Me he sentado delante
del ordenador sin un tema, una idea, un propósito. Podría decirse que la
criatura frente a la pantalla no es ahora más que el imbécil que todos llevamos
dentro -y que algunos se esfuerzan por sacarlo de titular. Menos mal que en el
fondo soy muy consciente de que to er mundo es güeno. ¿Quién lo dice? Un tipo
que en los dos últimos meses apenas pasó de los diez minutos de conversación
diaria y que bautizó a un mascato (me reservo lo que es un mascato y lo que
este animal alado representa) como Felipe y a su consorte como Maruja. Ahora me
tengo que decir que lo estoy volviendo a hacer, a ponerme serio y a hablar de
si el ser humano, esto, que si el ser humano, lo otro. Vamos, otra vez el
imbécil. No debería criticar tanto al imbécil titular de los demás cuando uno
tiene tan presente al suyo. Saben, yo era un listillo. Uno bastante
desagradable -sí, más que ahora incluso. Me partí el alma en esto de
desentrañar cuestiones indesentrañables desde demasiado pronto. Es normal que
el resultado ya en esta juventud mía sea tan poco gratificante. Cada vez con menos
convicciones y más interrogantes y dudas se me hace harto difícil no sentirme
un impostor al hablar o al escribir. Claro, siempre la paja en el ojo ajeno:
señalas, acusas, casi siempre en la intimidad de uno mismo, al otro, y te dices,
le dices, más bien: mientes, hijo de la gran puta, no eres más que un sucio
mentiroso y un vendido que no tiene ni puñetera idea de qué coño va esto. ¿De
qué coño va esto? Decía que no había un propósito. Tal vez haya surgido uno. Un
tema: las convicciones. A ver cuánto tiempo o cuántas palabras soy capaz de
mantenerlo. La convicción es una utopía. ¿Y cómo dices ahora que todo el que
piense lo contrario se equivoca? No puedes. No obstante, la convicción es una
sensación ilusoria. Pero uno ha de elegir una ruta y después apuntalarla y
luego pasar hormigonera y tal vez, crear tráfico en un par de sentidos (pero
¿por qué? ni puta idea, es una convicción). Diríamos entonces que lo correcto y
lo erróneo son límites superficiales, un abstracto concepto. En el mundo de las
ideas sería correcto usar siempre el verbo fallar, sí, como cuando se conceden
los maravillosos premios literarios (cualquier tipo de premio en realidad, pero
como tengo que mantener esa pose ácida, ya saben: que si los premios literarios
esto, que si lo otro, que si el del bocadillo de atún...). Pero qué
aburridísimas serían las conversaciones si uno tuviera que justificarse siempre
con un "pues yo fallo en creer..." en lugar de la siempre
impertinente aseveración. Ahora que caigo: mi vehemencia. Si las personas con
las que hablo supieran cuánto me arrepiento la mayoría de las veces de lo que
hablo o escribo... no sé que podrían pensar de mí. Ahí va otra que también está
muy bien: me importa un carajo lo que piensen de mí. Y una mierda, señor
Flores, y una mierda, que diría aquél. Pues eso, lo dicho, otra impostura
generalizada, sobre todo cuando se trata de listillos como el que yo era (y
eres, hijo mío, y eres, algo que pensaría mi madre y que nunca me diría. También
mi puerca infernal mayor lo pensaría, sólo que ésta, si no lo dice, revienta).
