martes, 25 de agosto de 2015

Nada de barcos


Ahora que nos luce el pelo y que las penas parecen menos, que siempre nos ha encantado esto de aparentar y de aplaudirnos, se me hace oportuno la publicación de este cuentecito.


Fuente: Kiki. Diario de Cádiz.

La superficie enervada de las aguas de la bahía. Las aguas de la bahía de un verde mate, como un color muerto. Un verde difunto festoneado de blancos y fugaces latigazos. Mira el puente a lo lejos, a medio construir. Le gustaría ser el único testigo de la ola destructora que acabase con su insultante presencia. Un puente, para qué un puente; sobre la mar, un puente. Nada de barcos. Un puente. No lo dice. Lo piensa del mismo modo que imagina la ola y de la misma manera que ignora el frío del alba retenido en el rugoso granito de la balaustrada. Se recuerda veinte años antes. Entonces apenas pensaba en barcos. Después de recordarse recuerda la última vez que vio al niño que ya no es un niño y que es abogado. Misteriosamente para nosotros, lectores o testigos de una ficción que nos invita a pensar que la ficción es la única realidad posible en este preciso instante; e inexplicablemente para él, casi una confusión, puente y niño, significan la misma cosa. Como si puente (que jamás verá construido del todo) y niño hombre abogado anunciasen su inminente inexistencia.
          
          Pero cuando piensa y cuando recuerda no lo hace de una forma que podamos entender un gesto de autocompasión. A pesar del frío lleva remangadas las mangas del viejo jersey, las mangas arrugadas por encima de los codos huesudos, y los puños de la camisa a rayas azul celeste doblados y sobre el jersey, desnudos sus antebrazos velludos como tensores. Sobre su cabeza una vieja y descolorida gorra azul de la Armada con un barco gris en relieve bordado y bajo éste una letra y unos números del mismo color verde muerto del pedazo de mar atrapado y en sofoco que contempla.
          
         La señora, en la casa, no quiere saber nada de puentes a medio construir y barcos. Para ella también sigue siendo el niño. No es el mismo niño que para él. La señora en la casa sonríe cada noche, ya en la cama, junto a sus ronquidos y la tos que finalmente se lo llevará a la tumba; sonríe al escuchar a través de las finas paredes los exagerados gemidos de la muchacha en la casa vecina. Cuando él piensa que la muchacha vecina es una moza que está de muy buen ver la señora también sonríe porque sabe lo que él piensa y porque recuerda cuando ella era moza de tan buen ver como la muchacha vecina y él la miraba y pensaba lo mismo y ella lo sabía.
          
            Ni un cigarrillo más. Piensa él ahora, sin saber que ya es tarde. Alza con el pulgar de su mano derecha la visera de la gorra, el puente al frente sobre las torpes olas sin rumbo, las olas más pálidas en el choque con otras olas. La señora llena un cubo con agua y lejía en el cuarto de baño del piso de arriba.
          
          No, ni un cigarro más. Un puente. Mira de nuevo en dirección al puente. Un puente. Sobre la bahía, un puente; nada de barcos. Aparta sus manos de la superficie fría y granítica y adelanta su pierna derecha. Dobla su cuerpo torpemente, lento, un gran esfuerzo, incómodamente su vientre de escollo para sus vertebras caducadas; y resopla cuando se deshace del zapato y el calcetín y mientras ondula dobleces ascendentes en la pernera del pantalón hasta llegar justo debajo de la rodilla. Repite la acción con la pierna izquierda.

          
          Un puente. Nada de barcos. Pasa una pierna sobre la balaustrada y luego la otra y luego desciende a una roca que no daña las plantas de sus pies porque las plantas de sus pies son ya también de roca. Al niño le gustaba cuando sus pies eran cosquilleados al hundirse en el fango. Da un paso y baja de la piedra y al hundirse levemente en el fango saca una bolsa de plástico del bolsillo derecho del pantalón. Ya sin mirar atrás, con la determinación de quien se sabe victorioso y victorioso sobre todas las cosas que nada importan, como si el tiempo fuese una fuerza aniquiladora e inefable, y no otra cosa, vida vivida y por vivir; con esa determinación del que se sabe viejo ignorando que también es sabio, a su manera; ya sin mirar atrás, con esa determinación, abandona la tierra, pasea como quien nunca conoció la solidez de la tierra firme, bahía adentro, sobre el fango en dirección al puente, por el fango.

jueves, 20 de agosto de 2015

Apología y petición (Jaime Gil de Biedma)



Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno,
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?

De todas las historias de la Historia
la más triste sin duda es la de España
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.

Nuestra famosa inmemorial pobreza
cuyo origen se pierde en las historias
que dicen que no es culpa del gobierno,
sino terrible maldición de España,
triste precio pagado a los demonios
con hambre y con trabajo de sus hombres.

