montañas, tan verdes y puras, con un cielo límpido
y puro. Se besan sobre un piso de macadán grafiteado desordenadamente y en
negro. No me puedo detener en las palabras. Es el mundo de la imagen. Y la
pareja adolescente, la fotografía ligeramente descentrada, ocupa el centro del
universo. La naturaleza los contempla, no me cabe la menor duda. Y habrá quien
diga de la magia que... resulta que sí. No podemos preguntarles a ellos.
Conocer la respuesta, como yo mismo creo conocerla, ahora, en este momento,
para quien la conoce porque es un recuerdo, un recuerdo, un recuerdo, un
recuerdo, para quien se sabe inmerso trágicamente en la mentira y conoce la
respuesta a una sencilla pregunta sobre la magia porque la recuerda, la tierra
quemada es más herida abierta que cicatriz, más martes que viernes, más
Lorazepam que Durex.
El muchacho le saca una
cabeza, así que ella ha de alzar la suya para buscar y encontrar sus labios. Es
una conmovedora determinación. Observo el gesto y traduzco soy mujer. Pero
también veo las manos del muchacho. No quiero mancharte, dañarte, ni siquiera
alterar ligeramente tu delicadeza, intervenir en el valor de tu cuerpo
entregado y tu esencia pegada a la mía, y traduzco, soy hombre.
A él le cuelga una
pequeña mochila de la espalda cuyas asas son cordones de nailon. No le pesa.
Todavía la mochila está casi vacía. En ella ya van sinsabores y felicidades.
Sería injusto decir que de baja intensidad. Calzan zapatillas de deporte y
visten pantalones cortos. Me digo, son para correr. Abriga el torso de la
muchacha una sudadera. Él muestra sus brazos musculados y definidos en una
camiseta deportiva sin mangas. Dioses, cómo se besan.
Apuesto a que él
abandonaría el mundo por ella. Apuesto a que ella, por él, abandonaría el
mundo. Es tan pueril, tan ingenuo, tan cursi. El juego es el juego. Lo harían.
Y joder, no sería yo quien pusiera la ciencia en contra, quien dijera palabras
como artificio o adolescencia o química. Apuesto a que él dice te quiero y a
que ella lo dice también. También apuesto a que lo dicen de verdad. Apuesto a
que es verdad y a que él abandonaría el mundo por su cuerpo menudo y por su voz
de niña mujer y a que ella lo haría por sentir eternamente el cuidado de las
grandes manos de él en su cadera.
También deja la imagen
un sabor amargo a quien la observa desde la perspectiva lamentablemente
privilegiada en la que el mundo no aprueba la magia, en un mundo en el que ni
mucho menos el amor con sus cuatro letras es suficiente, ni siquiera necesario.
La imagen habla directamente del paso del tiempo y de los anhelos presentes y
de las presentes necesidades. Cuando el cinismo de la sociedad en la que nos
movemos ahoga, asfixia, vuelve tristes los ojos y apenas dan ganas de afeitarse,
ver la imagen de los dos que se besan y aman es una forma más de inmolación.
Resulta peor cuando uno tiene la belleza por creencia.
Los veo ahí y me
resisto a pensar que el momento no es más que el fruto de una casualidad. El
azar, sin otra fuerza que se pueda considerar, los ha puesto ahí, les ha
concedido su espacio y su tiempo, en un lugar cualquiera del planeta, de uno
más en uno de los muchos sistemas solares de una galaxia entre millones de un
universo que sabemos infinito. Me niego a creer que la dicha en el beso, en ese
beso y no otro, responde a un sencillo uno más uno que siempre da dos. Más que
nada porque sumo y vuelvo a sumar y siempre me da uno. Una extrapolación a lo
cósmico asusta como lo hace lo desconocido, lo oscuro. Después ocurrirá que no
habrá nada. Es sencillo. E igual de maravilloso, con todo su dolor.
La melancolía debilita
los huesos y los miro una y otra vez como se haría con una obra de arte. La
tierra quemada es zona volcánica, no deja de humear y amenazar.
Cómo los envidio, a
ellos, ahí, tan ajenos a los vapores insalubres, a lo infraestructural, a las
unidades de medida, a los relojes; cómo me fascina la naturaleza de los
movimientos que no se pueden más que imaginar, del antes y el después, y sobre
todo el contacto y su humedad y la piel estremecida y el calor.
Cuando nació tenía los
pies grandes y los ojos siempre muy abiertos para atrapar el mundo. Su padre lo
miraba sin saber que su carne crecería hasta ser un hombre. Su madre,
probablemente, no lo quería saber. Se enfrentaban a la misión imposible de
incorporar a la vida un pedacito más de vida.
Miro la imagen
asombrado, primero dominado por el vértigo, por el silencio contemplativo, por
la fascinación y la envidia y la melancolía después. La muchacha alza la cabeza
y acaricia su rostro en el beso. Él, que siempre tenía los ojos tan abiertos,
ahora los cierra.
Bien hecho.