El que yo era sabía más que nadie y quería más que nadie y el miedo no era más
que un aliciente para meter la cabeza en la boca del león. Y cuántas bocas de
leones se cerraron en torno a mi cuello y mordieron los muy hijoputas hasta que
no me dejaron sangre alguna con la que inundar los músculos de mi boca para
articular con la suficiente vergüenza que me equivoqué. Aquí lo tenemos de
nuevo: el tema: la convicción. Creo -más que creer, creer plus- que entonces no
funcionaba a base de sólidas convicciones (¿y cuándo sí, picha, cuándo lo has
hecho?). La física cuántica -a través de las matemáticas- nos habla del
universo y de las probabilidades que tiene una partícula de hacer una cosa o
cualquier otra. Quiero decir, en realidad las partículas subatómicas podrían
llevar a cabo cualquier acción en cualquier momento. Sin embargo nuestra
limitada percepción de lo que ocurre y del tiempo que discurre nos hace creer
que siempre hacen la misma cosa y que no es una cuestión azarosa, como así es o
hasta la fecha se ha comprobado. Pues bien, supongo que en realidad, el
listillo que fui, lo que verdaderamente quería ser en la vida era partícula
subatómica, se creía esa posibilidad sin haberla considerado, con convicción,
esto es -si aplicamos la fórmula ya empleada- sin tener nada claro, sin ella.
Estará siendo una lectura muy pesada. Un único párrafo y con tanta digresión,
qué tedio, que estupidez. Y sin embargo ahí sigue, leyendo: merece un premio.
Los yoes de aquí, del otro lado, estudiamos la posibilidad del punto final como
ese premio. Pero, ay, no se llega a consenso. Aún podemos rizar el rizo, llevar
la estupidez a alcanzar cierto grado patafísico (los resortes de la mente
humana gravemente perjudicada por el aislamiento me empujan con fuerza hacia
otro tema: la patafísica). Podríamos decir que la ausencia en sí de toda
convicción lleva a la convicción. No cabe la menor duda. Las matemáticas son
claras y las matemáticas son el único lenguaje del que salen el resto de
códigos de comunicación. Escribir es un acto muy patafísico, lleva a los
límites de lo absurdo. En una de las vidas posibles que se barajan en la
partícula cuántica que soy existe el... el... el escritión. Ea, ahí es nada.
¿Lo explicamos? Lo explicamos. El escritión suele encontrarse en un plano en el
que abundan las palabras que interaccionan entre sí. Las fuerzas que actúan
entre estas palabras hacen del escritión una especie de agujero negro del que
se cree que se sabe mucho pero del que en realidad no se puede saber nada.
Cuando el escritión se comporta como singularidad pasa a llamarse lectorión.
Tanto lectorión como escritión tienen en común las múltiples direcciones en que
puede dirigirse el vector de la fuerza, lo que los diferencia es el sentido. En
realidad el escritión es sobretodo lectorión. Ignoramos cuándo el lectorión
actúa sobre su cosmos de palabras como escritión. Sabemos que lo hace, y a
veces con pesadumbre, sí, lo sabemos. Los físicos cuánticos hablarían en
términos de probabilidad. También, es importante, en este mundo caótico de las
partículas se produce el desastre: el lectorión, llevado por el espejismo y la
incertidumbre total, puede pasar a ser lo que se conoce como un antilectorión
-en su fase de singularidad- o peor aún, un antiescritión (y sí, criaturita,
esto es lo que eres cuando prostituyes tu talento en tu afán por trepar más y
más alto). (No te cansas, ¿eh, señor Flores?) Así que en esas estamos, al borde
de la sí o no aniquilación. Si a eso sumamos el resto de futuros posibles a los
que puede aspirar la partícula subatómica que es un servidor, entre todas las
vidas posibles (en la que incluimos -por darle una pizca de dramatismo al
delirio- la de aguerrido mercenario de la mar), sin que para una predicción nos
sean válidos los pasos seguidos hasta este preciso instante, podríamos decir
que la falta de convicción es la única realidad posible, y así volvemos al tema
que a duras apenas hemos sabido sostener en la última decena de líneas. ¿Y si
nos metemos con otro tema, y si hablamos, por ejemplo de: el instante? No lo
vamos a hacer. Conforme. Me he sentado delante del ordenador sin un tema, una
idea, un propósito. Podría decirse que la criatura frente a la pantalla no es
ahora más que el imbécil que todos llevamos dentro -y que algunos se esfuerzan
por sacarlo de titular. Menos mal que en el fondo soy muy consciente de que to
er mundo es güeno...