A menudo he pensado en esos hombres,
a menudo he pensado en la pobreza
de este país de todos los demonios.
Y a menudo he pensado en otra historia
distinta y menos simple, en otra España
en donde sí que importa un mal gobierno.

Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica, que España
puede y debe salir de la pobreza,
que es tiempo aún para cambiar su historia
antes que se la lleven los demonios.

Quiero creer que no hay tales demonios.
Son hombres los que pagan al gobierno,
los empresarios de la falsa historia.
Son ellos quienes han vendido al hombre,
los que le han vertido a la pobreza
y secuestrado la salud de España.

Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el hombre el dueño de su historia.


(Después de esto apenas queda nada que decir. No existen las justas palabras que obliguen o recomienden al ánimo de la lectura breve; leer estos versos y después nada más, no leer más sino pensar, de forma activa, como harían si lo fueran los seres pensantes de un Mundo a la deriva gravitacional del Universo. Después de esto el español, ese huerfanito lastimero, ese palestino sin cojones ni vergüenza, debería concederse lo que dura un cigarro y volar -que en ocasiones, para nosotros, criaturas que se creyeron lo del infierno y el paraíso en algún momento, es como pensar, de forma sencilla y sin complejos-, volar el aire cálido del verano -otro más- que dejamos escapar. Después de leer estos versos uno debería reescribir aquel aforismo de Benitez Ariza y correr hacia el espejo; no leer más, como si lo leído ya fuera suficiente, como si fuera tal que una cita en la que nos prometimos "una solo, luego para casa". Así creo yo que se debería hacer después de esto, porque pocos lo escribieron igual, sobre España, en redondilla y minúscula, despojado de la falsa gloria y la injusta gloria que una vez creímos heredada y que ahora más que nunca sabemos inexistente o breve, distinta tal vez, falsa en cualquier caso o ineficaz de cara a un futuro en el que difícilmente caeremos de pie. Después de leer el poema de Gil de Biedma, de este poema, no leamos nada más durante un ratito -es lo más que puedo llegar a esas justas palabras-, dediquemos la mirada a cada cosa a nuestro alrededor y definamos un nuevo cosmos en el que todo es diferente porque lo hicimos diferente, más sencillo, menos nocivo, más justo en el sentido literal del término y menos homicida, en el sentido literal del término. Busco las justas palabras que inciten al mal pagado gesto y perdida costumbre de reflexionar como si fuera útil -o más bien necesario-. Háganse un favor tal y como procura este amigo que les quiere bien, al fin y al cabo: quítense la ropa, lean el poema. Luego me cuentan). 

domingo, 2 de agosto de 2015

Cecil, el león


Nunca había oído hablar del león Cecil, nadie en realidad, jamás escuché a nadie preguntar "¿qué tal sigue el bueno de Cecil?" ni a otro respondiendo "bien, está muy bien, el bueno de Cecil, no veas cómo se pone el tío de ñúes y facóqueros y antílopes, allá por las sabanas de Zimbabue". Por otro lado, los leones siempre han estado en las peores de mis pesadillas. Sí, de vez en cuando sueño con leones (razón aquí); y es horrible; son hermosos animales, desde luego, pero los prefiero allí, en su sabana, rugiendo y abúlicos, elegantes y hermosos felinos, o en la tele, acechantes y letales como son, tal y como aparecen en mi sueños. 


Pero no, no sabía yo que en Zimbabue vivía este enorme felino, el gran Cecil, líder de su manada, un símbolo para las criaturas bípedas e implumes que lo conocían, icónica encarnación del mito del viejo rey de la selva africana. El león Cecil murió tras dos días de inimaginable agonía, el animal huyó malherido de sus perseguidores tratando de mantener su monárquica dignidad hasta el último aliento, rugiendo tal vez, de incomprensión -como nos sugería el bueno de Félix Rodríguez de la Fuente que hacía el lobo con su aullido-, o por no llorar, o más bien creo yo como una forma de cagarse en los muertos del tipo que cobardemente y a distancia se la había jugado, como última experiencia vital; pero rugiendo decía, Cecil el león, al cielo -próxima parada-, a ese espacio sobre su cabeza que muy de vez en vez le daba en la estación húmeda por mojar con frescas gota de lluvia su espesa y negra melena, rugiendo hasta que murió. Así huía Cecil, el león, herido cobardemente a distancia y de muerte, las heridas producidas por las flechas fabricadas por el hombre y empleadas como solución a una especie de capricho de difícil defensa y, en este caso, hiriente para la opinión pública. Claro, estamos más sensibilizados, eso parece, o eso o que los directores de periódicos saben a la perfección -¡cuánto saben los directores de periódicos!- que este tipo de noticia entra muy bien a la sociedad ociosa en el estío.  A los dos días murió, Cecil, el león. Después su perseguidor lo desolló y le cortó la cabeza o mandó a un negro a que lo hiciera, como es costumbre por la zona, ya que iría dentro del pack de los cincuenta mil: alojamiento, desayuno, comida y cena; caza de insigne león y al menos un negro que le corte la cabeza y le arranque la piel.



¿Cómo fue?: los tipos, pongamos una partida de unos tres o cuatro, se acercan en todoterreno a las inmediaciones del Parque Natural de Hwange. Deciden entrar, llevan consigo o cazan otra presa de tamaño considerable pero de menor valor. Los nativos saben bien por dónde para el bueno de Cecil. Lo ven, a Cecil, estos energúmenos, amarran a la trasera del todoterreno el cebo "deja cable, cohone, que valiente soy un rato, pero el bicho ese lo quiero lejos (imaginen índice y pulgar en forma de pinza) hasta verlo así de chiquitito", y arrastran el cebo, despacio según el trotar felino, al ritmo de pío pío leoncito. Gente valiente, ellos, y león, el bueno de Cecil, león con hambre, la trampa parece funcionar, los sigue. La partida consigue sacar al animal fuera de los límites del Parque. Una vez allí, legalmente, gente valiente y furtiva, unos verdaderos hijos de la gran puta todos ellos en realidad, que todo hay que decirlo, dan caza al león de nuestras entretelas, con un arco y sus flechas, por supuesto, y mano al menos un par de buenos fusiles del doce, cartucho en recámara "vamos a dejarnos de tonterías", con sus respectivas cajas bien llenas de más munición.




Se dice del cazador, Walter James Palmer, que es dentista estadounidense -no español como se rumoreaba, vete tú a saber por qué, Su Majestad ya no tiene el coño para farolillos- y que pagó unos cincuenta mil pavos por la historia. Y es que el dinero no da la felicidad, eso por supuesto, pero tampoco es menos cierto que unas perras echan el cable para conseguirla. La felicidad de Mr. Walter pasaba por matar y decapitar y desollar a nuestro ya difunto amigo, el león Cecil. Sí, cuando unos son felices comiendo helado o pelando gambas o cascándosela en el baño Mr. Walter es feliz matando leones porque sí con un arco y un carcaj hasta las trancas de afiladas flechas.

Pero, oh, pobre Mr. Walter, de pronto aparentemente infeliz, te trincaron, y ahora estás muy arrepentido y lloras desconsoladamente mientras miras quizá la cabeza disecada y colgada en tu sala de trofeos, junto a otras cabezas, leopardos y osos polares, por ejemplo. Oh, pobre Mr. Walker, dentista de profesión, ahora toda la hipocresía del mundo civilizado vuelca sobre tu fotografía en Facebook y Twitter ingentes cantidades de rabia contenida. Aquí un amigo, Mr. Walker, no te preocupes, yo te consuelo: esto mañana ya no es noticia.

Tipos como Walter James Palmer se encuentran, sus fusiles cargados, ahora mismo, en cualquier otra parte de ese continente desde antiguo expoliado que es África, descojonándose de su compañero de afición -esto es, matar por el simple hecho de matar-, por su torpeza y su posterior y fingido y vergonzante victimismo.




Según el diario El mundo Zimbabue reconoce una población de un par de miles de leones. De estos dos mil unos setenta son cazados cada año. No recuerdo haber visto nunca en Mercadona la carne de león, en ese pasillito más bien fresco que comparten las carnes y los embutidos, que me prefiguro dura como un leño y algo seca. La cabeza de león así como su piel -y la piel del leopardo o la pantera- es un trofeo como lo son las manos de gorila, como es un "potente afrodisiaco" el cuerno de rinoceronte (Sudáfrica, año 2010, 333 rinocerontes; año 2011, 448 rinocerontes; año 2012, 668 rinocerontes; en adelante, la cifra ya no son fiables, es mucha pasta la que se mueve en Asia), todas estas, especies gravemente afectadas por la caza en general. 




Lo que se traduce del dato numérico es que setenta viene a ser el número que se declara en cuanto a lo que a la caza de leones se refiere. No hace falta ser vecino de Lubimbi, Tande o Hwange -poblaciones cercanas al conjunto de parques y reservas- para saber cómo funcionan las cosas por allí. Lo que verdaderamente se traduce del dato estadístico es, que, leones, lo que vienen siendo leones, así como nuestro amigo Cecil, al que todos deseamos hoy que Dios tenga en Su Gloria en un súbito y más que probable fugaz sentimiento animalista, han de caer anualmente a cascoporro, y sí, la muerte de Cecil es realmente una tragedia, una tragedia extrapolable a muchas otras especies y probablemente mucho mayor de lo que ahora pensamos y que por supuesto pensamos mientras los medios lo decidan.

No tardará Nessie en esconder su cabecita. Tampoco tardarán los Mr. Walter James Palmer en apuntar con el arco, de hecho está ocurriendo ahora. Y ahora. Y ahora también...